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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (19 page)

Mientras dejaba que el cuerpo hablara por sí mismo, me fui quedando dormida. El cansancio venció finalmente al creciente dolor.

Una llamada al telefonillo me sacó del primer sueño, el más profundo. Aturdida, asustada también, fui hasta la puerta y me quedé de pie, apoyada en la pared, sin hacer nada. Me temblaban las piernas de inquietud y debilidad. Sonó otra vez.

—Soy yo… —dijo.

—Ya sé que eres tú. ¿Qué quieres?

—Ábreme.

Su voz sonaba pastosa. A bares, a muchas copas, a lengua gruesa, a la mezcla del trastorno etílico y sentimental.

No dije nada, me llevé la mano al corazón para desacelerarlo. El timbre volvió a sonar, una, dos veces, con ese ruido agudo y vibrante que de noche parecía estar plagado de no se sabe qué malos presagios. Puse mi oído en el auricular y lo escuché, lo escuché respirar o casi sollozar.

—Ábreme o despertaré a todo el mundo.

Le abrí. Apareció en el descansillo tratando de alisarse el pelo revuelto. Llevaba abierta y sudada la camisa que se había puesto aquella mañana para acompañarme al que podía haber sido nuestro extraño primer paso hacia un compromiso formal.

—Déjame cuidarte.

—Baja la voz y quédate ahí, si quieres —le señalé el sofá.

Yendo por el pasillo hacia el cuarto sentí que me seguía. Me volví.

—He dicho que te quedes en el sofá. El niño está en mi cama.

—He venido a dormir contigo.

Le empujé con un golpe seco en el pecho que le hizo perder el equilibrio y vencerse contra la puerta. Le sentí caer al suelo, quejarse. No me volví. Fui corriendo a la cama, me tendí y me recosté en la misma posición fetal del niño, apretándolo contra mi vientre. Cerré los ojos. Un coágulo de sangre se abrió paso en mi vagina hasta provocarme una desagradable sensación de humedad pero también de claudicación, de abandono.

Le oí entrar, respirar con la intensidad propia de los borrachos. Se sentó en el borde de la cama y empezó a acariciarme suavemente la cara, «Chico, Chico». Me volví, le miré. Su rostro estaba iluminado por la luz que entraba entre las lamas de la persiana. Parecía sereno al fin, sacado abruptamente de la confusión del alcohol. Se le había empezado a inflamar un párpado. Por la mañana el ojo estaría amoratado.

Así nos quedaríamos mucho rato, despiertos y derrotados. Él sentado a nuestro lado, murmurando, «Chico, Chico»; yo abrazada a lo único que tenía y dolorida por lo que había perdido.

C
APÍTULO
5

VÍSPERA DE REYES

Mi padre siempre dijo que yo atraía el dinero, que no era en absoluto casual que mi nacimiento se hubiera producido tres días después de que a él le tocara la Lotería del Niño. Casi al mismo tiempo que yo salía del hospital, contaba mi padre, él acudía al concesionario para recoger su primer coche y daba la entrada en la inmobiliaria para el primer piso. Yo lo escuchaba y me sentía dentro de esa lista de propiedades: casa, coche y niña. Yo en tercer lugar.

Le gustaba recalcar que, dado que yo era la niña de la Lotería, había querido celebrar mi llegada al mundo con un bautizo por todo lo alto: un coro, un cura vestido con casulla de gala, flores blancas y monaguillos. Mucha pompa para un pobre auditorio: mi padre, un administrativo de la empresa que se prestó a hacer de padrino, mi tía, que fue la madrina, y el obligado grupo de beatas que se apunta a un bombardeo. Ni mi madre, que se recuperaba en casa, asistió; ni mis hermanos, que se habían quedado con ella; ni la familia, que vivía lejos. Nadie. A mi padre le gustaba la escena y se recreaba en ella. Mi bautizo era un ejemplo que ilustraba su convencimiento de que mi don empezó a mostrarse desde el inicio: una entrada al mundo solitaria pero majestuosa.

Por su parte, mi madre tenía una idea de mi presencia más centrada en lo sentimental que no por ello alteraba menos mi impresionable mente infantil. Con esa naturalidad con que las madres de antes juzgaban a sus hijos ante terceros, le contaba a menudo a alguna amiga: «Mi marido hubiera tenido ocho, nueve hijos, a él qué más le daba, en cambio, yo, cuando vi que estaba embarazada de ésta, me harté de llorar. Después de cuatro hijos, qué disgusto.» Me daban ganas de consolarla por haberla castigado con mi presencia. Por fortuna, me sentía aliviada porque siempre acababa por añadir: «Y ahora, mírala, aquí la tenéis: mi alegría.»

Así que el dinero era el elemento que había bendecido mi entrada al mundo, según mi padre, y mi carácter alegre lo que permitía mi permanencia en él, según mi madre. Las dos cosas me fascinaban y me provocaban cierto estado de alerta, era como si para merecerse la vida hubiera que andar a diario sobre la cuerda floja de tus virtudes. Mis padres, dados a la franqueza irreflexiva de los padres de la época, nos describían sin sombra de duda con dos o tres rasgos a cada uno, como si hubiéramos nacido con una etiqueta en el dedo gordo del pie que advirtiera del defecto que nos amargaría la vida y el don que habría de salvarnos. Si Ángela había sido traída al mundo para ser una niña concienzuda, paciente y formal, Pepe estaba condenado a la infelicidad como correspondía a un carácter idealista, Nico era un niño de acción y sería siempre querido sin esforzarse y Andrés haría lo posible para vivir sin dar palo al agua, yo debía ser fiel a mis dos virtudes, la sonrisa y la capacidad casi milagrosa de atraer el dinero, tal vez no demasiado dinero, pero sí el suficiente para no tener que preocuparme por él.

Los niños suelen responder con una obediencia insensata a la descripción que de ellos hacen sus padres y nosotros lo hicimos también. Fuimos obedientes y descontentos, pues ni mi hermana Ángela se ha sentido a gusto dentro de esa piel tan fina de señorita formal, ni los otros lo fueron con su incapacidad para la felicidad, su pereza enfermiza o su hiperactividad. Nos hemos comportado en la vida como si hubiéramos de ser fieles al personaje que ellos nos asignaron y yo, desde muy niña, he vivido prisionera de mi simpatía, anhelando la suerte de los otros, queriendo ser la que atrajera el cariño sin esfuerzo, la concienzuda o la idealista, es decir, aquello que debido en parte a su estrecha descripción nunca estará a mi alcance.

La sensación de que sólo el lado alegre de tu carácter atraería el cariño de los demás o de que tu mayor cualidad consistía en una misteriosa habilidad para que el dinero acudiera a tus manos se convertía, o así lo he vivido muchas veces en mi prolongadísima inmadurez, en la prueba de que no estaba hecha para ser amada como cualquier persona sino como simple compañera de diversión.

«Yo nací con un pan debajo del brazo», decía con naturalidad en la escuela. Luego explicaba el sentido de la frase, la lotería, el bautizo de reina solitaria… Me dibujaba a mí misma como una niña bendecida por la suerte, y provocaba una admiración entre mis compañeras de clase que se disipaba rápido, en cuanto advertían que ya no había habido más loterías, que mis padres tenían el mismo nivel que cualquiera y que de vez en cuando yo pedía el dinero que me faltaba para comprarme un donuts.

«Nació con un pan debajo del brazo», le decía mi padre ahora a un compañero de trabajo en una marisquería próxima a su oficina en la que nos había invitado a comer a Gabi, a mí y a un subordinado suyo que, a pesar de la verborrea de su jefe, parecía sentirse cómodo, más cómodo que yo, con la complicidad y paciencia que se precisan para sobrevivir en los trabajos.

Estábamos en vísperas de Nochebuena y los restaurantes estallaban de comidas de hermandad laboral. Al lado nuestro, unas quince personas bebían, reían, casi gritaban, se hacían chistes subidos de tono que exaltaban los ánimos y sembraban esperanzas de posibles encuentros sexuales que, de producirse, serían rápidos, en el coche y con voluntad de ser olvidados un instante después de que se produjeran. Desde mi asiento podía observar cómo una mujer de unos cuarenta años se había quitado el zapato. El zapato sin pie reposaba al lado del pie calzado, formando una extraña pareja. La pierna ausente descansaba, sin duda, en la bragueta del comensal de enfrente.

—No es cosa de ahora, Melchor, no es cosa de ahora. Es algo con lo que ha nacido. ¿Cuántos años tienes ahora, hija?

—Veintisiete.

—Veintisiete, eso, eso. Del 63, exactamente, el año de la lotería del Niño. A sus veintisiete años ha cambiado de trabajo lo menos diez veces, ¿cuántas veces has cambiado de trabajo?

—No sé, papá, no las he contado.

—¿Cuántas veces has cambiado tú, Melchor?

—Ninguna, ni quiero —dijo Melchor.

—Eso, tú a ascender escaloncito a escaloncito, como la mayoría. Pues bien, ella no ha parado, está hecha de otra pasta, deja un trabajo y ya la están llamando para otro.

—No los dejo, papá, no he dejado ninguno. Me han echado.

—Eso no es echar, echar es otra cosa. Tú no sabes lo que es que te echen. ¡Echar, echar! Echar es cuando en tu empresa te pegan una patada en el culo porque sí, porque no te quieren ver más el pelo. ¿Es así o no es así, Melchor?

—Es así.

—A ésta, lo que le ha pasado es que los trabajos se le acaban. No son trabajos como los nuestros, Melchor, sus trabajos son trabajos que nacen con su fecha de caducidad. Pero qué coño importa, hija mía, si eso supone que te llaman de otro sitio y te pagan más. Cada profesión tiene sus leyes de mercado. En tu oficio, hija mía, quedarse quieto en un sitio es ser una seta laboral, una persona sin ambición, sin sangre en las venas.

—Bueno, papá, eso no es así, también hay gente en mi trabajo que es fija y que vale mucho.

—Y tú pudiste serlo, pero no quisiste. Esa vida del fijo es para el que quiera ser un puñetero funcionario hasta la jubilación. Tú querías otra cosa, ¿querías o no querías otra cosa?

Siempre sucedía lo mismo: mi padre defendía sus opiniones con tal apasionamiento que para rebatirlas me hubiera visto en la incómoda situación de desvelar demasiadas cosas sobre mí misma, o ajustar las cuentas con él, o mostrarme demasiado herida, o desmontar una a una todas sus teorías sobre mí. En realidad, no llegabas a saber nunca si era un pillo consciente de su truco o no era un truco sino la actitud legítima de alguien que no quiere verse enredado en discusiones incómodas en las que se revelarán secretos que no quiere escuchar y prefiere manejarse en la alegre superficie de la vida. La astucia de alguien que no quiere verse afectado por lo que verdaderamente te estaba encogiendo el corazón. Descrito de esta manera parecería un comportamiento contra natura, pero con el tiempo he podido observar que no es infrecuente que los padres discriminen, descarten y elijan la información que quieren escuchar de sus hijos.

Debiera haberle dicho (de haberme atrevido a no respetar sus reglas dialécticas) que en absoluto me hubiera importado llevar una vida adocenada de funcionaria en la radio. Si renuncié a la plaza que me mantuvo destinada un año en una pequeña ciudad del sur, no fue porque yo fuera uno de esos espíritus libres que detestan verse atados a un trabajo fijo. No se trató de un acto de rebeldía. Fue la sospecha de que algo estaba sucediendo a mis espaldas lo que me hizo, irreflexivamente, abandonarlo todo de un día para otro y volver a Madrid. En realidad, las razones laborales nunca me importaron tanto, y aquí vuelvo al principio, al corsé que mis padres me aplicaron de niña, a la estrecha descripción dentro de la cual me he visto durante muchos años condenada a vivir: estaba tan íntimamente convencida, tal y como me habían educado, de que nunca me faltaría el trabajo y la pericia para ganar dinero, que no llegaba a sentirme del todo afectada por su pérdida y podía despreciar un puesto fijo con más facilidad que otros. Con menos mérito.

Las razones de haber abandonado mi plaza eran otras, pero al no corresponderse con lo que se esperaba de mí yo misma las ocultaba.

O puede que él lo supiera todo, como todos los padres lo saben todo. Sabía que me avergonzaba de ser yo y que encubría mi vergüenza cumpliendo sus expectativas. De qué me iba a quejar ahora, cuando lo veía inflarse con orgullo delegado por mi espíritu resuelto si era yo la que hacía apenas una semana le había llamado para contarle a cuánto ascendía mi nuevo sueldo. Esa noticia había dominado toda nuestra conversación, los diez minutos, y habíamos dejado fuera a conciencia, él, yo, los dos, aparcado y latente, todo aquello que pudiera perturbar su paz de espíritu. Para qué hacer confesiones a quien no quiere que le mientas pero tampoco que le cuentes la verdad.

Gabi comía en silencio los langostinos que yo le iba pelando, como si tuviera la determinación de acabar con todos los que había en la fuente del centro de la mesa, incluso con los del restaurante. Hundía torpemente el langostino en la mayonesa y se lo llevaba a la boca provocando un desastre por el camino. No mostraba ninguna inquietud ante la vehemencia de su abuelo, que iba subiendo la voz a medida que los de la mesa de al lado elevaban el volumen de sus risas y el tono de sus bromas. Otro niño, yo misma cuando era chica, hubiera temido que aquel hombre que gesticulaba como si dirigiera una orquesta buscara bronca con su colega o con el camarero que se retrasaba cinco inaceptables minutos en traerle la segunda botella de Albariño, pero no, el niño lo admitía. Su desmesura no le provocaba ni miedo ni inquietud. Eran muchos los bares a los que le había llevado a pasar la tarde. Muchos los bares en que mientras el abuelo pontificaba en la barra el niño pintaba en las servilletas, jugaba con algunos dinosaurios que llevaba en la mochila, comía de puro aburrimiento las almendras que acompañaban los whiskeys o se quedaba dormido con la cabeza apoyada en una mesa. Era mucho el humo que había tragado, muchas las discusiones oídas de fondo, en el bullicio adormecedor de los pubs a la caída de la tarde, pero, al contrario de la ansiedad que este carácter en exceso expansivo me solía producir a mí (tal vez alertada siempre por mi madre), el nieto lo toleraba no por resignación sino por puro cariño, un cariño ecuánime, que se mostraba abiertamente, sin reparos físicos, cuando se le sentaba encima o cuando le tomaba la barbilla con las dos manos para que abandonara su delirio verbal un momento y le hiciera caso: «Quiero irme, abuelo, quiero irme ya, no te enrolles.» A veces, para mi asombro, conseguía que aquel hombre indómito pagara la cuenta y le trajera a casa a una hora razonable. Ese hombre, refractario a cualquier principio pedagógico sensato, se lo llevaba en la víspera de su cumpleaños a la sección de juguetería de un hipermercado y le decía: «Puedes coger lo que quieras por dos mil pesetas.» El niño, tras ir desesperadamente como un perro jadeante de un juguete a otro, acababa llorando, desconsolado, vencido, hundida su cabeza entre los brazos que apoyaba en las estanterías, incapaz de elegir y descartar. «Pero ¿qué le pasa?», decía mi padre señalándomelo, riéndose con esa risa que a veces produce el llanto de los niños porque su dolor no nos parece tan hondo como el dolor adulto. «Anda que vaya perra tan tonta que se ha cogido, ya querrían otros niños tener la misma oportunidad que él.»

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