—Mira mi nieto, qué maravilla —dijo mi padre dándole un codazo a Melchor—. ¿Cuántos langostinos se ha comido ya? Lo menos lleva catorce.
—No comas más, anda —le dije yo a Gabi, y él me gruñó y miró a su abuelo buscando complicidad.
—Déjalo, que se harte de fósforo, que es muy bueno para el intelecto. Hay que ganar mucho dinero para dar de comer a este niño. ¿Sabes, Melchor, cuál fue una de las primeras cosas que mi nieto aprendió en la calle? A levantar la mano para parar un taxi. ¿Es verdad o no es verdad? No pongas esa cara, hija mía, que yo no miento. Pues eso.
Bebió un gran sorbo de whisky, el último que había en el vaso y por el ímpetu con el que volcó la copa los hielos le cayeron sobre la cara. Se limpió con la servilleta y me miró de reojo, levantando la ceja, como siempre en que te advertía sordamente que no estaba dispuesto a que le estropearas el momento.
—Hay personas que van por sus pasos, comienzan desde abajo en la vida y poco a poco logran una posición, ¿no? Es la historia de tu vida, Melchor. La de la mía, no, porque la mía ha sido más difícil y, en cambio, he llegado más alto. A mí no me pagaron mis padres una carrera como a ti, Melchor, y aquí me tienes, en el puesto que estoy. A mí los títulos me la traen floja, porque yo sé lo que sé y lo que saben otros y, te digo una cosa, hay muchos, los enfermos de titulitis, que abundan en este país, muchos que se tienen que joder y reconocerme el mérito. Pues eso, ¡claro! ¡Ja! —dicho lo cual, levantó la mano, le señaló el vaso vacío al camarero y se encendió un cigarro. Lo fue alternando con otro que tenía reposando en el cenicero y le pasó la mano por la cabeza al nieto—. Eso sí, no te quedan más huevos que saber el doble que el que ha estudiado. Ahí está la clave. La clave de mi generación, Melchor, es ésa: a un lado los hijos de papá y a otro los que no le debemos nada a nadie. Así entiendo yo las dos Españas.
El camarero se acercó con la botella de whisky, la posó sobre el borde de la copa, comenzó a verter el líquido y, cuando fue a retirarla, mi padre, con un solo dedo, suavemente pero con firmeza, le obligó a mantenerla en el borde del vaso.
—Vamos a servirnos, si a usted le parece, un poquillo más. Sobre todo porque no quiero andar molestándolo, que están ustedes hoy a tope.
El camarero obedeció sin hacer ningún comentario. Conocía de sobra a aquel cliente que tenía por costumbre vender como un favor cualquier exigencia.
—Y aquí tienes a mi hija. Tampoco ha acabado la carrera. Aún está a tiempo, es muy joven. Yo no tengo nada en contra de las carreras. La de derecho, la de abogado, esas carreras están justificadas. O para hacer números. Para hacer números, Melchor, si eras un
desgraciao
, como yo era, había que tragarse muchas tardes de academia nocturna, pero ¡coño, escribir! ¡Escribir para la televisión! ¿Eso cómo se estudia? Tampoco es ciencia infusa. Aunque habrá que tener alguna gracia, digo yo. Chispa. Hay que tener chispa. Créeme, Melchor, si te digo que yo no sé ni para quién escribe ni lo que escribe. No lo dice. ¿Ves? No lo dice. No lo quiere decir. Pues que no lo diga. No importa. Le digo, «Pero ¿para quién escribes tú?». Y me dice, «Para la gente que sale en la tele en general». Vale, en general. Desde que ella escribe guiones para la tele, yo me la pongo y pienso, pues aunque no lo parezca, esto lo ha escrito alguien. A lo mejor ella. Antes de estar mi hija en la tele yo creía que improvisaban, porque dicen tantas mamarrachadas que no te imaginas un cerebro detrás echando humo. Mírala, ella se calla. Se calla porque le da vergüenza. Yo le digo, «¿Vergüenza de qué?». ¿De qué? Con el sueldo que gana de qué la vergüenza. Melchor —bajó la voz y se le acercó, como quien anda buscando una confidencia—. ¿Tú cuánto estás ganando ahora? Brutas.
—Unas doscientas.
—Unas doscientas, vale. Unas doscientas y llevas trabajando si no me equivoco desde que entraste conmigo, quince años. Como mucho, cuando te jubiles estarás en un quince por ciento más. Muy bien, ¿te digo lo que gana ahora mismo mi hija?
—No, no se lo digas… —le advertí.
—Díselo tú. Pero, vamos a ver, si es algo de lo que la gente buena siempre se va a alegrar. Melchor, ¿tú no te alegras de que alguien que tiene veinte años menos que tú esté ganando lo que tú no vas a ganar en la vida? Si acaso te dará un poco de envidia.
—Envidia sana —dijo Melchor que doblaba la servilleta sin mirarnos a los ojos, en un gesto que parecía encubrir cierto embarazo o una incomodidad muy bien adiestrada para que no se apreciara.
—¿Le vas a decir cuánto ganas? Díselo —me miró desafiante a los ojos—. Bueno, se lo digo yo. Trescientas veinte mil pesetas.
—¿Somos ricos, mami? —me preguntó Gabi, que harto de langostinos jugaba ahora con las cabezas, haciéndolas chocar unas contra otras, como solía hacer con sus monstruos.
—Papá, no digas eso delante del niño. Luego va y lo suelta en la guardería.
—Yo no lo suelto —dijo el niño—. No lo suelto.
De pronto, en la mesa de al lado arreciaron los aplausos, los gritos, los silbidos. Estaban desempaquetando los regalos del amigo invisible y unas bragas tanga salieron volando y aterrizaron en el centro de nuestra mesa. Mi padre tomó las bragas con el índice y el pulgar y se las devolvió. Les dirigió una mirada, un gesto simpático de desaprobación: «Por favor, por el niño», y el alboroto se calmó momentáneamente.
—Trescientas veinte mil pesetas, Melchor. Y le da vergüenza.
—Pues no tendría por qué darle, al contrario.
—Porque le gustaba más su trabajo en la radio. A mí también, lo reconozco, lo veía más lucido. Pero entonces es cuando pienso, de acuerdo, pero ¿y la compensación económica? Anda que tú y yo hemos podido pensar en si nos gustaba o no nuestro trabajo. Cuanto más dinero ganamos más nos gusta trabajar, ¿no es así, Melchor?
—Así mismo.
En realidad, el primer sueldo de este nuevo trabajo había llegado a mis bolsillos tan sólo unos días antes, cuando ya andaba desesperada por los pasillos reclamando mi contrato y mi dinero tras dos meses escribiendo. En aquel desbarajuste monumental de la recién nacida televisión privada era tan fácil ganar una cantidad desproporcionada como que se olvidaran de ti y nadie se ocupara de tu situación legal. Del recato y la falta de brillo de los despachos en la radio pública a la ostentación de los nuevos ejecutivos de la televisión privada.
Las puertas de estos despachos estaban abiertas, los jefes comían sándwiches a deshora por los pasillos, gesticulando mientras hablaban por los primeros teléfonos móviles; un estilo cocainómano, de simpatía imprudente, de ocurrencias incontenibles, trufaba sus conversaciones, sus gestos, la forma de tratarte, como si nunca estuvieras para ellos a la altura de los tiempos. Perseguí por los platós a varios directivos, sin saber nunca exactamente quién era mi jefe directo, para preguntarles qué había de lo mío, de mi contrato, de mi dinero, pero no conseguía más que interrumpir reuniones, ser inoportuna.
Y ésa era mi precaria situación cuando nos convocó el jefe supremo una mañana. Por sorpresa, como le gustaba hacer. Con esa regla tácita que emanaba de todas las órdenes: los empleados deben regirse por el capricho de sus superiores. La arbitrariedad no estaba mal vista, se cultivaba.
Aquélla fue una reunión de unas veinte personas entre cámaras, realizadores, guionistas, productores. Puede que durara unas tres horas. De vez en cuando yo le pasaba una nota a Marcos. «¿Entiendes algo de lo que hablan? ¿Qué hacemos aquí?» Me devolvía otra: «Ni puta idea.» La cólera del director nos hacía salir de pronto del adormecimiento. Colérico, daba puñetazos sobre la mesa y gritaba que él no les pagaba a unas tías el viaje desde Milán para que luego no les enfocaran el culo. «¡Están aquí por el culo!», gritaba. El realizador, un hombre de unos cuarenta años, vestido con chaleco y pantalones chinos del Coronel Tapioca, con el aspecto de quien va a dirigir una película de gran presupuesto en el desierto, balbuceaba: «¿Quieres culos? Los tendrás.»
Era un poco indigno observar cómo personas que no habrían aceptado trabajar media hora más en un medio público aquí se rendían por un sueldo con el que no habrían soñado en su vida. «Acojonante», me decía Marcos en una nota. Yo me sentía, nos sentíamos (los tres guionistas que firmábamos con pseudónimo para que nuestro nombre no apareciera en los títulos de crédito), como en una clase de Física y Química, con la misma sensación de no entender nada, ni la bronca ni la excusa, y menos aún las correcciones que a nuestro trabajo hacía el propio director: borrando frases, mofándose de otras y provocando las risas de esos compañeros aliviados de que la atención se hubiera desviado hacia otro flanco.
La reunión se acababa y, como si quisiera concluir aquello con un gesto de generosidad, el del rico que le permite a un pobre dar las gracias por tenerlo sentado a su mesa, el director nos preguntó si teníamos alguna duda. «Éste es vuestro momento, aprovechadlo», dijo, y tamborileó los dedos sobre la mesa, mostrando una impaciencia anticipada. Yo, viéndome, como me ha ocurrido en otras incómodas ocasiones, desde fuera, desdoblándome, abrí la boca sin ser consciente casi de abrirla. Carraspeé, porque la voz me había salido rota, y le dije con la voz de esa otra que hablaba por mí: «Mis compañeros y yo llevamos dos meses y medio sin cobrar y sin haber firmado el contrato. El próximo viernes es Nochebuena, imagino que todo el mundo tiene dinero para celebrarla pero yo no tengo un duro. Y tengo un hijo. Quisiera saber, si no es mucha molestia, ¿qué es lo que tengo que hacer? ¿A quién se lo tengo que pedir? ¿Estamos trabajando aquí o es que nos están gastando una broma? No puedo seguir así, no tengo un duro en el banco.» Se hizo el silencio. El director miró fijamente a uno de nuestros jefes directos. «Gran discurso, emotivo», leí en una nota que me pasó Marcos.
Por primera vez fui consciente de que era la única mujer en la reunión. De todos los culos que había allí sentados el único femenino era el mío. El director se levantó y salió un momento a hablar con la secretaria. Algunos de los empleados, el realizador vestido de director de películas de alto presupuesto y algún que otro productor miraban a lugares indeterminados, con el gesto torcido, sin pronunciar palabra, como si nuestra reclamación pudiera joderles la vida.
El director entró con una chequera. Nos preguntó qué cantidad aproximada había acordado que cobraríamos al mes. «Trescientas veinte mil», dijo Marcos. En silencio, contemplamos la escritura y firma de los tres cheques. Se los dio a la secretaria que esperaba de pie a su lado para que nos los acercara. Luego miró a uno de nuestros jefes, el mismo que tantas veces me había evitado por los pasillos: «No quiero que una situación así se vuelva a repetir.» Cuando salía del despacho, se dirigió a mí y me dijo: «¿Cuántos años tiene tu hijo?» «Cuatro», le dije, «cuatro y medio». «Pues éste no es el mejor mundo para una madre que está criando un niño.»
Más tarde, en casa, se me ocurrieron muchas respuestas, pero en aquel momento el agradecimiento o el alivio vencieron al brote de rabia que sentí en la cara. En algo llevaba razón, en aquel mundo era más difícil para una mujer trabajar con el culo pegado a la silla que con el culo frente a una cámara.
Qué risa. Qué risa en el ascensor bajando ya a la calle. Qué risa los tres, repitiendo la escena. Qué risa en el banco, al que me acompañaron porque yo quería sacarlo todo de golpe, llevármelo repartido entre el bolso, el abrigo, los vaqueros. Qué risa. La risa del dinero inesperado, de salir de la penuria repentinamente y entrar en un bar y pedir una ronda de cañas y otra y otra; de decirles que me esperaran y largarme a la tienda de enfrente de aquellos sótanos comerciales en los que transcurría nuestra vida y volver con una cazadora de cuero a la que le había echado el ojo hacía días. Qué risa luego, en el taxi, acercando yo a Marcos a su casa, porque qué importaba, tenía dinero para hacer varias veces el recorrido del autobús circular. «Qué risa, Marcos», le decía, «yo, como los flamencos, ¡jamón y taxis!». Y él, antes de bajarse, de dejarme perdida de su mano, que era la única que me guió verdaderamente aquellos años, me advertía: «Ahora te vas a casa, ¿no? Ten cuidado con lo que llevas encima. No es para ir por la calle dando vueltas.» «A casa, sí, me voy a casa.» Y le dejé como siempre, con ese gesto de preocupación, de amistad protectora que a poca gente he permitido en la vida, salvo a él, que me cuidó con un cariño prudente e inmediato, según me vio entrar aquel día en la radio, contenta por volver a Madrid, a mi antigua emisora, pero desubicada al comprobar que mi vida, la que había dejado antes de marcharme, se había desmoronado.
Nunca ingresé aquel sueldo en el banco. Me dio pereza o quería tenerlo allí, sentir por una vez la materia ardiente del dinero. Deseaba algo tan simple como acudir cada mañana al sobre que situé entre dos libros en la estantería más alta y meterme unos billetes en el bolsillo.
La víspera de Reyes tomé una buena cantidad. Quería aparecer en casa de mi hermana repartiendo regalos, borrar la desconfianza que sabía que les provocaba mi situación —aunque no preguntaran, aunque no se atrevieran a indagar—, con ese tipo de regalos que sólo puedes permitirte comprar cuando las cosas te van bien.
Salí de casa a las cinco de la tarde. Ya era casi noche cerrada. El barrio vibraba de luces navideñas, rumores de villancicos que se escapaban de las tiendas y un gentío cargado de paquetes cruzando la calle. Me monté en un taxi y le pedí al taxista que me llevara todo lo cerca que pudiera de la Puerta del Sol. «Qué cosas tiene usted», me dijo, «esta tarde, imposible». Me dejó en la calle Barquillo y desde allí fui callejeando, presintiendo cada vez más cerca la multitud que se apiñaba en la calle de Alcalá y la Gran Vía para ver la Cabalgata. En algún momento pensé que tal vez Gabi estuviera entre la chiquillería. Su padre se lo habría subido a hombros y él estaría arrobado, asustado, nervioso, esperando presenciar el paso de Sus Majestades. Tan común mi hijo entre todos los niños, tan igual a los otros, como único era ahora mismo en mi pensamiento. Borré esa imagen a propósito, espanté su recuerdo como si fuera una mosca, y me palpé el dinero. Inspiré el aire frío de la tarde. Me dije, vive tu fortuna, disfrútala, hay que borrar la dolorosa simbología que tienen las fechas. Víspera de Reyes. Qué coño te importa.
Bordeando la Puerta del Sol logré llegar a la gran juguetería de la calle Mayor. Caminar con un destino me levantaba el ánimo, tener un objetivo aliviaba la melancolía inevitable de la fecha, no deambular sino ir en busca de una dirección, no andar como una mujer solitaria, sino como alguien con una tarea que cumplir. Con ese espíritu entré en la juguetería. Procuré obviar la presencia más invasiva de todas, la de la música, la de los villancicos interpretados por voces infantiles de cualidad fantasmal que son capaces de rematar el corazón de quien no lo tiene aún completamente destrozado.