—Muy bien, poniéndonos en lo peor: no existe. Entonces, la religión es una convención. ¿Qué de malo tienen las convenciones? Las convenciones son la esencia de la civilización, muchacho. Apunta eso.
La vida, al menos en esto, desveló incógnitas que no eran tan imprevisibles conociendo la materia de la que cada uno estábamos hechos. Mi hermano Pepe, como hijo de un hombre avasallador y autoritario, fue víctima de un espíritu diletante y poco práctico, no acabó Derecho y perdió muchos años en vaguedades ideológicas; Jabato aprendió un oficio, no por la falta de inteligencia que mi padre le suponía sino porque así lo eligió, como él mismo había expresado tozudamente. No fue electricista ni fontanero, fue técnico de sonido.
Había habido un vacío en nuestra relación de más de una década, de los quince años en los cursos de ufología hasta mis veintiséis de ahora, en los que habíamos sabido vagamente el uno del otro. En nuestro barrio era difícil perderse del todo. Pero no habíamos vuelto a vernos como ahora, a las seis y media de la mañana en un estudio de la radio, frente a frente, sopesando lo que habría ocurrido más allá de los cambios físicos.
—Te has separado.
—Bueno, ahí estoy… en ello. ¿Quién te lo dijo?
—Todo se sabe. También sabía que estabas aquí, que te vería alguna mañana.
—Podías haberte acercado al estudio.
—Cuando acabo con esto estoy loco por irme a casa.
Martín le hizo un gesto de despedida desde el otro lado de la pecera y él le correspondió. Está claro que mi viejo maestro espiritual no me reconoció. Estaba igual, terso, delicado, manso. Con menos pelo, pero igualmente peinado hacia atrás, una melena rala recogida en una coleta.
—¡Cuánto tiempo!, ¿eh? —me dijo Jabato, y los dos sonreímos, nuestra memoria se situó al instante en aquella noche en que la ausencia de ovnis o la presencia de mi padre me hicieron perder la fe.
—Ha pasado toda la vida… Tengo que irme.
—A tu padre lo he visto de vez en cuando, hemos tomado alguna cerveza en el barrio… Se casó.
—Sí, se casó.
—¿Y qué tal con tu madrastra?
—¡Ja! Ya no tengo edad para tener madrastra… Bien.
—A ti te vi un día con el niño.
—Gabriel.
—¿Y el niño, qué tal con el padre?
—Bien también.
Nos besamos. Nos quisimos dar un abrazo pero no supimos cómo hacerlo y el intento se frustró en una serie de movimientos torpes. Salí del estudio. Estaba considerando volverme para pedirle el teléfono cuando su voz sonó a mis espaldas.
—Si me dejas tu número, igual un día voy y te llamo.
Cuatro meses desde aquel reencuentro en la radio. Cuatro meses brujuleando por los bares de Malasaña y dejándonos caer cada viernes a última hora de la noche en los billares de Ventura de la Vega, Huertas, y de mi barrio, cuando ya sólo quedaban algunos macarras con ganas de lío. Como suele ocurrir, nos lo habíamos contado todo menos lo esencial: las idas y venidas de Alberto, la muerte de su madre, las melancolías del niño, el casamiento de mi padre, mis aspiraciones literarias, sus noviazgos frustrados, sus aspiraciones como realizador, algún deseo sexual antes no expresado y los torturantes complejos infantiles. Yo había comprobado que él tenía dos huevos y él que yo no tenía bigote, como decían mis hermanos. Todo eso y algo más, pero no nos habíamos confesado qué hacíamos ahí, el uno con el otro. Qué esperábamos de todo aquello.
Y así habíamos llegado a la noche de aquel viernes, que era fresca pero prometedora ya de un verano inminente. Habíamos salido a airearnos a la puerta del bar. Él estaba sentado en la acera, apurando el último
gin-tonic
, yo hacía equilibrios en un macetero de hormigón con un cigarro en la mano.
—Te vas a caer.
—Te vas a caer —repetí riéndome—. Lo mismo me decía mi madre. Te vas a caer.
—Y te caías.
—Y me caía, así que no lo repitas.
—Lo mismo le dirás tú ahora a tu hijo.
—Para nada. Yo le digo, «Súbete, anda, súbete». Y él no se sube ni al tobogán. Es muy prudente. Tan patoso como yo pero de una prudencia que a veces me saca de quicio.
—A ver si es que va a ser más listo.
—¿Más listo que yo? Eso seguro.
—Vi a tu padre ayer. Me enseñó una foto de tu madrastra.
—Que no es mi madrastra, coño, que es su mujer.
—Te molesta que diga que es tu madrastra.
—No, no te equivoques, anormal, no me molesta. Me molestan tus ganas de molestarme.
—Me dijo que un día me la presentaría.
—¿Ah, sí?
—¡Sí! Le dije que podíamos quedar cuando quisiera. Contigo.
—Ah, mira, los cuatro. Vaya, lo pasaremos bomba.
—Le dije que nos estábamos viendo.
—Que nos estábamos viendo dónde, ¿en la radio?
—No, no, fuera de la radio. Le dije que andábamos saliendo.
—Ah, ¿y qué dijo?
—Que se alegraba mucho.
—¿Mi padre dijo que se alegraba?
—Sí, dijo que a una mujer separada con un niño le cuesta más echarse un novio.
Pegué un salto y caí en el suelo. Di un traspiés y el tobillo se me torció ligeramente, pero disimulé el dolor. No pude disimular la rabia.
—Te lo dije —murmuró, como yo esperaba.
—Mira, yo a mi padre no le suelo contar nada de mis líos, ¿entiendes? Él no me pregunta tampoco. Es así como nosotros funcionamos.
—¿No te ha preguntado? ¿Tu padre no te pregunta si sigues casada o te has separado?
—No, en mi casa no somos dados a ese tipo de confianzas.
—¿Qué quieres decir con «ese tipo de confianzas»? ¡Ja! Eso en una familia es lo básico.
—¿Y tú cómo puedes saber qué es lo básico?
—¿Por qué no lo voy a saber yo?
—Porque no tienes la costumbre de una familia… Tú… Sólo has tenido a tu madre.
—Tengo ahora dos hermanas.
—Venga, no me jodas, no son exactamente tus hermanas.
—¿Por qué no?
—Porque las conociste el día en que murió tu padre, hace cuatro años.
—Pero las veo con frecuencia, ellas quisieron tener una relación conmigo.
—Pero no las puedes llamar hermanas.
—¿Porque no somos hijos de la misma madre?
—No, porque los hermanos no se inventan a los veintitantos años. Hay que tener una historia común.
—¡Una historia común! ¿Son más hermanos tus hermanos, los de la historia común, a los que no ves nunca?
—Con los hermanos puedes no verte y eso no cambia nada. No contar lo que te pasa y que tampoco signifique nada. Cada familia tiene sus reglas.
—¿Ah, no? Tal vez yo no sepa lo que es una relación familiar, pero te diré cuál es el resultado de esas particulares reglas de tu familia —elevó como un globo la palabra «reglas», la lanzó al aire con sarcasmo—: el resultado es que estás más sola que un perro.
—Mira, tío, no me tengas pena. Si de verdad quisiera pedirles ayuda, se la pediría —se me quebró la voz—, pero no quiero. ¿Qué coño haces tú metiéndote donde no te importa? ¿Qué tienes tú que ir a contarle a mi padre de que nos vemos? ¿Por qué tiene que salir esto precisamente esta noche? Eres un bestia. ¿Quieres ponerme a prueba? Me he separado del mismo hombre tres veces en el último año. No quiero decir nada, ni puedo contar nada…
Me levanté y eché a andar hacia casa, tan deprisa que sentí que me tambaleaba. Noté su respiración en mi espalda y su mano luego agarrándome con fuerza el hombro, tomándome con las dos manos la cara, dándome un beso.
—¡Espera! Espera… Que no le dije nada. Sólo quería saber cómo reaccionarías. No le dije nada. De verdad. Era sólo una broma y… se me fue de las manos.
Como si fuera en un crudo presente que se resiste a fosilizarse en pasado, me veo saliendo de casa a las ocho de la mañana del día siguiente. Sin desayunar, como había prescrito el médico. Caminamos hacia la parada de los taxis en silencio, conscientes de que cualquier intento de conversación sería un esfuerzo vano. Pasaban algunas parejas de críos, todavía somnolientos, que iban hacia la escuela, siguiendo el mismo camino que yo recorría a los doce años.
Cruzamos la calle y pensé que uno de esos coches que pararían ante el semáforo podía ser el del padre de Gabi de camino a la guardería. No miré, pero imaginé al niño en cualquiera de esas dos actitudes tan suyas y tan contrapuestas: tumbado en el asiento de atrás, entregándose melancólicamente a la contemplación del paisaje visto del revés, o de pie, también detrás, entre los dos asientos, con la mano izquierda abrazando el cuello de su padre, hablando con ese entusiasmo a deshora que a veces tienen los niños. Tal vez ella viajara también en ese coche. Si fuera así, Gabi, generoso en sus afectos, pasaría su pequeño brazo derecho por el cuello de ella y le acariciaría el nacimiento del cabello. Pensar en eso me nublaba la vista.
El taxi tomó la calle por la que todas las tardes caminábamos de vuelta a casa. Recordé la pregunta que me hizo el niño hacía tan sólo unos días. Su mano, pequeña y mullida, dentro de la mía.
—Mami, ¿ella es tonta?
—Yo no te puedo decir que sí o que no, Gabi, tú tienes que pensar lo que quieras.
Ahí quedó mi respuesta, tramposa, dura. Le concedía demasiada libertad para enjuiciar, y él no sabía hacerlo aún sin mi respuesta, necesitaba que yo le sirviera de guía, que no le dejara solo. Con esa prudencia y sutileza con la que los niños tantean los sentimientos de su madre para no herirla me estaba pidiendo que le permitiera quererla, entre otras cosas porque, imagino, ya la quería.
—¿Y es mala?
—Yo no te lo puedo decir, ¿qué piensas tú?
—No, dilo tú. Dilo.
Cambié de conversación. Me negué, mezquinamente, a allanarle el terreno.
Llegamos a la clínica media hora antes de la cita. Me pidieron mi nombre en la entrada. Lo dije tan bajo que tuve que repetirlo dos o tres veces. Nos dijeron que esperáramos en la sala. Al entrar le dimos los buenos días a una pareja que también esperaba. Levantaron los dos los ojos a un tiempo de la revista que estaban hojeando. Reconocí al hombre. Era un chaval que trabajaba para una casa de discos, un promocionador que visitaba los programas de vez en cuando para dar cuenta de sus novedades. Nos conocíamos desde hace años, nos caíamos bien y hubo algún coqueteo, un café, charlas en los pasillos, pero es evidente que los dos fuimos perezosos para llegar a más. Era algo pelirrojo, también. Corto de estatura, también. Su estructura ósea, compacta y atractiva, agrandaba su presencia, como le ocurría a Jabato. Las coincidencias entre los dos me hicieron pensar que mi destino era estar en ese sitio esa mañana, de una manera o de otra, con uno o con otro.
Nos presentamos, nos besamos con una honda sensación de ridículo, nos sentamos. Lamentaba mucho habérmelo encontrado. No sabía cómo nos saludaríamos cuando volviéramos a vernos cualquier día de ésos en el trabajo. Por alguna razón presentía que ya no volveríamos a charlar con el mismo desenfado ni a intentar ninguna aproximación sentimental. Así sería.
—Vaya sitio en el que hemos ido a coincidir… —dijo.
—Sí —le dije—, también es mala suerte.
—¿A qué hora es vuestra intervención? —preguntó.
—No —le corregí—, si yo vengo sola…
La frase cayó en medio de los cuatro como una pequeña bomba.
—Quiero decir —rectifiqué—, que él sólo ha venido a acompañarme.
El sentido estaba implícito: «No ha venido conmigo porque sea mi novio», pero la aclaración hubiera sonado demasiado mezquina, innecesaria. Jabato rompió el silencio carraspeando, se levantó, se sacó un paquete de tabaco del bolsillo y me hizo un gesto señalando la puerta. Se fue sin decir nada. Se fue y ya no volvió más. Mi amigo y su novia se marcharon tras la enfermera que la llamó a ella por su nombre de pila. Él la dejó pasar a ella primero, luego se volvió, se acercó hasta mí, que me encontraba de pie en el centro de la sala, me pasó la mano por el pelo y me dio un beso. Antes de desaparecer volvió la cabeza para mirarme, a la manera en que se despide uno de las personas a las que deja en una soledad sin consuelo. Pero aun en una situación tan propicia a la vulnerabilidad, algo en mí se rebelaba contra quien pudiera sentir un atisbo de compasión. Sólo yo deseaba rumiar mi pena. En secreto. Sola ahora, como un perro, anticipándome al dolor que iba a sentir porque había decidido someterme al aborto sin anestesia.
Pensé en el programa, presentado aquella mañana por Marcos, y me entregué a una suerte de recapitulación: hacía ya un año que me levantaba de madrugada, que trabajaba de madrugada y que tenía la sensación continua de estar dormida mientras estaba despierta y de estar medio despierta mientras dormía. Eso me provocaba a menudo un estado de extrañamiento, como si los sentidos no llegaran a interpretar de manera adecuada la información que recibían. Ahora estaba, por ejemplo, en esa sala de espera como en una nave espacial, vivía el presente como si estuviera en el pasado, despierta pero sintiéndome dentro de una burbuja. Sólo lograba percibir con nitidez la ausencia de Jabato. Él me torturaba, lo sabía, sabía que mientras él rumiaba su rencor en la calle yo estaba sola, extraña en la espera, vulnerable aunque me costara admitirlo. Pero le había despreciado y eso es algo que no se debe hacer con quien arrastra el peso de haber sido humillado de niño.
Nadie más que Jabato y Marcos estaban en el secreto. Ni mi hermana, que iría a recoger a Gabi de la guardería, ni ningún otro amigo, ni mis hermanos, nadie. Yo era como esa adolescente que se enfrenta a un aborto en solitario, tan torpe que no ha sabido ni granjearse la compañía de una amiga cómplice. Sólo contaba con un hombre que en esos momentos fumaba en la calle, incapaz de superar su despecho de la misma manera en que yo había sido incapaz de reconocerle como mi pareja. Había elegido el peor momento para marcar mi terreno y él había elegido el peor momento para sentirse humillado. Éramos asombrosamente fieles a nuestras peores inclinaciones. Previsibles.
Comimos en un italiano de la calle Ortega y Gasset donde solíamos ir Alberto y yo de novios, cuando comer fuera de mi barrio aún me parecía tocar el cielo del mundo. Me apliqué a la tarea de olvidar y bebí varios vasos de vino, a pesar de los antibióticos que debía tomar durante una semana. Jabato me ofrecía el pan, me servía la ensalada, me animaba a que comiera, con la misma insistencia cariñosa y vigilante de una madre que entiende que sólo comiendo se puede sobrevivir a cualquier catástrofe, a la pena espiritual y al dolor físico. Tratábamos en suma de superar el bache y se podría haber dicho que éramos una pareja que ha vuelto del ginecólogo de recibir la mejor de las noticias. Pero nuestra capacidad de contención duró hasta el postre.