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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (14 page)

—Iré a por las magdalenas —le digo—, pero que conste que no he venido para pasarme el día de visita.

—Pues ¿para qué has venido?

—Para romperte la mecedora —le contesto.

El niño se vuelve a esconder en las faldas y la risa se le escapa incontenible.

—Ay, tu madre —le dice la tía al niño—, esa torta que no le dieron de chica qué bien le hubiera venido, se le habría pasado ese pavazo que tiene. Tú, con cuatro añicos, tienes ya más conocimiento que ella.

Ah, cuántas veces he escuchado esas frases. Todo es cariño, todo falsa severidad. Ella depende tanto del amor de aquellos que no le pertenecen del todo, que sólo los niños como Gabi o las personas maduras como ella están a la altura de su entrega, pero yo no soy ahora ni una cosa ni la otra. Vivo enferma de una juventud extrema.

Como no sé nada sobre la fugacidad de la vida, como soy una ignorante que sólo tiene oídos para escucharse a sí misma, no puedo imaginar que esa mujer va a morir en menos de diez años, cinco después de Marisol. El pequeño cementerio del pueblo irá reuniendo a todas aquellas personas que atesoraban los recuerdos de mi infancia. Su muerte marcará el momento definitivo de mi orfandad, porque aunque yo me he tenido por huérfana desde los dieciséis años, antes aun, desde que recién cumplidos los nueve mi madre enfermó, no he sido consciente de que ella también ha sido mi madre, no he hecho recuento de las veces en que me acunó en su pecho de soltera, me limpió el culo, me arregló para salir a la calle, me recogió del colegio, me hizo la comida, me limpió los mocos, me curó la fiebre, me regañó una y otra vez, me llamó estúpida, embustera, amenazó con contarle a mi madre, con contarle a mi padre, con dejarme en la calle si volvía a llegar de madrugada: «¿Quién te has creído tú que eres? A mí no me tomas tú el pelo, gamberra.»

No, no sé calibrar la calidad de su cariño, estoy incapacitada para valorar lo que se me entrega de manera tan incondicional, y más ahora, que ando perdida en una maraña vital que no sé explicarle. Ella habla, me habla, y yo pienso en todo aquello que no puedo contarle.

Tía, no sé en qué situación estoy, él se va y vuelve y ya no controlo sus idas y venidas. No tengo dignidad, la he perdido. En sus ausencias, hay otro hombre por medio, o dos, pero los hago desaparecer en el momento en que él decide volver. Yo no decido nada. Esto es tan humillante que ya no se lo puedo contar a nadie. Menos a ti, que jamás te has acostado con un hombre. Yo iba destinada para otra cosa, creo, yo tenía firmeza y dulzura. Dime que te acuerdas. Dime que yo era la del carácter alegre, la ni fea ni guapa, la de la sonrisa inmediata, la más tierna, la que se sentaba a la puerta nada más llegar a mi casa querida del pueblo para anunciarle a todo el que pasaba, «¡Ya estoy aquí, ya he llegado!». No es sólo que ande perdida, lo que me ocurre tiene más difícil solución: me he perdido a mí misma, no sé quién soy. Tienes que recordar, tía, aquella tarde en que me quedé mirando las bandadas de pájaros que sobrevolaban la plaza, era ese momento en que el sol desaparece y el cielo brilla con su azul más intenso. Las campanas de la misa de ocho sonaron. Dejé a los otros niños y me senté sola en el banco de piedra. Tu amiga Maruja cruzaba la plaza y al verme, se acercó: «¿Qué haces que no juegas, bonica?» Y yo le dije: «Me he sentado aquí porque quiero recordar este momento.» La mujer te buscó en misa y te lo contó entre susurros: «¿Qué te parece tu chiquilla? Ahí estaba,
paradica
, tan sola y tan seria que me pareció que le pasaba algo. Voy y le pregunto, “Chica, ¿qué pasa, tienes alguna pena, no te dejan jugar?”, y va y me dice que es que quería acordarse de ese momento.» La frase fue repetida y recordada hasta el extremo de que conseguisteis que me avergonzara de ella y temiera el momento en que decidierais contarla otra vez con ese tono entre cariñoso y burlesco en que se narran las ocurrencias de los niños. Aunque me hicisteis saber entonces que el exceso de sensibilidad se premia con el ridículo, siento que en esa frase, tía, está contenida la persona que yo era, tan tempranamente atenta al mundo, tan capaz de apreciar la belleza que a menudo se nos hace invisible por estar delante de nuestros ojos un día tras otro. Yo estaba hecha para disfrutar en casa de esos juegos solitarios de niña fantasiosa, pero también para andar por la calle con los niños hasta que salías a buscarme. Yo estaba hecha para disfrutar de la vida. Iba de tu mano de una casa a otra. Dime que te acuerdas de cómo era yo, de cuando les pedía a tus amigas que me dejaran ver sus cuartos y trastear en ellos porque sabías que me gustaba imaginar cómo sería la intimidad en otras casas. Dime que te acuerdas de cuando me llevabas de pareja a los juegos de cartas.

Sí, me llevaba con ella. Hacíamos pareja frente a sus amigas solteras o viudas, todas ellas tenían la piel de una palidez transparente, como si la falta de exposición a los hombres o al amor les hubiera comido el color. Componían una especie de sinfonía de perfumes antiguos. La juventud iba abandonándolas poco a poco y, a fuerza de no ser miradas por nadie, se entregaban a esos gestos introspectivos de la gente que habla sola por la calle. Tenían algo significativo en una decadencia física no provocada por la agresión de los partos ni por los años de infelicidad matrimonial. Su derrota había sido alimentada por las horas a la luz de las velas en la iglesia, la penumbra de sus casas y el carácter retraído u hosco al que casi se las obligaba por no tener un hombre que les diera una posición social. A los sobrinos varones los idolatraban y procuraban retenerlos entre sus faldas el mayor tiempo posible antes de entregarlos a la obligatoria brutalidad masculina, y a las niñas nos admitían en su extraña secta, a pesar de tenernos menos consideración.

En aquellas reuniones de cartas, yo era la virgen niña entre las vírgenes. Por un lado me aterraba la idea de convertirme en una de ellas, pero por otro no podía evitar la fascinación que me producían esas mujeres que, llegada la madurez, después de haber sufrido tantas burlas por su condición de solteras, comenzaban a hacer su santa voluntad. «Yo cierro la puerta de mi casa con llave», decía mi tía, «y no abro a nadie». Ese «nadie» eran los pedigüeños, el cura, las vecinas metijonas o los propios sobrinos. Ella, ellas, habían adquirido la habilidad de brillar por su ausencia en los momentos en que los muchachos o los hombres hacían gala de su grosería. En las fiestas del pueblo, salvo en la parte de celebración religiosa en la cual eran protagonistas, no se las veía por ninguna parte. Yo no podía imaginar una vida o una edad en la que se tuviera que renunciar al baile y a la emoción colectiva, esa edad en la que ya sólo se pudiera ser espectadora, como eran ellas. Yo me veía siempre en un presente interminable, con el resto de la chiquillería, en primera fila para ver llegar a los músicos en las fiestas de la Virgen de Agosto, observando con emoción cómo descargaban el equipo y montaban el escenario. Creía que estaba destinada a disfrutar eternamente del estallido de la primera canción en la plaza solitaria, a entrar con el resto de la chiquillería en ese estado de hipnosis que nos hubiera hecho seguir a los músicos como los niños en el cuento del flautista de Hamelín hasta el borde del abismo. Así me veía yo para siempre. Oculta por ser diminuta entre el gentío bailón y apretujado, mareada y alerta en esa expresión colectiva de sexualidad contenida. Me dejaba tocar por algún chaval y un beso en los labios se mantenía fresco en mi memoria durante meses, provocándome siempre la misma excitación aunque la cara de mi pareja de baile se hubiera borrado por completo. No, no me imaginaba un mundo en el que hubiera de renunciar a esa parte de la vida en la que las mujeres, según las propias mujeres, teníamos todas las de perder y estábamos condenadas a ser a la vez víctimas y culpables.

«Tienes la suerte de los tontos», me decía cuando me tocaban cartas buenas, «triunfos», como las llamaban. Luego me reñía con aspereza por no estar del todo atenta al juego y hacerla perder a causa de mi despiste. Volvíamos a casa después de la partida: ella delante, con la llave enorme en la mano, el torso siempre adelantado al trasero, como si quisiera llegar antes de lo que le permitían sus piernas, guiándome por callejuelas para no tener que saludar a ésta y a la otra, enfurruñada: «No te vuelvo a llevar, así mismo te lo digo, no te lo tomas en serio.» Yo detrás, a mis ocho, a mis nueve, a mis diez años, «Sí que me lo tomo en serio. Me lo tomaré en serio a partir de ahora, te lo juro». «No jures en vano, embustera, o se juega en serio o no se juega. Para eso te quedas con los chiquillos en la calle.» Y yo trataba de congraciarme con ella, alarmada ante la idea de no volver a ser querida, con la seguridad por otra parte de que lo sería siempre, hiciera lo que hiciera.

Dime que sabes quién fui, pienso mientras la oigo charlar con el crío, cuéntamelo por si puedo recuperarme, dime que te acuerdas, porque yo me veo en ese pasado como si contemplara la vida de otra persona. ¿Cuándo perdí el paso? No, no te puedo abrir mi corazón porque lo único que sabrías decirme es que tengo un hijo y debo comportarme. Quédatelo como te quedaste con nosotros tantas veces. Hay tardes en que no puedo bañarlo. Lleno la bañera y le dejo solo, voy de un lado a otro del piso, espero las llamadas, la suya, y hay veces en que pasamos tanto tiempo arreglando lo nuestro por teléfono que el agua del niño se queda fría.

—¿Te acuerdas de cuando te perdiste? —me pregunta como si hubiera adivinado el camino de mis cavilaciones—. Se perdió, tu madre se perdió cuando era tan chiquitica como eres tú ahora.

El niño se me queda mirando, intentando imaginar a su madre de niña.

—Cómo podría olvidarlo —le digo—, me aterrorizasteis con eso toda mi infancia.

La tarde en que me perdí, tantas veces relatada. Es un recuerdo reconstruido por las palabras de otros, porque yo sólo tendría cinco años. Todo comienza con mi padre conduciendo, ya cansado, su brazo, fuera de la ventanilla, jugueteaba con el aire en los últimos kilómetros que nos acercaban al pueblo. Era un día de julio, el coche avanzaba por las curvas pronunciadísimas de las montañas cercanas al pueblo. El sol había desaparecido tras una de ellas y era la hora en la que la luz parece modelar el paisaje con el trazo de un dibujante primoroso: abajo, la huerta, el río chocolate, los chopos; en la ladera, la tierra roja de las películas del Oeste y los manzanos. Mi padre nos señalaba un barranco: «Por aquí se cayó el coche de las primas. Dos se murieron. Mirad, ahí.» Mirábamos. Yo siempre me quedaba con la sensación de que esas primas a las que no había conocido seguían ahí, en el puro esqueleto. Cuando aún no había disipado esa idea de la cabeza mi padre anunciaba: «¡Chicos, aquí lo tenéis, Valdemún!» Era entonces cuando nos incorporábamos los cinco para ver el pueblo terroso, camuflado el color ocre de sus casas con el mismo color de la colina, como si fuera un accidente más de la naturaleza. El pueblo marrón rodeado de colinas cubiertas de arbolillos frutales, pobladas de caminos que nosotros conocíamos muy bien por tantas tardes en las que íbamos a las fuentes a merendar. Todo se hacía de pronto presente después de las palabras de mi padre, como si tras pronunciar la palabra «Valdemún» se descorriera un telón y sólo entonces pudiéramos ver lo que ya aparecía ante nuestros ojos. Nuestra excitación iba aumentando a medida que él otorgaba existencia al mundo y el coche subía por la calle empinadísima hasta llegar a la casa de mi abuelo. Un coro de mujeres anunciaban nuestra llegada, se asomaban por los balcones, o se quedaban paradas en una esquina de la calle. Yo no sé por dónde aparecían, pero siempre eran las mismas, gritando: «¡Celia, Celia, sal, que ya tienes aquí a los madrileños!» Los gritos de mi tía se oían cada vez más fuertes, surgiendo del interior de la casa, como si hubiera contenido a presión la impaciencia de la espera. Salía ella y salíamos nosotros del coche y empezábamos a besar a mujeres, primas viejas, tías, vecinas, mujeres de pulcritud beata o esas otras que olían a sudor antiguo, magro de cerdo y carbón de estufa, caras de una piel fina intocada por el sol, mentones con pelillos duros y verrugas grandes y marrones. No había manera de escapar de aquello. Yo me iba limpiando sin disimulo cada vez que lograba desprenderme del abrazo de una. «Qué feo está eso de limpiarse cuando te dan un beso», decía mi madre.

Los chicos eran los primeros en zafarse de tanto besuqueo y salían corriendo hacia la casa de los primos. Aquel día me escapé detrás de ellos, con la desesperación de los hermanos pequeños, más lenta que nadie, pidiéndoles que me esperaran. Mi madre les gritó: «¡Cogedla la mano!», pero ellos, excitados ante la idea de dejarme atrás en la primera esquina, apretaron aún más su marcha. No volví ni me chivé, seguí caminando, seguí. Hubo un momento en que tuve que elegir entre dos callejones. Dudé pero elegí uno con el convencimiento optimista de los niños de que el camino elegido es el correcto. Y entonces empezó el laberinto, cada calle desembocaba en otra aún más empinada. Yo subía, subía esperando que en algún momento aparecería el cartel del horno de pan de mis tíos, que sentiría el olor de la felicidad que inundaba el aire, la mezcla de pan, regañadas, magdalenas y tortas. Pero el espacio entre las casas se fue estrechando al tiempo que oscurecía. De pronto, desemboqué en una plaza diminuta y apareció la vega allá abajo, la vega cruzada por el río que yo nunca había visto desde tan alto.

Fue como llegar a un pueblo distinto. Dos o tres bombillas se encendieron dando esa primera luz pobre que se funde con el púrpura del atardecer. Había una fuente de piedra, allí me apoyé y me quedé muy quieta. Me gustaría acordarme de lo que pensaba, de lo que piensa un niño en esas circunstancias, pero se me ha borrado y no quiero inventarlo. Lo que ocurrió, aquello que sí recuerdo con precisión, aunque no tuviera más que cinco años, es que un hombre, para mí un viejo, se acercó hasta la fuente. Me preguntó mi nombre. Lo dije, y en ese momento mi barbilla empezó a temblar. «¿Qué haces aquí?», dijo. «No lo sé.» «¿Te has perdido?» Y yo moví la cabeza afirmativamente. «¿De quién eres?», preguntó el hombre. Le dije el nombre de mi padre, Miguel. Luego el apellido. Viendo que aquel nombre no le decía nada, le hablé de mi abuelo. Se llama Amado, está bastante gordo y es el hombre más importante de aquel pueblo.

El hombre me hizo un gesto tosco para tomarme de la mano, pero yo me la llevé a la espalda, no quise dársela, en cambio empecé a seguirle bajando por una calle empinada. «No se va por aquí», dije. «Se va por donde yo diga», dijo.

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