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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (5 page)

Ahí lo tenía ahora, en mi condición de recién separada, exacto a mis recuerdos desde el ventanal del sexto piso en el que estábamos de alquiler el niño y yo. Un escenario al mismo tiempo protector y asfixiante, que me provocaba ese apego enfermizo que tanto se parece, aunque suene extraño, al miedo de la gente a salir de su pueblo para vivir en el pueblo de al lado, que no está a más de diez kilómetros. Yo, que había vivido una infancia tan nómada, que no había sabido lo que era estar en un mismo colegio más de dos años seguidos, temía sentirme extraviada si perdía de vista esa maqueta emocional que divisaba desde la ventana de la cocina: la biblioteca verde, los bancos, la tierra de la plaza, los árboles ralos. Un escenario suburbial, de esos que sólo contienen belleza y singularidad para quienes han vivido allí la experiencia de la juventud.

Por allí le conocí, en los billares o en el local del Partido, más serio, más grave que los de su propia generación, siendo y sintiéndose superior a los de la mía, superior a mí en todos los sentidos, en edad, en convencimientos ideológicos, en principios, en su capacidad de entrega a una idea y en su capacidad de detestar todas las demás.

Siempre hay un momento en el que todo podía haberse evitado, se piensa luego. Sobre todo en aquello que se comenzó sin mucho convencimiento, más por motivos fantasiosos que por lo que se tenía de verdad delante de los ojos. Pero quién quiere ver lo que está delante de los ojos, quién está dispuesto a admitir que en realidad no hay posibilidad de conexión. Cómo me habría confesado a mí misma, en aquel ambiente tan propicio a la espesura dialéctica, que hubiera cambiado una soporífera tarde de inagotable discusión política por irme a bailar, cómo reconocer que el sexo tampoco era lo que había imaginado antes de probarlo. La juventud, tan proclive a la temeridad, de pronto se vuelve conservadora y renuncia a sus sueños, se conforma con el primer amor que ha conocido. A lo mejor sea ésa la manera más retorcida de ser temerario.

Cuánto se habla y se escribe sobre esos matrimonios en los que los cónyuges están aferrados a la infelicidad durante toda una vida, y qué poco de todas esas parejas jóvenes que, sin mayores lazos que una fidelidad mal entendida, se entregan dócilmente al aburrimiento de unos sábados y unos domingos larguísimos, en el banco del parque, frente al televisor, en comidas familiares, interpretando antes de tiempo al matrimonio que, a no ser que alguien se cruce por medio y lo remedie, habrán de ser; desleales precoces a sus propios deseos, olvidadizos de toda aquella fiebre que les provocó la promesa del sexo cuando aún no sabían cómo era y a la que van a renunciar mansamente por pensar que la torpeza está en ellos mismos, en su naturaleza, y que la realidad debe ser ésa y no otra, así de decepcionante, una realidad no destinada a coincidir con los sueños. O tal vez lo que ocurra es que sienten pena por el poco atractivo que le encuentran al otro y se autoconvencen de que esa compasión tiene un origen noble. Y por medio andan los amigos que, en esa edad en la que no entiendes más moral que la que te dictan tus iguales, se convierten en guardianes de una infelicidad de manera más implacable que la que en un futuro ejercerá la propia familia.

Los amigos, mis amigos de entonces, acomodados en ese gregarismo que lo engullía todo, pareja, barrio y camaradas, y que señalaba cualquier signo de independencia, desde buscar pareja en otro ambiente a centrarse en una ambición personal y no compartida, como un abandono del grupo, como una traición.

Qué difícil era y es traicionar al grupo y qué fácil ser desleal con uno mismo. La deslealtad a uno mismo no se suele advertir en el presente, se camufla de malestar, de ansiedad difusa, porque éstas son sensaciones mucho más fáciles de sobrellevar. Yo nunca acabé de identificar aquello que no era más que una traición a mis deseos. Sentía una atracción hacia ambientes menos densos, pero nuestra pueril homogeneidad política nos hacía creer que teníamos los ojos mucho más abiertos al mundo que aquellos que no habían sido llamados por la disciplina del compromiso.

Me gustaba mucho, por ejemplo, un compañero de la facultad que se pasaba las clases dibujando viñetas vivísimas, muy ingeniosas, al hilo de lo que el profesor estaba explicando. Me atraía su habilidad manual, la ligereza con la que observaba el mundo, sin establecer un juicio inmediato sobre cada cosa; me atraía el acento marcado de pueblo, el hecho de que viviera con otros compañeros, todos ajenos a la ciudad en la que yo había crecido y a ese acento de barrio de Madrid que para mí era la norma. Caminábamos juntos todos los días hasta Moncloa, nos reíamos mucho, él se reía de mí, de mis cuatro principios mal hilvanados, y yo no me ofendía porque también se reía de él mismo, de los granos que aún se empeñaban en brotarle en la cara, del poco éxito que había tenido con las tías. Me contaba la historia de amor que había mantenido con su profesora de filosofía en el último año de instituto. «Mi maestra», la llamaba.

Su maestra conducía el coche por caminos de tierra sólo transitados por gente del campo y al abrigo del atardecer, en un lugar remoto y seguro, se besaban, se metían mano y se hacían pajas. «Nunca me dejó metérsela», me decía, «pobre de mí». Esta irónica compasión hacia sí mismo venía a ser una manera solapada de confesar su virginidad. Yo disfrutaba mucho de su temperamento sincero, era una sinceridad distinta a la que yo había conocido hasta ahora, nada hiriente, nada intelectualizada. Éramos soldados de un mismo pelotón, el de los torpes, teníamos algo en común, la ingenuidad, la necesidad de empatizar con el mundo más que de estar frente a él, y un deseo sexual muy fuerte que no encontraba la manera de verse satisfecho.

A veces yo fantaseaba con tener un futuro con el dibujante, los dos entregados a retratar personajes, él dibujando, yo escribiendo sus guiones, sus diálogos; tuve alguna idea concreta de cómo sería esa vida en común las dos veces que fui a su casa y que acabamos, después de tomar un bocado en la cocina por pudor a mostrar un deseo demasiado imperioso, en su cama estrecha de piso de estudiante, haciendo el amor de la misma manera franca en que se desarrollaba nuestra amistad, como si fuera una continuación natural de la camaradería.

Pero no fue posible, no cuajó, venció finalmente esa creencia tan tóxica de que sólo quien te hace sentir un poco inferior posee atractivo y es, a su vez, merecedor de cariño. El verano me sirvió para marcar distancias y volví al barrio, al novio, al grupo, con la entrega obstinada de quien ha sido infiel y prefiere olvidarlo. Resuelta a disfrutar de la rutina.

Unos años más tarde, peregrinando con un grupo de amigos por la plaza del Dos de Mayo en busca de ese hueco libre en un bar que nunca se encuentra en las noches de frío, sentí su voz llamándome. Me había visto tras la cristalera de un café. Abrió la puerta y gritó mi nombre. Me aparté del grupo y entré a saludarle. Nos dimos un abrazo. Durante los pocos minutos que duró nuestra charla sentí que me subía a la cara el rubor de una infidelidad voluntariamente olvidada y una especie de fastidio por no poder decirle muchas cosas ya. Me contó que escribía en un periódico local. «¡Soy el corresponsal en Madrid!», dijo riéndose, burlándose de su propio destino. «Pero ¿sigues dibujando?», le pregunté. «¡Claro!», me dijo, «me han publicado alguna cosilla. Yo te oigo, te oigo muchas mañanas y me hace tanta gracia… Eres muy tú». Bromeamos. «No sé si es bueno para mí ser muy yo», le dije.

Mientras me apuntaba su teléfono en una servilleta de papel intenté adivinar cuál de las chicas que estaban detrás de él en la barra podía ser su novia. Había una que cruzó una mirada fugaz conmigo. Era ésa. «Nunca contestaste mis cartas», dijo. «Ya», le dije. «Pero no por falta de ganas», añadí, sin saber ni yo misma cómo interpretar la frase. «Pues llámame», dijo. Me pareció que miraba un instante hacia atrás, temeroso de que ella pudiera escucharle, o al menos así lo interpreté yo. «Podemos quedar algún día», dijo, y se le dibujó la misma sonrisa algo suplicante que yo había conocido, el mismo encanto de entonces, de cinco años atrás, un encanto no contaminado por nada, pleno de ese candor con el que algunas personas atraviesan todas las edades de la vida, tan raro en los hombres, y que les suele hacer vulnerables con las mujeres y presas fáciles del sufrimiento sentimental. Tenía la misma mirada franca que a los dieciséis años, cuando la joven maestra se sintió atraída por él y le condujo por caminos de tierra para enseñarle prematuramente algo del amor mezquino, del amor a medias. Entonces yo, queriendo advertirle de que las cosas a veces cambian para siempre, me entreabrí un poco el abrigo.

—Igual has pensado que estoy más gorda, y es verdad, estoy más gorda, pero es porque estoy embarazada. De cinco meses.

—Vaya —dijo—, cuánto me alegro —y le tembló la sonrisa, se le apreció el desconcierto—. ¿Del mismo tío que entonces?

—Sí, claro, del mismo. Está ahí afuera.

Noté que se sentía avergonzado por haber expresado el deseo de un posible encuentro.

—No te veo de madre —dijo ya en un tono normal.

—Todo el mundo me dice lo mismo.

Qué pocas veces supe perseguir lo que quería. Hay un mecanismo por el cual uno consigue convencerse de que lo que se tiene es lo que se desea y a él me acomodé yo algunos años. Aquella noche, la última vez que vi al dibujante (aunque hayan sido muchas las veces en que he visto su trabajo publicado), salí del bar y me colgué del brazo del que ya era mi marido. Mi marido, a pesar de aquel juez que más que casarnos pareció habernos arrestado y estar juzgándonos por el hecho de haberle preferido a él antes que a un cura; mi marido, a pesar de que el escenario de la boda fuera un localucho en absoluto solemne, un juzgado inmundo al lado de la casa de mis padres, de los suyos, de la plaza, de nuestros colegas de partido y barrio. Un bajo que podía haber sido una oficina inmobiliaria o un bar. El suelo de terrazo, el olor a húmedo y toda aquella pobre gente vestida de boda, apelotonada, pasando frío, inaugurando con desconcierto la nueva era de matrimonios civiles, con trencas o falsos chaquetones de piel encima de las camisas de raso y las corbatas. Familiares de pueblo que venían a las bodas de sobrinos o de sus propios hijos sin entender muy bien a qué respondía el empeño de casarse de forma tan fea, tan humillante.

No tuvo la solemnidad de una boda religiosa ni el encanto de esas bodas aventureras que habíamos visto en las películas americanas en las que el juez, somnoliento y en camisón y gorro de dormir, le pedía al novio que besara a la novia, pero nos casamos. Al menos eso constó en un papel que firmamos a toda prisa, achuchados por una funcionaria que nos advertía que la siguiente boda ya estaba esperando, mientras nuestros familiares, empujados por los siguientes, vaciaban la sala diminuta.

No hubo aplauso, ni beso, ni anillo. No hubo tiempo.

No hay imágenes del momento porque no hubo momento prácticamente. Sólo unas fotos mal enfocadas en el pub de unos amigos donde se celebró lo que mis tíos llamaban insistentemente «el banquete» hasta que la realidad se impuso y vieron que se trataba de unas bandejas de canapés. Todo escaso, todo precario a los ojos de esos familiares para quienes la abundancia de comida era el elemento fundamental de una celebración. Y yo entre los dos mundos, el rural, del que venía mi madre, donde una boda era y es ese acontecimiento en el que los padres debían y deben mostrar toda la generosidad posible, aunque les cueste la ruina, y el urbano suburbial, rojo, de 1981, donde a fuerza de considerar una afrenta aquello que oliera a rito o a traición ideológica se conseguía que todo estuviera impregnado de una fealdad insoportable, que por no tener ni siquiera tuviera el encanto menesteroso de los pobres, porque, aunque no teníamos un duro, pobres no éramos. No habíamos entrado aún en la modernidad pop que habría de cambiarnos de los zapatos al peinado en dos años y aún estábamos prisioneros de la estética antifranquista de la década anterior.

Mis tíos se sentaron en un rincón del pub, encorbatados y refractarios a aquel lugar de asientos bajos con cojines morunos; esperaron, fumando, a que sus señoras, que estaban acostumbradas a servir más rápido que esos camareros de poco oficio, les acercaran las bandejas de canapés. Mis tías, sin saber muy bien cuál iba a ser el paso siguiente en aquella boda sin banquete, no se quitaron los aparatosos chaquetones de piel. Incapaces de estar de brazos cruzados se hicieron enseguida con la organización y acudían a la barra para hacerse con otra bandeja una vez que la anterior se gastaba y se movían con soltura entre los rincones en penumbra del pub. Cuatro camareras absurdamente uniformadas con enormes chaquetones de mutón. Los camareros, amigos del barrio, novatos en el negocio, optaron por confundirse con los invitados. Con el tiempo he comprendido, acordándome de aquella determinación con que mis tías se pusieron manos a la obra, que en su manera conservadora de entender la vida lo que más podía desconcertarles era ver desvirtuado un ritual. La mejor manera de superar una situación así era actuar, actuar como si nada pasara, sin entrar a analizar la situación.

Mis tías me miraban, no de frente, como se mira a las novias, sino de soslayo. Me dijeron algo del traje, pero sin ningún convencimiento. No entendían la elección de ese vestido de un perla sin brillo, que parecía más un disfraz de novia por su hechura pobretona que un vestido real. A sus ojos, ahora me doy cuenta, debía de ser como si hubiera abierto uno de los baúles que estaban en la cambra de mi abuelo y me hubiera vestido con uno de aquellos trajes que el tiempo había vuelto amarillentos y ya nadie sabía decir a quién habían pertenecido. Mi novio, mi marido, se acercaba de vez en cuando a ellas y, en su falta de conocimiento real del mundo, queriendo ser campechano, como se suponía que debía de ser el trato con aquella gente que venía del pueblo, les dijo varias veces que el vestido sólo me había costado cinco mil pesetas porque lo había encontrado en una tienda del Rastro. Ellas se quedaban atónitas, sonriéndonos a él y a mí alternativamente, sin encontrar un comentario adecuado para salir airosas del momento, pensando que todo aquel desatino tenía una explicación dolorosa de tan clara como estaba: era la boda de una huérfana.

Mi incomodidad no provenía de que yo sintiera algún tipo de fidelidad moral al mundo en el que se había criado mi madre y que aún pesaba en las vidas de mis primas, sino de comprobar la nula perspicacia de mi novio que, como tantos amigos, parecía querer defender o representar con ideas abstractas a un pueblo llano del que, en la práctica, tenía un gran desconocimiento. Para mis tías, aquel comentario sobre el vestido era un insulto. Un insulto porque ponía en duda el sentido mismo de sus vidas, marcadas por la preparación laboriosa de las celebraciones que servían para alimentar con los recuerdos y las fotos de los días memorables un presente humilde.

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