«¿A quién le echa luego la culpa el médico?», le gritaba desde la cocina con el cubo abierto. Él, previsible, venía corriendo y me prometía aquello que yo sabía que no podría cumplir.
Aquella mañana de sábado cerré el cubo antes de que él pudiera acercarse. De pronto vi la cabeza del canario sobresaliendo del trozo de papel higiénico en el que yo lo había envuelto la noche anterior para no tener que tocarlo con la mano y para que él no lo viera. El ojo redondo y diminuto del animalito asfixiado por un ligero escape de gas que nos obligaba a vivir con las ventanas abiertas desde hacía un mes. El ojo abierto me miraba sobre las peladuras de patatas y las cáscaras de huevo.
Un mes atrás habíamos estado en el ambulatorio. Por el motivo de siempre, ese catarro constante que de pronto una noche se convertía en neumonía, y por uno nuevo, las pesadillas que le hacían llorar como si hubiera perdido la cabeza. Los dos, sentados frente al médico, como tantas veces. Con la formalidad de los que van a ser examinados.
—Dice que le ocurre dos o tres veces por semana.
—Sí.
—¿Hay una situación nueva en su vida, algún cambio?
—Bueno, su padre y yo…
—Entiendo.
—Pero tampoco se puede decir que sea algo así… definitivo.
—Ya. —El médico se lo quedó mirando y el niño lo interpretó como una muestra de confianza. Sus ingresos continuos en el hospital no le habían generado rechazo sino cercanía y determinación en cuanto se veía dentro de esa burbuja de olores y colores pastel que es un centro médico.
—¿Me puedes dejar un rato el fonendoscopio? —le preguntó.
—Ay, Gabi… —dije yo. Conocía el peculiar resorte por el que el niño tímido perdía su cortedad cuando había un aparato que le llamaba la atención.
—¡Vaya, te sabes el nombre!
—Fonendoscopio —repitió con orgullo.
—No, esto sólo lo puedo tocar yo —dijo el médico, sin brusquedad pero firme.
—Mi abuelo tiene uno, me lo deja y le escucho el corazón. El corazón de mi abuelo es infalible.
—Infalible —repitió el médico.
—Es que le gustan los artilugios, desde pequeño… —dije yo como excusándolo.
—¿Tu abuelo es médico? —le preguntó.
—No —respondí yo—, pero también le gustan los artilugios.
—Y es infalible —repitió Gabi.
El niño vino, me tiró del brazo, me cuchicheó como tantas veces hacía cuando no se atrevía a hablar. «Y tiene la balanza», me dijo. «Que vale, aquí estamos para lo que estamos», le dije colocándole de nuevo en su asiento.
El médico miró al pequeño hombre.
—¿Ésta es su segunda neumonía?
—La tercera. Cada primavera ha tenido una. Desde que nació.
—Qué curioso… —Se quedó mirando el talonario de recetas sobre el que estaba a punto de escribir y dejó el bolígrafo en suspenso. En el silencio provocado por esa duda misteriosa que le cruzó la mente, se me oyó tragar saliva. Me causaba una inexplicable vergüenza que fuera tan evidente mi miedo a que volviera la enfermedad, más concretamente, el miedo a tener yo algún tipo de culpa.
—Pero esta vez no es tan grave…
—No, no es grave. Antibióticos hay que darle, claro —empezó a escribir la receta, como si cualquiera que fuera esa idea fugaz que se le había cruzado por la mente hubiera sido ya definitivamente descartada—. Pero puede pasar el proceso en casa. Es cosa de una semana.
—No tendría por qué tener otra el año que viene.
Lo miró otra vez. El niño parecía feliz de sentirse observado. Tal vez albergara la esperanza de enfermar de neumonía todas las primaveras y que la escena volviera a repetirse, él, yo, el médico, el recetario, las dudas del médico, mi angustia, la saliva entrando en mi garganta y él reinando en el epicentro de la catástrofe.
—No, no tiene por qué —dio por concluido el asunto y se dirigió a él—. Y bien, vamos con lo otro, ¿con qué sueñas tú, dime?
El niño se quedó callado, me miró.
—Bueno, es que casi nunca lo sabe expresar —contesté yo—. Creo que lo olvida. Una vez soñó que salían manos de la pared.
—Manos de la pared —repitió el médico.
—Manos con sangre. Ensangrentadas —puntualizó el niño.
—Tienes un gran vocabulario —dijo el médico.
—No, pero sólo son dos o tres palabras que repite continuamente por hacer la gracia. Las acaba de aprender —dije yo, queriendo presentarle siempre como un niño normal.
—Y dime, ¿cuántas horas ves la televisión al día?
—Pues… —empecé yo.
—Dime —dijo el médico mirando al niño, haciéndome ver que debía limitar mis labores de traductora. Tenía en los ojos el cansancio de quien se ve obligado a repetir ciertas recomendaciones muy simples muchas veces al día.
—Le contestas tú —dijo el niño tocándome otra vez el brazo con el dedo índice—. Tú.
Se diría que habíamos pactado de antemano las respuestas a las preguntas que nos parecían previsibles. Entre los dos conseguíamos aparentar que por alguna razón estábamos dispuestos a falsear la realidad.
—Sea como sea —dijo el médico—, para mí está claro que la ve demasiado. Y si tiene una mente demasiado fantasiosa…
—Sí, la tiene.
—La mejor receta es que lo saque a la calle. Los niños que juegan en la calle tienen pesadillas menos barrocas que ésas. Es de sentido común. Lo digo mil veces pero no se aprende, o no se quiere aprender… —Y con esta frase, que sin duda sentenciaba mi culpabilidad, acabó la consulta.
Los niños, los otros niños. Yo le hablaba de los otros niños mientras le metía un bocado del sándwich de jamón y queso en la boca y le forzaba a acabarse el Cola Cao. Esos niños que no eran como él y no vivían prisioneros de sus manías.
Las madres, las otras madres, podía haber dicho él si hubiera sabido siquiera reconocer su posible defensa y verbalizarla; esas madres que abundaban en la puerta de la guardería y que no eran como yo, que se levantaban los sábados antes de las once para que el hijo no vagabundeara descalzo y solitario por la casa; las madres que llevaban una vida ordenada, que no se teñían el pelo de ese rojo que contrastaba tan llamativamente con las cejas negras; las madres que no se quedaban durmiendo en el sofá de madrugada con la tele puesta; que antes de irse a la cama tiraban a la basura las colillas que desbordaban el cenicero para que la casa no apestara a tabaco a la mañana siguiente; las madres que llegaban a su hora a la guardería, a llevar a sus hijos y a recogerlos; las madres que no tenían esa cara permanente de disculpa; las madres que no hacían a los niños llegar tarde a un sitio y a otro; las que iban siempre con el mismo hombre porque ese hombre era el padre del niño; las madres a las que no les cortaban la luz porque se acordaban de pagarla o de domiciliarla en el banco; las madres que no lloraban por las tardes cuando llamaba el padre por teléfono desde una cabina, ni pasaban una hora hablando con él en voz muy baja para que el niño no pudiera escuchar lo que decían, pronunciando unas palabras de contenida desesperación, «decídete de una puta vez, por el niño y por mí».
Las madres que no eran como yo, podría haberme dicho el niño cargado de razón, saben que los niños lo escuchan todo, en especial aquello que las madres no quieren que escuchen.
Las madres, las otras, no cantaban canciones tristes que el niño aprendía como si fueran melodías infantiles pero que inoculaban en su corazón infantil un poso de melancolía que le habría de acompañar siempre. Las madres no le cantaban al niño
Cuesta abajo
, aquella canción del hombre que daba tanta pena porque tenía voz de muerto. Aquélla no era una canción que las madres, las otras madres, considerasen adecuada para la felicidad de un hijo. Esas madres, las otras, nunca pasaban horas hablando por teléfono, nunca, ni mataban el rato riéndose a carcajadas con un amigo, que no era el padre, mientras el niño se aburría en el baño, rodeado de espuma y de juguetes flotadores, con el agua ya fría. El niño celoso, que empezaba a llamarla, «¡mami, mamá!», cuando la oía reír, porque tenía pavor a sentirse excluido. El mismo niño al que luego le latía el corazón cuando volvía a sonar el teléfono, como una amenaza, a las ocho y media de la noche, porque sabía que la madre lo abandonaría todo, la cena, la máquina de escribir, a él, que era el único ser en este mundo que no la abandonaría nunca, para hablar con el padre.
—¿Qué quieres ser de mayor? —le preguntaba ella mientras bailaban.
—Tu novio —decía él.
Ella, aquella tan ajena a mí que era yo en esos años, esperaba noche tras noche la llamada de las ocho y media. Acudía corriendo, con el paquete de cigarrillos en la mano, y se entregaba a aquella conversación mórbida, de frases repetidas, dichas en voz muy baja, en las que siempre se rumiaba lo mismo, el posible regreso de él, el amor aún no agotado. El niño debía de sospechar el sentido de las frases por una palabra, por el tono; eran frases que le dejaban pensativo y paralizado, como un animalillo alerta que se sintiera apartado de un secreto que estaba a punto de cambiarle la vida pero del que nunca le hacían partícipe.
El niño en la bañera empujaba el submarinista con un solo dedo para no hacer ruido y así poder distinguir todo aquello que no oía claramente pero que reconocía y le provocaba desazón.
El niño que no era como son los niños escuchaba a la madre que no era como son las madres pronunciar aquellas frases temibles: «Yo también, pero en la vida hay que elegir; no puedes volver sin estar convencido; yo no podría soportar toda esa mierda otra vez; me matarías, que lo sepas, me matarías; tienes que estar seguro; no podría soportar otro fracaso.» Era en aquel momento cuando el niño la llamaba desesperado desde el baño, «¡Mami, mami, me he quedado frío!», porque intuía que la conversación estaba a punto de precipitarse por esa pendiente en la que la voz de la madre, «Yo también, yo también», se quebraba. Él no podía esperar de brazos cruzados, como tantas veces había hecho, no quería que llegara a sus oídos el rumor húmedo del llanto. Tiene que apartarla del teléfono, defenderla.
Como tantas otras veces, aquella mañana de sábado Gabi soportaba resignado mi discurso sobre los niños ideales masticando despacio. Escuchaba paciente mis tonterías sobre el buen comportamiento de unos niños que debían servirle como ejemplo y, con su silencio, el discurso se quedaba suspendido en el aire, ineficaz, neutralizado, y siempre me acechaba la sospecha de que sería precisamente él quien de adulto formularía esa pregunta que en sí misma contendría una respuesta: «Y bien, ¿dónde teníamos a esas madres que debieron servirte a ti como ejemplo, eh?»
Pero ese futuro, que yo deseaba tanto como temía, es este presente de ahora en el que todo aquello me vuelve sin que pueda controlarlo, en sueños o de manera consciente, como una marea empeñada en dejar a mis pies unos cuantos recuerdos desordenados.
En este presente, en el cual sólo me estorba el miedo retrospectivo a no haber sido digna de mí misma, sé que puedo recuperar algunas cosas, las más básicas, que son sin duda las mejores: el cuerpo del niño, que tardó tanto tiempo en perder su carnosidad de bebé y que me gustaba tanto abrazar, bañar, besar; su voz, ronca y grave, aquella voz ligeramente asmática que él no sabía que nos hacía tanta gracia. Sé que esos recuerdos, las canciones, los bailes, el cariño tan apasionado de ese tiempo en el que vivimos el uno para el otro, han embellecido por fortuna los suyos, ocultando todo aquello que pudiera perturbarle.
Recuerdo haberle preguntado cuando tenía unos catorce años: «¿Te gustó tu infancia? ¿Crees que fuiste feliz?» Y su reacción fue extraña, tanto que aún hoy, al recordarla, no la entiendo del todo. Me dijo que sí, que nunca había envidiado la infancia más convencional de sus amigos. Dicho esto, comenzó a evocar los largos ratos en el despacho amarillo, aquella intimidad de pequeños rituales establecidos entre una pareja que a veces dejaban de ser madre e hijo para parecer hermanos. Los bailes, las canciones, los Tintines, el cuento de un gusano que yo inventé y que escenificaba con mi propio dedo. Era tan inocentón que más de una vez me rogó que dejara al gusano que se quedara a dormir con él. Nos reímos mucho evocándolo, sintiendo que hay un humor secreto e infantil por el que estaremos unidos siempre.
Estábamos riéndonos de aquello cuando de pronto un pensamiento interrumpió su risa de manera brusca y le ensombreció el rostro. Fue como si algún recuerdo voluntariamente marginado en un lugar recóndito de la mente hubiera irrumpido para malograr su idea del pasado.
«Claro que me gustó mi infancia, es la que tuve y es la que quiero», dijo, pero al decirlo se le quebró la voz.
Por más que le pregunté, que traté de explicarle, como tantas veces he hecho, que lo que no se dice duele más que lo que se cuenta, él entró en esa especie de estado remoto y ajeno que yo entiendo como una venganza: la reserva defensiva que acaban adoptando los varones hacia las madres, como si fuera ésta la única manera posible de deshacerse de una relación demasiado estrecha que ha de ser en el futuro sustituida por otra. ¿Están en ese silencio todas las veces que él se vio abocado a protegerme, mucho antes aún de la edad en que yo tuve que empezar a proteger a mi madre? ¿Vuelve alguna vez a su memoria la inquietud de tener que velar por una madre que no estaba físicamente enferma sino que padecía esa difusa debilidad de ánimo a la que los niños son tan sensibles? ¿Regresan a él esos momentos en los que la madre excéntrica se convertía en hermana y la hermana dejaba de actuar como la compañera de juegos para ser alguien que el niño presentía que podía quebrarse?
Tengo la poco aconsejable costumbre de juzgarme muy duramente, de hurgar en lo que me produce desconsuelo, pero lo cierto es que si unos ojos inocentes nos hubieran observado aquella mañana de sábado, sólo hubieran percibido la escena tal y como era en su superficie, sin ese análisis despiadado que tantas veces disculpa a los hijos de rencores inconcretos y carga a las madres con un sentimiento de culpa del que quieren toda su vida ser perdonadas.
Lo que había en esa cocina era una madre pontificando sin convicción, y una criatura que escuchaba desganadamente una regañina mal hilvanada y a punto de agotarse, mientras miraba la jaula vacía que estaba encima de la mesa en la que se recostaba entre sorbo y sorbo de leche.
—¿Tendremos otro
Pepe
? —dijo, como si acabara de volver de un mundo remoto, ajeno a mis palabras.
—Claro, le dije yo, algún día tendremos otro.