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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (4 page)

—Este
Pepe
, este
Pepe
… —se lamentaba, atribuyéndole al pájaro una intención humana—, siempre quiso escaparse. ¿A que siempre quiso huir? Desde el principio, ¿te acuerdas que hacía así con la cabeza? —imitó la forma en que el pajarillo intoxicado giraba la cabeza, una y otra vez—. Desde el primer día en que lo tuvimos en casa se notaba que no estaba a gusto. Miraba por la ventana a otros pájaros y quería marcharse, con los suyos.

Me quedé callada. Era tan transparente a sus cuatro años, su pensamiento y su corazón eran aún tan míos que hubiera podido leerlos sin que apenas hablara. Cuatro años dan para mucho, para tener la intención de aparentar que se escucha a una madre que te repite la misma cantinela de siempre y estar al mismo tiempo pensando en el pájaro, en el canario que yo le había regalado haría un mes, por su cumpleaños, con la intención pueril de darle a la cocina un toque de lugar vivido y sereno.

Yo quería que nuestra cocina se pareciera a aquella otra cocina que mi madre llenaba con su presencia perezosa desde bien temprano. Quería que fuera el tipo de cocina donde se come, se hacen los deberes, se escucha la radio, una cocina con ese olor que aplaca el hambre y sirve de consuelo. Un lugar que pareciera haber existido siempre. No me daba cuenta de que sólo para el adulto los espacios son antiguos o recientes; en la memoria de los niños muy chicos, todo se convierte en familiar y personal de manera inmediata.

Cuántas veces recordaba y recuerdo a mi madre así, anudándose la bata mientras se acercaba, antes de comenzar las tareas diarias, a la jaula de su pareja de pájaros para saludarles chistando, silbando, preguntándoles por la noche pasada, provocándoles una respuesta con canciones de rimas tontas.

Esa imagen de mi madre, ajena a todo durante ese tiempo muerto que se concedía antes de enfrentarse a las tareas de la casa y a la soledad de la mañana, es la que de manera más poderosa se ha fijado en mi memoria. Madre sensual y maternal a un tiempo, con la bata medio abierta y el pelo alborotado por el sueño, tan sólida y tan única, intocada aún por la enfermedad, femenina, con una reserva siempre hacia nosotros, como si una vez que nos diera el beso de despedida y cerrara la puerta pudiera jugar a ser aquella otra mujer que no sería nunca, una mujer sin hijos o con otros distintos, sin marido o con otro. Yo la imaginaba paseando durante un rato de una habitación a otra, pensativa, fantaseando con deseos que yo hubiera deseado conocer; joven aún, más joven que yo ahora, siendo más ella misma que nunca en ese deambular casero, antes de abrirle la puerta a la muchacha y empezar a ser un día más la señora.

Madre a la que la muerte y la ausencia de contacto físico fue robando poco a poco su condición de madre, para convertirla en mujer, en la mujer de las fotografías de los años cincuenta, cuando ella y mi padre eran novios. Mujer que, a fuerza de estar ausente, ha ido presentándose en mi recuerdo en diferentes versiones de sí misma. Ahora, por ejemplo, en estos días, la recuerdo parecida a aquella actriz, Betsy Blair, de rasgos finos y sensualidad sutil, con una melena corta y castaña, un poco moldeada en la peluquería para darle gracia. Cuando veo películas suyas,
Marty
,
Calle Mayor,
estoy viendo la mirada de mujer frágil y anhelante que tenía mi madre. La imagino también en su piso de recién casada, vestida con esa bata de seda que todavía guardo en el armario, sola tras despedir a mi padre en la puerta, desamparada en una ciudad nueva, teniendo como única compañía la vida que casi desde el primer mes de matrimonio le latía en el vientre y cantando boleros frente al espejo que hay encima del aparador italiano de cerezo.

Pero ahora ya no canta boleros en mi memoria. En estos últimos tiempos, la voz de Peggy Lee, que me ha acompañado en mis tareas caseras en los pasados meses, se me ha impuesto a la suya, tan apagada ya en el recuerdo, y la imagino de manera incongruente entonando una canción,
Black Coffee
, que lamenta la suerte de las mujeres. Tal vez la razón de tanto equívoco se deba a que mi voz se parece mucho a la de mi madre y soy yo la que merodea ahora por la casa, como ella hiciera, llenando mi soledad con canciones, y al escuchar mi propia voz tengo de pronto el estremecimiento de estar escuchando de nuevo la suya, nasal y dulce, pequeña y maullante.

A man is born to go a loving

a woman’s born to weep and fret,

to stay at home and tend her oven

and drown her past regrets

in coffee and cigarettes.
[1]

Mi madre, que nunca vio ni París, ni Venecia, ni Roma (Nueva York no entraba entonces en la lista de destinos soñados por una muchacha romántica), ya no es exactamente mi madre en esa foto en la que baila con mi padre, los dos jóvenes, de belleza mediterránea, más altos que la media española y tal vez también más enamorados que la media, sino una mujer con el rostro de Betsy Blair y la voz de Peggy Lee. Así la conservo ahora en el caprichoso recuerdo, deambulando por la casa, ahogando sus pesares en café y cigarrillos,
in coffee and cigarettes
. Mi madre, que jamás tomó un café sin leche, sólo fumaba en las bodas y, como tantas veces repitió ante el médico, sin tragarse el humo.

«Yo gané un concurso de boleros», decía, mientras cantaba en la cocina
Noche de ronda
. Y, de pronto, interrumpía la canción y se quedaba pensativa, como si estuviera imaginando esa otra posible vida que siempre se pierde por vivir la propia.

Mi madre es tan joven ahora. Un deseo inconsciente ha trabajado por mí y ha borrado los años de enfermedad y deterioro. En mi memoria vive siempre en esa foto, en ese baile con mi padre. Tiene veinticinco años. La vida no la ha tocado casi. Sólo ha padecido la muerte temprana de su madre pero, ahora, comparada con el dolor que podría sufrir si pierde a ese hombre del que está tan enamorada, esa herida se le antoja minúscula. Se ha ido de su pueblo y quiere tener más mundo que el que han tenido sus hermanas mayores. Lo tiene ya, porque es intuitivamente elegante. Escribe cartas a su familia fechadas en los años cincuenta desde esa ciudad del sur a la que yo iría muchos años más tarde a trabajar en la radio; escribe con una caligrafía redonda y coqueta, dibujando rabillos caprichosos a las «ges» y a las «bes», cuidando mucho la puntuación y revisando la ortografía. Todo es para ella una forma de distinguirse, su afición a la lectura o su cuidado en el vestir, siempre discreto, respetando la correcta combinación cromática hasta la obsesión. La veo sola, en su bata de seda beige, estudiando una y otra vez la manera en la que ha dispuesto un ramo de flores en el jarrón. Sus muebles son modernos, de esa repentina modernidad de los cincuenta que irrumpió en las casas de los matrimonios jóvenes españoles; aunque ella no tiene conciencia ilustrada del estilo, intuye que ese aparador de cerezo de formas limpias y prácticas rompe con la severidad de los muebles del diecinueve que decoraron su infancia en la casa del pueblo. Echa de menos a su padre, a ese viudo alegre y diletante que la dejó marchar con pena, pero con toda su confianza puesta en ese joven que parecía haber nacido para llevársela. Pero ella padece su soledad sin angustia, sabe que en su pueblo el tiempo está detenido y que cuando vuelva por navidades podrá incorporarse a las rutinas en las que creció, para luego salir de ellas con alivio, porque está orgullosa de haber elegido un marido de ciudad, distinto a los hombres que la rodearon siempre, peculiar y vehemente, al que ha de ajustarle la corbata por las mañanas porque se va corriendo, como si llegara tarde a la concesión de ese ascenso que siempre anda buscando.

No sé por qué recuerdo a mi madre cuando aún no era la madre de nadie, sólo la hija querida, la flor más delicada del ramo. La veo pasear por el pequeño piso que han alquilado en el barrio del Palo, en Málaga, año 1956, pero ya no canta un bolero sino una canción en inglés, a la manera de Peggy Lee. Me produce cierta pena pensar que el olvido la haya transformado tanto que ya no quede nada de mi madre. Sólo alguna vez, cuando yo me pongo a cantar trajinando por la casa, siento que en mi voz aún se halla el eco de la de ella y se parecen tanto que me produce un pequeño estremecimiento. Quisiera decirle a mi marido, «acabo de escuchar la voz de mi madre en la mía», pero hay sensaciones que pierden su valor en cuanto las convertimos en palabras.

El canario. El niño miraba la jaula vacía. Traté de borrarle la pena por su muerte, le metí el último pedazo en la boca y le cogí en brazos para llevármelo al cuartillo de trabajo, ese que él había bautizado pomposamente como «el despacho», imitando la manera en que su abuelo, mi padre, se refería al suyo. Pero mi despacho no era más que una habitación diminuta, caótica, en la que los inquilinos anteriores habían dejado las estanterías empotradas pintadas de amarillo chillón. Allí adelantaba algunos guiones para el programa del día siguiente, intentaba comenzar una novela que nunca pasaba de la página diez o escribía algún relato erótico, o marrano, para ser exactos, que me publicaban en una revista del asunto, con lo que me ganaba un dinero extra. Recuerdo que la novela que tenía en la cabeza estaba basada en el tiempo que pasé viviendo en una torre de apartamentos en Málaga donde se alojaban sobre todo putas. Por supuesto, yo desconocía este hecho cuando alquilé el piso y se produjeron algunos momentos conmovedores con aquellas mujeres, y otros muy desagradables. Imaginaba una madre joven, yo, y una criatura de un año, Gabriel, moviéndose alegre y natural en aquel mundo tan poco apropiado para él. Pero lo que parecía un gran argumento en mi mente, poblado de sabrosas anécdotas que habían sido celebradas con gran entusiasmo de mis amigos, se desvanecía en cuanto me encontraba frente a la máquina de escribir. El problema no era la historia, ni el trabajo, ni la maternidad, ni la ansiedad creciente, sino que no sentí nunca la necesidad verdadera de escribir una novela. Ni ésa ni ninguna. Que lo único que me forzaba a trabajar era el encargo. Allí, en el despacho amarillo, planchaba, escribía guiones a patadas, leía en bragas tumbada en el sofácama con los pies apoyados en la pared o escuchaba música, sobre todo escuchaba música en aquel aparato que era casi la única posesión que me había quedado de un matrimonio sin bienes, sin nada, dejando a un lado, claro, la presencia real, el niño, que era la prueba tozuda de que su padre y yo tuvimos alguna vez una vida juntos.

En el despacho amarillo escuchábamos los discos que yo me traía grabados de la radio, música pop de mi propio programa, pero también tangos, boleros, canciones horteras, rockeras, copla,
new age
, infantiles, africanas, jazz. Cada vez que tenía un rato libre acudía a la discoteca y rebuscaba codiciosamente entre los archivos hasta encontrar una canción que había escuchado por el pasillo, surgiendo de las otras emisoras que dejaba atrás de camino a mi estudio. A veces buscaba melodías antiguas; otras, las últimas canciones pop que programábamos para esa audiencia de enteradillos y caprichosos como nosotros. Al niño le gustaba todo. O puede que su entrega total a la música viniera más por esa pasión que sentía por que estuviéramos los dos solos, sin hacer nada, tumbados en el sofá, perezosos y meditabundos, cantando lo que ya nos habíamos aprendido; imaginando que todas las canciones, aunque no las entendiéramos, trataban de nosotros mismos. Estoy segura de que él aprendió de mí esa manera un poco intoxicante y egocéntrica de entender la música, como una especie de autobiografía narrada en tiempo presente. Todas las canciones hablaban de nosotros.

A veces, como aquel sábado, la música me ayudaba a sacarle de su ensimismamiento de niño casero. Lo llevaba al cuarto y le decía, «Venga, vamos a bailar». Le dejaba subirse al taburete y pinchar los discos, haciendo chirriar la aguja sobre los surcos por la impaciencia que le entraba de querer bajarse corriendo para empezar el baile desde las primeras notas. Bailábamos las canciones infantiles del disco de María Elena Walsh, con sus ritmos alegres, cursis y luminosos, bailábamos las canciones de Disney, que yo le había recopilado en una cinta, a pesar de que varios compañeros, en permanente demostración de que eran trabajadores de la radio más progre del país, me habían afeado la conducta por querer enseñarle a un niño ese producto baboso, tóxico, fascista, cruel y sentimentaloide a un tiempo. Juicios que no andarían alejados de lo que pensaría el padre si al llegar aquel sábado por la tarde a recogerlo lo sorprendía en el despacho amarillo, tumbado en el sofá, rendido a la ensoñación mientras escuchaba
My Favorite Things
en la voz aguda y amanerada de Julie Andrews.

Cantábamos las cancioncillas de trenes, de brujos, de ratones, bailábamos las melodías eternas, pero cuando él presentía que yo estaba un poco cansada de historias infantiles y temía que estuviera ya a punto de abandonarle, corría a poner en el casete nuestras otras canciones: las de Paul Simon, el
Mother and Child Reunion
, que parecía estar compuesta a la medida de nuestras emociones; el
Dirty Boulevard
de Lou Reed, que tantas veces hacíamos sonar en el programa para despertar a la gente y despertarnos, o esas otras más puras y melancólicas de João Gilberto, que se convirtieron en la banda sonora de aquellos días. Todo dependía de mis gustos, que eran eclécticos y veleidosos y que el niño asumía como si fueran propios, como si él estuviera determinado a que no hubiera nada de lo que debiera mantenerse al margen. A veces, la elección musical dependía de mi propio trabajo: si andaba yo preparando un especial sobre Gardel empezábamos a escuchar tangos en casa. El piso se inundaba con esa voz del pasado que de una forma tan misteriosa describía nuestro paisaje presente, «Barrio plateado por la luna / rumores de milonga / es toda tu fortuna», y a mí me parecía que aquella letra hablaba con precisión de aquella placilla nada memorable de mi barrio en la que habían vivido tanto la familia de mi marido como la mía cuando llegamos a Madrid.

Esa plaza había sido ya escenario de nuestras vidas, la de Alberto y la mía, años antes de que nos conociéramos: yo, con doce años, recién llegada a la ciudad, yendo por las tardes con mi amiga al pequeño edificio de la biblioteca infantil, para leer, para hacer los deberes, para disfrutar con el acto solemne del préstamo y el sello; él, con dieciocho, enfebrecido ya por la emoción de la militancia clandestina. Nos cruzábamos sin saber que nuestros destinos se unirían en tan sólo seis años; él, sin reparar en mí por mi condición de niña; yo, fijándome en él por la atracción que sentía hacia los chicos que eran de la edad de mis hermanos. En esa plaza estaba casi mi vida entera, de los doce a los veintinueve años, los que tenía cuando ya me marché para siempre. En esa plaza, en los pasos que iban de su casa a la mía, estaba contenida la historia de mi juventud: la vuelta diaria de la escuela, las tardes de invierno en los bancos, la afiliación prematura e ignorante a las Juventudes Comunistas, que tenía su sede en un pequeño local que había en un bajo; todo en no más de quinientos metros de distancia, todo cerca, como si fuera un escenario barato y limitado de una comedia de situación para representar la adolescencia y la juventud, escenario del que luego, irónicamente, como una mala broma de la vida, me resultó tan difícil escapar.

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