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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (23 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Di un paso atrás, crucé de un salto el vacío local y fui a aterrizar en el mismo palco, frente al hombre. A pesar de sus esfuerzos, se quedó boquiabierto y con los ojos horriblemente desorbitados.

Parecía desfigurado por la edad, con los hombros hundidos y las manos deformes, pero la viveza de sus ojos no reflejaba vanidad ni concesión alguna. Cerró la boca con fuerza, echando hacia adelante la barbilla. Y sacó de debajo de la levita una pistola con la que me apuntó, sosteniéndola con ambas manos.

—¡Lestat! —gritó Nicolás.

Pero el disparo sonó y la bala me dio de pleno. No me moví. Permanecí de pie, tan firme como antes lo había estado el viejo, y el dolor me atravesó y cesó, dejando tras su estela una terrible tensión en todas mis venas.

De la herida manó sangre. Manó como nunca la había visto hacerlo. Me empapó la camisa y noté que también se derramaba por mi espalda. La tensión se hizo cada vez más fuerte y una especie de escozor empezó a extenderse por la superficie de mi espalda y de mi tórax.

El anciano me observó, desconcertado. Le cayó la pistola de la mano, inclinó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados y el cuerpo encogido como si le hubieran extraído el aire, y se derrumbó en el suelo.

Nicolás había subido corriendo las escaleras y entraba en aquel instante en el palco. De su boca surgía un murmullo histérico, convencido de haber sido testigo de mi muerte.

Y permanecí callado, escuchando mi cuerpo en esa terrible soledad que me había acompañado desde que Magnus me hiciera un vampiro. Y supe que las heridas ya habían desaparecido.

La sangre estaba secándose en mi chaleco de seda y en la espalda de mis ropas desgarradas. El cuerpo me latía donde me había atravesado la bala y mis venas seguían vivas con la misma tensión, pero la herida ya se había cerrado.

Y Nicolás, volviendo a sus cabales al verme, advirtió que estaba ileso aunque la razón le decía que tal cosa era imposible.

Le aparté a un lado y me dirigí a las escaleras. Nicolás se lanzó contra mí y le repelí de un empujón. No podía soportar su olor ni su presencia.

—¡Aléjate de mí! —exclamé.

Pero él se acercó de nuevo y me pasó el brazo por el cuello. Tenía el rostro congestionado y un horrible sonido surgía de su garganta.

—¡Suéltame, Nicolás! —le amenacé. Si le sacudía con excesiva fuerza le desencajaría los brazos o le rompería el espinazo.

Romperle el espinazo...

Nicolás soltó un gemido, tartamudeó y, durante una atormentadora fracción de segundo, los sonidos que emitía fueron tan terribles como los de mi yegua en la montaña, mientras agonizaba aplastada en la nieve como un insecto.

Apenas supe lo que hacía cuando me desasí de sus manos.

Cuando salí al bulevar, la multitud se dispersó gritando. Renaud se adelantó corriendo hacia mí, a pesar de las manos que intentaban disuadirle.

—¡Monsieur! —Me tomó la mano para besarla y se detuvo al ver la sangre.

—No es nada, mi querido Renaud —le dije, muy sorprendido de la firmeza de mi voz y de su suavidad. Sin embargo, cuando me disponía a hablar de nuevo, algo me distrajo. Algo a lo que, me dije vagamente, debía prestar atención. Pese a ello, continué diciendo—: No le dé importancia, mi querido Renaud. Es sangre falsa, nada más que una ilusión. Todo ha sido una ilusión, un truco teatral. El drama de lo grotesco: sí, de lo grotesco.

Y de nuevo surgió aquella distracción, algo que podía percibir entre todo aquel tumulto de gente apretándose para acercarse, pero no demasiado. Nicolás, desconcertado, me miraba con intensidad.

—Siga con sus obras —decía yo al empresario, casi incapaz de concentrarme en mis palabras—. Siga con los acróbatas, las tragedias y sus representaciones más civilizadas, si lo prefiere.

Saqué del bolsillo un fajo de billetes y lo deposité en su mano vacilante. Arrojé unas monedas de oro al pavimento. Los actores se lanzaron a recogerlas con cierto temor. Pasé la mirada por la multitud para descubrir el origen de aquella extraña distracción, para saber qué era aquello. No se trataba de Nicolás, que me contemplaba con el ánimo abatido desde la puerta del teatro desierto.

No, era algo a la vez familiar y desconocido, que tenía que ver con las tinieblas.

—Contrate los mejores actores —hablaba casi balbuciendo—, los mejores músicos, los grandes pintores de decorados.

Más billetes. Mi voz recuperaba ya su firmeza, la voz de un vampiro; distinguí de nuevo las muecas y las manos en alto, pero todos temían que les viera taparse los oídos. «¡No existe límite, NINGÚN LÍMITE, a lo que puedes hacer aquí!»

Me alejé, arrastrando la capa y acompañado del desagradable sonido de la espada, mal envainada. Algo surgido de las tinieblas.

Y, cuando me adentré apresuradamente en la primera calleja y empecé a correr, supe que lo que había oído, lo que me había distraído, había sido sin la menor duda la familiar
presencia,
esta vez entre la multitud.

Lo supe por una sencilla razón: Ahora estaba corriendo por las callejuelas poco concurridas más deprisa de lo que podía hacerlo cualquier mortal, y la
presencia
mantenía las distancias. ¡Y la
presencia
era más de una!

Hice un alto cuando estuve seguro de ello.

Sólo estaba a una milla del bulevar, y la sinuosa calleja en la que me encontraba era más estrecha y oscura que ninguna de las que había recorrido nunca. Entonces los escuché hasta que, brusca y conscientemente, parecieron enmudecer.

Yo estaba demasiado nervioso y me sentía demasiado mal como para ponerme a jugar con ellos. Estaba demasiado desconcertado y grité la vieja pregunta:

—¿Quién va? ¡Hablad! —En las ventanas próximas, los cristales vibraron. Los mortales se agitaron en sus pequeñas alcobas. Allí no había ningún comentario—. Respondedme, hatajo de cobardes. ¡Hablad, si tenéis voz, o apartaos de mí de una vez por todas!

Y entonces supe, aunque no sabría explicar cómo, que ellos podían oírme y responderme, si querían. Y supe que aquello que había percibido repetidamente era la irreprimible evidencia de su proximidad y de su intensidad, que no podían ocultar. En cambio, sí podían poner un velo sobre sus pensamientos, y así lo habían hecho. Quiero decir con ello que poseían inteligencia, y también palabras.

Exhalé un largo y profundo suspiro.

Su silencio me atormentó, pero mil veces me afligía lo que acababa de suceder y, como tantas veces había hecho en el pasado, les volví la espalda.

Las presencias
me siguieron. Esta vez me siguieron y, por muy deprisa que yo avanzara, se mantuvieron siempre a la misma prudente distancia.

Y no dejé de percibir su extraña, trémula y átona presencia hasta que llegué a la place de Gréve y entré en la catedral de Notre Dame.

Pasé el resto de la noche en la catedral, acurrucado en un rincón en sombras junto al muro de la derecha. Estaba hambriento debido a la sangre perdida, y cada vez que se acercaba un mortal sentía una fuerte tensión y un intenso escozor donde había recibido la herida.

Sin embargo, esperé.

Y cuando se acercó una joven mendiga con su hijito, supe que había llegado el momento. La mujer vio la sangre seca e insistió, casi frenética, en acompañarme al hospital cercano, el Hotel Dieu. Tenía el rostro demacrado por el hambre, pero trató de incorporarme con sus débiles brazos.

La miré a los ojos hasta que vi helarse su mirada. Noté el calor de sus pechos sobresaliendo bajo los harapos. Su cuerpo suave y apetitoso se apoyó contra el mío, ofreciéndoseme, y la envolví en mis brocados manchados de sangre. La besé, aspirando su calor mientras apartaba las sucias ropas de su garganta, y me incliné a beber con tal habilidad que el niño dormido no llegó a darse cuenta. Después abrí con dedos temblorosos la sucia camisa del chiquillo. Aquel tierno cuellecito también fue mío.

El éxtasis fue imposible de describir. Hasta entonces había gozado todo el placer que podía proporcionarme la fuerza. En cambio, aquellas víctimas habían sido mías en el acto más parecido a la entrega amorosa. La misma sangre parecía más cálida en su inocencia, más rica en su bondad.

Después contemplé a mis víctimas, durmiendo juntas el sueño de la muerte. Aquella noche, la catedral no había sido un santuario para ellas.

Y supe que mi visión del jardín de belleza había sido una visión real. En el mundo había propósito, sí, y leyes, e inevitabilidad, pero todo ello sólo tenía que ver con la estética. Y en aquel Jardín Salvaje, los seres inocentes como mis víctimas estaban destinados a los brazos de un vampiro. Mil cosas más pueden decirse del mundo, pero únicamente los principios estéticos pueden ser verificados, y sólo ellos permanecen iguales.

Ahora ya estaba preparado para volver a casa. Y, cuando salí al aire de la madrugada, supe que había caído la última barrera entre el mundo y mi apetito.

Ahora, ya nadie estaba a salvo de mí, por inocente que fuera. Y eso incluía a mis apreciados amigos del teatro de Renaud. E incluía a mi querido Nicolás.

13

Quise que se marcharan de París. Quise que desaparecieran los carteles y que las puertas cerraran; quise que se hicieran el silencio y la oscuridad en el teatrillo donde había conocido la mayor y más sostenida felicidad de mi vida mortal.

Ni siquiera una docena de víctimas inocentes en una noche podía hacerme dejar de pensar en ellos, ni eliminar el dolor que sentía dentro. Todas las calles de París me conducían a su puerta.

Y me invadía una terrible vergüenza cuando pensaba en mi actuación ante ellos. ¿Cómo podía haberles asustado de aquel modo? ¿Por qué necesitaba probarme a mí mismo con tal violencia que jamás podría volver a ser parte de ellos?

No. Yo había comprado el local de Renaud. Y lo había convertido en el lugar de más éxito del bulevar. Ahora, lo cerraría.

Con todo, no se trataba de que nadie sospechara nada. Ellos habían creído las excusas simples y estúpidas que les había dado Roget, que si acababa de regresar de las calurosas colonias del trópico y que si el buen vino de París se me había subido a la cabeza. De nuevo, mucho dinero para compensar los perjuicios.

Sólo Dios sabe qué pensaron realmente, pero el hecho fue que la noche siguiente continuaron con el espectáculo de costumbre. Y las hastiadas multitudes del boulevard du Temple encontraron, sin duda, una docena de explicaciones lógicas a la confusión producida. Bajo los castaños había cola.

Únicamente Nicolás se negaba a aceptar todo aquello. Se había lanzado a beber y se negaba a volver al teatro y a seguir estudiando música. Cuando Roget se presentaba de visita, le recibía con insultos. Frecuentaba los peores cafés y tabernas y deambulaba solitario por las calles nocturnas más peligrosas.

Bueno, eso tenemos en común, me dije.

Roget me puso al corriente de todo esto mientras yo paseaba por la habitación a conveniente distancia de la vela de su mesa. Mi rostro era una máscara que ocultaba mis auténticos pensamientos.

—El dinero no significa mucho para ese joven, monsieur —me dijo el abogado—. Él mismo me ha recordado que ha tenido mucho en su vida. Dice cosas que me inquietan, monsieur. No me gustan sus palabras.

Roget parecía un personaje de un cuento infantil con su gorro y su camisa de dormir, descalzo y con las piernas al aire; porque, una vez más, le había despertado en plena noche y no le había dado tiempo de peinarse o tan siquiera de ponerse las zapatillas.

—¿Qué palabras son ésas? —pregunté.

—Habla de brujería, monsieur. Dice que usted posee poderes extraordinarios. Habla de La Voisin y de la
Chambre Ardente,
un viejo proceso de brujería de tiempos de El Rey Sol. Era una bruja que preparaba hechizos y pócimas para miembros de la Corte.

—¿Quién creería ahora semejante basura? —repliqué, aparentando absoluta incredulidad, aunque, a decir verdad, se me había erizado el vello de la nuca.

—Murmura cosas amargas, monsieur —continuó Roget—. Que la especie de usted, como él dice, siempre ha tenido acceso a grandes secretos. Habla repetidamente de un lugar de su pueblo, llamado el lugar de las brujas.

—¡Mi especie!

—Dice que usted es un aristócrata, monsieur —añadió Roget con cierta incomodidad—. Cuando un hombre está enfadado como lo está monsieur de Lenfent, estas cosas llegan a ser importantes. Sin embargo, no comenta sus sospechas con otros. Sólo me las cuenta a mí. Dice que usted comprenderá por qué le desprecia. ¡Por negarse a compartir con él sus descubrimientos! Sí, monsieur, sus descubrimientos. No deja de hablar de La Voisin, de cosas entre el cielo y la tierra para las cuales no hay explicaciones racionales. Y afirma saber ahora por qué gritaba y lloraba usted en ese lugar de las brujas.

Por un instante, no fui capaz de mirar a Roget. ¡Era una deliciosa perversión de todo el asunto! Y, sin embargo, daba justo en la diana. Qué soberbio, y qué absolutamente irrelevante. A su modo, Nicolás tenía razón.

—Monsieur, es usted el más amable de los hombres... —empezó a decir Roget.

—Ahórrese, por favor...

—Verá, monsieur de Lenfent dice cosas fantásticas, cosas que no debería mencionar ni siquiera en estos tiempos. Dice que vio cómo una bala le atravesaba el cuerpo y que debería estar muerto.

—La bala no me alcanzó —repliqué—. Roget, no continúe con esto. Haga que se vayan de París todos esos cómicos.

—¿Que se vayan? —preguntó el abogado—. ¡Pero si ha invertido muchísimo dinero en esa pequeña empresa...!

—¿Y qué? ¿A quién le importa eso? Envíelos a Londres, a Drury Lane. Ofrezca a Renaud la cantidad suficiente para comprar un teatro en Londres. Desde allí podrán viajar a América, actuar en Santo Domingo, Nueva Orleans y Nueva York. Hágalo, monsieur. No me importa cuánto cueste. ¡Cierre de una vez mi teatro y consiga que la compañía se marche de la ciudad!

Así desaparecería el dolor, ¿no era eso? Dejaría de verles a todos apiñados a mi alrededor tras las bambalinas, dejaría de pensar en Lelio, el chico de provincias que se encargaba de vaciar los orinales y disfrutaba con ello.

Roget parecía profundamente tímido. «¿Qué debería parecerle», me dije, «trabajar para un lunático bien vestido que le pagaba el triple de lo que cualquiera le daría, para luego hacer caso omiso de sus consejos y opiniones profesionales?».

«Nunca lo sabré» me respondí a mí mismo. «Jamás volveré a saber qué significa ser un humano mortal.»

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