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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (22 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Pues bien, todo esto vi cuando miré a Nicolás, cuando olí la sangre que latía dentro de él y, por un embriagador instante, sólo sentí amor; un amor que borró todo recuerdo de los horrores que me habían deformado. Todos mis perversos éxtasis, todos mis nuevos poderes con sus gratificaciones, me parecieron irreales. Tal vez sentí también una profunda alegría al advertir que aún podía amar, si alguna vez había dudado de ello, y que se quedaba confirmada una trágica victoria.

Me embriagó todo el viejo consuelo mortal, y había podido cerrar los ojos y perderme en la inconsciencia llevándole conmigo, o así me pareció.

Pero algo más se agitó en mi interior, y cobró fuerzas tan deprisa que mi mente discurrió aceleradamente para ponerse a su paso y negarlo cuando ya casi amenazaba con salirse de control. Y supe muy bien de qué se trataba: era algo monstruoso y enorme y tan natural para mí como ajeno me era el sol. Quería a Nicolás. Le quería tanto como a cualquier presa con la que hubiera pugnado en la Ile de la Cité. Quería su sangre fluyendo en mis venas, quería su sabor y su aroma y su calor.

El teatro se estremeció de gritos y risas, mientras Renaud ordenaba a los acróbatas que continuaran con el intermedio y a Luchina que abriera el champán. Pero nosotros estábamos lejos de todo en nuestro abrazo.

El fuerte calor de su cuerpo me hizo entrar en tensión y retirarme, aunque no parecí moverme en absoluto. Y de pronto me enloqueció la idea de aquel al que amaba tanto como a mi madre y mis hermanos, aquel que me había inspirado la única ternura que había sentido nunca, era una ciudadela inconquistable, asido firmemente a la ignorancia frente a mi sed de sangre cuando tantos cientos de víctimas se me habían entregado.

Era para esto para lo que yo servía ahora. Era aquél el camino que debía recorrer. ¿Qué representaban aquellos otros, los ladrones y asesinos que había abatido en la selva de París? Era esto lo que deseaba. Y la grande, pasmosa posibilidad de la muerte de Nicolás estalló en mi cerebro. Tras los párpados cerrados, la oscuridad se había vuelto rojo sangre. La mente de Nicolás vaciándose en aquel último instante, rindiendo su complejidad junto con su vida.

No podía moverme. Notaba su sangre como si la estuviera absorbiendo y dejé descansar los labios contra su cuello. Cada partícula de mi ser decía: «Tómale, llévatelo lejos de este lugar, lejos de todo, y sáciate de él, sáciate de él hasta..., hasta...». ¿Hasta cuándo? ¡Hasta que esté muerto!

Me aparté y le separé de mí. A nuestro alrededor, todos vociferaban y alborotaban. Renaud gritaba algo a los acróbatas, que seguían pendientes de lo que pasaba. Fuera, el público exigía el número del intermedio con unas palmadas acompasadas. La orquesta ensayaba el animado sonsonete que acompañaría la actuación de los acróbatas. Músculos y huesos me empujaban y se me clavaban. El lugar se había convertido en un degolladero, maloliente por los efluvios de todos aquellos seres destinados al sacrificio. Noté unas náuseas demasiado humanas.

Nicolás parecía haber perdido el dominio sobre sí mismo, y, cuando nuestros ojos se encontraron, percibí las acusaciones que emanaban de él. Noté su pesadumbre y, peor aún, su casi desesperación.

Me abrí paso entre todos ellos, dejé atrás a los acróbatas con sus cascabeles y no sé por qué me encaminé hacia las bambalinas en lugar de hacia la puerta de artistas. Quería ver el escenario. Quería ver al público. Quería penetrar más profundamente en algo para lo cual no tenía nombre ni palabra.

Pero en esos instantes estaba loco. Decir que «quería» o que «pensaba» carece de sentido.

El pecho se me alzaba y volvía a descender agitadamente y la sed era como un gato arañando para salir. Y, mientras me apoyaba en el poste de madera junto al telón, Nicolás, dolido y sin entender nada, se me acercó otra vez.

Dejé que hirviera en mí la sed. Dejé que desgarrara mis entrañas. Seguí agarrado al poste y, en un gran recuerdo, vi a todas mis víctimas, la escoria de París, eliminadas del arroyo; y comprendí la locura del plan de acción que me había propuesto, la falsedad que encerraba, y cuál era mi verdadera naturaleza. Qué sublime estupidez era haber llevado conmigo aquella miserable moralidad, haber decidido dar cuenta solamente de los condenados. ¿Qué buscaba? ¿Tal vez salvarme a pesar de todo? ¿Por quién me había tomado, por un probo colega de los jueces y verdugos de París, que ejecutan a los pobres por delitos que los ricos cometen cada día?

Había probado un vino fuerte, en jarras desportilladas y agrietadas, y ahora el sacerdote estaba ante mí al pie del altar con el cáliz de oro en las manos, y el vino de éste era la Sangre del Cordero.

Nicolás estaba hablando rápidamente:

—¿Qué sucede, Lestat? ¡Dímelo! —exclamó, como si los demás no pudieran oírnos—. ¿Dónde has estado? ¿Qué ha sido de ti? ¡Lestat!

—¡Salid al escenario! —gritó Renaud a los boquiabiertos acróbatas. La trouppe pasó al trote junto a nosotros y penetró en el humeante resplandor de las luces del proscenio, iniciando una serie de saltos mortales.

La orquesta convirtió los instrumentos en trinos de pájaros. Un destello de rojo, unas mangas de arlequín, el tintineo de los cascabeles, gritos de la multitud: «¡Dadnos espectáculo! ¡Vamos, enseñadnos algo de verdad!».

Luchina me besó y contemplé su blanco cuello, sus manos como la leche. Vi las venas del rostro de Jeannette y el suave cojín de su labio inferior cada vez más cerca. El champán, servido en decenas de copas, corría por las gargantas. Renaud improvisaba una especie de discurso acerca de nuestra «sociedad» y de que la pequeña farsa de aquella noche no era sino el principio y que pronto seríamos el mejor teatro de los bulevares. Me vi a mí mismo representando el papel de Lelio y oí de nuevo la tonadilla que le había cantado a Flaminia, hincado de rodillas.

Ante mí, unos pequeños mortales daban volteretas pesadamente y el público rugía cuando el jefe de la trouppe hizo un gesto procaz con sus posaderas.

Sin darme tiempo a pensar en lo que hacía, me encontré en pleno escenario.

Estaba en el mismo centro, notando el calor de las luces y el escozor del humo en los ojos. Contemplé las abarrotadas galerías, los palcos separados por mamparas, las filas y filas de espectadores hasta la pared del fondo. Y escuché mi voz mascullando a los acróbatas la orden de que se marcharan.

Las risas me resultaron ensordecedoras: los comentarios jocosos y los gritos que acogieron mi presencia eran espasmos y erupciones y detrás del rostro de cada espectador distinguí con toda claridad una calavera sonriente. Mis labios tarareaban la cancioncilla que había interpretado en mi papel de Lelio, sólo un fragmento de la tonada, el mismo que había repetido luego en mis expediciones por las calles, «hermosa, hermosa Flaminia». Lo repetí una y otra vez, hasta que las palabras formaron un sonido ininteligible.

Por encima del tumulto se oían insultos a voz en grito.

—¡Que siga la función! —dijo una voz—. ¡Veamos qué haces, además de enseñarnos tu linda cara!

Desde la galería, alguien arrojó una manzana mordisqueada que golpeó la tarima a poca distancia de mis pies.

Me desabroché la capa violeta y la dejé caer. Hice lo mismo con la espada de plata.

La canción se había convertido en un murmullo incoherente tras mis labios cerrados, pero el frenético verso seguía martilleándome en la cabeza. Vi las tierras vírgenes de la belleza con toda su rudeza brutal, como las había percibido la noche anterior mientras Nicolás tocaba el violín, y el mundo moral me pareció un desesperado sueño de racionalidad que no tenía la menor posibilidad en aquella jungla fétida y exuberante. Fue una visión y, más que entender, me limité a ver. Sólo pensé que yo formaba parte de ello, tan natural como la gata con su expresión exquisita e impávida en el momento de clavar las uñas en el lomo de la rata chillona.

—«Mi linda cara» es la de una Parca —medio murmuré— que puede apagar todas las «breves velas», todas las almas palpitantes que llenan esta sala.

Pero las palabras ya quedaban, en realidad, fuera de mi alcance. Flotaban quizás en algún estrato donde existía un dios que entendía los colores de los dibujos de la piel de una cobra y las siete gloriosas notas que formaban la música que surgía del violín de Nicolás, pero nunca el principio más allá de la fealdad o la belleza: «No matarás».

Cientos de rostros grasientos me miraban desde la penumbra. Pelucas andrajosas y falsas joyas y sucios aderezos, pieles como el agua fluyendo sobre huesos torcidos. Una multitud de mendigos harapientos, mancos y jorobados, lanzaba silbidos y abucheos desde la galería, con sus apestosas muletas bajo el brazo y los dientes del mismo color que las piezas de las calaveras que uno encuentra entre el polvo de las tumbas.

Extendí los brazos, doblé la rodilla y empecé a dar vueltas como saben hacer los acróbatas y los bailarines, girando y girando sin esfuerzo sobre los dedos de un pie, cada vez más deprisa, hasta detenerme en seco; entonces me doblé hacia atrás e inicié una serie de volteretas en círculo, seguidas de varios saltos mortales, imitando todo lo que había visto hacer a los volatineros en las ferias.

De inmediato surgieron los aplausos. Me sentía tan ágil como lo había estado en el pueblo, y el escenario me resultaba pequeño y engorroso. El techo parecía venírseme encima y el humo de las luces del proscenio me cercaba. La tonadilla a Flaminia volvió a mis labios y empecé a cantarla en voz alta mientras daba vueltas y saltos y giros de nuevo. Después, mirando al techo, ordené a mi cuerpo que se levantara al tiempo que flexionaba las rodillas para saltar.

En un instante, rocé las vigas y volví a caer sobre las tablas grácilmente y sin hacer ruido.

Unos jadeos se alzaron entre el público. La pequeña muchedumbre que se apretaba en las alas del teatro estaba asombrada. Los músicos del foso, que habían permanecido en silencio todo el tiempo, se miraban entre ellos. Desde su posición, podían comprobar que no había cable alguno.

Pero yo volvía a elevarme otra vez para delicia del público, esta vez dando saltos mortales durante todo el ascenso, de nuevo hasta más allá del arco pintado, para descender luego en giros todavía más lentos y gráciles.

Gritos y vítores se alzaban sobre los aplausos, pero, tras los decorados, todo el mundo se había quedado mudo. Nicolás estaba al borde mismo del escenario y sus labios pronunciaban en silencio mi nombre.

«Tiene que ser un truco, una ilusión.» De todas partes me llegaban comentarios parecidos. Los espectadores pedían a sus vecinos que mostraran su asentimiento. El rostro de Renaud brilló delante de mí por un instante con la boca abierta y los ojos entrecerrados.

Pero yo me había puesto a bailar de nuevo y, esta vez, la gracia de la danza ya no interesaba al público. Lo advertí porque el baile se convirtió en una parodia, con cada gesto más amplio, más largo y más lento de lo que podría haber ejecutado un bailarín humano.

Alguien lanzó un grito desde las bambalinas y una voz le mandó callar. Y entre los músicos y los ocupantes de las primeras filas de butacas se alzaron unos gritos. Los espectadores se estaban poniendo nerviosos y cuchicheaban entre ellos, pero la chusma de las galerías continuó batiendo palmas.

De pronto, corrí hacia el público como si fuera a recriminarle su falta de sensibilidad. Algunos espectadores se sobresaltaron tanto que se incorporaron y trataron de escapar por los pasillos. Uno de los cornos de la orquesta dejó caer el instrumento y salió gateando del foso.

Capté la agitación, la ira incluso, en sus rostros. ¿Qué eran todos aquellos trucos? De repente, habían dejado de divertirles; no podían comprender cómo los hacía, y en mis ademanes serios había algo que les daba miedo. Por un terrible instante, noté su desamparo.

Y percibí su destino.

Una gran horda de esqueletos rechinantes envueltos en carne y harapos, sólo eso eran; y, pese a ello, hacían derroche de atrevimiento y me lanzaban gritos con irreprimible orgullo.

Levanté las manos lentamente para exigir su atención y me puse a cantar en voz muy alta y firme la tonadilla de Flaminia, mi hermosa Flaminia, entonando un mal pareado tras otro y dejando que la voz se hiciera más y más sonora, hasta que, de pronto, la gente empezó a ponerse en pie frente a mí, gritando, pero seguí cantando todavía más alto hasta enmudecer cualquier otro sonido con un insoportable rugido y verles a todos, a los cientos de espectadores, derribando los bancos de butacas y llevándose las manos a los costados de la cabeza.

Sus bocas eran muecas, gritos mudos.

Se produjo un tumulto de gritos y maldiciones mientras todos Pugnaban por abrirse paso hacia las puertas. Las cortinas fueron arrancadas de sus barras y algunos hombres se dejaron caer desde las galerías para ganar la calle.

Detuve la terrible cantinela.

En un resonante silencio, me quedé contemplando los cuerpos débiles y sudorosos que escapaban torpemente en todas direcciones. El viento soplaba por las puertas abiertas y noté una extraña frialdad en las extremidades, junto a la impresión de tener los ojos de cristal.

Sin mirar, cogí la espada y me la coloqué al cinto otra vez; después, con un dedo, levanté la capa, arrugada y llena de polvo, por el cuello de terciopelo. Estos gestos parecieron tan grotescos como todo lo demás que había hecho y no le di ninguna importancia a que Nicolás estuviera luchando por desasirse de dos de los actores, que le sujetaban temiendo por su vida mientras él pronunciaba una y otra vez mi nombre.

Sin embargo, algo entre todo aquel caos captó mi atención. Me pareció importante —terriblemente importante, en realidad— que en uno de los palcos abiertos hubiera una figura puesta en pie que no hacía el menor intento por escapar, o ni siquiera por moverse.

Me volví lentamente y le miré frente a frente, retándole, me pareció, a quedarse allí. Era un anciano, y sus empañados ojos grises me taladraban con terca indignación; mientras le miraba fijamente, me oí a mí mismo emitiendo un poderoso rugido con la boca muy abierta. El sonido parecía surgir del fondo de mi alma y se hizo más y más potente hasta que los pocos espectadores que aún quedaban abajo volvieron a cubrirse los oídos, paralizados; incluso Nicolás, que corría hacia mí, se encogió ante el doloroso sonido, asiéndose la cabeza entre las manos.

Y, pese a todo, el anciano continuó inmóvil en el palco, terco e indignado y con una mirada colérica, frunciendo el entrecejo bajo la peluca gris.

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