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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (19 page)

Cuando salí de la posada, me sentía alborozado. Tan pronto como llegué al bosque, eché a correr. Y corrí tan deprisa que los árboles y el firmamento se hicieron borrosos. Casi me sentía volando.

Después me detuve, di saltos y me puse a danzar. Tomé unas piedras del suelo y las arrojé tan lejos que ni siquiera pude ver dónde caían. Y cuando localicé en tierra la rama de un árbol, gruesa y llena de savia, la levanté y la partí contra mi rodilla como si fuera una astilla.

Solté un grito y volví a cantar a pleno pulmón. Después, me tendí, entre carcajadas, sobre la hierba.

Cuando me levanté, me despojé de la capa y de la espada y empecé a dar volteretas como los acróbatas del teatro de Renaud. Y luego hice un salto mortal perfecto. Di otro, esta vez hacia atrás, y otro más hacia adelante. Después probé varios dobles y triples saltos mortales, y di un brinco en vertical que me elevó casi cinco metros sobre el suelo. Caí de pie limpiamente, casi sin aliento y con deseos de repetir aquellos saltos un rato más.

Pero el amanecer estaba próximo.

En el aire, en el cielo, apenas se había producido un sutilísimo cambio, pero lo percibí como si lo anunciara el tañido de las campanas del Infierno. Unas campanas que llamaban al vampiro a refugiarse en su sueño de muerte. ¡Ah!, el fundente encanto del cielo, el encanto de ver los borrosos campanarios. Me asaltó la extraña idea de que, en el infierno, la luz de los fuegos sería tan brillante que recordaría la del sol, y que éste sería el único día que volvería a ver jamás.

«¿Qué he hecho?» me dije. Yo no había pedido todo esto, ni me había entregado a ello. Incluso cuando Magnus me decía que yo estaba a punto de morir, había tratado de resistirme. Y, pese a todo, allí estaba ahora escuchando las campanas del Infierno.

Bueno, ¿a quién le importa eso?

Cuando llegué al cementerio, dispuesto para el regreso a la torre con la yegua, algo distrajo mi atención.

Pie a tierra, sujeté por la rienda mi montura y observé el pequeño camposanto sin poder determinar de qué se trataba. La sensación me asaltó de nuevo y entonces la reconocí. Noté un clara presencia en aquel cementerio.

Me quedé tan quieto que noté la sangre corriéndome por las venas.

¡ Aquella presencia no era humana! No despedía efluvios. Ni emitía pensamientos humanos que pudiera captar. Más bien parecía ocultarse, a la defensiva, como si me conociera. Me estaba observando.

¿Podía tratarse de imaginaciones mías?

Permanecí inmóvil, escuchando y mirando atentamente. Entre la nieve asomaba un puñado de lápidas grises y, a lo lejos, se alzaba una hilera de viejas criptas de mayor tamaño, ornamentadas pero en el mismo estado ruinoso que las tumbas sencillas.

La presencia parecía merodear por las proximidades de las criptas y noté claramente sus movimientos cuando se retiró hacia los árboles del fondo.

—¿Quién va? —pregunté. Oí mi voz como un cuchillo—. ¡Responde! —insistí, con voz aún más potente.

Noté una gran conmoción en aquello, en aquella presencia, y tuve la certeza de que huía de mí muy rápidamente.

Corrí tras ella por el cementerio y noté cómo retrocedía. Sin embargo, no alcancé a ver nada en el bosque solitario. ¡Y advertí también que yo era más fuerte que la
presencia,
y que ésta se había asustado de mí!

¡Qué sorpresa! ¡Asustada de mí!

Y no tuve la menor idea de si era alguien corpóreo, un vampiro como yo, o algo sin cuerpo.

—Bien, una cosa es segura —dije—: ¡Eres un cobarde!

Hubo un estremecimiento en el aire. El bosque, por un instante, pareció exhalar un suspiro.

Se adueñó de mí la conciencia de mi propio poder, que había ido creciendo en mi interior. No le temía a nada. Ni a la iglesia, ni a la oscuridad, ni a los gusanos que pululaban en los cadáveres de la mazmorra. Ni siquiera a aquella extraña fuerza fantasmal que se había retirado al bosque y que parecía estar cerca otra vez. Ni siquiera les tenía miedo a los hombres.

¡Era un ser malévolo extraordinario! Si hubiera estado sentado en la escalera del infierno con los codos en las rodillas y el diablo me hubiera dicho: «Lestat, ven, escoge la naturaleza que prefieras para vagar por la Tierra», ¿qué mejor forma habría podido elegir, sino lo que ahora era? Y de pronto me pareció que el sufrimiento era una emoción que había conocido en otra existencia y que nunca volvería a experimentar.

No puedo evitar reírme cuando recuerdo esa primera noche y, sobre todo, ese momento en concreto.

9

Ya casi era de noche, y me dirigí a París a galope tendido, con todo el oro que pude transportar. El sol acababa de hundirse en el horizonte, y el cielo aún presentaba una clara luz azul cuando monté un caballo y emprendí camino.

Estaba hambriento.

Y quiso la suerte que me asaltara un bandolero antes de llegar a las puertas de la ciudad. Surgió tronante de entre los árboles, su pistola lanzó un fogonazo y vi literalmente cómo la bala salía del cañón y me pasaba de largo mientras yo saltaba del caballo y me lanzaba contra él.

El bandido era un hombre robusto y me asombró lo mucho que me complacían sus maldiciones y esfuerzos. El perverso criado que había capturado la noche anterior era un viejo. Este, en cambio, era un cuerpo joven y firme. Me tentaba incluso la aspereza de su barba mal afeitada, y me encantó la fuerza de sus puños al golpearme. Pero todo acabó pronto. Se quedó inmóvil cuando hundí los dientes en la arteria, y, cuando la sangre brotó de ella, fue una pura delicia. De hecho, resultó tan exquisita que me olvidé de retirarme antes de que el corazón se detuviera.

Quedamos los dos arrodillados en la nieve y me causó un sobresalto la sensación de engullir la vida junto con la sangre. Durante un largo instante, fui incapaz de moverme. Humm, pensé, ya había quebrantado las reglas. ¿Tal vez iba a morir ahora? No parecía que tal cosa fuera a suceder. Sólo era aquel vértigo delirante.

Y aquel pobre desgraciado, muerto en mis brazos, que me habría volado la cara si le hubiera dado ocasión.

Seguí contemplando el cielo crepuscular y la gran masa de sombras que era París, extendida ante mis ojos. Y sólo me quedó aquel calor, y un perceptible aumento de mis fuerzas.

De momento, todo iba bien. Me puse en pie y me sequé los labios. Después arrojé el cuerpo lo más lejos que pude en la nieve virgen. Me sentía más poderoso que nunca.

Permanecí un rato en el lugar, glotón y sanguinario, deseando sólo volver a matar para que el éxtasis se prolongara eternamente. Sin embargo, no habría podido beber más sangre, y poco a poco fui tranquilizándome. Noté un leve cambio en mí y me invadió un sentimiento de desamparo. Una soledad como si el ladrón hubiera sido un amigo o pariente mío y me hubiera abandonado. No entendí nada, salvo que beber la sangre de aquella manera había resultado muy íntimo. Ahora llevaba en mí el efluvio de aquel individuo y, de algún modo, me gustaba percibirlo. En cambio, allí estaba su cuerpo, tendido a unos metros de distancia sobre la nieve, con el rostro y las manos grisáceas a la luz de la Luna.

Qué diablos, el hijo de perra iba a matarme, ¿no?

Una hora más tarde, ya había encontrado en su hogar del Marais a un competente abogado llamado Fierre Roget, un joven ambicioso con una mente totalmente abierta a mí. Codicioso, listo, concienzudo. Exactamente lo que buscaba. No sólo le podía leer los pensamientos cuando estaba callado, sino que aceptó todo cuanto le dije.

El abogado estaba más que dispuesto a ponerse al servicio del marido de una heredera de Santo Domingo y, desde luego, no tenía ningún problema en apagar todas las velas menos una, si los ojos me dolían todavía por la fiebre tropical. En cuanto a mi fortuna en joyas, él trataba con los joyeros más respetables. ¿Cuentas bancarias y letras de cambio para mi familia en la Auvernia...? Sí, inmediatamente.

Aquello era más fácil que interpretar en papel de Lelio.

Pero pasé un rato horroroso tratando de concentrarme. Cualquier cosa suponía una distracción: la llama humeante de la vela en el porta tinteros de cobre, el dibujo dorado del papel pintado chino de las paredes y el curioso rostro de pequeñas facciones del abogado Roget, con los ojillos brillantes tras unas minúsculas gafas octogonales. Sus dientes me recordaban el teclado de un clavicordio.

Los objetos corrientes de la sala parecían bailar. Una cómoda me contempló con los pomos de latón por ojos. Y una mujer que cantaba en una sala del piso superior, sobre el leve murmullo de un horno, parecía estar diciendo algo en un idioma secreto y vibrante. Algo así como «ven a mí».

Pero parecía que todo iba a seguir de aquel modo indefinidamente y me esforcé por mantener el dominio de mí mismo. Ordené que se mandara aquella misma noche, por un correo, cierta cantidad de dinero a mi padre y a mis hermanos, y a Nicolás de Lenfent, un músico de la Casa de Tespis, a quien sólo debería decírsele que la cantidad procedía de su amigo Lestat de Lioncourt. Lestat deseaba que Nicolás de Lenfent se trasladara de inmediato a un piso decente en la He de St. Louis o a algún otro lugar adecuado, y el abogado Roget debería, por supuesto, ayudarle en ello. Terminado el traslado, Nicolás de Lenfent podría estudiar el violín. Roget se encargaría de comprarle el mejor instrumento posible, un Stradivarius.

Y, finalmente, debería escribirse una carga a mi madre, la marquesa Gabrielle de Lioncourt, en italiano, para que nadie más pudiera entenderla, acompañada de una bolsa especial destinada a ella. Tal vez si emprendía un viaje al sur de Italia, donde había nacido, allí pudiera detener el progreso de la enfermedad que la consumía.

Me dejó realmente aturdido pensar que le estaba dando la libertad para huir. Me pregunté qué pensaría ella al respecto.

Durante un instante no oí nada de cuanto Roget decía. Me la imaginé por un momento vestida por una vez como la marquesa que era en realidad, cruzando las puertas del castillo en su propio carruaje de seis caballos. Y luego recordé su rostro consumido y oí la tos de sus pulmones como si estuviera allí conmigo.

—Mándele la carta y el dinero esta noche —dije al abogado—. No importa lo que cueste. Hágalo.

Dejé a Roget oro suficiente para mantenerla cómodamente de por vida, si le quedaba alguna.

—Bien —añadí—. ¿Conoce a algún comerciante que trate de obras de arte, cuadros, tapices...? Alguien que esté dispuesto a abrirnos sus tiendas y almacenes esta misma noche.

—Desde luego, monsieur. Permítame ir por mi abrigo. Iremos de inmediato.

Minutos después, nos dirigíamos al
faubourg
Saint Denis.

Y, durante las horas siguientes, revolví junto a mis ayudantes mortales en un paraíso de riquezas materiales, escogiendo todo cuanto quería. Sillas y sofás, porcelana y cubertería de plata, cortinajes y esculturas..., todo a mi gusto. Y, mentalmente, transformé el castillo donde había crecido mientras más y más objetos iban siendo apartados para embalarlos y enviarlos al sur a la mayor brevedad. A mis sobrinos les mandé juguetes que nunca habrían soñado: barquitos con velas de verdad, casas de muñecas de increíble perfección y realismo, etcétera.

Aprendí de cada cosa que toqué. Y hubo momentos en los que todos los colores y las texturas se hicieron demasiado brillantes, demasiado sobrecogedores. Lloré para mis adentros.

Y habría conseguido pasar por un ser humano hasta la médula durante todo aquel rato, de no ser por un desafortunadísimo incidente.

En un momento dado, mientras dábamos vueltas por el almacén, apareció una rata con la osadía propia de los roedores de ciudad, corriendo junto a la pared muy cerca de nosotros. La contemplé. No tenía nada de especial, como es lógico, pero allí, entre el yeso y la madera y los lienzos, la rata parecía extraordinariamente inusual. Y los hombres, equivocándose, como es lógico, se pusieron a murmurar frenéticas disculpas por su presencia y a batir los pies para ahuyentarla.

Sus voces formaron en mis oídos una mezcla de sonidos como un cocido hirviendo al fuego. Mi único pensamiento fue que la rata tenía los pies muy pequeños y que todavía no había examinado una rata ni ningún otro animal pequeño de sangre caliente. Me agaché y capturé al roedor, con bastante facilidad, me parece, y le miré las patas. Quise ver qué clase de uñas tenía y cómo era la carne que había entre sus minúsculos dedos, y me olvidé por completo de los hombres.

Fue su repentino silencio lo que me devolvió a la realidad. Los dos me miraban fijamente, estupefactos.

Les sonreí con toda la inocencia que pude, solté la rata y continué con las compras.

Ninguno de los dos hizo la menor mención a lo sucedido, pero extrajeron una lección de ello. Realmente, les había asustado de veras.

Esa noche, más tarde, le hice un último encargo al abogado. Debía enviar un regalo de cien coronas a un empresario teatral llamado Renaud, con una nota mía de agradecimiento por su amabilidad.

—Investigue la situación de ese pequeño local —le indiqué— Descubra si tiene deudas.

Naturalmente, no pensaba acercarme nunca al teatro. Ellos no debían saber nunca lo sucedido, no debían ser contaminados nunca por ello. Y, de momento, ya había terminado de hacer todo lo que podía por mis seres queridos, ¿no?

Y cuando todo esto hubo terminado, cuando las campanas de las iglesias dieron las tres sobre los blancos tejados y me sentí de nuevo lo bastante hambriento para oler a sangre dondequiera que volvía el rostro, me descubrí frente al vacío boulevard du Temple.

La nieve sucia se había convertido en lodo helado bajo las ruedas de los carruajes y me encontré contemplando la Casa de Tespis con sus muros deslustrados y sus carteles arrancados y el nombre del joven actor mortal, Lestat de Valois, anunciado todavía en letras rojas.

10

Las noches que siguieron fueron una orgía. Empecé a beber París como si la ciudad fuera de sangre. Al caer la noche, batía los peores barrios a la caza de ladrones y asesinos, ofreciéndoles en ocasiones una burlona posibilidad de defenderse, para luego caer sobre ellos en un abrazo fatal y cebarme en sus cuerpos hasta el punto de la gula.

Saboreé diferentes tipos de muerte: de criaturas grandes y pesadas, de pequeñas y nervudas, de hirsutos y de gentes de piel oscura, pero mis preferidos fueron los granujas jovencísimos, capaces de matar a cualquiera por las monedas que llevara en el bolsillo.

Me deleitaban sus gruñidos y maldiciones. A veces les sujetaba con una mano y me reía de ellos hasta verles realmente furiosos, y arrojaba sus navajas por encima de los tejados y hacía pedazos sus pistolas contra las paredes. Pero, cuando hacía todo aquello, empleaba mis fuerzas como un gato a quien no se le permitiera nunca saltar. Lo único que me desagradaba en mis víctimas era el miedo. Si mi presa se mostraba realmente aterrada, solía perder mi interés por ella muy pronto.

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