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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (15 page)

Abajo, muy lejos, se alzaba la cima sombría de una montaña cubierta de árboles que parecían titilar bajo la pálida luz de las estrellas.

Y más allá, la ciudad con su mar de lucecitas, sumergida no en tinieblas, sino en una niebla de suave añil. La nieve fundente despedía reflejos luminosos. Tejados, torres y muros brillaban en un millar de tonos de lavanda, rosa y malva.

Aquélla era la extensa metrópolis.

Y, al entrecerrar los ojos, vi un millón de ventanas como otras tantas proyecciones de rayos de luz, y luego, como si esto no fuera suficiente, en lo más profundo vi el inconfundible movimiento de la gente. Pequeños mortales en pequeñas callejas, cabezas y manos palpando las sombras, un hombre solitario, apenas una mota negra ascendiendo a un campanario batido por el viento. Un millón de almas en el mosaico de la noche y, traído por el aire, el apagado y confuso murmullo de incontables voces humanas. Llantos, canciones, levísimos vestigios de música, el amortiguado tañido de las campanas.

Gemí. La brisa pareció levantar mis cabellos y escuché mi propia voz como no la había oído nunca antes de gritar.

La ciudad fue desapareciendo. La dejé ir, perdidos de nuevo sus miles y miles de bulliciosos habitantes en el inmenso y maravilloso espectáculo de sombras violáceas y luces crepusculares.

—Ah, ¿qué has hecho? ¿Qué es lo que me has dado? —exclamé en un suspiro.

Y pareció como si mis palabras no se detuvieran una después de otra, sino que corrieran a juntarse hasta que todo mi grito fue un único e inmenso sonido coherente que amplificaba perfectamente mi horror y mi alegría.

Dios, si existía, no era importante ahora. Formaba parte de un reino insulso y aburrido cuyos secretos hacía mucho que habían sido expoliados, cuyas luces se habían apagado hacía largo tiempo. Lo que ahora experimentaba era el centro pulsante de la vida misma, en torno al cual giraba toda la verdadera complejidad. ¡Ah, la fascinación de tal complejidad, la sensación de estar allí...!

Detrás de mí, el roce de los pies del monstruo surgió de las piedras.

Y cuando me volví, le encontré blanco, desangrado, como un gran pellejo de sí mismo. Tenía los ojos bañados en lágrimas de sangre y alargó el brazo hacia mí como si estuviera sufriendo.

Lo estreché contra mi pecho. Sentí por él un amor como nunca había conocido.

—¡Ah, helo ahí! —dijo la voz espectral con sus lentas palabras con sus interminables susurros—. Mi heredero, escogido para tomar de mí el Don Oscuro con más energía y valor que diez mortales. ¡Qué gran Hijo de las Tinieblas vas a ser!

Besé sus párpados. Recogí su fino cabello negro en mis manos. Ya no era para mí un ser espectral, sino simplemente algo extraño y blanco, lleno de alguna lección más profunda tal vez que los árboles rumorosos a mis pies o que la ciudad titilante que me llamaba desde la lejanía.

Las mejillas hundidas, el largo cuello, las delgadas piernas..., todo ello no era sino sus partes naturales.

—No, cachorro —musitó—. Guarda tus besos para el mundo. Ha llegado mi hora y solamente me debes una única deferencia. Sígueme ahora.

3

Me condujo a una escalera que descendía en espiral. Y todo lo que vi me absorbió. Las piedras toscamente talladas parecían despedir una luz propia, e incluso las ratas que pasaban corriendo en la penumbra poseían una curiosa belleza.

Por fin, Magnus corrió el cerrojo de una gruesa puerta de madera con pernos de hierro y, tras entregarme el pesado manojo de llaves, me hizo entrar en una estancia grande y vacía.

—Como te he dicho, ahora eres mi heredero —declaró—. Tomarás posesión de esta casa y de todos mis tesoros, pero antes harás lo que yo te diga.

Las ventanas con barrotes se abrían a una vista sin límites de las nubes iluminadas por la luna y volví a atisbar el leve resplandor de la ciudad como si ésta hubiera extendido sus brazos.

—¡Ah!, más tarde podrás disfrutar todo lo que quieras con esa panorámica —dijo. Me volvió de cara a él y le vi de pie ante un gran montón de leña apilado en el centro de la estancia. Con un gesto relajado, señaló la leña y añadió—: Escucha con atención, pues estoy a punto de dejarte y hay varias cosas que debes saber. Ahora eres inmortal, y tu nueva condición te guiará bastante pronto a tu primera víctima humana. Sé rápido y no muestres ninguna piedad, pero, por delicioso que te resulte el festín, pon fin a él antes de que el corazón de la víctima cese de latir. En los años que se avecinan, adquirirás la fuerza suficiente para experimentar ese gran momento, pero, por ahora, aparta de ti la copa antes de apurarla. De lo contrario, pagarás muy cara tu osadía.

—¿Por qué has de dejarme? —pregunté con desesperación. Me agarré a él. Víctimas, piedad, festín... Me sentí bombardeado por aquellas palabras como si me estuvieran golpeando físicamente.

Él se desasió con tal facilidad que me dolieron las manos debido al movimiento y terminé contemplándolas, maravillado de la extraña naturaleza del dolor. No se parecía a un dolor mortal.

Magnus, sin embargo, no se movió del sitio y me señaló las piedras de la pared opuesta. Vi que una de ellas, una losa de gran tamaño, había sido desencajada y sobresalía un palmo del resto del muro, que estaba intacto.

—Agarra esa losa —me indicó—, y sácala del muro.

—Imposible —respondí—. Debe pesar...

—¡Sácala! —insistió, señalando la piedra con uno de sus dedos largos y huesudos y gesticulando para que le obedeciera.

Con el más absoluto asombro, descubrí que podía mover con facilidad la losa y, detrás de ella, vi una negra abertura del tamaño justo para permitir el paso de un hombre reptando con la cabeza por delante.

Magnus lanzó una risotada entrecortada e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Ése, hijo mío, es el pasadizo que conduce a mi tesoro. Haz lo que te plazca con él y con todas mis posesiones terrenales, pero ahora es el momento de que cumpla mis promesas.

Desconcertado otra vez, le vi escoger dos pequeños palos de entre la leña y frotarlas con tal energía que pronto ardieron con unas llamitas brillantes.

Arrojó los palos encendidos al montón de leña y la resina que había en ésta hizo que el fuego se avivara al instante, arrojando una luz inmensa sobre el techo curvo y los muros de piedra.

Con un jadeo de sorpresa, me eché atrás. El aluvión de colores amarillos y anaranjados me hechizó y me asustó; en cambio, aunque lo percibí, el calor me produjo una sensación que no pude comprender. No sentí la alarma natural ante la posibilidad de quemarme. Al contrario, el calor era delicioso y, por primera vez, me di cuenta del frío que había sufrido. El frío era como una costra de hielo sobre mí y el fuego la fundió, y estuve a punto de emitir un gemido de placer.

Él se rió de nuevo con aquellas carcajadas huecas y se puso a bailar a la luz de las llamas; sus delgadas piernas le daban el aspecto de un esqueleto danzante con un rostro lechoso de ser humano. Dobló los brazos sobre la cabeza, flexionó el tronco y las rodillas y dio vueltas y más vueltas mientras se desplazaba alrededor del fuego.

—¡
Mon Dieu!
—murmuré. Me sentía aturdido. Apenas hacía una hora, verle danzar de aquella manera me habría horrorizado, pero ahora, bajo la luz oscilante de las llamas, constituía un espectáculo que me arrastraba tras él paso a paso. La luz estalló en sus harapos de satén, en los pantalones que llevaba, en la camisa hecha jirones.

—¡No puedes abandonarme! —supliqué, tratando de mantener la cabeza clara y de comprender lo que había estado diciendo. Mi voz sonaba monstruosa en mis propios oídos. Traté de bajar el tono, de hacerlo más suave, más como era debido—. ¿Dónde vas a ir?

Entonces soltó su carcajada más estentórea, se dio unas palmadas en los muslos y se apartó de mí acelerando vertiginosamente su baile, con las manos extendidas como para abrazar el fuego.

Los troncos más gruesos empezaban a prender ahora. Con su gran tamaño, la estancia era una especie de gran horno de arcilla por cuyas ventanas escapaba la humareda.

—¡El fuego, no! —Salté hacia atrás, aplastándome contra la pared—. ¡No puedes lanzarte al fuego!

El miedo se adueñó de mí como lo había hecho todo cuanto había visto y oído. Era la misma sensación que había apreciado antes. No podía resistirme u oponerme a ella. Mi voz era mitad un grito, mitad un lloriqueo.

—¡Oh, sí! ¡Sí que puedo! —replicó sin dejar de reírse.—. ¡Sí que puedo! —Echó la cabeza atrás y dejó que la risa se transformara en una serie de aullidos—. Pero ahora, cachorro mío —añadió, deteniéndose frente a mí y apuntándome otra vez con el dedo—, debes hacerme una promesa. Vamos, mi valiente Matalobos, un poco de honor mortal o, aunque eso me parta en dos el corazón, te arrojaré al fuego y me buscaré otro sucesor. ¡Respóndeme!

Traté de hablar, pero sólo pude asentir con la cabeza.

Bajo la luz enfurecida de las llamas, vi que las manos se me habían vuelto blancas. Y noté una punzada de dolor en el labio inferior que casi me hizo gritar.

¡Mis caninos ya se habían convertido en afilados colmillos! Los toqué y miré a Magnus con expresión de pánico, pero él me observaba con aire burlón, como si gozara de mi terror.

—Bien, cuando esté bien quemado —me dijo, agarrándome de la muñeca— y el fuego se haya apagado, tienes que esparcir mis cenizas. Escúchame bien, pequeño: esparce las cenizas. De lo contrario, regresaré. No me atrevo a imaginar bajo qué forma, pero, haz caso de mis palabras: si me permites regresar y vuelvo más terrible de lo que soy ahora, te cazaré y te quemaré hasta que estés tan consumido como yo, ¿me has entendido?

Yo seguía sin lograr responderle. No se trataba de miedo. Era el infierno. Notaba cómo me crecían los dientes y todo el cuerpo me escocía. Asentí con gesto frenético.

—¡Ah, veo que sí! —Sonrió, asintiendo también, mientras las llamas lamían el techo a su espalda y la luz recortaba el perfil de su rostro—. Sólo te pido un acto de caridad, que pueda ir al encuentro del infierno, si lo hay, o de un dulce olvido que con seguridad no merezco. Que, si existe un Príncipe de las Tinieblas, mis ojos puedan contemplarle por fin. Entonces, le escupiré a la cara.

»Así, pues, esparce lo que quede como te ordeno y, cuando lo hayas hecho, ve por ese pasadizo hasta mi guarida, pero ten mucho cuidado en volver a colocar la losa cuando hayas entrado. En el interior encontraras mi ataúd. Debes sellarte en él o en lugares parecidos durante el día, o la luz del sol te reducirá a cenizas. Presta atención a mis palabras: nada en el mundo puede acabar con tu vida, salvo el sol o una hoguera como la que tienes delante, y, en este segundo caso sólo, repito, sólo si tus cenizas son esparcidas cuando todo haya terminado.

Aparté mi rostro del suyo y de las llamas. Había empezado yo a llorar y lo único que me impedía sollozar en voz alta era la mano con la que me tapaba la boca. El, sin embargo, tiró de mí alrededor de la hoguera hasta que estuvimos ante la losa suelta, que volvió a señalar con el dedo.

—Quédate conmigo, por favor, por favor... —le supliqué—. ¡Sólo un poco, una noche, te lo ruego! —De nuevo, el volumen de mi voz me dejó aterrado. No era en absoluto mi voz normal. Pasé mis brazos alrededor de él y me apreté contra su pecho. Sus facciones blancas y enjutas me resultaban inexplicablemente hermosas y en sus ojos negros aprecié una expresión extrañísima.

La luz oscilaba en sus cabellos y en sus ojos; entonces, una vez más, en su boca apareció una sonrisa de bufón.

—¡Ah, mi ávido hijo! —exclamó—. ¿No te basta ser inmortal con todo el mundo para alimentarte? Adiós, pequeño. Haz lo que te he dicho. ¡Las cenizas, recuerda! Y la cámara que hay tras esa piedra. En su interior tienes todo lo que puedas necesitar para salir adelante.

Luché por seguir sujetándole y le oí reírse junto a mi oído, sorprendido de mis fuerzas.

—Excelente, excelente —susurró—. Ahora, Matalobos, vive eternamente con los regalos que he añadido a los que ya tenía.

De un empujón, me mandó lejos de él dando traspiés. Luego se lanzó al mismo centro de las llamas en un salto tan alto y tal largo que pareció estar volando.

Contemplé su caída y vi cómo el fuego prendía en sus ropas.

Su cabeza pareció convertirse en una antorcha y, de repente, sus ojos se abrieron como platos y su boca se convirtió en una gran caverna negra y de entre las llamas se alzó su risa con un volumen tan desgarrador que me tapé los oídos.

Pareció saltar arriba y abajo a cuatro patas en el centro de la pira y, de pronto, advertí que mis gritos habían ahogado su risa.

Brazos y piernas, negros y larguiruchos, se alzaron y cayeron varias veces hasta que, súbitamente, parecieron languidecer. El fuego se agitó con un rugido y, en su centro, ya no vi otra cosa que el propio resplandor.

Pero continué gritando. Caí de rodillas y me cubrí los ojos con las manos, pero en mis párpados cerrados seguí viendo la escena, un inmenso estallido de chispas tras otro, hasta que apoyé con fuerza la frente contra las losas del suelo.

4

Me pareció que transcurrían años, allí tendido en el suelo observando cómo se consumía el fuego hasta que sólo quedaron algunos leños a medio quemar.

La sala se había enfriado. El aire helado penetraba por la ventana abierta. Volvía a llorar sin poder contenerme. El aire devolvió los sollozos a mis propios oídos, hasta que no pude soportar más su sonido. Y no me sirvió de consuelo saber que todo, incluso la desazón que sentía, resultaba magnificado en el estado en que me hallaba.

De vez en cuando, rezaba una oración. Rogaba el perdón, aunque no sabía bien de qué. Oré a la Virgen y a los santos. Musité el Avemaría una y otra vez hasta que la oración se convirtió en una salmodia sin sentido.

Y lloré lágrimas de sangre que me mancharon las manos cuando me enjugué el rostro.

Seguí tendido sobre las piedras cuan largo era, sin murmurar ya más oraciones sino elevando esas súplicas inarticuladas que se hacen a todo lo sagrado, a todo lo poderoso, a todo lo que, bajo uno o mil nombres, pueda existir o no. «No me_ dejes aquí solo. No me abandones. Estoy en el lugar de las brujas. Éste es el lugar de las brujas. No me dejes caer más de lo que ya he caído esta noche. No permitas que suceda...»
Lestat, despierta.

Pero las palabras de Magnus volvían a mí una y otra vez:
Ir al encuentro del infierno, si lo hay... Si existe un Príncipe de las Tinieblas...

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