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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (54 page)

—Imagina algo más que este clandestino y repulsivo alimentarse de mortales, algo grande magnífico como lo era la Torre de Babel antes de que la cólera divina la derribara. Hablo de un líder instalado en un palacio satánico que envía a sus seguidores a volverse hermano contra hermano, a hacer que las madres maten a sus hijos, a arrojar a la hoguera todos los grandes logros de la humanidad, a agostar la tierra para que todos, inocentes y culpables, mueran de hambre. Crear el caos y el sufrimiento allí donde vayas y derrotar a las fuerzas del bien para desesperación de los hombres. Eso sí que es algo merecedor de ser llamado maldad. Ésa sí que es la obra de un verdadero demonio. Tú y yo no somos nada más que flores exóticas del Jardín Salvaje, como tú me dijiste. Y el mundo de los hombres no es ahora ni más ni menos de lo que ya vi en mis libros hace años, en la Auvernia.

La conversación me disgustó. Pero me alegró tener a Gabrielle junto a mí en la estancia, poder hablar con alguien que no fuera un pobre mortal engañado. No estar solo con mis cartas de casa.

—¿Pero qué hay, entonces, de tus cuestiones estéticas? —pregunté—. ¿Qué hay de eso que le explicaste a Armand acerca de que querías saber por qué existía la belleza y por qué razón continúa afectándonos?

Gabrielle se encogió de hombros.

—Cuando el mundo del hombre se hunda en ruinas, la belleza se impondrá. Volverán a crecer los árboles donde había calles; las flores cubrirán de nuevo el prado que hoy es un rancio tenderete de barracas. Éste será el propósito del amo satánico: ver crecer las hierbas silvestres y ver cómo el bosque tupido cubre todo rastro de las ciudades que un día fueron enormes hasta que nada queda de ellas.

—¿Y por qué llamas a todo eso satánico? —quise saber—. ¿Por qué no llamarlo caos? Eso es lo que sería.

—Porque así es como lo llamarían los humanos. Fueron ellos quienes inventaron a Satán, ¿no es así? Satánico no es más que el calificativo que dieron al comportamiento de aquellos que perturbaban el orden en el que querían vivir los hombres.

—No lo entiendo.

—Pues utiliza tu mente sobrenatural, hijo mío de ojos azules y de cabellos de oro, mi hermoso «matalobos». Es muy posible que Dios hiciera el mundo como dijo Armand.

—¿Es esto lo que has descubierto en los bosques? ¿Te lo han revelado las hojas de los árboles?

Gabrielle se echó a reír.

—Desde luego, Dios no es necesariamente antropomórfico —respondió a continuación—. Ni lo que, en nuestro colosal egoísmo y sentimentalismo, llamaríamos «una persona decente». Pero probablemente existe un Dios. Satán, en cambio, fue una invención humana, un modo de denominar a la fuerza que busca derribar el orden civilizado de las cosas. El primer hombre que elaboró unas leyes (fuera Moisés o algún antiguo rey Osiris egipcio), ese legislador creó al diablo. El diablo es el que tienta al hombre a quebrantar las leyes, y nosotros somos realmente satánicos por cuanto no seguimos ninguna ley para la protección del hombre. Entonces, ¿por qué no saltárnoslas todas? ¿Por qué no provocar un incendio que consuma todas las civilizaciones de la Tierra?

Me sentía demasiado asombrado para responder.

—No te preocupes —añadió Gabrielle con una carcajada—, yo no pienso hacerlo. Pero creo que sucederá en las décadas futuras. ¿No crees que alguien lo hará?

—¡Espero que no! —contesté—. O, mejor, deja que lo exprese de este modo: si uno de nosotros lo intenta, habrá guerra.

—¿Por qué? Todo el mundo seguirá a ese líder.

—Yo no. Yo combatiré contra él.

—¡Ah, eres muy divertido, Lestat! —exclamó ella.

—Es ridículo...

—¡Ridículo! —Gabrielle había apartado la mirada en dirección al patio, pero pronto la volvió de nuevo hacia mí, y el color surgió en sus mejillas—. ¿Ridículo echar por tierra todas las ciudades? Entendí que denominaras ridículo al Teatro de los Vampiros, pero ahora te estás contradiciendo.

—Es ridículo destruir cualquier cosa por el mero hecho de destruirla, ¿no crees?

—Eres imposible—replicó ella—. Algún día, en el futuro lejano, habrá un líder así. Él reducirá al hombre al temor y a la desnudez de la que proviene. Y nos alimentaremos del hombre, sin esfuerzo, como siempre hemos hecho, y el Jardín Salvaje, como tú lo llamas, cubrirá el mundo.

—Casi deseo que alguien lo intente —declaré—, pues yo me alzaría contra él y haría cuanto pudiera por derrotarle. Y posiblemente podría salvarme, podría volver a ser bueno a mis propios ojos, por el hecho de disponerme a salvar de todo eso al hombre.

Muy enfadado, me incorporé de mi asiento y salí al patio.

Ella vino detrás de mí.

—Acabas de expresar el argumento más antiguo del Cristianismo para la existencia del mal —señaló—. Que está ahí para que podamos combatirlo y obrar el bien.

—Qué triste y qué estúpido —asentí.

—Esto es lo que no entiendo de ti —continuó ella—. Te aferras a tu vieja fe en la bondad con una tenacidad prácticamente inconmovible. ¡Y, en cambio, resultas magnífico en lo que constituye tu naturaleza! Cazas a tus presas como un ángel oscuro. Matas despiadadamente y, cuando lo decides, pasas la noche saciándote de víctimas.

—¿Y bien? —le dirigí una fría mirada—. No sé ser malo haciendo el mal.

Ella se rió.

—De muchacho era un buen tirador —añadí—. Y un buen actor en el escenario. Ahora soy un buen vampiro. Así es como entendemos la palabra «bondad».

Cuando Gabrielle se hubo ido, me tendí de espaldas en las losas del patio y contemplé las estrellas pensando en todos los cuadros y esculturas que había visto en la ciudad de Florencia. Me di cuenta de que me desagradaban los lugares donde sólo había grandes árboles, y de que el sonido de las voces humanas era, para mí, la música más dulce y más suave. Pero, ¿qué importaba, en realidad, lo que yo sintiera o pensara?

Bien es cierto que Gabrielle no siempre me aturdía con extrañas filosofías. De vez en cuando, en sus apariciones, me hablaba de cosas prácticas que había descubierto. Era, sin duda, más valerosa y aventurera que yo. Y me enseñaba cosas.

Gabrielle ya había comprobado, antes incluso de que abandonáramos Francia, que los vampiros podíamos dormir en la tierra. No eran precisos ataúdes mi catafalcos. Y se descubría alzándose espontáneamente de entre la tierra al ponerse el sol, antes incluso de terminar de despertarse.

Los mortales que nos encontraban durante las horas diurnas, estaban perdidos, a no ser que nos expusieran a los rayos del sol inmediatamente. Por ejemplo, cerca de Palermo, Gabrielle se había echado a dormir en el sótano de una casa abandonada y, al despertar, había notado que el rostro y los ojos le ardían como si la hubieran escaldado, y en su mano derecha tenía agarrado a un mortal, ya cadáver, que al parecer había intentado perturbar su descanso.

—Le había estrangulado —me contó— y aún tenía mi mano cerrada sobre su garganta. Y la escasa luz que se filtraba por la puerta entreabierta me había quemado el rostro.

—¿Qué habría sucedido de ser varios los mortales? —quise saber, vagamente fascinado con ella.

Gabrielle movió la cabeza en gesto de negativa y se encogió de hombros. Desde entonces, dormía siempre enterrada, no en sótanos o ataúdes. Nadie volvería a perturbar su descanso. A ella no le importaba.

Aunque no lo declaré en voz alta, yo estaba convencido de que dormir en la cripta tenía su gracia. Había cierto encanto novelesco en el hecho de alzarse de la tumba. En realidad, yo me encontraba en el extremo opuesto a la solución de Gabrielle, pues me hacía construir ataúdes especiales en cada lugar donde nos quedábamos un tiempo. Y no dormía en el cementerio o en la iglesia, como era nuestra costumbre más corriente, sino en escondrijos dentro de la casa.

No puedo decir que Gabrielle no me escuchaba con paciencia en ocasiones, cuando le contaba cosas así. Me prestaba atención cuando le describía las grandes obras de arte que había visto en el museo Vaticano, los coros que había escuchado en la catedral, los sueños que parecían provocados por los pensamientos de los mortales que pasaban sobre mi guarida. Sin embargo, tal vez Gabrielle se limitaba a contemplar el movimiento de mis labios; ¿quién podría decirlo con seguridad? Y, a continuación, volvía a desaparecer sin explicaciones y volvía a deambular a solas por las calles, naciendo comentarios en voz alta a Marius o escribiéndole unos mensajes larguísimos que, en ocasiones, me llevaba toda la noche completar.

¿Qué deseaba yo de ella? ¿Que fuera más humana, que fuera como yo? Las predicciones de Armand me obsesionaban. ¿Y cómo podría Gabrielle dejar de pensar en ellas? Tenía que haberse dado cuenta de lo que sucedía, de que estábamos alejándonos cada vez más, que se me rompía el corazón pero tenía demasiado orgullo para decírselo.

«¡Gabrielle, por favor, no puedo soportar esta soledad! ¡Quédate conmigo!»

Cuando al fin dejamos Italia, yo empezaba ya a practicar mis arriesgados jueguecitos con mortales. De vez en cuando veía a un hombre o a una mujer, a un ser humano que me parecía perfecto espiritualmente, y me dedicaba a seguirlo. Primero, prolongaba este seguimiento una semana, después durante un mes, a veces incluso más tiempo todavía. Me enamoraba de aquel ser. Imaginaba una amistad, una conversación, una intimidad que jamás podríamos tener. Luego, en algún momento mágico e irreal, le decía: «¿Pero tú ves lo que soy?», y el humano, en un acto supremo de comprensión espiritual, respondía: «Sí, lo veo, lo entiendo...».

Un desatino, verdaderamente. Muy parecido al encuentro de la princesa que entrega su amor desinteresado al príncipe encantado y éste recupera su forma original y deja de ser un monstruo. Sólo que en este lúgubre cuento de hadas yo penetraba hasta lo más profundo de mi amante mortal. Los dos nos hacíamos uno, y yo volvía a ser de carne y hueso.

Una idea deliciosa. Pero pronto empecé a darles más y más vueltas en mis pensamientos a las advertencias de Armand acerca de que volvería a realizar el Rito Oscuro por las mismas razones por las que lo había hecho antes. Entonces, dejé de practicar el jueguecito y me limité a seguir cazando con toda la crueldad y el espíritu vengativo de siempre, y ya no fueron los malhechores mis únicas presas.

En la ciudad de Atenas, dejé el siguiente mensaje a Marius:

«No sé por qué continúo. No busco la verdad. No creo en ella.

No espero conocer por ti ningún antiguo secreto, sea el que sea. Pero en algo creo: Tal vez sólo sea en la belleza del mundo por el que vago o en la propia voluntad de vivir. Este don me fue entregado demasiado pronto. Y me fue otorgado sin una buena razón. Y, ya a mis treinta años mortales de edad, empiezo a tener una cierta idea de por qué muchos de nuestra raza lo han desperdiciado o han renunciado a él. Yo, en cambio, continúo. Y te busco.»

Ignoro cuánto tiempo pude haber vagado por Europa y Asia de aquella manera. Pese a todas mis lamentaciones por la soledad en que me hallaba, estaba acostumbrado a ella. Y siempre había nuevas ciudades igual que había nuevas víctimas, nuevos idiomas y nuevas músicas que escuchar. Por mucho dolor que sintiera, siempre decidía en último término un nuevo destino. Mi deseo era conocer, finalmente, todas las ciudades de la Tierra, incluso las remotas capitales de la India y de la China, donde hasta el objeto más sencillo me parecería extraño y donde las mentes que sondeara resultaran tan incomprensibles como las de unos seres procedentes de otros mundos.

Sin embargo, cuando partimos de Estambul en dirección al sur, adentrándonos en el Asia Menor, Gabrielle sintió con más fuerza todavía la llamada de aquella tierra nueva y extraña, de modo que apenas aparecía a mi lado.

Y, en Francia, la situación estaba alcanzando un clímax terrible, no sólo para el mundo mortal por el cual aún me preocupaba, sino también para los vampiros del teatro.

3

Ya antes de dejar Grecia, por boca de viajeros ingleses y franceses, me habían llegado noticias preocupantes de lo que estaba sucediendo en Francia. Y, cuando llegué a la Hostería Europea de Ankara, encontré un gran paquete de cartas esperándome.

Roget había sacado todo mi dinero de Francia y lo había depositado en bancos extranjeros. «No debe usted pensar en volver a París» me escribía. «He aconsejado a su padre y a sus hermanos que se mantengan apartados de cualquier controversia. El ambiente, aquí, no es muy favorable a los monárquicos.»

Las cartas de Eleni se referían, en su estilo, a los mismos temas:

El público quiere ver ridiculizada a la aristocracia. Una obrita nuestra, en la que aparece la marioneta de una torpe reina a la que pisa sin piedad un escuadrón de estúpidos títeres soldados que ella intenta mandar, arranca grandes risotadas y exclamaciones de los espectadores.

Los clérigos también son objeto de burlas: en otro pequeño drama que representamos, aparece un sacerdote engreído que acude a castigar a un grupo de marionetas bailarinas, a las que afea su comportamiento indecente. Pero, ¡ay!, el maestro de baile de las muchachas, que es en realidad un diablo de cuernos rojos, convierte al desgraciado clérigo en un hombre lobo que termina sus días encerrado en una jaula de oro por las burlonas muchachas.

Todo esto es obra del genio de Nuestro Divino Violinista, pero ahora es preciso estar con él todos los momentos que pasa despierto. Para obligarle a escribir, le atamos a la silla y le ponemos delante papel y tinta. Y, si no basta con ello, le obligamos a dictar las obras mientras nosotros las transcribimos.

Cuando recorría las calles, no hacía más que acercarse a los transeúntes para decirles con voz apasionada que en este mundo hay horrores que no imaginan ni en sueños. Y te aseguro que, si París no estuviese tan ocupado leyendo los panfletos que denuncian a la reina María Antonieta, nuestro amigo ya habría conseguido que acabaran con todos nosotros.

Respecto a nuestro Amigo Más Antiguo, cada noche que pasa se muestra más irritado.

Naturalmente, me apresuré a contestar a Eleni rogándole que tuviera paciencia con Nicolás, que tratara de ayudarle durante aquellos primeros años. «Sin duda, habrá algún modo de influir sobre él» escribí. Y, por primera vez, añadí una pregunta: «¿Estaría en mi mano cambiar las cosas si yo regresara?». Releí las palabras largo rato antes de estampar la firma. Las manos me temblaban. Por fin, sellé la carta y la envié enseguida.

¿Cómo iba a regresar? Por muy solo que me sintiera, la idea de volver a París, de ver de nuevo el pequeño teatro, me resultaba insoportable. ¿Y qué podría hacer por Nicolás cuando estuviera allí? La antigua advertencia de Armand se repetía en mis oídos.

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