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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (53 page)

«Pero cuando no está enfrascado en el trabajo, puede ser absolutamente imposible. Hay que vigilarle en todo instante para que no aumente el número de vampiros. Sus apetitos alimenticios son terriblemente desordenados, y, de vez en cuando, le cuenta a un desconocido las cosas más asombrosas, aunque, por fortuna, todo el mundo es demasiado razonable como para no tomar por cierto lo que oye.»

En otras palabras, Nicolás trataba de hacer más vampiros y no guardaba ninguna precaución en sus salidas de caza.

En general, es nuestro Amigo Más Viejo [Armand, obviamente] el encargado de refrenarle, cosa que hace por medio de las amenazas más cáusticas, aunque debo decir que éstas no tienen un efecto duradero sobre nuestro violinista, pues suelen referirse a viejas costumbres religiosas, a fuegos rituales o al paso a nuevos estados del ser.

No puedo decir que no le amemos. Por ti, cuidaríamos de él aunque no fuera así, pero le queremos. Y nuestro Amigo Más Viejo, en particular, le tiene un gran afecto. No obstante, debo hacerte notar que, en los viejos tiempos, personas así no habrían durado mucho entre nosotros.

Por lo que respecta a nuestro Amigo Más Viejo, dudo de que le reconocieras ahora. Ha construido una gran mansión al pie de la torre y vive allí entre libros y grabados como un caballero erudito, sin prestar atención apenas al mundo real.

No obstante, cada noche llega a la puerta del teatro en su carruaje negro y sigue la representación desde su palco protegido por cortinas.

Y acude después a resolver todas las disputas entre nosotros, a gobernar como siempre ha hecho, a amenazar a nuestro Divino Violinista, pero nunca jamás consiente en salir al escenario para actuar. Es él quien acepta a los nuevos miembros, que, como te he contado, vienen de todas partes. No tenemos que solicitar su presencia, sino que vienen a llamar a nuestra puerta...

Vuelve con nosotros [escribía Eleni para terminar]. Nos encontrarás más interesantes que cuando nos dejaste. Hay mil maravillas oscuras que no puedo exponer por escrito. Somos una estrella brillante en la historia de nuestra raza. No podríamos haber elegido un momento más perfecto en la historia de esta gran ciudad para nuestra pequeña maquinación. Y todo esto, esta espléndida existencia que llevamos, es obra tuya. ¿Por qué nos dejaste? ¡Vuelve con los tuyos!

Guardé todas estas cartas. Las conservé con el mismo cuidado con que guardé la misiva de mis hermanos de la Auvernia. Con la imaginación, vi perfectamente las marionetas. Escuché el lamento del violín de Nicolás. Vi también a Armand, llegando en su oscuro carruaje y ocupando su asiento en el palco. Incluso describí todo aquello en términos vagos y extravagantes en mis largos mensajes a Marius, aplicándome de vez en cuando con el buril, presa de un pequeño frenesí, en alguna oscura calleja mientras los mortales dormían.

Sin embargo, para mí, volver a París estaba fuera de cuestión por muy solo que pudiera llegar a sentirme. El mundo que me rodeaba se había convertido en mi amante y mi maestro. Estaba embelesado con las catedrales y los castillos, con los museos y palacios que veía. En todos los lugares que visitaba, me introducía en el centro de la sociedad, me impregnaba de sus entretenimientos y chismorreos, de su literatura y de su música, de su arquitectura y de todo su arte.

Podría llenar volúmenes con las cosas que estudié, que pugné por comprender. Me sentía tan cautivado por los violinistas cíngaros callejeros y por los titiriteros ambulantes como por los grandes
castrad
en los lujosos teatros de la ópera y por los coros de las catedrales. Rondé los burdeles y los garitos de juego y los lugares donde los marineros bebían y se peleaban. Leí los periódicos de todas las ciudades y frecuenté las tabernas, pidiendo a veces, por el mero hecho de tenerlo delante, algún plato de comida que nunca tocaba. En esos lugares, conversé sin cesar con los mortales, invitando a muchos de ellos a incontables vasos de vino, oliendo las pipas y los habanos que fumaban y dejando que aquellos olores mortales impregnaran mi ropa y mis cabellos.

Y, cuando no estaba fuera merodeando de ese modo, viajaba por el reino de los libros que había pertenecido tan exclusivamente a Gabrielle a lo largo de todos aquellos horribles años mortales en mi casa natal.

Antes incluso de trasladarnos a Italia, ya dominaba lo suficiente el latín como para estudiar a los clásicos, y reuní una biblioteca en el viejo palazzo veneciano que era mi guarida, donde a menudo pasaba la noche entera leyendo.

Y, por supuesto, era la leyenda de Osiris lo que más me subyugaba, evocándome el recuerdo de la narración de Armand y las enigmáticas palabras de Marius. Al adentrarme en todas aquellas viejas versiones de la historia, me sentí calladamente sobrecogido por lo que leía.

Hete aquí a un antiguo rey, Osiris, hombre de extraordinaria bondad que aparta a los egipcios del canibalismo y les enseña el arte de la agricultura y de la elaboración del vino. ¿Y cómo es asesinado por su hermano Tifón? Mediante una treta, éste hace acostarse a Osiris en una caja del tamaño exacto de su cuerpo y aprovecha para cerrar la tapa con clavos. Tifón arroja entonces la caja al río y, cuando la fiel Isis encuentra el cuerpo del rey, éste sufre un nuevo ataque de Tifón, que le descuartiza. Finalmente, todas las partes de su cuerpo son encontradas, salvo una.

Y bien, ¿por qué habría Marius de hacer referencia a un mito como éste? ¿Y cómo no habría yo de asociarlo al hecho de que todos los vampiros dormidos en ataúdes, que son cajas del tamaño exacto de los cuerpo (incluso la miserable multitud de la asamblea de les Innocents dormía en sus sepulcros)? Magnus me había dicho: «Debes dormir siempre en ese féretro o en un sitio similar». En cuanto a la parte del cuerpo que se perdió, la que Isis no encontró, ¿no existía una parte de nosotros que el Don Oscuro no hacía revivir? Los vampiros podemos hablar, ver, gustar, respirar o moverse como los humanos, pero no podemos procrear. Y tampoco Osiris podía, por lo que se convirtió en Señor de los Muertos.

¿Era aquél un dios vampiro?

Pero aún había algo más que me tenía desconcertado y atormentado. Aquel dios Osiris era el dios del vino entre los egipcios, que más tarde se convertiría en Dioniso para los griegos. Y Dioniso era el «dios oscuro» del teatro, el dios maléfico que Nicolás me había descrito en el pueblo, cuando éramos dos muchachos. Y ahora teníamos el teatro lleno de vampiros en París. ¡Ah, era demasiado espléndido!

Estaba impaciente por contarle todo aquello a Gabrielle, pero, cuando lo hice, ella reaccionó con indiferencia diciendo que había cientos de viejas leyendas parecidas.

—Osiris era el dios del trigo —replicó—. Era un buen dios para los egipcios. ¿Qué podría tener que ver eso con nosotros? —Tras echar una ojeada a los libros que estaba estudiando, añadió—: Tienes mucho que aprender, hijo mío. Muchos dioses antiguos fueron descuartizados y llorados por sus diosas. Lee los mitos de Acteón y de Adonis. A los antiguos les encantaban esos relatos.

Y, tras esto, se marchó y me dejó a solas en la biblioteca, a la luz de las velas, hincado de codos entre todos aquellos libros.

Medité sobre el sueño de Armand del santuario de Los Que Deben Ser Guardados, en las montañas. ¿Se trataba de un rito mágico que se remontaba a tiempos de los egipcios? ¿Cómo habían olvidado tales cosas los Hijos de las Tinieblas? Quizás aquella mención a Tifón, el asesino de su hermano, sólo había sido una referencia poética del maestro veneciano, nada más.

Salí de nuevo a las calles nocturnas y tallé mis preguntas a Marius en piedras que eran más viejas que cualquiera de los dos. Marius se había hecho tan real que ya conversábamos igual que en otro tiempo habíamos hecho Nicolás y yo. Había pasado a ser el confidente que recibía mi excitación, mi entusiasmo, mi sublime perplejidad ante todas las maravillas y misterios del mundo.

Pero, conforme profundicé en mis estudios y amplié mis conocimientos, empecé a captar los primeros indicios pavorosos de lo que podía ser la eternidad. Estaba solo entre mortales, y mis escritos a Marius no lograban impedir que reconociera mi propia monstruosidad como había sucedido en aquellas primeras noches parisinas, tanto tiempo atrás. Al fin y al cabo, Marius no estaba allí en realidad.

Y tampoco Gabrielle.

Casi desde el primer momento, las predicciones de Armand se habían demostrado ciertas.

2

Ya antes de salir de Francia, Gabrielle empezó a interrumpir el viaje para desaparecer durante varias noches seguidas. En Viena, solía ausentarse más de una quincena y, para cuando me instalé en el palazzo de Venecia, sus ausencias se prolongaban durante meses. En mi primera visita a Roma, desapareció durante medio año. Y, después de dejarme en Nápoles, regresé a Venecia sin ella, abandonándola para que regresara al Véneto por sus propios medios, cosa que hizo.

Naturalmente, se trataba de la atracción que ejercía sobre ella el campo abierto, los bosques y los montes, o las islas en las que no vivían seres humanos.

Y tras aquellas ausencias regresaba en un estado tan lamentable (los zapatos rotos, la ropa hecha trizas, el cabello enmarañado) que su aspecto resultaba punto por punto tan espeluznante como el de los harapientos miembros de la asamblea parisina bajo les Innocents. Entonces, deambulaba por mis estancias con sus ropas sucias y descuidadas, contemplando las grietas del yeso o la luz captada en las distorsiones de los cristales de las ventanas.

Entonces me preguntaba por qué debía un inmortal repasar los periódicos, habitar en palacios, llevar oro en los bolsillos o escribir cartas a la familia mortal que había dejado atrás.

Con aquel murmullo rápido y espectral hablaba de los acantilados que había escalado, de las ventiscas bajo las que había avanzado, de las cavernas llenas de marcas misteriosas y antiguos fósiles que había descubierto.

Después, se marchaba de nuevo tan silenciosa como había llegado, y yo me quedaba esperándola, pendiente de su regreso, irritado con ella y amargado, para mostrarme ofendido con ella cuando por fin reaparecía.

Una noche, durante nuestra primera visita a Verona, una pregunta suya me sobresaltó en una calleja oscura:

—¿Sigue vivo tu padre?

En esa ocasión, había estado ausente dos meses. Yo la había añorado amargamente y ahora me preguntaba por la familia como si ésta tuviera alguna importancia. Aun así, contesté:

—Sí, y muy enfermo.

Pero ella no pareció prestarme atención. Traté de contarle que en Francia las cosas estaban muy mal y que, sin duda, habría una revolución. Gabrielle movió la cabeza e hizo un gesto de indiferencia.

—No pienses más en ellos —dijo—. Olvídalos.

Y se marchó una vez más.

Lo cierto era que no quería olvidarlos. Nunca dejaba de escribir a Roget preguntándole por mi familia. Le escribía con más frecuencia al abogado que a Eleni, al teatro. Le pedí unos retratos de mis sobrinos y mandé a Francia regalos de todos los lugares donde me detenía. Y me preocupé ante la revolución, como cualquier francés mortal.

Y por último, cuando las ausencias de Gabrielle se hicieron más largas, y nuestros momentos juntos se volvieron más llenos de tensión e incertidumbre, empecé a discutir estos asuntos con ella.

—El tiempo se llevará a nuestra familia —le decía—. El tiempo se llevará la Francia que hemos conocido. Entonces, ¿por qué renunciar a los nuestros ahora que aún podemos tenerlos? Yo necesito estas cosas, te lo aseguro. ¡Esto es la vida para mí!

Pero aquello sólo era la verdad a medias. Yo no poseía a Gabrielle más de lo que poseía a cualquier otro. Ella debió entender lo que le estaba diciendo en realidad. Debió oír la recriminación que había tras mis palabras.

Los diálogos como éste la entristecían. Hacían surgir de ella la ternura. Entonces me permitía traerle ropas limpias, peinarle el cabello... Y luego salíamos juntos a cazar y charlar. Tal vez incluso acudía a los casinos conmigo, o a la ópera. Durante un breve lapso de tiempo, se convertía en una espléndida gran dama.

Y esos momentos nos mantenían unidos todavía, perpetuaban nuestra creencia en que todavía éramos una pequeña asamblea, un par de amantes triunfantes frente al mundo mortal.

Juntos ante el fuego en alguna mansión rural, cabalgando juntos en el asiento del cochero con las riendas en mis manos, caminando juntos por el bosque a medianoche, seguíamos cambiando nuestras opiniones discrepantes de vez en cuando.

Incluso íbamos juntos en busca de casas encantadas, un pasatiempo reciente que nos llenaba de excitación. De hecho, Gabrielle regresaba a veces de un viaje precisamente porque había oído hablar de una presencia fantasmal y quería que la acompañara a ver qué descubríamos.

Naturalmente, la mayoría de las veces no encontrábamos nada en los edificios vacíos donde se decía que aparecían los espíritus. Y los desdichados a quienes se tachaba de poseídos por el demonio no eran, las más de las ocasiones, sino enfermos mentales corrientes.

No obstante, hubo veces en que presenciamos fugaces apariciones y sucesos misteriosos para los cuales no encontramos explicación: objetos que volaban, voces que surgían como rugidos de la boca de niños poseídos, corrientes de aire heladas que apagaban las velas en una habitación cerrada...

Nunca sacamos nada en claro, sin embargo, de todo aquello. No vimos más de lo que un centenar de estudios mortales había descrito ya.

Finalmente, el asunto se convirtió para nosotros en un mero juego, y, cuando hoy vuelvo la vista atrás, me doy cuenta de que continuábamos con él porque nos mantenía juntos, porque nos proporcionaba unos momentos de convivencia que, de otro modo, no habríamos tenido.

Pero las ausencias de Gabrielle no eran lo único que destruía nuestro afecto por los demás con el transcurso de los años. Era también su actitud cuando estaba conmigo, las ideas que expresaba.

Aún conservaba aquella costumbre suya de decir exactamente lo que pensaba y poco más.

Una noche, en nuestra casita de la vía Ghibellina, de Florencia, Gabrielle apareció tras una ausencia de un mes y empezó a hablar.

—Ya sabes que las criaturas de la noche están maduras para acoger a un gran líder. No a un supersticioso murmurador de viejos ritos, sino un gran monarca oscuro que nos galvanice siguiendo unos nuevos principios.

—¿Qué principios? —pregunté. Haciendo caso omiso de mi réplica, ella continuó:

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