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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (51 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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¿Significaba aquello que aceptaba, que iría a unirse a los demás y a formar parte del teatro del bulevar?

Armand no me contradijo. Sólo volvió a preguntar mentalmente qué me impedía crear la imitación de vida mortal —si era así como quería denominarla— allí, en el mismo bulevar.

Sin embargo, advertí que también en esto se daba por vencido. Armand sabía que la visión del teatro o del propio Nicolás me resultaría insoportable. Ni siquiera me sentía capaz de insistir de verdad en que él lo hiciera. Gabrielle se había encargado de ello. Y Armand era consciente de que ya era demasiado tarde para persuadirnos.

Finalmente, Gabrielle declaró:

—Nosotros no podemos vivir entre los de nuestra propia especie, Armand.

Y yo pensé: «Sí, ésta es la verdad más sincera, y no sé por qué no puedo decirla en voz alta».

—Lo que queremos es recorrer la Senda del Diablo —continuó ella—. Y de momento nos bastamos el uno al otro. Tal vez en el futuro, dentro de muchos años, cuando hayamos estado en mil lugares y hayamos visto un millar de cosas, tal vez entonces regresemos y volvamos a hablar como esta noche.

Las palabras no produjeron ningún efecto visible en él, pero era imposible saber qué pensaba.

Nadie dijo nada durante un largo rato. No sé cuánto tiempo permanecimos juntos y en silencio en la cámara.

Traté de no pensar más en Marius ni en Nicolás. Había desaparecido ya cualquier sensación de peligro, pero tuve miedo de la despedida, de la tristeza del adiós, de la sensación de haber obtenido aquel asombroso relato de la desdichada criatura a cambio de muy poco.

Fue Gabrielle quien rompió finalmente el silencio. Se levantó y se acercó con movimientos gráciles al banco contiguo al de Armand.

—Nos vamos —dijo a éste—. Si las cosas salen según mis planes, estaremos a muchas millas de París antes de la medianoche de mañana.

Armand la miró con calma y aceptación. De nuevo, me fue imposible saber qué pensamiento ocultaba.

—Aunque decidas no ir al teatro —continuó Gabrielle—, acepta las cosas que podemos darte. Mi hijo tiene riquezas suficientes para hacerte muy fácil la entrada en el mundo.

—Puedes quedarte esta torre como refugio —añadí—. Úsala el tiempo que quieras. A Magnus le pareció muy segura.

Un instante después, Armand asintió con cortés gravedad, pero no dijo nada.

—Deja que Lestat te dé el oro necesario para convertirte en un caballero —insistió ella—. Lo único que pedimos a cambio es que dejes en paz a los ex miembros de tu asamblea si decides no ponerte a su frente de nuevo.

Armand estaba vuelto hacia el fuego una vez más, con el rostro sereno, irresistiblemente hermoso. Asintió en silencio. Pero el gesto sólo significaba que la había oído, no que le prometiera nada.

—Si no acudes a ellos —insistí lentamente—, no les hagas daño. No hagas daño a Nicolás.

Y cuando pronuncié estas palabras, su rostro cambió muy sutilmente. Fue casi una sonrisa que se extendió furtivamente por sus facciones. Y sus ojos se volvieron lentamente hacia mí. Y vi en ellos un aire de desprecio.

Aparté la vista, pero la mirada había tenido sobre mí el efecto de un mazazo.

—No quiero que le hagan daño —insistí con un tenso susurro.

—No. Tú quieres verle destruido —replicó él con otro susurro—, para así no tener que sentir más miedo ni pena por él.

Su mirada de desdén se intensificó terriblemente.

Gabrielle se apresuró a intervenir.

—Armand —dijo—, Nicolás no es un peligro para ellos. La mujer es capaz de controlarlo ella sola, y Nicolás tiene muchas cosas que enseñaros sobre la época en que estamos, si le escucháis.

Los dos se miraron en silencio durante un largo instante. De nuevo, la expresión de Armand se hizo dulce, suave y hermosa.

Y, con un gesto extrañamente decoroso, tomó la mano de Gabrielle y la estrechó con fuerza. Permanecieron plantados uno frente a otro hasta que Armand le soltó la mano y se apartó un poco de ella y cuadró los hombros. Después, nos miró a ambos.

—Acudiré a ellos —anunció con la voz más suave posible—. Y aceptaré el oro que me ofrecéis y buscaré refugio en esta torre. Y aprenderé de vuestro apasionado novicio lo que tenga que enseñarme. Pero sólo recurro a estas cosas porque flotan en la superficie del mar de oscuridad en el que me estoy ahogando. No me hundiré sin haber entendido algo más. No te dejaré la eternidad sin..., sin una batalla final.

Le estudié con la mirada, pero no me llegó de su mente ningún pensamiento que aclarara sus palabras.

—Quizá, con el paso de los años, volverá a mí el deseo —añadió—. Conoceré de nuevo el apetito, la pasión. Tal vez, cuando nos encontremos en otra época, todo esto será algo más que conceptos abstractos y huidizos. Entonces hablaré con un vigor que iguale el tuyo, en lugar de ser un mero reflejo de éste. Y discutiremos sobre la inmortalidad y la sabiduría. Entonces hablaremos de la venganza y la aceptación. Por ahora, me basta con decir que deseo volver a verte. Deseo que nuestros caminos se crucen en el futuro. Y, sólo por esta razón, haré lo que me pides y no lo que quieres: perdonaré a tu malhadado Nicolás.

Exhalé un audible suspiro de alivio. Sin embargo, su tono de voz estaba tan cambiado, era tan enérgico, que hizo sonar en mi interior un silencioso llamado a alarma. Allí estaba, sin duda, el amo de la asamblea, aquel ser callado y lleno de fuerza, el que sobreviviría por mucho que llorara y gimiera el huérfano que llevaba dentro.

No obstante, en aquel momento, apareció en su rostro una sonrisa calmosa y graciosa y advertí en sus facciones un aire triste y cautivador. Se convirtió de nuevo en el santo de da Vinci, o, más exactamente, en el diosecillo de Caravaggio. Y, por un instante, no hubo en él nada de malo o de peligroso. Estaba demasiado radiante, demasiado lleno de todo de lo que era sabio y bueno.

—Recordad mis advertencias —murmuró—. No mis maldiciones.

Gabrielle y yo asentimos.

—Y cuando tengáis necesidad de mí, estaré allí.

Entonces, Gabrielle hizo algo absolutamente sorprendente: lo abrazó y lo besó. Y yo hice lo mismo.

El se mostró dócil, tierno y amoroso en nuestros brazos. Y nos dio a conocer sin palabras que acudiría al teatro y que podríamos encontrarle allí a la noche siguiente.

Un instante después, había desaparecido, y Gabrielle y yo nos hallábamos a solas, como si él no hubiera estado nunca allí. No escuché sonido alguno en la torre. No escuché nada, salvo el rumor del viento en el bosque, a lo lejos.

Y cuando subí los escalones, encontré abierta la verja y contemplé los campos que se extendían hasta los árboles en completa quietud.

Le quería. Lo supe, aunque la idea me resultaba tan incomprensible como él mismo. Pero me alegré mucho de que todo hubiera acabado. Me alegré de que pudiéramos continuar nuestro camino. Y, sin embargo, permanecí largo rato asido a los barrotes, con la vista puesta en los bosques lejanos y en el resplandor mortecino que producía la luz de la ciudad distante en las nubes bajas.

Y la pena que sentía no era sólo por haberle perdido a él; era por Nicolás, y por París, y por mí.

5

Cuando regresé a la cripta, vi a Gabrielle que avivaba una vez más el fuego con la última leña. Con gestos lentos y cansados, hizo prender la llama, y la luz de ésta bañó de rojo su perfil y sus ojos.

Tomé asiento pausadamente y la observé, admirando la explosión de chispas contra los ladrillos ennegrecidos.

—¿Te ha dado lo que querías? —le pregunté.

—A su manera, sí —respondió Gabrielle. Dejó el atizador y se sentó frente a mí desparramando el cabello sobre los hombros, al tiempo que descansaba las manos en el banco, a ambos costados—. Te aseguro que no me importa si no vuelvo a ver nunca a otro de nuestra especie —afirmó fríamente—. Ya estoy harta de sus leyendas, de sus maldiciones, de sus penas. Y estoy harta de su insufrible humanidad, que puede ser lo más asombroso que han demostrado tener. Estoy a punto para salir al mundo otra vez, Lestat, como lo estuve la noche de mi muerte.

—Pero si Marius... —respondí con excitación—. Madre, hay vampiros antiguos, vampiros que han utilizado la inmortalidad de una manera totalmente distinta...

—¿De veras? —replicó ella—. Lestat, eres demasiado generoso con tu imaginación. El relato de Marius tiene todo el aspecto de un cuento de hadas.

—No, eso no es cierto.

—¿Así que el demonio huérfano afirma descender no de los sucios diablos campesinos a los que se parece, sino de un señor perdido, casi un dios? Te aseguro que cualquier chiquillo de pueblo, soñando despierto junto al fuego de la cocina, puede explicarte historias parecidas.

—Armand no podría haberse inventado a Marius, madre —repliqué—. Quizás yo tenga mucha imaginación, pero él carece prácticamente de ella. Es imposible que creara esas imágenes en su cabeza. Te aseguro que las ha visto de verdad...

—No se me había ocurrido considerar así las cosas precisamente —reconoció ella con una sonrisa—, pero bien pudo tomar prestado a Marius de alguna de las leyendas que ha leído.

—No —insistí—. Hubo un Marius, y existe todavía. Y hay otros como él. Existen Hijos de los Milenios que han sacado más provecho de los dones recibidos que esos Hijos de las Tinieblas.

—Lestat, lo único importante es que nosotros les saquemos provecho —comentó Gabrielle—. En definitiva, lo único que he aprendido de Armand es que los inmortales encuentran la muerte como algo seductor y, en último término, irresistible; que no consiguen vencer en sus mentes a la muerte ni a la humanidad. Ahora quiero tomar este conocimiento y llevarlo como una armadura mientras vago por el mundo. Y, afortunadamente, no me refiero al mundo cambiante que esas criaturas consideran tan peligroso, sino a ese mundo que ha sido el mismo durante eones.

Gabrielle echó hacia atrás su melena mientras volvía la mirada hacia el fuego.

—Mis sueños son de montañas cubiertas de nieve —continuó en voz baja—, de extensiones desiertas, de junglas impenetrables o de los grandes bosques de América del Norte donde dicen que el hombre blanco no ha estado jamás. —Su rostro adquirió un leve color al mirarme—. Piensa en ello. No existe ningún lugar al que no podamos ir. Y si los Hijos de los Milenios existen realmente, tal vez sea allí donde estén: lejos del mundo de los hombres.

— ¿Y cómo viven, si es así? —pregunté. Estaba imaginándome mi propio mundo y lo veía lleno de seres mortales y de las cosas que hacían esos mortales—. Son los hombres, precisamente, nuestro alimento.

—En esos bosques laten corazones —respondió ella, como si soñara despierta—. Hay sangre que fluye para quien la toma... Ahora, soy capaz de hacer las cosas que tú hacías antes. Podría luchar a solas con esos lobos... —Dejó la frase sin terminar, sumida de nuevo en sus pensamientos. Tras un prolongado silencio, añadió—: Lo importante es que ahora podemos ir donde queramos, Lestat. Somos libres.

—Yo era libre antes —repliqué—. No me importaba en absoluto lo que Armand tuviera que decir, pero ese Marius... Sé que Marius está vivo. Lo noto. Lo he notado mientras Armand explicaba la historia. Marius sabe cosas... Y no me refiero sólo a cosas sobre nosotros, sobre Los Que Deben Ser Guardados o sobre el viejo misterio, sea el que sea... Marius conoce cosas de la vida misma, de cómo moverse en el tiempo.

—Bien, si lo necesitas, conviértelo en tu santo patrón —dijo ella.

El comentario me enfureció y no añadí nada más. Lo cierto era que sus comentarios sobre junglas y bosques me asustaban. Y todas las cosas que según Armand nos separaban, volvieron a mi recuerdo como había sabido que sucedería desde que él pronunciara sus muy escogidas palabras. Así pues, me dije, también nosotros vivimos con nuestras diferencias, como los mortales, y quizá nuestras diferencias son tan exageradas como nuestras pasiones, como nuestro amor.

—Ha habido un indicio... —murmuró mientras contemplaba el fuego—, una pequeña sospecha de que la historia de Marius tenía algo de verdad.

—¡Ha habido mil indicios! —exclamé.

—Armand ha hablado de que Marius mataba a un malhechor —continuó ella— y ha llamado a ese malhechor Tifón, el asesino de su hermano. ¿Lo recuerdas?

—He creído que se refería a Caín, dando muerte a Abel. Era a Caín a quien he visto en las imágenes, aunque escuchaba ese otro nombre.

—Exacto. Ni siquiera Armand entendía a quién se refería el nombre de Tifón, aunque lo ha mencionado. Pero yo sí sé qué significa.

—Cuéntamelo.

—Procede de la mitología grecorromana: es la vieja historia del dios egipcio Osiris, muerto por su hermano Tifón, que se había convertido en señor del Inframundo, en una especie de, digamos, dios del mal. Por supuesto, cabía la posibilidad de que Armand hubiera leído la historia en la obra de Plutarco, pero lo extraño es que no lo ha hecho.

—¡Ah, ya lo ves pues! Marius existió. Cuando Armand ha dicho que vivió mil años, estaba diciendo la verdad.

—Tal vez, Lestat. Sólo tal vez...

—Madre, vuélveme a contar esa historia egipcia...

—Tienes años para leer tú mismo todos esos viejos cuentos. —Se incorporó y se inclinó para besarme. Percibí entonces la frialdad y la lentitud que siempre se apoderaban de ella al acercarse el amanecer—. En cuanto a mí, estoy harta de libros. Ya leí suficientes cuando no podía hacer otra cosa. —Tomó mis manos entre las suyas y añadió—: Dime que estaremos en camino mañana. Dime que no volveremos a ver las murallas de París hasta que hayamos visto el otro extremo del mundo.

—Haremos lo que tú desees —respondí.

Gabrielle empezó a subir la escalera.

—¿Dónde vas ahora? —pregunté, mientras la seguía. Gabrielle abrió la puerta y se encaminó hacia los árboles.

—Quiero comprobar si puedo dormir en la propia tierra —explicó, volviendo la cabeza—. Si mañana no me levanto, sabrás que no lo he conseguido.

—¡Pero esto es una locura! —añadí, persiguiéndola. La mera idea de lo que iba a hacer me causaba repulsión. Ella se adentró en una arboleda de viejos robles y, arrodillándose, se puso a cavar con sus manos entre las hojas muertas y la tierra húmeda. Tenía un aspecto espantoso, como si fuera una hermosa bruja de cabellos rubios escarbando con la rapidez de una fiera.

Luego se incorporó y me lanzó un beso de despedida. Tras hacer acopio de todas sus fuerzas, bajó al hoyo como si la tierra le perteneciera. Y me quedé mirando con incredulidad el vacío donde ella había estado, y las hojas que habían cubierto enseguida el lugar, como si allí no hubiera sucedido nada.

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