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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (56 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Supe que había decidido vestirse una levita y unos pantalones bombachos de fresco lino blanco sólo por complacerme. Que se cepillaba aquellos largos cabellos por mí.

Pero aquello ya no importaba nada. Me estaba hundiendo, lo notaba. Estaba vagando por el mundo como si fuera un sueño.

Parecía muy lógico y natural que a mi alrededor encontrara un paisaje exactamente igual a como había sido miles de años atrás, cuando los artistas lo habían pintado en los muros de las tumbas reales. Parecía natural que las palmeras a la luz de la luna tuvieran el mismo aspecto de entonces, que el campesino sacara del río el agua que necesitaba igual que en ese tiempo remoto se hacía. Hasta las vacas que abrevaban en la orilla eran idénticas.

Visiones del mundo cuando éste era nuevo.

¿Había pisado Marius aquellas arenas alguna vez?

Deambulamos por el enorme templo de Ramsés, hechizados por los millones y millones de pequeñas imágenes talladas en las paredes. No dejaba de pensar en Osiris, pero las figurillas me resultaban desconocidas. Recorrimos las ruinas de Luxor y descansamos juntos en la falúa, bajo las estrellas.

Ya de regreso hacia El Cairo, al aproximarnos a los grandes Colosos de Memnón, Gabrielle me habló en un apasionado susurro de cómo los emperadores romanos habían viajado hasta allí para admirar esas estatuas, igual que ahora hacíamos nosotros.

—Ya eran antiguas en tiempos de los cesares —comentó mientras guiábamos nuestros camellos por las frías arenas.

Esa noche, el viento no era tan fuerte como otras veces y pudimos ver con claridad las inmensas figuras de piedra contra el cielo negro azulado. Aunque desgastados, los rostros parecían seguir mirando al frente, testigos mudos del paso del tiempo cuya inmovilidad me producía tristeza y temor.

Si me pedía que fuera con ella, era sólo porque se sentía obligada a ello. La tristeza, la lástima..., quizá también fueran razones que la impulsaban, pero lo que Gabrielle quería de verdad era ser libre.

Continuó conmigo mientras nos acercábamos a la ciudad. No dijo ni hizo nada más.

Y yo me hundía cada vez más, callado y aturdido, sabedor de que pronto recibiría otro golpe demoledor. Me embargaban la certeza y el horror. Gabrielle me diría el adiós definitivo y yo no podía evitarlo. ¿Cuándo empezaría a perder el control? ¿Cuándo rompería a llorar sin poderlo remediar?

Todavía no.

Cuando encendimos las luces de la casita, los colores me asaltaron: las alfombras persas cubiertas de delicadas flores, los tapices con un millón de espejuelos cosidos, el brillante plumaje de los pájaros en su aleteo...

Busqué algún envío de Roget, pero no había ninguno y, de pronto, me sentí furioso. Sin duda, ya debería haber recibido noticias suyas. ¡Tenía que enterarme de lo que estaba sucediendo en París! A continuación, me entró miedo.

—¿Qué diablos está pasando en Francia? —murmuré—. Tendré que ir a ver a otros europeos. A los británicos. Ellos siempre tienen información. Allá donde van, siempre llevan consigo su maldito té indio y su
Times
de Londres.

Me enfureció ver a Gabrielle allí plantada, tan quieta. Era como si en la sala estuviera sucediendo algo; la misma sensación sofocante de tensión y expectación que había experimentado en la cripta antes de que Armand nos contara su largo relato.

Pero no sucedía nada, salvo que Gabrielle se disponía a dejarme para siempre. Que estaba a punto de esfumarse en el tiempo para siempre. ¡Y cómo podríamos volver a encontrarnos alguna vez!

—Maldición —exclamé—. Esperaba una carta.

No había criados en la casa, pues no habíamos avisado de nuestro regreso. Me apetecía enviar a alguien a contratar a unos músicos. Acababa de saciarme y sentía calor en el cuerpo y me decía a mí mismo que me apetecía bailar.

Gabrielle rompió de improviso su inmovilidad y dio unos pasos muy medidos. Con una extraña decisión, salió al patio.

La vi arrodillarse junto al estanque. Después levantó dos adoquines del pavimento, sacó un paquete y, tras limpiarlo de tierra y arena, me lo trajo.

Antes incluso de que lo expusiera a la luz, vi que lo enviaba Roget. Aquel paquete había llegado antes de iniciar nuestro viaje Nilo arriba, ¡y ella me lo había ocultado!

—¿Por qué has hecho una cosa así? —exclamé, hecho una furia.

Le arranqué el paquete de las manos y lo puse sobre el escritorio.

La miré fijamente y sentí odio por ella, más odio que nunca. ¡Ni siquiera en el egoísmo de la infancia la había odiado como en aquel momento!

—¿Por qué me has ocultado ese paquete? —insistí.

—Porque quería una oportunidad —susurró ella. Vi un temblor en su mentón y en su labio inferior, y unas lágrimas de sangre—. Pero tú ya habías tomado una decisión —añadió—, incluso sin esto.

Extendí la mano y desgarré el envoltorio. Cayó de él una carta, acompañada de varios recortes doblados de un periódico inglés. Abrí el sobre de la carta con manos temblorosas y empecé a leer:

Monsieur:

Como ya debe saber, el 14 de julio, las turbas de París atacaron la Bastilla. La ciudad es presa del caos. Ha habido revueltas por toda Francia. Durante meses he tratado en vano de ponerme en contacto con su familia y de sacarla del país sana y salva, si era posible.

Sin embargo, el lunes pasado he recibido la noticia de que los campesinos y arrendatarios de tierras se habían alzado contra la casa de su padre. Sus hermanos, junto con sus esposas, hijos y todos los que intentaron defender el castillo, fueron asesinados y la casa, saqueada. Únicamente su padre logró escapar.

Unos criados fieles consiguieron esconderle durante el asedio, y, más tarde, trasladarle a la costa. En el día de hoy, se encuentra en la ciudad de Nueva Orleans, en la antigua colonia francesa de la Luisiana. Le ruega a usted que vaya en su ayuda. Está abrumado de dolor y rodeado de extraños. Le suplica que acuda.

Había más. Disculpas, seguridades, detalles... Todo ello dejó de tener sentido.

Guardé la carta en el escritorio y me quedé mirando la madera de éste y el charco de luz que producía la lámpara.

—No vayas a su lado —dijo Gabrielle.

Su voz resultaba pequeña e insignificante en el silencio. Pero el silencio era como un inmenso grito.

—No vayas a su lado —repitió. Las lágrimas, dos largos regueros rojos que brotaban de sus ojos, surcaban sus mejillas como si fueran el maquillaje de un payaso.

—Vete —susurré. La palabra flotó en el aire y, de improviso, mi voz se elevó de nuevo.

—¡Vete! —volví a decir. Y, nuevamente, mi voz no se detuvo sino que continuó elevándose hasta que me encontré gritando con extrema violencia:

—¡¡vete!!

4

Soñé con mi familia. En el sueño, estábamos todos abrazados unos a otros. Incluso Gabrielle se hallaba presente, con un vestido de terciopelo. El castillo estaba ennegrecido, quemado por todas partes. Los tesoros que había depositado allí se habían fundido o convertido en ceniza. Todo vuelve siempre a convertirse en cenizas. Aunque... ¿cómo es realmente la vieja cita: «cenizas a las cenizas» o «polvo al polvo»?

No importaba. Yo había regresado y les había convertido a todos en vampiros y allí estábamos, la Casa de Lioncourt al completo, todos muy pálidos y hermosos, incluso aquel bebé chupador de sangre que yacía en la cuna y aquella madre que se inclinaba sobre él para acercarle la gorda rata de larga cola que se debatía entre sus dedos, y de la que había de alimentarse el pequeño.

Besándonos y abrazándonos entre risas, todos avanzábamos entre las cenizas: mis pálidos hermanos, sus pálidas esposas, los niños fantasmagóricos parloteando sobre sus presas y mi padre ciego, que, como una figura bíblica, se había puesto en pie exclamando:

—¡puedo ver!

Mi hermano mayor me pasaba el brazo por los hombros. Con unas buenas ropas, tenía un aspecto espléndido. Nunca le había visto tan espléndido y la sangre vampírica le daba un aire muy reservado y espiritual.

—¿Sabes? Ha sido magnífico que vinieras con todos estos Dones Oscuros —me decía con una alegre carcajada.

—Con el Rito Oscuro, querido, con el Rito Oscuro —le corregía su esposa.

—Porque, si no lo hubieras hecho —continuaba mi hermano en el sueño—, ¡entonces estaríamos todos muertos!

5

La casa estaba vacía. Los baúles ya estaban en camino. El barco zarparía de Alejandría dos noches después. Sólo llevaría conmigo una pequeña valija. A bordo, el hijo de un marqués debería cambiarse de ropa de vez en cuando. Y, por supuesto, el violín.

Gabrielle me miraba junto al arco de entrada al jardín, alta y esbelta, hermosamente flaca bajo sus blancas ropas de algodón, con el sombrero puesto, como siempre, y el cabello suelto.

¿Tal vez era para mí, aquella melena al viento?

La pesadumbre seguía creciendo en mí como una marea que abarcaba todos los deudos, los muertos y los no muertos.

Pero la pena pasó y volvió la sensación de hundimiento, de habitar en un sueño donde navegábamos con voluntad o sin ella.

Comprendí que la mejor descripción de su cabello sería la de una lluvia de oro, que la poesía de siempre cobra sentido cuando uno contempla a la persona a la que se ha amado. Adorables eran los ángulos de su cara, su boca pequeña e implacable.

—Dime qué necesitas de mí, madre —murmuré en voz baja. La estancia, pulcra. El escritorio. La lámpara. Una silla. Todos mis pájaros de brillantes colores enviados, probablemente, a su venta en el bazar. Loros grises africanos que viven tanto como un hombre. Nicolás había llegado sólo a los treinta.

—¿Precisas dinero de mí?

Un gran y hermoso sonrojo en sus mejillas, los ojos en un destello de luz en movimiento, azul y violácea. Por un instante, casi pareció humana. Habríamos podido estar en su habitación de nuestro hogar. Libros, paredes húmedas, el fuego... ¿Había sido humana entonces?

El ala del sombrero le cubrió completamente las facciones por un instante al inclinar la cabeza. Inexplicablemente, me preguntó:

—Pero, ¿dónde irás?

—A una casita en la rué Dumaine, en la ciudad francesa de Nueva Orleans —respondí con frialdad y precisión—. Y cuando él haya muerto y descanse en paz, no tengo ni la más ligera idea de qué haré.

—No puedes hablar en serio.

—Tengo pasaje para el próximo barco que zarpa de Alejandría. Iré a Nápoles, y, de allí, a Barcelona. Después, embarcaré en Lisboa rumbo al Nuevo Mundo.

Su rostro pareció adelgazar, haciendo más acusadas sus facciones. Movió ligeramente los labios pero no dijo nada. Y luego vi aparecer en sus ojos las lágrimas y percibí su emoción como si surgiera de ella para tocarme. Aparté la vista, revolví algo sobre el escritorio y luego, sencillamente, dejé las manos muy quietas para que no me temblaran. Me alegraba de que Nicolás se hubiera llevado sus manos a la hoguera consigo, pues de lo contrario, me dije, habría tenido que volver a París y recuperarlas antes de continuar viaje.

—¡Pero no puedes ir a vivir con él! —susurró Gabrielle.

¿Él? ¡Ah, sí! Mi padre.

—¿Qué importa? ¡Me voy! —repliqué.

Ella hizo un leve gesto de negativa con la cabeza. Se acercó al escritorio. Su paso era más ligero que el de Armand.

—¿Ha hecho esa travesía alguno de nuestra raza? —preguntó con un hilo de voz.

—Que yo sepa, no. En Roma me dijeron que no.

—Quizás ese viaje no pueda hacerse.

—Puede hacerse. Lo sabes muy bien —respondí. Los dos habíamos surcado ya los mares en nuestros sarcófagos forrados de corcho. Y ay del leviatán que me molestara.

Gabrielle se acercó todavía más y me miró. Y su rostro no pudo ocultar por más tiempo el dolor que sentía. Estaba arrebatadora. ¿Por qué la había vestido siempre con trajes de gala, sombreros de plumas y perlas?

—Ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo —le dije, pero la aspereza de mi voz carecía de convicción—. La dirección de mis bancos en Londres y Roma. Estos bancos han vivido tanto tiempo o más que un vampiro y seguirán siempre donde están. Pero ya sabes todo esto, siempre lo has sabido...

—Basta —replicó ella en un siseo—. No me digas esas cosas.

Todo aquello era una gran mentira, una parodia. Era precisamente el tipo de conversación que ella siempre había detestado, el tipo de conversación que era incapaz de mantener. Ni en mis pensamientos más desatados había esperado nunca que las cosas fueran así, que fuera yo quien hablara con frialdad y ella quien llorara. Había pensado que yo me echaría a sollozar cuando Gabrielle me dijera que se marchaba. Había pensado que me arrojaría a sus pies.

Nos miramos durante un largo instante. Sus ojos estaban teñidos de rojo y casi le temblaba la boca.

Y entonces perdí el control.

Me levanté y fui hacia ella y estreché entre mis manos sus hombros menudos y delicados. Estaba dispuesto a no dejarla marcharse, por mucho que se resistiera. Pero no se debatió, y los dos continuamos llorando casi en silencio como si no pudiéramos parar. Y, sin embargo, no se entregó a mí. No se fundió en mi abrazo.

A continuación, se echó hacia atrás. Me acarició el cabello con ambas manos, se inclinó hacia adelante y me besó en los labios, y luego se apartó con gesto ligero y sin el menor ruido.

—Entonces, está bien, querido mío —musitó.

Moví la cabeza. Palabras y palabras y palabras sin decir. Para ella no tenían utilidad, y nunca la habían tenido.

Volvió a la puerta del jardín con su andar lento y lánguido, moviendo las caderas cadenciosamente, y alzó la mirada al cielo nocturno antes de volverla de nuevo hacia mí.

—Tienes que prometerme una cosa —dijo por último.

Era el atrevido joven francés que se movía con la gracia de un árabe por rincones de un centenar de ciudades donde sólo un gato callejero podría pasar sin riesgos.

—Desde luego —asentí. Sin embargo, mi espíritu estaba ya tan quebrantado que no quería seguir hablando. Los colores se difuminaron. La noche no era cálida ni fría. Yo quería que Gabrielle se marchara sin más, pero me aterraba el momento en que tal cosa sucediera, cuando ya no podría hacerla volver.

—Prométeme —dijo— que no buscarás poner fin a todo sin antes estar conmigo, sin que volvamos a reunimos.

Por un instante, la sorpresa me impidió responder. Luego afirmé:

—No pienso ponerle
finjamos.
—Mi tono fue casi desdeñoso—. Por lo tanto, tienes mi promesa. No me cuesta nada dártela. ¿Qué te parece, ahora, si tú me haces otra a mí? Que me harás saber dónde irás después de aquí, dónde puedo localizarte; prométeme que no te desvanecerás como si fueras algo que sólo he imaginado...

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