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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (26 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Las arrugas que le había dado la edad se habían reducido, y, al mismo tiempo, curiosamente, se habían hecho más profundas, de modo que tenía pequeñas arrugas gestuales en el rabillo de ambos ojos y otra muy fina a cada lado de la boca. En los párpados conservaba sólo unas pequeñísimas bolsas —lo cual realzaba su simetría, la sensación de que su rostro se componía de triángulos—, y sus labios mostraban el tono rosa más pálido que se pueda imaginar. Tenía el aspecto delicado de un diamante cuando atrapa un rayo de luz. Cerré los ojos y volví a abrirlos, y comprobé que todo aquello no era una ilusión, igual que tampoco lo era el silencio de ella. Y advertí que su cuerpo había experimentado cambios aún más profundos. Volvía a tener la plenitud de su juventud. Los pechos que la enfermedad había marchitado, ahora abultaban sobre el tafetán azul marino del corsé, con una piel de un rosa tan pálido y sutil que habría podido reflejar la luz. Pero su cabello resultaba aún más asombroso, porque parecía tener vida propia. Eran tantos los colores que se movían en él, que casi parecía retorcerse; millones de finísimas hebras agitándose en torno a su rostro y su garganta, de un blanco impoluto.

Las marcas de la garganta habían desaparecido.

Ya no quedaba nada por hacer, salvo el acto final de valor. Mirarla a los ojos.

Mirar con aquellos ojos de vampiro a otro ser como yo, por primera vez, desde que Magnus saltara a la hoguera.

Debí hacer algún ruido, porque ella reaccionó ligeramente. Gabrielle. Desde ese instante, aquél era el único nombre con que podría llamarla.

—Gabrielle —le dije. Jamás la había llamado así, salvo en alguno de mis pensamientos más íntimos, y vi que me sonreía.

Me miré la muñeca. La herida había desaparecido, pero la sed gritaba en mi interior. Las venas me respondían como si les hubiera hablado. Miré a Gabrielle y vi que movía los labios en una ligera mueca de hambre. Y ella me dirigió una extraña expresión cargada de intención como si dijera «¿no me entiendes?».

Pero no escuché nada. Silencio. Sólo la belleza de sus ojos mirándome de frente, y acaso el amor con el que nos contemplábamos, pero acompañados de un silencio que se extendía en todas direcciones, que no ratificaba nada. No podía entenderlo. ¿Estaba cerrándome su mente? La interrogué en silencio, pero no pareció captar mi pregunta.

—¡Ahora! —exclamó, y su voz me sobresaltó. Era más suave y sonora que antes. Por un instante volvimos a estar en la Auvernia, caía la nieve y ella me cantaba, y el eco repetía la nana como en una gran cueva. Pero esto había muerto.

—Vamos... —dijo—. Acabemos con todo esto, deprisa... ¡Ahora! —Asintió con la cabeza para persuadirme, se acercó y me tiró de la mano—. Mírate en el espejo —susurró por fin.

Pero yo sabía bien lo que vería. Le había dado más sangre de la que le había extraído a ella. Estaba debilitado. Ni siquiera me había saciado antes de acudir a verla.

Con todo, estaba tan sorprendido por el sonido de sus palabras, la breve visión de la nieve cayendo y el recuerdo de la canción infantil, que, por un instante, no respondí. Observé sus dedos que tocaban los míos. Vi que nuestra carne era idéntica. Me incorporé del sillón y tomé sus dos manos, y luego toqué sus brazos y su rostro. ¡Lo había hecho y seguía vivo! Y ella estaba
conmigo
ahora. Había llegado a aquella terrible soledad y estaba allí, junto a mí. De pronto, no tuve otro pensamiento que abrazarla, estrecharla contra mí y no permitir que nunca se fuera.

La levanté del suelo, la mecí en mis brazos y juntos dimos vueltas y vueltas.

Ella echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír inconteniblemente, cada vez más alto, hasta que le cubrí la boca con la mano.

—Con esa voz puedes hacer añicos todos los cristales de la estancia —le susurré, con la vista vuelta hacia la puerta, tras la cual estaban Nicolás y Roget.

—¡Pues que se hagan añicos! —replicó, y en su expresión no había nada de humorístico. La deposité de pie en el suelo. Creo que nos abrazamos una y otra vez, casi como dos tontos. No pude contenerme de hacerlo.

Pero había otros mortales en el piso. El doctor y las enfermeras se hallaban también tras la puerta, cavilando sobre si debían entrar o no.

Vi que Gabrielle miraba a la puerta. Ella también los oía. Entonces, ¿por qué no podía escucharme a mí?

Se apartó de mi lado mientras pasaba su mirada de un objeto a otro. Asió de nuevo el candelabro y lo acercó al espejo, donde se contempló a su luz.

Comprendí lo que le estaba sucediendo. Necesitaba tiempo para ver y calcular con su nueva visión. Pero teníamos que salir del piso.

Escuché la voz de Nicolás a través de la pared, urgiendo al médico a que llamara a la puerta.

¿Cómo iba a hacer para salir de allí y librarme de ellos?

—No, por ahí no —dijo ella al ver que miraba hacia la puerta.

Sus ojos repasaban la cama, los objetos colocados sobre la mesa. Se acercó a la cama y sacó sus joyas de debajo de la almohada. Las examinó y volvió a guardarlas en una gastada bolsa de terciopelo. Después, ató la bolsa a la falda de modo que se perdiera entre los pliegues de la ropa.

Había un aire de importancia en aquellos pequeños gestos. Comprendí que aquello era lo único que le importaba de la estancia, aunque su mente no me lo reveló ni por un instante. Estaba despidiéndose de sus cosas, de los vestidos que había traído consigo, de su querido cepillo de plata y su peine, de los libros manoseados de la mesilla junto a la cama.

Llamaban a la puerta.

—¿Por qué no por ahí? —me preguntó—, y, volviéndose hacia la ventana, abrió los cristales con gesto enérgico. La brisa movió las cortinas doradas y le levantó el cabello junto a la nuca, y, cuando se dio la vuelta, me estremecí al contemplar la cabellera enmarañada en torno al rostro, los ojos muy abiertos y llenos de mil y un fragmentos de color y una luz casi trágica. Vi que no le tenía miedo a nada.

La tomé en mis brazos y, por un instante, no la dejé desasirse. Hundí el rostro en sus cabellos, y, de nuevo, lo único que me pasó por la cabeza fue que estábamos juntos y que ya nada nos separaría jamás. No entendía su silencio, la razón de que no la
oyera,
pero tuve la certeza de que no era cosa suya, y creí que tal vez pasaría. Ella estaba conmigo. Y aquél era el mundo. La muerte era mi comandante y podía entregarle mil víctimas, pero a ella se la había arrebatado de las manos. Lo dije en voz alta. Dije otras cosas desesperadas y sin sentido. Los dos éramos idénticos seres terribles y mortíferos que vagábamos por el Jardín Salvaje y traté de inculcarle con imágenes el sentido de aquel Jardín Salvaje, pero no importaba que no lo entendiera.

—El Jardín Salvaje —repitió las palabras en tono reverencial, con una suave sonrisa en los labios.

Me retumbaba en la cabeza. Noté que me besaba y me murmuraba no sé qué cuchicheo como acompañamiento de sus pensamientos.

—Pero ahora ayúdame —me dijo—. Quiero verte
hacerlo.
Ahora. Después nos queda la eternidad para abrazarnos. Vamos.

La sed. Debía estar ardiendo. Yo necesitaba sangre imperiosamente y ella ansiaba probarla, de eso estaba seguro. Porque recordé que yo lo había deseado desde la primera noche. En aquel instante, me sorprendió que el dolor de su muerte física..., los fluidos evacuando su cuerpo..., pudiera aminorarse si primero bebía.

Hubo nuevas llamadas a la puerta, que no estaba cerrada.

Trepé al alféizar de la ventana, le tendí la mano y, de inmediato, la tuve en mis brazos. No pesaba nada, pero noté la firmeza, la tenacidad de su abrazo. Con todo, cuando vio la calleja a sus pies, la altura de la pared y el
quai
al fondo, pareció titubear por un segundo.

—Échame los brazos al cuello —le dije— y agárrate fuerte.

Escalé las piedras llevándola colgada sobre el vacío, con su rostro levantado hacia el mío, hasta que alcanzamos las resbaladizas pizarras del tejado.

Después la tomé de la mano y tiré de ella, corriendo más y más deprisa sobre los canalones y las chimeneas, cruzando a saltos las estrechas callejas, hasta que alcanzamos el otro extremo de la isla. Había esperado escuchar en cualquier momento un grito, o notar que me agarraba con más fuerza, pero ella no tenía el menor miedo.

Al detenernos, permaneció erguida y silenciosa contemplando los tejados de la Rive Gauche y el río salpicado de miles de oscuras barcas llenas de seres andrajosos; por un instante, pareció que gozaba simplemente del viento que alborotaba sus cabellos. Habría podido caer extasiado contemplándola, estudiando cada uno de los aspectos de su transformación, pero me dominaba una inmensa urgencia por llevarla a recorrer la ciudad, por enseñarle todas las cosas que yo había aprendido. Ahora, ni ella ni yo sabíamos qué era el agotamiento físico, y Gabrielle no estaba sobrecogida por ningún horror como había sido mi caso cuando Magnus se había arrojado a la hoguera.

Un carruaje se acercaba a buena velocidad por el
quai,
muy escorado hacia el río y con el cochero agachado hacia adelante, tratando de mantener el equilibrio sobre el elevado pescante. Tomé de nuevo la mano de Gabrielle y le indiqué el vehículo cuando lo tuvimos cerca.

Saltamos cuando pasó por debajo y aterrizamos sin hacer ruido en la capota de cuero. El cochero, atareado, ni siquiera se volvió. Sujeté a mi compañera, ofreciéndole apoyo, hasta que los dos estuvimos bien colocados, dispuestos para saltar del vehículo cuando lo decidiéramos.

Hacer aquello con ella resultaba indescriptiblemente apasionante.

Atravesamos al galope el puente y dejamos atrás la catedral, abriéndonos paso entre la multitud en el Pont Neuf. Escuché de nuevo la risa de Gabrielle y me pregunté qué pensaría la gente de los pisos superiores si nos veía, dos figuras vistosamente ataviadas que se sostenían en el techo inestable del carruaje como un par de chiquillos traviesos encima de una balsa.

El carruaje cambió de dirección y continuó su marcha apresurada hacia Saint Germain-des-Prés, dispersando a la muchedumbre a nuestro paso y bordeando el cementerio de les Innocents, con su insoportable hedor, hasta adentrarse por unas calles estrechas de elevados edificios de viviendas.

Por un instante, percibí el fulgor mortecino de
la presencia,
pero desapareció tan deprisa que dudé de mí mismo. Volví la cabeza y no pude captar de nuevo el tenue resplandor. Entonces me di cuenta con extraordinaria claridad de que Gabrielle y yo podríamos hablar juntos sobre aquella
presencia,
que podríamos conversar juntos sobre cualquier cosa y que podríamos hacerlo todo juntos. Aquella noche era, a su modo, tan cataclísmica como la noche en que Magnus me había transformado. Y apenas acababa de empezar.

El barrio que cruzábamos ahora era perfecto. Volví a asir la mano de Gabrielle, tiré de ella para saltar juntos del carruaje y aterrizamos en la calzada.

Mi compañera contempló desconcertada las ruedas del vehículo, que desaparecieron de la vista casi al instante. La apariencia de Gabrielle, más allá de sus cabellos revueltos, resultaba imposible: una mujer arrancada de su tiempo y de su lugar, vestida solamente con unas chinelas y un vestido, libre de cadenas, libre para ir y venir a su antojo.

Penetramos en un angosto callejón y corrimos juntos, cogidos por el talle. De vez en cuando, la observaba, y veía que sus ojos recorrían las paredes que se alzaban sobre nosotros, la multitud de ventanas cerradas por entre cuyas persianas se filtraban pequeños rayos de luz.

Yo sabía qué era lo que ella veía, qué eran los sonidos que captaban sus oídos. En cambio, seguí sin
oír
nada procedente de ella y me asustó un poco la idea de que quizás estuviera cerrándose deliberadamente a mis tanteos.

Gabrielle se detuvo. Por la expresión de su rostro comprendí que estaba sufriendo el primer espasmo de su muerte.

La animé y le recordé en breves palabras la visión que le había mencionado antes.

—Será un dolor poco duradero, nada en comparación con el que has soportado hasta hoy. Desaparecerá en cuestión de horas; tal vez menos, si podemos beber enseguida.

Ella asintió, más impaciente que asustada ante tal posibilidad.

Fuimos a salir a una plazoleta. En la verja de una vieja casa vi a un joven que parecía esperar a alguien, con el cuello de su abrigo gris levantado para protegerse el rostro.

¿Sería Gabrielle lo bastante fuerte para reducirle? ¿Tendría ella tanta fuerza como yo? Era el momento de comprobarlo.

—Si la sed no te empuja a hacerlo, es aún demasiado pronto para ti —le indiqué.

La miré de nuevo y me recorrió un escalofrío. Su mirada de concentración era tan fija, tan resuelta, que resultaba casi puramente humana; y sus ojos estaban ensombrecidos por la misma sensación de tragedia que ya había percibido antes. Gabrielle no se perdía un solo detalle. Sin embargo, cuando avanzó hacia el hombre, no hubo en ella nada de humano. Se convirtió en un puro depredador, como sólo puede serlo una fiera, aunque siguiera ofreciendo el aspecto de una simple mujer caminando lentamente hacia un hombre; mejor aún, de una dama abandonada en plena calle, sin capa ni sombrero, ni acompañantes, que se acercaba a un caballero como si se dispusiera a pedirle ayuda. Todo esto era Gabrielle.

Me sobrecogió de espanto verla avanzar por los adoquines de la calle como si ni siquiera los rozara, comprobar cómo todas las cosas, incluso los mechones de su cabello mecidos por la brisa en una dirección y otra, parecían de algún modo sometidas a su dominio. Me dio la impresión de que, con aquel paso inexorable, mi nueva congénere podría hasta haber atravesado las paredes.

Me retiré a un rincón en sombras.

El hombre se fijó en la mujer que se le aproximaba, se volvió hacia ella con un ligero crujido del tacón de la bota sobre los adoquines, y la mujer se puso de puntillas como para cuchichearle algo al oído. Me pareció verla vacilar por un instante. Tal vez se sentía ligeramente horrorizada. De ser así, ello indicaba que la sed no había llegado a su punto culminante. Pero, si realmente tuvo alguna duda, ésta no duró más de un segundo. Muy pronto, vi que tenía apresado al hombre que éste era impotente para resistirse. También yo estaba demasiado fascinado como para hacer otra cosa que observar.

Sin embargo, de pronto me vino a la cabeza que no había avisado a Gabrielle acerca de lo del corazón, que no debía llegar hasta el extremo de dejar de latir. ¿Cómo podía haber olvidado algo así? Corrí hacia ella, pero ya había soltado a su presa, y el joven se había derrumbado junto a la tapia con la cabeza ladeada y el sombrero caído a sus píes. Estaba muerto.

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