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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (28 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Y, para describirlo con precisión, diré que, al ponerse las prendas de su víctima, Gabrielle se convirtió en el muchacho.

Se puso sus medias de seda color crema y sus calzones escarlata, la camisa de encaje y el chaleco amarillo y, por encima, la levita escarlata. Incluso cogió la cinta escarlata del cabello del joven.

Dentro de mí, algo se rebeló ante aquella transformación mágica al verla de pie, tan gallarda con su nueva indumentaria y con su larga cabellera cayéndole todavía sobre los hombros, más parecida ahora a la melena de un león que a los deliciosos y femeninos rizos que lucía momento antes. En aquel instante, deseé destruirla. Cerré los ojos.

Cuando volví a mirarla, la cabeza me daba vueltas al pensar en todo lo que habíamos visto y hecho juntos. No pude soportar por más tiempo estar tan cerca del cuerpo sin vida.

Ella se recogió toda su rubia melena con la cinta escarlata y dejó que sus largos bucles le colgaran a la espalda. Extendió su vestido rosa sobre el cuerpo del joven para cubrirlo, y se puso al cinto su espada, desenvainándola y volviéndola a guardar. Finalmente, se puso encima la capa de color crema de su víctima.

—Vámonos ya, querido —me dijo, dándome un beso.

No pude moverme. Sólo quería volver a la torre y estar junto a ella. Me miró, me apretó la mano para animarme y, casi al instante, la vi echar a correr.

Tenía que probar la libertad de sus nuevas piernas y me encontré corriendo tras ella a toda velocidad para darle alcance.

Era algo que no me había sucedido, por supuesto, persiguiendo a ningún mortal. Parecía volar, y la visión de su figura pasando como una centella entre los tenderetes cerrados y los montones de basura me hizo casi perder el equilibrio. Me detuve de nuevo.

Ella volvió sobre sus pasos y me besó.

—No hay ninguna auténtica razón para que siga vistiéndome como antes, ¿no crees? —me preguntó, como si estuviera dirigiéndose a un chiquillo.

—No, claro que no —respondí. Tal vez era una bendición que no pudiera leer mis pensamientos. Yo no podía dejar de admirar sus piernas, tan perfectas bajo las medias de color crema. Ni el modo en que la levita ceñía su cintura de avispa. Su rostro era una llama.

Recordad que en esa época nunca se le veían así las piernas a una mujer. Ni se le marcaban el vientre y los muslos bajo los calzones de seda.

Pero ahora ya no era en realidad una mujer, como yo tampoco era un hombre. Por un mudo instante, el horror de la situación me invadió de nuevo.

—Vamos, quiero subir otra vez a los tejados —me propuso—. Quiero ir al boulevard du Temple. Me gustaría ver el teatro, ése que compraste y luego hiciste cerrar. ¿Me lo enseñarás? —Mientras lo preguntaba, sus ojos me estudiaban.

—Claro que sí —respondí—. ¿Por qué no?

Nos quedaban un par de horas de aquella noche interminable cuando al fin volvimos a la He Saint Louis y llegamos al
quai
bañado por el claro de luna. Al fondo de la calle empedrada vi a mi yegua, atada donde la había dejado.

Escuchamos con cuidado por si había algún rastro de Nicolás o de Roget, pero la casa parecía desierta y a oscuras.

—Sin embargo, están cerca —cuchicheó ella—. Creo que un poco más allá...

—En casa de Nicolás —dije—. Y desde allí podría haber alguien atento a la yegua. Algún criado, apostado para vigilar por si volvemos.

—Será mejor dejar esa montura y robar otra.

—No, ésa es mi yegua —repliqué, pero noté que su mano apretaba la mía con más fuerza.

Percibimos de nuevo a nuestra vieja amiga, la
presencia,
y esta vez se movía por el Sena, al otro lado de la isla y en dirección a la Rive Gauche.

—Ya se ha ido —murmuró ella—. Vámonos. Robaremos otro caballo.

—Espera. Voy a intentar que la yegua me obedezca y venga aquí. Que rompa las bridas.

—¿Puedes hacerlo?

—Ya veremos.

Concentré toda mi voluntad en la yegua, ordenándole en silencio que se encabritara y se soltara de sus ataduras y acudiera donde yo estaba.

En un segundo, la yegua corveteaba y tiraba de las bridas. Después, se incorporó sobre las patas traseras, y la tirilla de cuero se rompió.

El animal se acercó a nosotros pateando los adoquines con estrépito y saltamos a su lomo inmediatamente. Gabrielle fue la primera en montar y yo me coloqué detrás de ella, asiendo lo que quedaba de las riendas al tiempo que azuzaba a la yegua, lanzándola a galope tendido.

Al cruzar el puente, percibí algo detrás de nosotros, una conmoción, un tumulto de mentes humanas.

Sin embargo, nosotros ya nos habíamos perdido en la oscura cámara de resonancia de la Ile de la Cité.

Cuando llegamos a la torre, encendí la antorcha de resina y llevé a Gabrielle a las mazmorras. No quedaba tiempo para mostrarle la cámara superior en aquel momento.

Mientras descendíamos por la escalera de caracol, sus ojos se pusieron vidriosos y miraron a su alrededor con aire indolente. Sus ropas escarlata brillaban contra las piedras oscuras. Advertí un ligerísimo gesto de desagrado cuando notó la humedad.

El hedor de las mazmorras inferiores la trastornó, pero le indiqué con suavidad que aquello no tenía nada que ver con nosotros. Una vez estuvimos en la enorme cripta, el olor quedó aislado por la sólida puerta claveteada de hierro.

La luz de la antorcha llenó la estancia y descubrió las arcadas bajas del techo y los tres grandes sarcófagos con sus imágenes perfectamente talladas.

Ella no dio muestras de miedo. Le dije que debía comprobar si podía alzar la tapa del que escogiera para ella. Tal vez necesitara mi ayuda.

Estudió las tres figuras esculpidas y, tras unos instantes de reflexión, se decidió no por el sarcófago de la mujer, sino por el que tenía el caballero de armadura grabado en la tapa de piedra. Poco a poco, corrió ésta hasta poder asomarse a su interior.

No poseía la misma fuerza que yo, pero sí la suficiente.

—No tengas miedo —le dije.

—No, de eso no tienes que preocuparte —respondió ella con suavidad. En su voz había un delicioso tonillo de irritación, junto a un matiz de tristeza. Mientras pasaba los dedos sobre la piedra, pareció perdida en ensoñaciones.

—A estas horas —musitó—, tu madre ya habría muerto y la habitación estaría llena de malos olores y del humo de cientos de velas. Piensa lo humillante que es la muerte. Unos extraños le habrían quitado la ropa, la habrían bañado y vuelto a vestir...; unos extraños la habrían visto, demacrada e indefensa, en su último sueño. Otros, en los pasillos, cuchichearían por lo bajo comentarios sobre su buena salud, sobre si nunca había habido la más leve enfermedad en sus familias, no, ninguna tisis entre los suyos. «La pobre marquesa», estarían diciendo. Y se preguntarían si había dejado algún dinero, para sus hijos tal vez. Y cuando la vieja entrara a recoger las sábanas sucias, seguro que robaría una de las sortijas de la mano de la muerta.

Asentí. «Y ahora» quise decirle, «estamos en cambio en esta cripta junto a las mazmorras y nos disponemos a acostarnos en lechos de piedra sin otra compañía que las ratas. Pero esto es infinitamente mejor que lo otro, ¿verdad? Vagar eternamente por el territorio de las pesadillas tiene su oscuro esplendor».

La vi pálida y aterida. Con aire soñoliento, sacó algo del bolsillo.

Eran las tijeritas de oro que había cogido de la casa en la que habíamos entrado en el barrio de Saint Germain. El objeto centelleó como una pequeña joya a la luz de la antorcha.

—No, madre —dije, y me sobresalté al oír mi propia voz, que rebotó con el eco en los arcos del techo, demasiado aguda. Las figuras de los otros sarcófagos tomaron el aspecto de testigos implacables. El dolor que sentí en el corazón me dejó aturdido.

Un sonido malsano, un chasquido de metal, un corte, y sus cabellos cayeron al suelo en grandes mechones.

—¡Oh, madre!

Ella contempló su melena en el suelo, la esparció en silencio con la punta de la bota; luego alzó la mirada hacia mí y me encontré ahora con un hombre joven cuyo cabello corto se rizaba contra su mejilla. Sin embargo, los ojos se le estaban cerrando. Extendió la mano hacia mí, y las tijeras le cayeron de los dedos.

—Ahora, a descansar —susurró.

—Sólo es el sol naciente —respondí para animarla. Advertí que perdía fuerzas antes que yo. Me dio la espalda y se dirigió al sarcófago. La tomé en brazos y cerró los ojos. Empujando un poco más hacia un lado la tapa del sarcófago, la deposité en su interior dejando que sus fláccidos miembros adoptaran una postura natural y grácil.

Sus facciones ya dormidas se habían dulcificado, y los cabellos enmarcaban su rostro con los rizos de un muchacho.

Muerta parecía; muerta, roto el hechizo.

Continué mirándola.

Hinqué los dientes en la punta de la lengua hasta sentir el dolor y probar la sangre caliente de la herida. Después, inclinado sobre ella, dejé que la sangre cayera hasta sus labios en pequeñas gotas brillantes. Sus ojos se abrieron. Añiles y brillantes, se alzaron hacia mí. La sangre fluyó a su boca entreabierta y, muy despacio, levantó la cabeza al encuentro de mi beso. Mi lengua penetró en su boca. Sus labios eran fríos. Los míos, también. La sangre, en cambio, era cálida y fluyó entre nosotros.

—Buenas noches, querida mía —dije—. Mi oscuro ángel Gabrielle.

Cuando me separé de ella, volvió a caer en el silencio y la inmovilidad. Corrí la piedra sobre ella.

4

No me gustó despertar en la negra cripta. No me gustó el frío del ambiente, aquel ligero hedor procedente de las celdas inferiores, la sensación de que allí era donde yacía todo lo muerto.

Me embargó un temor. ¿Y si no despertaba? ¿Y si sus ojos no se volvían a abrir? ¿Qué sabía yo lo que había hecho?

No obstante, me pareció un acto de soberbia, una obscenidad, mover otra vez la tapa del ataúd y contemplarla mientras dormía como había hecho la noche anterior. Una sensación de vergüenza propia de mortales se adueñó de mí. En nuestra vieja casa, jamás habría osado abrir su puerta sin llamar, o apartar las cortinas de su lecho.

Despertaría. Era preciso que lo hiciera. Y era mejor que levantara la losa por sí misma, que supiera despenarse sola y que la sed la empujara a hacerlo en el momento adecuado, como me había empujado a mí.

Dejé para ella encendida la antorcha en la pared y salí un momento a respirar aire fresco. Después, sin cuidarme de cerrar puertas y verjas que abría a mi paso, subí a la cámara de Magnus a contemplar cómo se difuminaba el crepúsculo en el cielo.

La oiría al despertarse, me dije.

Debió transcurrir una hora. La luz azulada se desvaneció, aparecieron las estrellas, y la distante ciudad de París encendió sus miles de pequeños reclamos luminosos. Dejé el alféizar donde había estado sentado tras los barrotes de hierro, fui hasta el baúl y empecé a escoger joyas para ella.

Las joyas le seguían gustando. Al dejar su habitación mortuoria, se había llevado sus viejas joyas de familia. Prendí las velas para rebuscar entre las piezas, aunque en realidad no necesitaba la luz. La iluminación me resultaba hermosa. Era hermosa en las joyas. Y encontré algunas piezas muy delicadas para ella: alfileres tachonados de perlas que podría lucir en las solapas de su levita masculina, y anillos que parecerían varoniles en sus manos pequeñas, si era eso lo que deseaba.

De vez en cuando, me detenía a escuchar por si ella venía. Y luego me recorrió aquel escalofrío. ¿Y si no despertaba? ¿Y si para ella todo se había reducido a aquella noche? El terror se desbocó dentro de mí; y el mar de joyas del baúl, la luz de la vela danzando sobre las gemas talladas en facetas, los engastes de oro, no significaron nada.

Pero seguí sin oírla. Escuché el viento en el exterior, el grave y suave rumor de los árboles, el silbido débil y distante del mozo de cuadra, el piafar de los caballos.

A lo lejos sonó la campana de una iglesia.

Entonces, de improviso, me asaltó la sensación de que alguien me observaba. Era una sensación tan extraña para mí que estuve a punto de ser presa del pánico. Me volví, casi tropezando con el baúl, y miré hacia la boca del túnel secreto. Allí no había nadie.

Nadie en el pequeño cuarto privado a la luz de la vela, que hacía juegos de sombras en las piedras y en la torva expresión de Magnus en la tapa del sarcófago.

Por fin, miré directamente delante de mí hacia la ventana cerrada por los barrotes.

Y la descubrí mirándome.

Parecía flotar en el aire, sujeta con ambas manos a los barrotes, y sonreía.

Estuve a punto de soltar un grito. Retrocedí unos pasos, al tiempo que todo mi cuerpo quedaba bañado en sudor. De pronto, me avergoncé de que me hubiera pillado tan desprevenido, de haber reaccionado con aquel sobresalto.

Ella permaneció inmóvil, sin dejar de sonreír, y su expresión fue pasando gradualmente de la serenidad a la malevolencia. La luz de las velas hacía sus ojos demasiado brillantes.

—No está bien que andes asustando a otros inmortales de esta manera —le dije.

Ella respondió con una risa más franca y fácil de la que había tenido en vida.

Me recorrió una sensación de alivio al verla moverse y articular sonidos. Me di cuenta de que estaba ruborizándome.

—¿Cómo has llegado ahí? —le pregunté. Me acerqué a la ventana, pasé las manos entre los barrotes y la sujeté por las muñecas.

Su boquita era todo risa y dulzura. Su cabello, una gran melena resplandeciente en torno al rostro.

—Escalando la pared, naturalmente —respondió—. ¿Cómo pensabas?

—Bueno, vuelve a bajar. No puedes pasar entre los barrotes. Iré a tu encuentro.

—En eso tienes mucha razón —murmuró ella—. Me he asomado a todas las ventanas. Reunámonos en las almenas de arriba. Será más rápido.

Se puso a escalar otra vez, colocando con agilidad las botas en los barrotes, y pronto desapareció.

Era toda exuberancia, como lo había sido la noche anterior mientras bajábamos juntos las escaleras.

—¿Por qué estamos aquí todavía? —me preguntó—. ¿Por qué no nos vamos ya a París?

En su deliciosa figura había algo extraño, algo que no encajaba... ¿Qué podía ser?

En aquel momento ella no quería besos, ni siquiera conversación, en realidad. Y aquello tenía algo de doloroso para mí.

—Quiero enseñarte la cámara interior —le dije—. Y las joyas.

—¿Las joyas? —repitió ella.

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