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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (31 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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—Pagarán por esto —prometí.

Tomé de la mano a Gabrielle, pero ella contempló el cuerpo del desdichado muchacho como si le atrajera contra su voluntad. Después me miró a mí.

—Siento frío —musitó—. Estoy perdiendo fuerza en los brazos y las piernas. Debo llegar enseguida a un lugar oscuro, es preciso. Lo siento.

La conduje a toda prisa hacia el camino, subiendo la ladera de la colina cercana.

Por supuesto, en el cementerio del pueblo no había pequeños monstruos aulladores. Tampoco yo había esperado encontrarlos. La tierra de las viejas tumbas no se había removido desde hacía mucho tiempo.

Gabrielle no quiso seguir discutiendo el asunto conmigo.

La ayudé a llegar a la puerta lateral de la iglesia y rompí en silencio la cerradura.

—Estoy aterida y me escuecen los ojos —repitió en un susurro—. Un sitio oscuro...

Pero, cuando me dispuse a conducirla adentro, interrumpió la frase.

—¿Y si las criaturas tienen razón? —preguntó—. ¿Y si no debemos entrar en la Casa de Dios?

—Palabrerías y estupideces. Dios no está en la Casa de Dios.

—¡No...! —gimió ella.

Crucé la sacristía tirando de ella y la conduje ante el altar. Se cubrió el rostro con las manos y, cuando alzó la vista, lo hizo hacia el crucifijo que remataba el sagrario. Dejó escapar un profundo jadeo. Sin embargo, no era de esa visión de lo que protegía sus ojos cuando volvía el rostro hacia mí, sino de las cristaleras de vidrios de colores. ¡El sol que yo aún no podía notar en absoluto estaba ya quemándola a ella!

La tomé en brazos como había hecho la noche anterior. Tenía que encontrar una antigua cripta que no hubiera sido utilizada en muchos años. Corrí hacia el altar de la Santísima Virgen, donde las inscripciones estaban casi borradas por el paso del tiempo, y, arrodillado, hundí las uñas en torno a una losa y la levanté rápidamente para descubrir un profundo sepulcro ocupado por un único ataúd carcomido.

La hice bajar al interior del sepulcro conmigo y coloqué de nuevo la losa en su lugar.

La oscuridad se hizo total, y el ataúd se hizo astillas bajo mi peso, de modo que mi mano derecha fue a posarse sobre una calavera. Noté también la dureza de otros huesos bajo mi pecho. Gabrielle habló como si estuviera en trance:

—Sí, lejos de la luz.

—Estamos a salvo —susurré yo.

Aparté los huesos e improvisé un nido con la madera podrida y el polvo, demasiado antiguo para conservar olor alguno a cuerpo humano putrefacto.

Pero tardé una hora o tal vez más en conciliar el sueño.

No dejaba de pensar una y otra vez en el mozo de cuadra, hecho un guiñapo y arrojado allí en el suelo con aquella elegante levita de terciopelo rojo. Yo había visto antes aquella levita, pero no lograba recordar dónde. ¿Era tal vez una de las mías? ¿Habrían conseguido penetrar en la torre? No, eso era imposible. Seguro que no habían entrado. ¿Se habrían procurado una prenda idéntica a una de las mías? ¿Hasta aquel punto habrían llegado para burlarse de mí? No, ¿cómo podrían hacer algo semejante criaturas como aquéllas? Y, sin embargo, aquella levita... Había algo en ella que...

7

Cuando abrí los ojos, escuché unos cantos dulcísimos y deliciosos. Como tantas veces sucede con la música, incluso con los fragmentos más preciados, el cántico me devolvió a la infancia, a cierta noche de invierno en que todos los miembros de la familia habíamos bajado a la iglesia del pueblo y habíamos estado durante horas entre las velas encendidas, respirando el humo penetrante y sensual del incienso mientras el sacerdote recorría el recinto con la custodia en alto.

Después de esa primera, un millar más de Bendiciones del Santísimo habían grabado en mi mente la letra del viejo himno;

O Salutarís Hostia

Quae caeli pandis ostium

Bella premuní hostilia,

Da robur, fer auxilium...

Y allí tendido en los restos del ataúd destrozado bajo la losa de mármol blanco del altar lateral de aquella gran iglesia de pueblo, con Gabrielle asida a mí, incluso en la quietud del sueño, me di cuenta poco a poco de que encima de mí había cientos y cientos de humanos que entonaban aquel mismo himno en aquel instante.

¡La iglesia estaba llena de gente! Y no podríamos salir de aquel maldito nido de huesos hasta que todos los mortales la hubieran abandonado.

Noté cómo se movían algunos bichos en la oscuridad que me envolvía. Aprecié el olor del esqueleto destrozado sobre el que yacía. Pude oler también la tierra, y notar la humedad y el rigor del frío.

Las manos de Gabrielle eran unas manos muertas que se agarraban a mí. Su rostro era inflexible como el hueso.

Traté de no darle vueltas a todo aquello y quedarme absolutamente inmóvil.

Encima de mí, cientos de humanos respiraban y jadeaban. Tal vez un millar de ellos. Y ahora entonaban el segundo himno.

«¿Qué viene ahora?» me dije desconsoladamente. «¿La letanía, las bendiciones?» Precisamente aquella noche, de todas las noches, no disponía de tiempo para quedarme allí recordando. Era preciso salir de allí. La imagen de la levita de terciopelo rojo volvió a mi mente con una irracional sensación de urgencia y con un destello de dolor igualmente inexplicable.

Y, de repente —o eso me pareció—, Gabrielle abrió los ojos. Por supuesto, no lo vi, pues la oscuridad era total. Lo noté. Aprecié que sus miembros volvían a la vida.

Pero apenas se había movido, cuando se quedó otra vez rígida de alarma. Le tapé la boca con la mano.

—Guarda silencio —le susurré. Noté cómo la dominaba el pánico.

Todos los horrores de la noche anterior debían estar volviendo a Gabrielle, y ahora se encontraba en un sepulcro junto a un esqueleto destrozado, debajo de una losa que apenas podría levantar.

—¡Estamos en la iglesia! —le informé en un nuevo susurro—. Estamos a salvo.

Llegó a mis oídos el cántico.
Tantum ergo Sacramentum, Veneremus cernui.

—¡No, es una Bendición del Santísimo! —dijo Gabrielle con un jadeo. Intentaba dominarse y seguir quieta, pero, de pronto, perdió el control y tuve que asirla con fuerza por ambas muñecas.

—Es preciso que salgamos de aquí —suplicó—. ¡Lestat, por el amor de Dios, el Santísimo Sacramento está expuesto en el altar!

Los restos del ataúd de madera crujieron y se quebraron sobre la losa del fondo haciéndome caer encima de mi compañera y aplastándola bajo mi peso.

—Quédate quieta y callada, ¿me oyes? No tenemos más remedio que esperar.

Sin embargo, su pánico estaba contagiándome. Noté los fragmentos de hueso crujiendo bajo mis rodillas y percibí el olor de la tela putrefacta. Parecía que el hedor a muerte penetraba por los muros del sepulcro, y me di cuenta de que no soportaría seguir encerrado entre aquel olor.

—No podemos quedarnos aquí —jadeó—. No podemos. ¡Tengo que salir! —Me lo pedía casi gimoteando—. ¡Lestat, no puedo!

Empezó a palpar las paredes, y luego la losa que nos cubría. Escuché un sonido puro, átono, que escapaba de sus labios.

Encima de nosotros, el cántico había cesado. El sacerdote habría vuelto a subir los peldaños hasta el altar y estaría elevando la custodia con ambas manos. Se volvería hacia los feligreses y alzaría la Sagrada Hostia para bendecirlos. Gabrielle, por supuesto, lo sabía. Y, de pronto, Gabrielle se volvió como loca, agitándose debajo de mí hasta casi arrojarme a un lado.

—¡Esta bien, escúchame! —susurré, incapaz de controlar aquello por más tiempo—. Vamos a salir, pero lo haremos como verdaderos vampiros, ¿me oyes? En la iglesia hay un millar de personas y vamos a darles un susto de padre y señor mío. Yo levantaré la piedra y apareceremos los dos a la vez. Cuando lo hagamos, levanta los brazos y pon la mueca más horrible que se te ocurra y lanza alaridos si puedes. Eso les hará retroceder en lugar de lanzarse sobre nosotros y conducirnos a la cárcel. Después, echaremos a correr hacia la puerta.

A Gabrielle le faltó tiempo hasta para responder, pues ya estaba debatiéndose y golpeando con los talones la madera podrida.

Me incorporé, di un fuerte empujón con ambas manos a la losa de mármol y salté del sepulcro como acababa de decir que haría, levantando la capa en un enorme arco.

Fui a caer en el piso del coro, envuelto en el resplandor de las velas, y emití el grito más potente de que fui capaz.

Cientos de mortales se pusieron en pie delante de mí. Cientos de bocas se abrieron para gritar.

Emitiendo un nuevo alarido, así de la mano a Gabrielle y me lancé hacia ellos saltando la barandilla del comulgatorio. Ella me acompañó con un delicioso gemido muy agudo, levantando la mano izquierda como una zarpa mientras yo tiraba de ella por el pasillo central. El pánico se generalizó: hombres y mujeres sujetaban a sus niños y lanzaban chillidos sin dejar de retroceder.

Las pesadas puertas cedieron al instante, abriéndose al cielo oscuro y al viento racheado. Empujé a Gabrielle delante de mí y, volviéndome, lancé el aullido más agudo de que fui capaz. Puse al descubierto mis colmillos ante la grey espantada y angustiada. Incapaz de determinar si parte de la feligresía se lanzaba en nuestra persecución o si caía hacia mí debido al pánico, me llevé la mano al bolsillo y sembré de monedas de oro el suelo de mármol.

—¡El demonio arroja monedas! —chilló alguien.

Gabrielle y yo huimos a toda velocidad, atravesando el cementerio y los campos. En cuestión de segundos, ganamos el bosque y capté el olor de los establos de un caserón que se alzaba ante nosotros más allá de los árboles.

Me quedé quieto y concentrado, casi doblado por la cintura, y llamé a los caballos. Después corrimos hacia ellos y escuchamos el sordo golpeteo de sus herraduras contra los pesebres.

Salvando de un salto el seto bajo, con Gabrielle a mi lado, arranqué la puerta de sus goznes, al tiempo que un caballo castrado de fina estampa salía al galope de su caballeriza destrozada. Saltamos a su lomo. Gabrielle se acomodó delante de mí y le pasé el brazo en torno a su cintura.

Clavé los talones en el animal y nos perdimos en el bosque en dirección sur, hacia París.

8

Intenté elaborar un plan mientras nos acercábamos a la ciudad, pero, para ser sinceros, no estaba nada seguro de cómo proceder.

No había modo de evitar a aquellos pequeños monstruos repulsivos. Cabalgábamos hacia una batalla y la situación no era muy distinta a la mañana en que saliera a matar los lobos, confiado en que mi rabia y mi voluntad me ayudarían a vencerlos.

Apenas habíamos entrado entre las casas de campo que salpicaban Montmartre cuando escuchamos durante una fracción de segundo su leve murmullo, nocivo como un vapor tóxico.

Gabrielle y yo nos dimos cuenta de que debíamos beber enseguida para estar preparados cuando se produjera el encuentro.

Nos detuvimos en una de las pequeñas alquerías, cruzamos con sigilo el huerto hasta la puerta trasera y encontramos en el interior al hombre y a su esposa, dormitando ante una chimenea.

Cuando hubimos terminado de beberlos, salimos de la casa al pequeño huerto, donde nos detuvimos un instante a contemplar el cielo gris perla. No se oía la presencia de nadie más. Sólo la quietud, la claridad de la sangre fresca y la amenaza de la lluvia en las nubes que se congregaban sobre nosotros.

Me volví y ordené en silencio al caballo que acudiera a mí. Mientras sujetaba las riendas, miré a Gabrielle.

—No veo más solución que entrar en París —le dije— e ir directamente al encuentro de esas bestias. Y hasta que aparezcan y estalle de nuevo la guerra, hay otras cosas que debo hacer. Tengo que pensar en Nicolás y debo hablar con Roget.

—No es momento para esas tonterías de mortales —replicó ella.

Aún llevaba el polvo del sepulcro de la iglesia adherido a la tela de la capa y a sus rubios cabellos: le daban el aspecto de un ángel arrastrado por la tierra, un ángel caído.

—No dejaré que se interpongan entre mí y lo que deseo hacer —declaré.

Ella exhaló un profundo suspiro.

—¿Quieres conducir a estas criaturas a tu querido monsieur Roget? —preguntó.

Era una posibilidad demasiado horrible para correr el riesgo.

Empezaban a caer las primeras gotas de lluvia y sentí frío a pesar de la sangre recién bebida. En un momento empezaría a llover con fuerza.

—Está bien —reconocí—. No se puede hacer nada hasta que terminemos esto de una vez.

Monté de nuevo y tendí la mano a Gabrielle.

—Las heridas no hacen más que espolearte, ¿verdad? —comentó, estudiándome—. Intenten lo que intenten esas criaturas, no conseguirán otra cosa que darte fuerzas.

—¡Vaya, esto sí que me parece una tontería propia de mortales! ¡Vamos allá! —repliqué.

—Lestat —dijo ella entonces con voz seria—, al muchacho de la cuadra le pusieron aquella levita de caballero después de matarle. ¿Te fijaste en la prenda? ¿No la habías visto antes?

Aquella maldita ropa de terciopelo rojo...

—Yo sí la había visto —continuó—. La vi durante horas en mi lecho de muerte en París. Era la levita de Nicolás de Lenfent.

Me quedé mirándola un largo instante, pero creo que no la percibí en absoluto. La rabia que crecía dentro de mí era absolutamente muda. Sería rabia hasta que tuviera pruebas de que debía ser pena, pensé. Después, dejé de pensar.

Me di cuenta, difusamente, de que Gabrielle aún no tenía idea de lo fuertes que podían ser nuestras emociones, del efecto paralizante que podían tener. Creo que moví los labios, pero no salió de ellos sonido alguno.

—No creo que le hayan matado, Lestat —me dijo.

Intenté de nuevo decir algo. Quería preguntarle por qué lo pensaba así, pero no pude y seguí con la vista fija en el huerto.

—Creo que está vivo y le tienen prisionero —continuó—. De lo contrario, habrían dejado ahí su cuerpo, y no se habrían molestado con el mozo de cuadra.

—Es posible. Tal vez no... —Tuve que obligar a mis labios a formar las palabras.

—La ropa era un mensaje.

No pude soportarlo por más tiempo y estallé:

—Voy tras ellos. ¿Quieres regresar a la torre? Si fracaso en esto...

—No tengo ninguna intención de dejarte —contestó ella.

La lluvia caía con intensidad cuando llegamos al boulevard du Temple, cuyos adoquines mojados reflejaban la luz de un millar de farolas.

Mis pensamientos se habían solidificado en estrategias que eran más producto del instinto que de la razón. Me sentía más dispuesto que nunca para una lucha, pero era preciso conocer bien nuestra situación. ¿Cuántas criaturas de aquéllas había? ¿Qué querían, en realidad? ¿Capturarnos y destruirnos, o sólo asustarnos y ahuyentarnos? Era preciso que contuviera mi rabia; debía recordar que eran seres infantiles, supersticiosos, y que fácilmente se dispersarían asustados ante mi presencia.

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