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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (27 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Gabrielle se quedó mirándole y aprecié el efecto de la sangre en su interior, calentándola e intensificando el rosado de su piel y el rojo de sus labios. Cuando me miró, sus ojos eran un destello violeta, reflejo casi exacto del color que tenía el cielo cuando yo había entrado en su alcoba aquella noche. Continué contemplándola en silencio mientras ella observaba con un aire de curiosidad y asombro a su víctima, como si no terminara de aceptar lo que veía. Volvía a tener el cabello enredado, y lo aparté de su rostro.

Se deslizó entre mis brazos y la conduje lejos de su víctima. Ella volvió la cabeza un par de veces y, por fin, miró resueltamente hacia adelante.

—Por esta noche, es suficiente. Tenemos que regresar a la torre —le dije. Deseaba enseñarle el tesoro y estar a solas con ella en aquel reducto seguro; deseaba estrecharla en mis brazos y consolarla si empezaba a perder el dominio de sí misma. De nuevo, los espasmos agónicos la asaltaban. Allí, en la torre, podría descansar a mi lado junto al fuego.

—No, no quiero ir todavía —replicó—. El dolor no durará mucho, tú me lo has prometido. Quiero que pase pronto y luego seguir aquí. —Alzó la vista hacia mí y sonrió—. Vine a París para morir, ¿recuerdas? —añadió en un susurro.

Todo a nuestro alrededor distraía su atención: el muerto envuelto en su abrigo gris y desplomado junto a la tapia, el reflejo del cielo en la superficie de un charco, el paso de un gato por la parte superior de una pared cercana. La sangre seguía moviéndose en el interior de Gabrielle, llenándola de una sensación de calor.

Así su mano y la insté a seguirme.

—Tengo que beber —le expliqué.

—Sí, claro —susurró ella—. Esa presa debería haber sido para ti. Debería haberme dado cuenta... Además, incluso en estas circunstancias, tú eres el hombre...

—El hombre famélico —añadí con una sonrisa—. No caigamos en el desatino de inventar unas normas de urbanidad para monstruos.

Solté una carcajada. La habría besado, pero algo me distrajo de pronto y le apreté la mano con demasiada fuerza.

A lo lejos, en la dirección de les Innocents, escuché
la presencia
con más nitidez que nunca.

Gabrielle permaneció tan muda como yo, y, ladeando lentamente la cabeza, se apartó el cabello del oído.

—¿Oyes eso? —le pregunté. Ella levantó la vista hacia mí al instante.

—¡Es
otro!
—exclamó. Entrecerró los ojos y volvió a mirar en la dirección de la que procedía el efluvio—. ¡Proscritos! —añadió en voz alta.

—¿Qué?

Proscritos, proscritos, proscritos.
Sentí una oleada de aturdimiento, como si recordara algo salido de un sueño. Un fragmento de un sueño. Pero era incapaz de pensar con claridad, pues me había desgastado mucho transformando a la mujer en uno de mi especie. Era
necesario
saciar mi sed.


Eso
nos ha llamado proscritos —dijo ella—. ¿No lo has oído?

Tras esto, volvió a prestar atención a las lejanas palabras, pero la
presencia
había desaparecido ya, y ninguno de los dos volvimos a captarla; incluso dudé de si sería cierto que había captado aquel nítido pensamiento,
proscritos,
¡pero había parecido muy real!

—Sea lo que sea, no importa —afirmé—. Jamás se acerca a más de esta distancia. No obstante, mientras pronunciaba estas palabras, me di cuenta de que en esta ocasión la
presencia
había resultado más virulenta que nunca y deseé alejarme enseguida de les Innocents—. Sea lo que sea,
eso
vive en los cementerios —murmuré—. Tal vez no pueda vivir en otro lugar... por mucho tiempo.

Antes de que pudiera terminar la frase, no obstante, volví a sentir de nuevo la
presencia
y me pareció que se expandía y rezumaba más malevolencia de la que nunca antes había apreciado en ella.

—¡Está burlándose! —susurró Gabrielle.

Estudié su expresión y comprendí, sin la menor duda, que ella captaba la
presencia
con mucha más claridad que yo.

—¡Desafíale! ¡Llámale cobarde! —indiqué a mi compañera—. ¡Exígele que salga!

Gabrielle me dirigió una mirada de sorpresa.

—¿De veras es eso lo que quieres? —me preguntó en un leve susurro. Vi que era presa de un ligero temblor y la ayudé a sostenerse mientras se llevaba una mano al vientre como si sufriera un nuevo espasmo.

—Dejémoslo entonces —respondí—. No es el momento adecuado. Ya volveremos a oír esa voz más adelante, cuando casi nos hayamos olvidado de que existe.

—Ahora ha desaparecido —añadió ella—. Pero ese ser nos odia...

—Alejémonos de aquí —insistí en tono despectivo. Después, pasando el brazo en torno a su cintura, la obligué a acelerar el paso.

Guardé para mí lo que estaba pensando, lo que me preocupaba mucho más que la
presencia
y sus trucos de costumbre. Si Gabrielle podía escucharla igual que yo, o con más nitidez todavía, era que poseía todos mis poderes, incluida la capacidad para emitir y recibir imágenes y pensamientos. ¡Y, sin embargo, no podíamos
oírnos
entre nosotros!

3

Encontré una víctima no bien cruzamos el río y, tan pronto como la hube escogido, me di entera cuenta de que todo cuanto había hecho a solas hasta entonces, lo seguiría haciendo en adelante con Gabrielle. En esta ocasión, ella podría observar mi actuación y sacar enseñanzas de ella. Creo que la intimidad de la experiencia hizo que me subiera la sangre al rostro.

Mientras atraía a mi presa a la salida de la taberna, mientras jugaba con el desgraciado hasta volverle loco y luego daba cuenta de él, fui consciente de que estaba haciendo ostentación delante de mi madre, añadiendo a la cacería un poco más de crueldad, un toque casi travieso. Y cuando saboreé la muerte, ésta tuvo tal intensidad que me dejó exhausto durante un rato.

A ella le encantó la escena. Lo observó todo como si pudiera absorber la visión del mismo modo en que absorbía la sangre. Nos abrazamos de nuevo y la tomé en mis brazos y noté su calor igual que ella notó el mío. La sangre invadía mi cerebro y los dos nos quedamos apretados el uno contra el otro, como dos estatuas ardientes en la oscuridad. Incluso la fina envoltura de nuestras ropas nos parecía extraña.

Tras esto, la noche perdió toda dimensión normal. De hecho, sigo recordándola como una de las noches más largas que he pasado en toda mi vida inmortal.

Fue una noche interminable, vertiginosa e insoldable, y hubo momentos en los que deseé tener alguna defensa contra sus placeres y sus sorpresas, pero no encontré ninguna.

Y, aunque repetí su nombre una y otra vez para acostumbrarme, ella ya no era realmente Gabrielle para mí. Era, simplemente
ella,
la que había necesitado toda mi vida con todo mi ser. Era la única mujer a la que había amado siempre.

Su muerte real no se prolongó mucho.

Buscamos un sótano vacío y nos quedamos en él hasta que todo hubo terminado. Y allí la sostuve entre mis brazos y le hablé mientras sucedía. Volví a contarle, esta vez con palabras, todo lo que me había sucedido.

Le hablé con detalle de la torre y repetí todo cuanto Magnus me había dicho. Le expliqué todas las manifestaciones de la
presencia
y cómo casi me había acostumbrado a ella y el desprecio que me inspiraba y mi decisión de no perseguirla. Probé una y otra vez a enviarle imágenes mentales, pero resultó inútil. No hice ningún comentario al respecto. Ella tampoco, pero siguió mis explicaciones con mucha atención.

Le comenté las sospechas de Nicolás, quien, por supuesto, no le había mencionado nada al respecto. Añadí que ahora aún temía más por él. Otra ventana abierta, otra habitación vacía, y, esta vez, varios testigos para corroborar lo extraño que resultaba todo el asunto.

Pero no importaba: ya me ocuparía de contarle a Roget algún cuento que resultara convincente. Ya encontraría algún medio de engatusar a Nicolás, de romper la cadena de sospechas que le vinculaba a mí.

Ella pareció ligeramente fascinada por todo aquello, pero, en realidad, no le importaba. Lo único que le interesaba era lo que se abría ante ella desde aquel momento.

Y, cuando el proceso de su muerte hubo concluido, no hubo modo de detenerla. No había muro que no pudiera escalar, ni puerta que no quisiera abrir, ni tejados demasiado inclinados.

Era como si no creyese de veras que viviría eternamente, sino que pensara que se le había concedido únicamente aquella noche de vitalidad sobrenatural y que debía conocer y llevar a cabo todas las cosas antes de que la muerte viniera a reclamarla al amanecer.

Traté en múltiples ocasiones de convencerla para que volviéramos al refugio de la torre, y, con el transcurso de las horas, se adueñó de mí un agotamiento espiritual. Necesitaba reposar allí, meditar sobre lo sucedido aquella noche. Abriría los ojos y, por un instante, lo único que vería sería oscuridad.

Ella, en cambio, sólo deseaba experimentar, vivir aventuras.

Me propuso entrar en las viviendas privadas de los mortales a buscar la ropa que le hacía falta, y se echó a reír cuando le confié que siempre había adquirido mi indumentaria como era debido.

—Podemos oír si una casa está vacía —replicó ella. Avanzaba con rapidez por las calles con la vista puesta en las ventanas de las mansiones a oscuras—. Y también podemos oír si los criados están despiertos.

Aunque nunca había probado una cosa semejante, me pareció muy coherente, y pronto me encontré siguiéndola por las estrechas escaleras de servicio y los pasillos enmoquetados, sorprendido de lo fácil que resultaba y fascinado por los detalles de las estancias informales en las que vivían los mortales. Descubrí que me gustaba tocar los objetos personales: abanicos, cajitas de rapé, el periódico que había estado leyendo el amo de la casa, sus botas junto al fuego. Era tan divertido como asomarse a las ventanas.

Pero su propuesta tenía un fin concreto. En el vestidor de la señora de una gran casona de Saint Germain, encontró una fortuna en ropas elegantes a la medida de sus renovadas y abundantes formas. Le ayudé a despojarse del viejo vestido de tafetán y a ponerse otro de terciopelo rosa, tras lo cual procedió a recogerse los rizos de su cabellera bajo un sombrero de plumas de avestruz. De nuevo, me sorprendió su aspecto y la sensación extraña, fantasmal, de vagar junto a ella por la casa amueblada
en
exceso y llena de aroma a mortales. La vi recoger unos objetos de la mesa del vestidor. Un frasco de perfume y unas tijeritas de oro. Después, la vi mirarse en el espejo.

Le acerqué mis labios de nuevo y no me rechazó. Éramos unos amantes besándose. Y ésa era la imagen que ofrecíamos juntos, dos pálidos amantes, mientras descendíamos a toda prisa la escalera de servicio y nos perdíamos por las calles nocturnas.

Vagamos por la Opera y la Comedie antes de que cerraran, y luego acudimos al baile del Palais Royal. A ella le encantó la manera como los mortales nos veían sin vernos, cómo se sentían atraídos por nosotros y, a la vez, se engañaban por completo.

Más tarde, mientras explorábamos las iglesias, oímos la
presencia
con gran claridad; pero enseguida la perdimos otra vez. Escalamos campanarios para contemplar nuestro reino, y, más tarde pasamos un rato apretujados en abarrotadas cafeterías por el mero gusto de sentir y oler a los mortales que nos rodeaban, de intercambiar miradas secretas, de reírnos en voz baja,
tete a tete,
Gabrielle cayó en un estado de ensoñación contemplando la columna de vapor que se alzaba del tazón de café y las capas de humo de cigarrillo que flotaban alrededor de las lámparas.

Más que ninguna otra cosa, le gustaban las calles oscuras y vacías y el aire fresco. Quiso encaramarse a las ramas de los árboles y subirse de nuevo a los tejados. Se maravilló que yo no recorriera siempre la ciudad utilizando los tejados o cabalgando sobre las capotas de los carruajes, como habíamos hecho un rato antes.

Poco después de medianoche, estábamos en el desierto mercado caminando cogidos de la mano.

Acabábamos de escuchar otra vez la
presencia,
pero ninguno de los dos pudo distinguir en ella un estado de ánimo como la vez anterior. Aquello me tenía desconcertado.

No obstante, todo cuanto nos rodeaba resultaba asombroso todavía para mi compañera: la basura, los gatos que cazaban ratas, la extraña quietud, el hecho de que los rincones más oscuros de la metrópoli no representaran peligro alguno para nosotros. Sobre todo, esto último. Tal vez era eso lo que más le agradaba, que pudiéramos pasar por delante de las guaridas de ladrones sin que nuestra presencia fuera advertida, que pudiéramos derrotar fácilmente a cualquiera lo bastante estúpido como para molestarnos, que fuéramos a la vez visibles e invisibles, palpables y absolutamente intangibles.

Yo no le daba prisas ni le hacía preguntas. Simplemente, me dejaba llevar por ella, me sentía satisfecho, y, a veces, me descubría sumido en mis pensamientos acerca de aquel bienestar tan poco familiar para mí.

Y cuando un joven agraciado, de constitución delgada, surgió a caballo entre los tenderetes cerrados del mercado, lo contemplé como si fuera una aparición, alguien llegado de la tierra de los vivos a la tierra de los muertos. El muchacho me recordó a Nicolás por su cabello oscuro y sus ojos pardos, y por la expresión entre inocente y meditabunda de su rostro. No alcanzaba la edad de Nicolás y era un joven muy estúpido, me dije, por andar a solas por el mercado a aquellas horas.

Sin embargo, no me di perfecta cuenta de lo estúpido que era hasta que Gabrielle se movió hacia adelante como un gran felino de piel rosada y sin hacer ningún ruido, le derribó de la montura.

Me estremecí. La inocencia de las víctimas no le preocupaba en absoluto. Ella no padecía mis batallas morales. Pero tampoco yo las libraba ya, de modo que, ¿cómo podía juzgarla? Con todo, la facilidad con la que mató al joven, rompiéndole el cuello con gesto grácil cuando el pequeño sorbo de sangre que tomó de él no le habría causado la muerte, me enfureció a pesar de la extrema excitación que me produjo contemplar la escena.

Era más fría que yo. Era mejor en todo, me dije. «No muestres piedad», había dicho Magnus. ¿Significaba eso que matáramos aunque no tuviéramos necesidad de hacerlo?

Un instante después, quedó desvelado por qué había actuado de aquel modo. Allí mismo, se arrancó el ceñidor de terciopelo rosa y los faldones para ponerse las ropas del joven. Lo había escogido por su talla de ropa.

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