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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (21 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Lo primero que hice al verle fue retirarme del bastidor y cerrar los ojos. Habría caído al vacío si mi mano derecha no se hubiera agarrado rápidamente a la pared, como dotada de voluntad propia. Sólo había visto la habitación por un instante, pero todos los detalles estaban fijos en mi mente.

Nicolás iba vestido con sus viejas ropas de terciopelo verde, el elegante atavío que había llevado con tanto desparpajo por las tortuosas callejas de nuestro pueblo natal. Sin embargo, en torno a él abundaban los signos de riqueza que yo le había enviado, los libros encuadernados en piel de los estantes y un escritorio con incrustaciones, presidido por un cuadro ovalado. Y el violín italiano brillando sobre el nuevo pianoforte.

Lucía un anillo con piedras preciosas que le había hecho mandar y llevaba el cabello castaño atado en la nuca con un lazo de seda negra. Estaba sentado, meditabundo, con los codos sobre la mesa y sin probar bocado del plato de exquisita porcelana que tenía ante sí.

Poco a poco, abrí los ojos y volví a mirarle. Allí bajo el resplandor de la luz, quedaban de relieve sus gracias naturales: los brazos delicados pero fuertes, los ojos grandes y sobrios y la boca que, pese a toda la ironía y todo el sarcasmo que pudieran salir de ella, era infantil y dispuesta a ser besada.

Me pareció descubrir en él una fragilidad que jamás había percibido o entendido. No obstante, mi Nicolás parecía inmensamente inteligente, lleno de pensamientos confusos e intransigentes, mientras escuchaba el rápido parloteo de Jeannette.

—Lestat se ha casado —decía la muchacha, mientras Luchina, su compañera, asentía con la cabeza—. Su esposa es una mujer rica y él no puede revelarle que ha sido un vulgar actor. El asunto es así de simple.

—Yo digo que le dejemos en paz —intervino Luchina—. Ha salvado del cierre nuestro teatro y nos colma de regalos...

—No creo que sea cierto lo que dices —replicó Nicolás a Jeannette con voz amarga—. Lestat no se avergonzaría de nosotros. —En sus palabras había una rabia contenida y una profunda aflicción—. ¿Por qué se marchó como lo hizo? Yo le oí llamarme a gritos y descubrí la ventana rota en pedazos. Os aseguro que estaba medio despierto y que escuché su voz...

Un incómodo silencio cayó sobre los tres comensales. Las muchachas no daban crédito al relato de Nicolás, a su explicación de cómo me había esfumado de la buhardilla, y volver a contarlo sólo había servido para dejarle todavía mas aislado y amargado. Todo esto lo pude captar escuchando los pensamientos de los reunidos.

—Vosotras no conocisteis bien a Lestat —añadió entonces Nicolás con aire desabrido, retomando la conversación con sus dos acompañantes mortales—. ¡Lestat le escupiría en la cara a cualquiera que se avergonzara de nosotros! Me envía dinero, pero, ¿qué se supone que debo hacer con él? ¡Mi viejo amigo está jugando con nosotros!

No obtuvo respuesta de las muchachas, personas prácticas y sensatas que no estaban dispuestas a hablar en contra de su misterioso benefactor. Las cosas iban demasiado bien.

Y, al prolongarse el silencio, advertí la profundidad de la angustia de Nicolás. La percibí como si estuviera asomándome a su mente. Y no pude soportarlo.

No pude soportar el hecho de sondear su mente sin que él lo supiera. Sin embargo, no podía dejar de percibir en el interior de mi amigo un inmenso territorio secreto, más tétrico de lo que nunca había soñado, y sus palabras me revelaron que esa oscuridad interior era como la que ya había percibido en él en la posada del pueblo, pero que me había tratado de ocultar entonces.

Ahora, casi podía ver ese territorio secreto. Y aprecié que existía realmente más allá de su mente, como si ésta no fuera más que el pórtico de un caos que se extendía desde los límites de todo lo que conocemos.

Aquello era demasiado aterrador. No quise verlo. ¡No quería sentir lo que sentía!

¿Qué podía hacer por él? Eso era lo importante. ¿Qué podía hacer para poner fin a aquel tormento de una vez por todas?

Sí, ardía en deseos de tocarle, de rozar sus manos, sus brazos, su rostro. Quería tocar su carne con aquellos nuevos dedos inmortales. Y me descubrí susurrando la palabra «vivo». «Sí, estás vivo y eso significa que puedes morir. Y todo lo que veo cuando te miro es absolutamente insustancial, es una mezcolanza de pequeños movimientos y de colores indefinibles como si carecieras de cuerpo y sólo fueras una acumulación de calor y de luz. Tú eres la luz misma; y yo, ¿qué soy ahora?»

Aunque eterno, me retuerzo como una pavesa en ese resplandor.

Pero la atmósfera de la habitación había cambiado. Luchina y Jeannette se despedían con unas frases corteses. Nicolás no les hacía caso. Se había vuelto hacia la ventana y se estaba incorporando como si le llamara una voz secreta. La expresión de su rostro era indescriptible.

¡Sabía que yo estaba allí!

En un abrir y cerrar de ojos, salté por la resbaladiza pared hasta el tejado.

Pero todavía podía
oírle
allá abajo. Volví la cabeza y observé sus manos desnudas en el alféizar. Y, a través del silencio, pude oír su pánico. ¡Había notado que yo estaba allí! Era mi presencia lo que había percibido, igual que yo percibía aquella
presencia
en los cementerios. ¿Pero cómo, se decía, podía estar allí Lestat?

Me sentía demasiado conmocionado para hacer nada. Me sujeté del canal del tejado, me tendí sobre éste, y advertí cuando se marchaban las muchachas y Nicolás se quedaba a solas. Y mi único pensamiento fue: ¿qué era, por todos los demonios, esta presencia que Nicolás había percibido?

Me refiero a que yo no era ya Lestat, sino un demonio, un poderoso y voraz vampiro. Y, pese a ello, Nicolás notaba mi presencia, la presencia de Lestat, el hombre al que había conocido.

Era algo muy distinto a cuando un mortal veía mi rostro y balbuceaba mi nombre, lleno de confusión. Nicolás había reconocido en mi naturaleza monstruosa algo que él conocía y amaba.

Dejé de escuchar sus pensamientos y, sencillamente, permanecí tendido en el tejado.

Pero supe que, abajo, Nicolás se estaba moviendo. Supe cuándo cogía el violín colocado sobre el pianoforte y cuándo se asomaba de nuevo a la ventana.

Y me cubrí los oídos con las manos.

Pese a ello, me llegó el sonido. Surgió del instrumento y desgarró la noche como si fuera un elemento reluciente, distinto al aire, la luz y la materia, que pudiera ascender hasta las propias estrellas.

Atacó las cuerdas y casi pude verle con los párpados cerrados, meciéndose a un lado y a otro con la cabeza inclinada sobre el violín como si quisiera fundirse con la música, hasta que se borró de mí toda sensación de su presencia y sólo quedó el sonido, las notas largas y vibrantes, los escalofriantes
glissandos
y el violín cantando en su propio idioma hasta hacer que pareciera falsa cualquier otra forma de hablar.

Sin embargo, conforme avanzaba, la canción se convirtió en la esencia misma de la desesperación, como si su belleza fuera una horrible coincidencia, una extravagancia sin un ápice de verdad.

¿Expresaba esto lo que Nicolás creía, lo que siempre había creído cuando yo le hablaba largo y tendido sobre la bondad? ¿Era él quien se lo hacía decir al violín? ¿Estaba, tal vez, creando deliberadamente aquellas notas largas, puras y líquidas, para decir que la belleza no significaba nada porque surgía de su desesperación, y que tampoco tenía nada que ver, en el fondo, con tal desesperación, pues ésta no era hermosa y la belleza era, por tanto, una terrible ironía?

No supe qué responder, pero el sonido se extendió más allá de Nicolás, como siempre había sucedido. Se hizo mayor que la desesperación. Se transformó sin esfuerzo en una lenta melodía, como el agua que busca su camino en la ladera de la montaña. Se hizo aún más rica y oscura y pareció haber en ella algo indisciplinado y rebelde, enorme y sobrecogedor. Permanecí tendido de espaldas en el tejado, con la mirada puesta en las estrellas.

Puntos de luz que los mortales no habrían podido ver. Nubes fantasmales. Y el sonido penetrante y desgarrador del violín finalizando la pieza lentamente, con una exquisita tensión.

No me moví.

En silencio, entendí el idioma que hablaba el violín. ¡Ah, Nicolás, si pudiéramos volver a hablar...! Si pudiéramos continuar «nuestra conversación»...

La belleza no era la perfidia que él imaginaba, sino más bien una tierra inexplorada donde uno podía cometer mil errores fatales, un paraíso salvaje e indiferente sin postes indicadores que señalaran lo bueno y lo malo.

Pese a todos los refinamientos de la civilización que conspiraban para producir arte —la mareante perfección de un cuarteto de cuerda o la irregular grandeza de los lienzos de Fragonard—, la belleza era algo salvaje. Era tan peligrosa y anárquica como había sido la Tierra eones antes de que el hombre tuviera el primer pensamiento coherente en la cabeza o escribiera el primer código de comportamiento en tablillas de arcilla. La belleza era un Jardín Salvaje.

Entonces, ¿por qué tenía que dolerle que la música más desesperada estuviera llena de belleza? ¿Por qué tenía que hacerle mostrarse cínico, triste y desconfiado?

El bien y el mal eran meros conceptos elaborados por el hombre. Y el hombre era mejor, realmente, que aquel Jardín Salvaje.

Pero tal vez, en lo más profundo de su ser, Nicolás siempre había soñado con una armonía de todas las cosas que yo había considerado imposible desde el primer momento. El sueño de Nicolás no era la bondad, sino la justicia.

De todos modos, ya no volveríamos a discutir tales cosas frente a frente. Nunca volveríamos a estar en la posada. Perdóname, Nicolás. El bien y el mal existen todavía, y seguirán existiendo. En cambio, «nuestra conversación» ha terminado para siempre.

Sin embargo, en el mismo instante en que me retiraba del tejado y me alejaba en silencio de la He de Saint Louis, ya sabía lo que me proponía hacer.

No quise reconocerlo, pero ya lo sabía.

La noche siguiente, ya era tarde cuando llegué al boulevard du Temple. Venía de saciarme a gusto en la Ile de la Cité y el primer acto de la representación en la Casa de Tespis ya estaba avanzado.

12

Me había vestido como para presentarme en la Corte, con brocados de plata y, sobre los hombros, una capa de terciopelo color espliego hasta la rodilla. Llevaba una espada nueva con empuñadura de plata bellamente tallada, las habituales hebillas grandes y adornadas en los zapatos, y el lazo, los guantes y el tricornio de costumbre.

Llegué al teatro en un carruaje alquilado pero, no bien hube pagado al cochero, tomé el callejón trasero hasta la puerta de artistas, como siempre había hecho.

Al instante, me envolvió la familiar atmósfera del teatro, el olor de la espesa base de maquillaje y de los trajes baratos, llenos de sudor y perfumes, y el polvo. Alcancé a ver un fragmento del escenario iluminado, refulgente tras la confusión de enormes decorados, y escuché un estallido de carcajadas en la sala. Una trouppe de acróbatas —vestidos de bufones con mallas rojas, gorras puntiagudas y cuellos colgantes con cascabeles en los extremos— esperaba al intermedio para salir a actuar.

Me sentí aturdido y, por un instante, tuve miedo. El recinto me producía la sensación de lugar cerrado y peligroso, pero resultaba maravilloso volver a estar en él. Y también crecía dentro de mí una sensación de tristeza. No; de pánico, en realidad.

Luchina me vio y soltó un chillido. Por todas partes se abrieron las puertas de los pequeños y atestados camerinos. Renaud corrió a mi encuentro y me estrechó la mano con fuerza. Donde momentos antes no había más que madera y tela, apareció un pequeño universo de excitados rostros humanos, caras llenas de sudor y rubor, y me descubrí apartándome de un candelabro humeante mientras decía apresuradamente:

—Mis ojos... Apagad eso.

—Apagad las velas. Le duelen los ojos, ¿no lo veis? —repitió Jeannette con voz urgente. Noté sus labios húmedos entreabiertos contra mi mejilla. Me rodeaba todo el mundo, incluso los acróbatas, que no me conocían, y los viejos pintores y carpinteros del teatro, que tantas cosas me habían enseñado.

—Llamad a Nicolás —dijo Luchina, y estuve a punto de gritar «¡No!».

Los aplausos sacudían el viejo local. El telón fue bajado desde ambos lados del escenario y, al instante, mis viejos compañeros actores corrieron a mi encuentro mientras Renaud llamaba a brindar con champán.

Mantuve las manos sobre los ojos como si, cual basilisco, fuera a matar a cualquiera con sólo mirarle. Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas y comprendí que debía enjugarlas antes de que nadie viera caer las gotas sanguinolentas. Sin embargo, estaban tan cerca de mí que no podía alcanzar el pañuelo y, presa de una súbita y terrible debilidad, pasé los brazos en torno a Jeannette y Luchina y apreté el rostro contra el de ésta última. Eran como dos aves, de huesos llenos de aire y corazones como alas batientes; por un segundo, mi oído de vampiro escuchó correr la sangre por ellas, pero tal cosa me pareció una obscenidad. Me limité a rendirme a los besos y caricias, olvidando el latir de sus corazones, y a asirme a ellas, a oler su piel empolvada, a notar de nuevo la presión de sus labios.

—¡No sabe lo preocupados que nos tenía! —retumbó la voz de Renaud—. ¡Y, luego, todas esas historias sobre su buena fortuna!

Batió palmas y anunció:

—¡Atentos todos! ¡Todo el mundo! Éste es monsieur de Valois, propietario de este gran establecimiento teatral...

Continuó con un montón de frases pomposas y festivas, arrastrando a actores y actrices para que me besaran la mano, supongo, o el pie. Yo seguí sujeto con fuerza a las muchachas, como si, de soltarlas, fuera a estallar en pedazos. Entonces oí a Nicolás y supe que estaba apenas a un palmo de mí, mirándome, y que se alegraba demasiado de verme para seguir mostrándose dolido.

No abrí los ojos pero noté en el rostro el contacto de su mano, que luego me sujetó por la nuca con fuerza. Debían haberle abierto paso y, cuando al fin llegó a mis brazos, me recorrió una ligera convulsión de terror, pero la luz era allí mortecina y yo me había saciado a conciencia para estar cálido y tener un aspecto humano. Pensé desesperadamente que no sabía a quién rezar para que el engaño funcionase. Y, entonces, sólo quedó Nicolás y nada más me importó.

Levanté la vista a su rostro.

¡Cómo describir el aspecto que tienen los humanos a nuestros ojos! Ya he intentado hacerlo un poco, al explicar la belleza de Nicolas la noche anterior como una mezcla de movimientos y colores. Pero no podéis imaginar qué significa para nosotros la visión de la carne viva. Por una parte están esos millones de colores y pequeñas configuraciones de movimientos que dan forma a las criaturas vivas en las que nos concentramos. Pero este resplandor se confunde totalmente con el olor de la carne. Hermosura: ésa es la impresión que nos produce cualquier ser humano, si nos detenemos a pensarlo. Incluso los viejos y los enfermos, los mendigos a los que nadie vuelve la mirada en la calle. Todos son bellos como flores en el momento de abrirse, como mariposas surgiendo eternamente del capullo.

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