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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (20 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Con el paso del tiempo, aprendí a retrasar la muerte. Bebía un poco de uno, otro poco de otro, y no tomaba el gran trago de la muerte misma hasta la tercera o cuarta presa. Era la caza y la lucha lo que repetía una y otra vez para mi placer. Y una noche, cuando ya había cazado y bebido de esta manera lo suficiente para saciar a media docena de vampiros sanos, volví los ojos al resto de París, a todos los placeres refinados que no me podía permitir antes.

Pero eso no fue hasta haber pasado por casa de Roget para tener noticias de Nicolás o de mi madre.

Las cartas de ésta irradiaban felicidad ante mi buena fortuna, y prometía viajar a Italia en primavera si le quedaban fuerzas para intentarlo. De momento quería libros de París, naturalmente, y periódicos y partituras para el clavicordio que le había enviado. Y tenía necesidad de preguntarme si era realmente feliz, si había cumplido mis sueños. Desconfiaba de las riquezas y me había notado tan feliz con Renaud... Era preciso que confiara en ella.

Escuchar la lectura de aquellas palabras fue una agonía para mí. Había llegado la hora de convertirme en un redomado mentiroso, cosa que nunca había sido. Pero lo haría por ella.

En cuanto a Nicolás, debería haber sabido que no se conformaría con regalos y palabras vagas, que exigiría verme y no dejaría de pedirlo. Tenía a Roget un poco asustado.

Pero de nada le sirvió. El abogado no podía decirle más de lo que yo le había explicado, y yo era tan reacio a ver a Nicolás que ni tan sólo pregunté la dirección de la casa donde se había mudado. Indiqué al abogado que comprobara si estudiaba con su maestro italiano y que tuviera todo cuanto pudiera desear.

Pero, de algún modo, conseguí enterarme de que, muy en contra de mis deseos, Nicolás no había abandonado el teatro y aún seguía actuando en la Casa de Tespis de Renaud.

Aquello me enfureció. ¿Por qué diablos, me dije, tenía que hacer algo así?

Porque era feliz allí, igual que lo había sido yo. Ésa era la razón. ¿Era preciso que alguien me lo dijera? En aquella pequeña ratonera de teatro, todos éramos de la misma raza: pensar en el momento en que se alza el telón, en que el público empieza a batir palmas y a gritar...

No. Mandaría cajas de vino y champán al teatro. Mandaría flores a Jeannette y a Luchina, las chicas con las que más me había peleado y a las que más había querido, y más regalos en oro a Renaud. Pagaría las deudas que tuviera.

Mas cuando pasaron unas noches y esos regalos fueron despachados, Renaud se sintió incómodo con el asunto. Quince días más tarde, Roget me dijo que Renaud le había hecho una propuesta.

Quería que yo comprara la Casa de Tespis y le mantuviera en ella como director, con capital suficiente para representar espectáculos mayores y de más calidad de los que había intentado nunca. Con mi dinero y sus conocimientos, podría ser el lugar más famoso de París.

No respondí enseguida. Tardé en asimilar que podía hacerme dueño del teatro de aquella manera. A poseerlo como las piedras preciosas del baúl, o las ropas que vestía, o la casa de muñecas que les había mandado a mis sobrinas. Respondí que no y salí dando un portazo.

Volví a entrar inmediatamente.

—Muy bien, compre el teatro —dije—. Y déle diez mil coronas para hacer lo que quiera.

Era una fortuna, y ni siquiera supe por qué lo había hecho.

Aquel dolor pasaría, me dije. Tenía que pasar. Y yo debía conseguir cierto control sobre mis pensamientos, comprender que tales cosas no podían afectarme.

Al fin y al cabo, ¿dónde pasaba ahora el tiempo? En los mejores teatros de París. Tenía localidades preferentes en el ballet y en la ópera, y para las representaciones de Moliere y Racine. Desde los palcos, encima mismo de las luces del proscenio, contemplaba a los grandes actores y actrices. Vestía trajes de todos los colores del arco iris, joyas en los dedos, pelucas a la última moda, zapatos con hebillas de diamantes y tacones de oro.

Y tenía la eternidad para emborracharme de las poesías que escuchaba, para emborracharme de los cantos y del giro de los brazos de la bailarina, para emborracharme del órgano resonando en la gran caverna de Notre Dame y para emborracharme de las campanas que contaban las horas para mí, para emborracharme de la nieve que caía en silencio sobre los vacíos jardines de la Tullerías.

Y cada noche me sentía menos cauteloso ante los mortales, más cómodo en su compañía.

No transcurrió ni siquiera un mes hasta que reuní el valor suficiente para hacer acto de presencia en un baile multitudinario en el Palais Royal. Venía ardiente y vigoroso tras dar cuenta de una presa y me lancé de inmediato al baile. No desperté la menor sospecha. Al contrario, las mujeres parecían atraídas por mí y me encantó el contacto con sus cálidos dedos y la suave presión de sus brazos y sus pechos.

Tras esto, empecé a deambular por los bulevares entre las multitudes vespertinas. Pasando apresuradamente por delante del local de Renaud, entraba a apretujones en otras salas a contemplar los espectáculos de marionetas, de mimos y de acróbatas. Ya no huía de la luz de las farolas. Entraba en las cafeterías a tomar un café por el mero placer de notar el calor de los dedos, y hablaba con la gente cuando me apetecía.

Incluso discutía con los hombres sobre el estado de la monarquía, y me volqué en dominar el billar y los juegos de cartas; incluso me pareció que podría, si lo deseaba, presentarme en la Casa de Tespis, comprar una localidad y deslizarme hasta el anfiteatro para ver la representación. ¡Para ver a Nicolás!

Sin embargo, no lo hice. ¿Qué era aquel sueño de acercarme a Nicolás? Una cosa era engañar a desconocidos, a hombres y mujeres que no me habían conocido, pero, ¿qué vería Nicolás si me miraba a los ojos? ¿Qué vería cuando reparara en mi piel? Además, me quedaban muchas cosas por hacer, me dije.

Cada vez estaba aprendiendo más cosas sobre mi nueva naturaleza y sobre mis poderes.

Mis cabellos, por ejemplo, eran más escasos pero más gruesos, y no crecían en absoluto. Tampoco me crecían las uñas de manos y pies, que tenían un gran brillo, aunque, si las limaba o cortaba, se regeneraban durante el día hasta la longitud que habían tenido cuando mi muerte. Y, aunque la gente no podía advertir tales secretos al verme, percibían otros detalles, un brillo innatural en los ojos, un exceso de colores reflejados en ellos y una ligera luminiscencia en mi piel.

Cuando estaba hambriento, esta luminiscencia era muy marcada. Una razón más para saciarme.

También estaba aprendiendo que podía avasallar a cualquiera con una mirada penetrante y que mi voz requería una modulación muy estricta. Tanto podía hablar en tono demasiado grave para el sonido humano, como ponerme a reír o a gritar demasiado alto y romperle los oídos a mi interlocutor.

Tenía otra dificultad: mis movimientos. Por lo general caminaba, corría, bailaba, sonreía y gesticulaba como un ser humano, pero, cuando algo me sorprendía, horrorizaba o afligía, mi cuerpo podía doblarse y contorsionarse como el de un acróbata.

Incluso mis expresiones faciales podían resultar tremendamente exageradas. Una vez, me vino a la cabeza espontáneamente el recuerdo de Nicolás y, olvidándome de que caminaba por el boulevard du Temple, me senté bajo un árbol, encogí las rodillas y apoyé la cabeza entre las manos como un afligido duende de un cuento de hadas. Los caballeros del siglo XVIII, vestidos con levitas de brocado y medias de seda blancas no hacían cosas como aquélla, al menos en la calle.

Y en otra ocasión, sumido en la contemplación de los cambios de la luz sobre las superficies, di un brinco hasta sentarme con las piernas cruzadas sobre el techo de un carruaje, con los codos en las rodillas.

Cosas así desconcertaban a la gente. La espantaban. Sin embargo, las más de las veces, incluso cuando se asustaban de la blancura de mi piel, sencillamente apartaban la vista. Pronto me di cuenta de que se engañaban diciéndose que todo era explicable. Era la mentalidad racionalista del siglo.

Al fin y al cabo, no había habido un caso de brujería en cien años; el último de que tenía noticia era el juicio de La Voisin, una adivinadora, quemada viva en tiempos de El Rey Sol.

Y, además, estaba en París. De modo que, si rompía accidentalmente algún vaso al levantarlo, o una puerta rebotaba en la pared al abrirla, la gente suponía que estaba borracho.

Pero, de vez en cuando, respondía a la pregunta de un mortal antes de que me formulara esa pregunta, o caía en estados de estupor mirando una vela o la rama de un árbol, y permanecía inmóvil tanto tiempo que la gente me preguntaba si me encontraba mal.

Y mi peor problema era la risa. Me entraban accesos de risa que no podía detener. Los podía provocar cualquier cosa. Hasta la absoluta locura de mi propia posición podía desencadenarlos.

Incluso hoy, estos ataques pueden sucederme con bastante facilidad. No los cambia ninguna pérdida, ningún dolor, ninguna profunda comprensión de mi difícil situación. De pronto, algo me resulta gracioso, empiezo a reír y no puedo parar.

Esto pone furiosos a los otros vampiros, por cierto. Pero eso es adelantarme en mi historia.

Probablemente, ya habréis advertido que no he hecho hasta ahora mención de otros vampiros. Lo cierto es que no encontré ninguno.

No pude encontrar ningún otro sobrenatural en todo París.

Rodeado de mortales por todas partes —justo cuando me convencía de que no era nada—, volvía a sentir de vez en cuando aquella vaga
presencia,
esquiva y enloquecedora.

Nunca llegó a ser más concreta que lo que lo fuera aquella primera noche en el camposanto junto al bosque. E, invariablemente, surgía en la vecindad de algún cementerio parisino.

En cada ocasión me detenía, me volvía e intentaba investigarla, pero nunca tenía éxito, y
aquello
desaparecía antes de que pudiera estar seguro de que existiera. Nunca la descubría por mí mismo, y el hedor de los cementerios de la ciudad eran tan nauseabundo que no podía, ni quería, entrar en ellos.

Esta sensación parecía deberse a algo más que al asco o al mal recuerdo de la mazmorra de la torre. La repulsión ante la visión o el olor de la muerte parecía formar parte de mi naturaleza.

Era tan incapaz de contemplar una ejecución como cuando era aquel muchacho tembloroso de la Auvernia, y los cadáveres me hacían cubrirme el rostro. Creo que me repugnaba la muerte a menos que fuera yo su causante. Y tenía que alejarme de mis víctimas casi inmediatamente.

Retomando el tema de la
presencia,
llegué a preguntarme si no sería alguna otra especie de ser espectral, algo que no pudiera comunicarse conmigo. Por otra parte, tuve la vivida impresión de que la
presencia
me estaba vigilando, tal vez incluso manifestándose deliberadamente a mi alrededor.

Sea como fuere, no vi más vampiros en París. Y empecé a preguntarme si acaso no podía haber más que uno de nuestra especie en cada momento. Tal vez Magnus destruyó al vampiro al que robó la sangre. Quizás había tenido que morir una vez trasmitidos sus poderes. Y también yo moriría si convertía a otro en vampiro.

Pero no, aquello no tenía sentido. Magnus había conservado una gran fortaleza incluso después de darme su sangre. Y había encadenado a su víctima vampiro tras robarle sus poderes.

Aquello era un misterio enorme y enloquecedor, pero, de momento, la ignorancia era una verdadera bendición. Y estaba haciendo buenos progresos en descubrir cosas sin la ayuda de Magnus. Tal vez era ésa la intención de Magnus. Tal vez había sido aquélla su manera de aprender, siglos atrás.

Recordé sus palabras de que en la cámara secreta de la torre encontraría todo lo necesario para progresar.

Las horas volaban mientras recorría la ciudad. Y sólo abandonaba deliberadamente la compañía de los seres humanos para refugiarme en la torre durante el día.

No obstante, empezaba a preguntarme: «Si puedes bailar con ellos, jugar al billar con ellos y hablar con ellos, ¿por qué no vas a poder vivir también entre ellos, como hacías cuando estabas vivo? ¿Por qué no hacerte pasar por uno de ellos y entrar otra vez en el tejido mismo de la vida donde está... el qué? ¡Dilo!».

Y en esto llegó casi la primavera. Las noches se hicieron más cálidas y la Casa de Tespis puso en escena una nueva función con nuevos acróbatas entre los actos. Los árboles echaban hojas de nuevo y, todos los momentos que pasaba despierto, los pasaba pensando en Nicolás.

Una noche de marzo, mientras Roget me leía la carta de mi madre, me di cuenta de que yo podía leerla tan bien como él. Sin proponérmelo siquiera, había aprendido a partir de mil fuentes distintas. Me llevé la carta a la torre.

Ni siquiera la cámara interior estaba ya tan fría y, por primera vez, pude leer las palabras de mi madre en privado, sentado junto a la ventana. Casi pude oír su voz hablándome:

«Nicolás me escribe que has comprado el local de Renaud. Así que ahora eres el propietario de ese teatrillo del bulevar donde eras tan feliz. Pero, ¿posees todavía esa felicidad? ¿Cuándo me responderás?»

Doblé la carta y la guardé en el bolsillo. Los ojos se me llenaron de lágrimas de sangre. ¿Por qué tenía mi madre que entender tanto y, al mismo tiempo, tan poco?

11

El viento había perdido su helada fuerza y todos los olores de la ciudad volvían a la vida. Y los mercados estaban llenos de flores. Sin pensar en lo que hacía, corrí a casa de Roget a exigirle que me dijera dónde vivía Nicolás.

Sólo le echaría un vistazo para asegurarme de que estaba bien de salud, para cerciorarme de que la casa era suficientemente buena.

Estaba en la He Saint Louis y resultaba muy impresionante, como era mi deseo, pero todas las ventanas que daban al
quai
tenían cerradas las persianas.

Me quedé mirando la casa un largo rato mientras por el puente cercano pasaba un carruaje tras otro. Y supe que tenía que ver a Nicolás.

Empecé a escalar la pared como había subido las del pueblo y me resultó asombrosamente fácil. Escalé un piso tras otro, mucho más arriba de lo que me había atrevido hasta entonces, y luego corrí por el tejado y bajé por la fachada interior hasta la altura del piso de Nicolás.

Pasé ante un puñado de ventanas abiertas antes de llegar a la que buscaba. Y allí vi a Nicolás a la luz de la mesa donde cenaba con Jeannette y Luchina. Estaban tomando el bocado de madrugada que solíamos hacer juntos los cuatro cuando cerraba el teatro.

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