Lo acompañé hasta la puerta trasera. Bajaba por el sendero y de pronto se dio la vuelta.
—Ay, casi me olvido. Papá me pidió especialmente que le preguntara cómo están sus manos.
—Perfectas. Por favor, dale las gracias por su interés.
—Descuide. Hasta pronto.
Lo vi espiar por la ventana del cobertizo de las herramientas y luego me miró e imitó la actitud de dormir. Saludó con la mano y se alejó.
Lo contemplé hasta que se perdió en el bosque y alcé la mirada. Tuve la impresión de que, por encima de las copas de los árboles, las nubes formaban un enorme signo de interrogación.
Me preparé el almuerzo y di de comer a Hodge. Le llevé comida al perro y le hice compañía un rato. Estaba más tranquilo, parecía contento de verme y logró menear plenamente la mitad de la cola mientras comía pan moreno remojado en caldo con restos de pollo. Lo dejé salir unos minutos y, en lugar de intentar huir, hizo sus necesidades y retornó a la seguridad del cobertizo. Volví a cerrar la puerta con llave y regresé a casa.
Me había comprometido a buscar el libro de recetas «especiales». Si lograba dar con él y dejárselo a Agnes, quizá mantuviera lejos a los Trapp, al menos hasta que pudiese sacar transitoriamente de en medio al perro. Sospechaba que a Agnes no le interesaba la receta de algo tan simple como la jalea de moras —¿qué tenía de particular?—, sino los secretos de algunas curas de la prima Geillis. Si de mí dependía, podía contar con ellas. De algo estaba segura: no le harían daño a nadie.
Había guardado el inventario y la copia del testamento de mi prima en el escritorio del cuchitril. Lo saqué, lo llevé al salón y me senté a leerlo de cabo a rabo.
Estaba organizado habitación por habitación. En primer lugar, miré al vuelo el contenido del cuarto en que me hallaba: mobiliario, tapicerías, cortinas, cuadros, adornos… por lo que vi, sin hacer una comprobación rigurosa, no faltaba nada. Por fin llegué al contenido de la enorme librería. Si quería ser precisa, tendría que realizar un examen exhaustivo, así que de momento bastaría con una rápida ojeada. Al limpiar el salón me había demorado en las estanterías y recordaba aproximadamente su contenido. La colección era amplia: novelas, una o dos biografías (al igual que yo, la prima no sentía una gran debilidad por ese género), así como una colección completa de libros de viajes, es decir, relatos de viajeros sobre países exóticos. Libros sobre animales; tres estantes completos dedicados a pájaros; otro sobre mariposas y dos consagrados a árboles, flores y hierbas. Sin embargo, la sección principal —la más atractiva— estaba dedicada a jardines y a plantas de jardín. Eché un vistazo a esta última; los tomos sobre plantas eran la selección hecha por una jardinera, no por una herbolaria. Y allí no había ningún libro que pudiera considerarse un recetario.
De todas formas, Agnes Trapp había tenido acceso a la librería, así como a los libros de la cocina y a las pocas obras de consulta del cuchitril, por lo que el cuarto del sosiego era el único sitio donde podía estar el libro de recetas.
Hojeé el inventario y di con el «contenido del cuarto del sosiego», una impresionante sucesión de listas; páginas y más páginas de sustancias químicas o destilaciones, todas las botellas y los frascos etiquetados y puestos en orden. A continuación vi una lista afortunadamente breve de los muebles y, por último, tres páginas completas sobre libros.
Pero no tuve ningún problema porque, en realidad, no lo había. El título del primer libro estaba subrayado en rojo. Era el único destacado. Y no dejaba lugar a dudas.
Remedios caseros y recetas de la Dulce Gostelow. La Dulce Gostelow, la anciana que durante setenta años había vivido en Thornyhold, cuya fama como bruja se transmitió a la prima Geillis y ahora, en cierto modo a mí. La Dulce Gostelow, especialista en magia, que hizo de Thornyhold una fortaleza encantada para espantar el mal y dar pie a que creciera y madurara el bien. Cuyos remedios caseros probablemente fueron estudiados y seguidos por mi prima al pie de la letra.
Cuyas recetas Agnes Trapp estaba desesperada por ver.
Comprobé que las puertas estaban cerradas con llave, cogí un plumero y subí.
A primera vista no vi nada que se semejara al libro de la Dulce Gostelow, pero había centenares de libros, algunos muy consultados, otros casi destrozados por el uso, y sería muy fácil pasar por alto un librillo encajado dentro de otro. Me puse a trabajar metódicamente: retiré los libros por sectores, los examiné uno por uno, les quité el polvo y volví a ponerlos en su sitio. Fue un trabajo ímprobo. Y lento, no sólo porque limpié cada ejemplar antes de devolverlo a su lugar, sino porque eran obras fascinantes y me detuve a hojearlas. Parecía una colección amplia y probablemente valiosa en su tipo. Aunque yo no era quién para decir que se trataba de una biblioteca completa, parecía haber de todo, desde una especie de texto de homeopatía hasta un volumen pesado y de grueso papel, con grabados en madera y letra pequeña, que al parecer era un tratado de botánica escrito en gótica alemana. Encontré traducciones de Dioscórides y de Galeno, reediciones de los herbarios de Culpeper, Gerard y John Parkinson, como mínimo media docena de libros sobre el trazado y cultivo de jardines de hierbas y varios tomos sobre plantas silvestres y sus usos, al lado de títulos exóticos como Medicinas maoríes y Recuerdos de un hechicero.
Para no hablar de la recolección. Las recetas abundaban y abarcaban preparados tan simples como infusión de menta y consuelda a «envolver los kumaras en hojas de puriri, cocer lentamente sobre piedras calientes y dejar secar al sol durante dos semanas», pero ni señales de la Dulce Gostelow. El único hallazgo importante de la tarde apareció en el estante más alto, cuando retiré los tres tomos del tratado que alguien había escrito sobre los hongos comestibles y venenosos de Europa.
Detrás de los libros, polvorienta pero aún brillante, estaba la bola de cristal en la que la prima Geillis y yo habíamos mirado aquel día junto al río Eden.
A las cuatro hice un alto para tomar una taza de té y visitar el cobertizo de las herramientas y enseguida volví a poner manos a la obra. Cuando acabé y todos los libros estaban otra vez en su sitio, caía la tarde y me dolían la espalda y los brazos. Me bañé, di de comer al perro y preparé la cena para Hodge y para mí en la cocina. Después, por primera vez, encendí el fuego del salón y enseguida tuve alegres llamaradas cuya luz alumbraba la bonita cretona, los muebles lustrados y el cristal de la librería.
Fui a correr las cortinas y Hodge, que me había seguido al salón, quiso salir por las puertaventanas. Le di el gusto y, luego de pensarlo un instante, lo seguí y me acerqué al cobertizo. En esta ocasión el perro —debo tratar de acordarme de que se llama Rags— me esperaba al otro lado de la puerta y me permitió guiarlo alrededor de la casa hasta el fondo. Me senté en un sillón con un libro que había visto antes —Cría y cuidado de las palomas—, pero no quité ojo de encima al perro. Durante unos minutos vagabundeó inquieto por el salón, olisqueó, exploró todo y me miró a menudo, dispuesto a menear el rabo cada vez que nuestras miradas se cruzaran.
—Rags —lo llamé y vino.
Lo acaricié, lo mimé y finalmente lanzó un suspiro y se instaló a mi lado, con el morro sobre las patas y contemplando las llamas.
Fue una velada larga y serena. El perro durmió y sólo despertó cuando me levanté para echar leña al fuego. Ignoraba si estaba acostumbrado a la casa y a la alfombra de delante de la chimenea, pero debo reconocer que se apoderó de las mías sin vacilaciones. Finalmente oí el sonido que estaba esperando: la llamada de Hodge para que le dejara entrar. Miré a Rags. Irguió la cabeza, miró hacia la ventana y meneó la cola, pero no dio un paso. Crucé el salón y abrí la puertaventana. Hodge entró, se paró en seco, se erizó hasta adquirir un tamaño descomunal y bufó furioso. Rags siguió echado y agitó su cola zalamera. El gato avanzó. El perro se pegó a mi sillón y se encogió.
Al presenciar el duelo de sus voluntades, me di por satisfecha. Era evidente que el perro conocía a los gatos y le gustaban. El gato, animal dominante, necesitaría tiempo para acostumbrarse a la presencia del perro, pero sabía que no corría peligro. En una o dos semanas todo marcharía sobre ruedas.
Pasé un rato más con el libro, mientras el perro volvía a un sueño de duermevela y Hodge, con gran dignidad, se acercaba majestuosamente al sillón situado al otro lado de la chimenea y empezaba a limpiarse, sin dejar de dirigir frecuentes y furibundas miradas al perro.
Llamó mi atención cierto movimiento sobre la mesa: la bola. La había dejado allí y la había olvidado. El reflejo de las llamas danzaba sobre la bola, luz y sombra, color y oscuridad.
¡Espíritus negros y blancos, espíritus rojos y grises, mezclaos, mezclaos vosotros que podéis!
¿No suelen decir que citar a Macbeth trae mala suerte? Hay que admitir que esos versos no eran propiamente de Macbeth, sino una cita de una obra de hechicería aún más antigua.
Hodge, el gato de la bruja, con una pata rígidamente alzada, había dejado de limpiarse y tenía la vista fija en la bola. Aunque sus ojos estaban muy abiertos y encendidos, tenía el pelaje liso, recién lamido y peinado. Simplemente estaba interesado.
Cogí la bola, la sostuve en mis manos y contemplé sus profundidades.
Seguía allí, entre las sombras y las llamas: la bandada de palomas. Tuve la impresión de que era uno de esos antiguos pisapapeles que, al agitarlos, provocan una tormenta de nieve. Una bandada de palomas tras otra revoloteó, trazó círculos y, mientras yo miraba, se fundió en una relumbrante nube voladora y lentamente se puso a descansar.
Rags se mostró encantado de retornar a su lecho en el cobertizo de las herramientas. Le dejé una galleta y un cuenco de agua y en la cocina puse un plato de leche para Hodge mientras me dedicaba a cerrar las puertas con llave. Algo nervioso pero apaciguado por el destierro del perro y el ritual tranquilizador del momento de irse a la cama, Hodge se me adelantó en la escalera y desapareció en mi dormitorio.
Aún quedaba por cumplir una parte del ritual nocturno. Llené la jarra de agua para las palomas y subí al desván.
Creo que lo esperaba pero, de todas maneras, quedé paralizada varios segundos, mientras la piel de gallina se me erizaba supersticiosamente en los brazos. Ahora había tres palomas instaladas en perchas contiguas. Se movían y arrullaban. No había nada más inocente que esas aves de paz, esas mensajeras de los muertos.
La nueva era distinta a las otras: gris azulada y con colores del arco iris en el pecho. Me observó plácidamente con sus ojos granate cuando alargué la mano y la saqué de la percha.
Llevaba un mensaje en la pata. ¿Acaso cabía esperar otra cosa? Lo quité con delicadeza, deposité al ave en su percha, vertí los cereales y llené de agua el bebedero antes de desplegar el trocito de papel. Las palomas se lanzaron sobre las semillas y la recién llegada inclinó la cabeza para beber.
Extendí el delgado trozo de papel bajo la cruda luz de la bombilla.
La letra era distinta. El mensaje estaba escrito en delgadas mayúsculas. Decía:
BIENVENIDA A THORNYHOLD Y QUE DIOS BENDIGA TUS SUEÑOS.
No llevaba firma.
Me acerqué a la ventana y durante largo rato estuve observando los colores desvaídos del cielo en el que, aquella noche extraordinaria, había visto los buhos y la luz que me reclamaba y volado sobre los árboles altos y susurrantes. Siempre me había bastado saber que en el mundo vivo hay más de lo que podemos abrigar la esperanza de comprender. Ahora me encontré a mí misma dejándome llevar hacia la paz de la fe. Pensé que podía aceptarlo aunque ello significase que aquella «pesadilla» había sido cierta.
Y que Dios bendiga tus sueños.
Si olvidaba otras pesadillas de antaño y recordaba las cosas buenas de mi infancia y lo que habían enseñado, tal vez Él bendeciría mis sueños.
Imaginé que Agnes no esperaría a que le llevase el codiciado libro y no me equivoqué. Se presentó inmediatamente después del desayuno. Antes de que chirriara la puerta trasera y de que Hodge se esfumara en la planta superior de la casa, yo había cubierto la ventana del cobertizo, dado de comer al perro advirtiéndole que ni se le ocurriera ladrar, guardado la bola de cristal en el escritorio, junto al inventario, y regresado a la cocina para lavar los frascos de la jalea de moras.
—¿Qué me cuenta, señorita Ramsey? —preguntó Agnes a modo de saludo.
Había corrido y estaba jadeante, con las mejillas encendidas.
La saludé con suma cordialidad.
—¡Hola, Agnes, cuánto me alegro de verla! Pensaba bajar más tarde, pero ayer me olvidé de la jalea y me pareció mejor pasarla a los frascos sin más dilaciones. He logrado casi un litro de jugo. No está nada mal, ¿eh? Me gustaría saber…
—Dijo que buscaría el libro —me interrumpió con tono tajante y acusador.
—Sí, por eso me olvidé de la jalea. Di con el inventario y he cotejado con las listas todos los libros de la casa. Tardé una eternidad. Encontré uno que parece interesante y me pregunté si… de momento, ¿será tan amable de explicarme cómo se prepara la jalea? No he encontrado ninguna receta especial, así que me guío por la que conozco. Medio kilo de azúcar por medio litro de jugo y en el huerto encontré unas pocas manzanas caídas…
—Servirá. —Fue muy brusca. Estaba aún más arrebolada, aunque pensé que no tenía nada que ver con mi referencia a los frutales pelados. Era de ira. Momentáneamente dejó el asunto de lado para mostrarme el regalo que, como de costumbre, me había traído. Dejó sobre la mesa una gran cesta de zarzamoras y le dio tal golpe que la fruta saltó—. Le he traído esto. Le dije que cerca de casa abundan. Tambien he puesto algunas manzanas silvestres. Son ideales para que la jalea cuaje bien.
—¡Muchísimas gracias! Es usted muy amable. —Tuve la impresión de que, con diverso grado de falta de sinceridad, estaba diciendo una perogrullada tras otra—. Me ahorraré un viaje a la cantera.
—Ni más ni menos.
De repente, por su mirada rápidamente encubierta, me di cuenta de que ése era el motivo por el que había recogido las zarzamoras y las había traído. ¿Por qué demonios le interesaba que yo no volviese a la cantera? Descarté mentalmente la cuestión, me aparté de Agnes y revolví el jugo.
Preguntó intempestivamente a mis espaldas: