—Salí porque ya había cumplido con mi trabajo del día.
—Entonces no le he impedido escribir. De todos modos, tengo que irme. Gracias por el té.
—¿Tiene que irse? Le aseguro que he llegado a una de las pausas naturales del libro en las que es posible distanciarse y dejar que el inconsciente siga elaborando su parte. Le prometo que es verdad, no ponga esa cara de incrédula. Significa que puedo darme el lujo y abandonar la panorámica de las pocilgas y salir en libertad condicional, tanto tiempo como me dé la gana y como usted esté dispuesta a soportarme.
Aunque habló con muchísima convicción, su mirada risueña logró que súbitamente recuperara mi timidez. Dije indecisa:
—Es muy amable de su parte, pero debo irme. Tengo que recoger las moras y quiero preparar la jalea esta misma noche. También tengo que ocuparme de Hodge, el gato. No estaba en casa cuando salí y he cerrado con llave, por lo que sospecho que estará buscando su cena.
—Por estos lugares no es necesario que cierre las puertas con llave. No se estila.
—Lo sé, pero… bueno, supongo que es una costumbre muy arraigada en mí.
El padre de William me miró sorprendido.
—¿Ha tenido problemas?
—No, no he tenido ningún problema, aunque… ¿conoce a la señora Trapp? Vive en la casa del guarda.
Hubo un cambio en la expresión del escritor, un cambio indefinible, como un rizo en las aguas quietas.
—Sí.
—En ocasiones trabajó para mi prima y los abogados le pidieron que limpiase la casa antes de mi llegada, por lo que creo que se siente… quiero decir que realmente conoce la casa mejor que yo.
—¿Y sigue pensando que puede entrar y salir cuando se lo ocurre?
—Sí. Pero es lo que la gente de campo suele hacer, ¿no? Entra sin llamar y otros hábitos por el estilo.
—Hasta cierto punto, así es. Solía venir por aquí con mucha frecuencia, por las mismas razones, con mucha amabilidad y muy solícita, pero yo no soporto las interrupciones imprevistas y tuve que decírselo.
Estaba pensando en lo que William me había contado y decidí ser igualmente franca.
—¿Le cae bien?
De nuevo un toque lejano de algo parecido a la turbación.
—¿Me cae bien? No lo sé. Como he dicho, es una mujer amable, pero…
—¿Confía en ella?
—Por supuesto. Veo que William se ha ido de la lengua, ¿no es así? Ya le he dicho que mi hijo tiene una imaginación muy copiosa. Lo cierto es que solía traer todo tipo de comidas y hay que reconocer que es una cocinera excelsa, pero es imposible olvidar los chismorreos.
—¿Qué chismorreos?
El señor Dryden titubeó y alzó la vista sonriente.
—Claro que sí, ¿por qué no? Puesto que vive aquí, de una manera u otra pronto se enterará. La señora Trapp es una de las damas locales que, al igual que su prima, se dedica a las hierbas. Una hechicera. Y, si lo prefiere, una bruja. Estoy seguro de que le gustaría que usted la viera desde esa perspectiva. Es totalmente inofensiva, por descontado, pero corren rumores. Se supone que dio a su madre cierta dosis de algo y que la anciana se volvió loca. Nadie la culpa. De hecho, casi todos opinan que la señora Trapp fue lo bastante generosa para no envenenar directamente a su madre, que es una persona intratable. Ahora se ha vuelto mansa como un gatito y está encantada. Pasa todo el tiempo en la mecedora, junto a la ventana, y mira la nada o hace ganchillo y canta para sus adentros.
—Me… me parece que la vi tras la cortina de la casita del guarda situada a la derecha.
—Exactamente. Creo que, en realidad, la señora Trapp le da un tranquilizante y exagera un poco la dosis… De todos modos, la anciana es feliz, está cómoda y bien alimentada y, para variar, Agnes y Jessamy tienen un poco de paz. —Rió al ver mi expresión—. ¿Comprende ahora por qué desconfío un poco de sus pasteles y sus comidas?
—Sí. ¿Con qué propósito?
—No tengo ni la más remota idea. Antes de conocer las historias sobre la anciana, los comía con toda tranquilidad. Francamente, interrumpí esas visitas porque, como ya le he dicho, no soporto las interrupciones y Agnes solía presentarse a cualquier hora con un guiso o un asado, lo que me obligaba a dejar el trabajo, probarlo y darle las gracias.
—Postre de chocolate y caramelos caseros —dijo William desde la puerta—. Son estupendos. Como papá casi no prueba los dulces, me los zampaba. ¿Le gustaría ver a Silkworm?
—¿Está bien?
—Magníficamente bien.
—¿Estás de acuerdo con que lo visite en otro momento? —Me puse en pie—. Debo irme. Gracias por el té y los primeros auxilios.
—Vuelva siempre que le apetezca. —Mi anfitrión también se había incorporado—. William, coge la cesta de la señorita Ramsey y acomódala en la bicicleta. —El niño echó a correr y su padre añadió—: Le ruego que no se preocupe por la señora Trapp. Admiraba profundamente a la señorita Saxon y estoy seguro de que sólo pretende hacer el bien. Para responder correctamente a su pregunta, le diré que sí, que es honrada. ¿Dejó su prima un inventario?
—Sí. Encontré una copia junto a la del testamento. Pero nunca lo miré. ¿Debería comprobarlo?
—Sólo para quedarse en paz. Descubrirá que no falta nada. Es posible que nuestra Agnes no valga mucho como bruja, pero estoy seguro de que es la honradez personificada. ¿De verdad tiene que irse? Espero que vuelva cuando quiera, nos alegraremos de verla. William y yo la pondremos en camino y le mostraremos por dónde tiene que regresar a su casa.
Sin lugar a dudas, fue amor a primera vista.
Digo «sin lugar a dudas» porque (y más tarde vi y comprobé lo acertada que estaba) ninguna mujer normalmente impresionable podía entrar dentro de su esfera sin reaccionar a su influjo inefable y extraordinario, no de la personalidad, pues cuando es demasiado fuerte puede repeler y a menudo repele; no de la sexualidad, de la que podemos decir otro tanto, sino de algo que sólo puedo definir como magnetismo puro, salpicado con una combinación de los dos elementos anteriores. Christopher Dryden era una de esas personas nacidas —a veces para su placer, con más frecuencia para su perdición— para convertirse en piedra imán, en una peculiar y brillante estrella. La literatura y la ficción están llenas de femmes fatales, pero también existe el homme fatal, ave mucho más rara, y que Dios ayude a la mujer solitaria e impresionable que cae bajo su hechizo.
Cuando él la invita a su casa, cuando su hijo tiene debilidad por ella y la acompaña libremente, cuando la invita a visitarlo siempre que le apetezca… Que Dios se apiade de Geillis Ramsey, la pobre y solitaria solterona.
Volví a casa en medio del crepúsculo otoñal que se desvanecía lentamente, mis pies movieron los pedales en el fragoso camino forestal, mi cabeza voló a las nubes de la tierna imaginación y mi cerebro quedó totalmente aletargado.
Hasta que el camino descendió bruscamente y tuve que vadear un riachuelo fangoso. Lo tomé mal, me manché hasta las rodillas de agua y barro y salí profiriendo maldiciones.
Al empujar la bici por la siguiente ladera cubierta de baches, recuperé mi cerebro. ¿Qué tenía de malo que deseara desvanecerme en sus brazos, en su cama, donde fuera? Pero estaba casado y tenía un hijo de diez años. Era un escritor eminente que había alquilado una casa aislada e incómoda sólo porque necesitaba la soledad para escribir. Había sido amable conmigo porque confundió mi actitud con aquella oveja desatinada y bendita, me asustó y fue momentáneamente descortés. Porque estaba agradecido que le quitase a William de encima. Tenía un hijo y estaba casado. Aunque ella lo hubiese dejado (tendría que preguntarle a William cuánto tiempo hacía), aún estaba casado. Y según mis pautas elaboradas en la casa del párroco y que ya estaban anticuadas, esa posibilidad quedaba excluida. Mi peculiar y brillante estrella se encontraba más allá del vuelo más desenfrenado y encantado de mi imaginación.
Tenía el pelo grueso, de color castaño oscuro y las canas empezaban a asomar. ¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta, estaría tal vez al final de la treintena? Seguro que figuraba en el Quién es quién; lo consultaría en la biblioteca pública y pediría sus libros para leerlos. Era unos cinco centímetros más alto que yo, lo cual estaba muy bien, pero tenía los hombros encorvados, probablemente por las muchas horas que pasaba ante el escritorio. Gustaba de la soledad y del campo. Se daba por satisfecho con lo poco que ofrecía esa finca desolada. Era un solitario, lo mismo que yo. Estaría igual de tranquilo y mucho más cómodo cuando viniera a vivir conmigo a Thornyhold…
Estaba casado. Casado. Aunque en el Quién es quién se dijera que estaba divorciado, dime, Geillis Ramsey, ¿qué te hace pensar que se tomará la molestia de mirarte dos veces? Pisa tierra firme. Tal vez seas una elegida de las brujas, pero hace falta un esfuerzo de gracia mucho más firme del que jamás podrías hacer para atrapar y retener a un hombre como Christopher Dryden.
El portillo blanco estaba abierto. Lo rodeé, atravesé la protección de los serbales y los saúcos, me interné en el bastión del seto de espino y desmonté en el cobertizo. Hodge se había instalado en el alféizar trasero y se incorporó para saludarme, estiró voluptuosamente las patas delanteras y mostró su amplio paladar rosado.
—¿Has visto a alguien por aquí? —pregunté y me dio la respuesta el porte imperturbable del gato.
Entré y Hodge me siguió sin dejar de ronronear. Le di de comer. En cuanto me lavé y me cambié las vendas de las manos, empecé a limpiar las moras.
Cuando cayó la noche y las frutas hervían a fuego lento, alguien llamó a la puerta trasera. Antes de que pudiera llegar a la puerta se abrió y supe de quién se trataba.
—Veo que está en casa. —Agnes Trapp sonrió.
—Sí. Pase. ¿Cómo está?
—Bien, gracias. —Entró y olisqueó—. Huele a moras. ¿Está preparando jalea?
—Sí. Me lo he pasado muy bien. Me encanta coger moras.
—Se ha herido las manos, ¿no?
—Eso parece.
Revolví la fruta. Agnes Trapp se sentó en la mesa.
—¿Quién le habló de la cantera? —inquirió.
—William. ¿Cómo sabe que fui a la cantera?
Ignoró mis palabras y se limitó a responder:
—Sí, claro. ¿Sabe que viven al otro lado de la colina?
—Hasta hoy no lo sabía, pero el padre de William se topó conmigo cuando salió a dar su paseo vespertino y nos pusimos a charlar. William ya le había contado que yo estaba en Thornyhold. Me hice una herida profunda en la mano y me pidió que fuera a la granja para vendarme. —Silencio absoluto. Volví a revolver la jalea—. ¿No le parece que esa casa es muy solitaria, incluso para un escritor? —pregunté—. Quiero decir que no hay nadie que se ocupe de la casa.
—Si a eso vamos, de vez en cuando le eché una mano, pero queda demasiado lejos. Ahora una mujer va dos veces por semana a limpiar. Me refiero a Bessie Yelland, la esposa del granjero de Black Cocks. Dice que nunca lo ve. Al parecer, los escritores son muy raros. ¿La invitó a su casa?
—Sí. Dijo que había hecho un alto en el libro que está escribiendo. Agnes, ¿conoce a su esposa o lo dejó antes de que viniera a vivir por aquí?
—¿Dejarlo? —Parecía sorprendida.
Me mordí el labio.
—Yo… creo que no debí mencionarlo. Me lo comentó William. Seguramente ella lo dejó hace tiempo. Ignoro si fue por otro hombre. ¿Se divorciaron? William no dijo nada y, desde luego, no se lo pregunté.
—Sí, estoy enterada. Pero ocurrió antes de que viniera a vivir aquí. Ignoro los motivos. Jamás oí hablar de divorcio. El señor Dryden nunca habló del tema.
Volví a revolver la fruta.
Otro silencio prolongado. Con otro tono, Agnes preguntó:
—¿Encontró la receta?
—¿Qué receta? —Mi mente había volado muy lejos.
—¡Venga ya, la de la jalea de zarzamoras! —Su paciencia bordeaba la descortesía.
La miré. No me observaba. Su mirada abarcaba la cocina y asimilaba el orden, los cristales relucientes, las piezas esmaltadas sin mácula, las cortinas y los cojines limpios, las flores en el antepecho. Había cierto fulgor en sus ojos, una especie de fuerza en la que hasta entonces no había reparado. Durante un instante me pregunté si mis agotadores esfuerzos para dejar todo limpio la habían ofendido, pero lo cierto es que me había ayudado y no había dado muestras de ofenderse, ni siquiera cuando fregó el palomar.
—Dijo que buscaría el libro de recetas y me lo prestaría.
—Sí, seguro, recuerdo que lo mencionó, pero hasta ahora no he tenido tiempo. Estoy preparando la jalea al estilo tradicional. —Revolví las moras—. Creo que está en su punto. Tamizaré la fruta.
—La ayudaré. —Antes de que pudiera decir esta boca es mía, Agnes se puso en pie y se dirigió al aparador—. Vaya, vaya, lo ha limpiado todo, ¿no? La casa está realmente aseada y coqueta. Supongo que éste es el cuenco. No, déjeme a mí.
La dejé. Juntas pasamos la pulpa a la bolsa de la jalea, la llevamos con el cuenco a la despensa y la colgamos para que goteara. Miró los estantes fregados, los anaqueles sin una mota de polvo, los alimentos listos para preparar la cena.
—Vaya, ha conseguido pescado. Supongo que me aceptará la sopa, ¿no? Le he traído un cazo con crema de puerros preparada por mí. Cuando la caliente le sabrá a gloria.
—¡Qué amable! —exclamé sin saber cómo reaccionar—. Agnes, le suplico que no siga malcriándome. ¡Tengo que aprender a cuidar de mí misma!
La señora Trapp volvió a la cocina, buscó una cacerola y vertió en ésta el contenido de un recipiente esmaltado de color azul. Me dirigió una breve mirada sonriente, afilada como un punzón.
—Señorita Ramsey, me parece que se las arregla muy bien. La casa está preciosa.
—Ya sabe cómo son estas cosas —repliqué y me molestó el tono casi de disculpas que utilicé—. Usted dejó muy bien las habitaciones, pero cuando llegaron mis cosas tuve que ponerlo todo patas arriba porque a todos nos gusta arreglar la casa a nuestra manera. Además, es el mejor modo de saber dónde está cada cosa.
—Suponía que había una lista entre los papeles de los abogados —dijo—. Lo primero que hicieron fue enviar a los tasadores, que lo miraron todo. —Como guardé silencio, añadió—: ¿No la encontró?
—Creo que existe, pero aún no he tenido tiempo de mirarla.
Agnes depositó suavemente la cacerola sobre el hornillo y se dio la vuelta. Se debiera a lo que se debiese, la tensión había desaparecido. Pensé que el Señor Dryden tenía razón y que yo me había mostrado excesivamente suspicaz. La idea del inventario no la preocupaba, sino todo lo contrario. Era evidente que su mención le había producido alivio. Agnes añadió serenamente: