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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

La mansión embrujada (14 page)

BOOK: La mansión embrujada
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Respiré hondo.

—Creerá que no confío en ella —comenté indecisa.

—La señorita Geillis no confiaba en ella y me lo dijo claramente.

—¿Cómo? —Un vestigio de mi educación puritana me llevó a pensar que era impropio permitir que un niño se expresara en esos términos, pero William era más sensato que la mayoría de los adultos que yo conocía. Además, necesitaba la información—. ¿Vio a Hodge o le dijiste que había vuelto?

—No. Hodge subió después de beber la leche. No le dije nada porque la señora Trapp odia a Hodge y el gato a ella. Por eso se largó. La señora Trapp pensaba ahogarlo después de la muerte de la señorita Geillis.

—¡William!

—Es la pura verdad. Le oí decirlo.

—¿A quién?

—A Jessamy. Es un buen chico, pero algo simplón, le tiene miedo y hace lo que ella le dice.

—Comprendo. —Ahora un montón de cosas estaban claras. Decidí considerar racionales los temores de William—. ¿Por eso estabas tan preocupado por la ausencia de Hodge? —El chaval asintió—. ¿Y por los platos de comida que no probó?

—Sí. No le dije nada para no inquietarla.

—Probablemente no hubo ningún problema con los platos. Además, no encontraste el sitio cubierto de pájaros y ratones de campo muertos, ¿verdad?

—No.

En ese momento William sonrió, supongo que aliviado porque no me había reído de él. Ciertamente, yo no tenía la menor gana de reír. Luego de una pausa, añadí lentamente:

—Escúchame, William, es posible que sea verdad, pero es importante llevarse bien con los vecinos, así que tómate con calma la relación con la señora Trapp, aunque te caiga fatal, ¿de acuerdo? Y, lo que es mucho más importante, aunque a Hodge no le caiga bien. De momento ha sido muy cordial conmigo y quiero que la relación perdure en ese plano. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —replicó William el sensato—. También fue buena con papá y conmigo. Nos preparó pasteles y otras cosas y hay que reconocer que es una cocinera estupenda. Solía presentarse y hablar y papá no lo soportaba. Ya le he dicho que incluso me echa a mí cuando está ocupado. Debo admitir que la señora Trapp no me cae mal. Es por Hodge.

—Probablemente sólo fue una broma. No debe ser muy fácil ahogar a un gato adulto… en el caso de que se deje atrapar. Además, ahora no corre ningún peligro.

—Todos estamos a salvo —afirmó William, a medias para sí y otro tanto para Hodge, que se había apartado del plato y empezaba a lamerse los belfos—. Si está de acuerdo, seguiré quitando maleza. —Se detuvo en el umbral—. Antes de que se me olvide, ¿ha visto que la mancha de la bici vuelve a estar en el estante del cobertizo? Supongo que llegó volando.

Capítulo 14

El año siguió su curso hacia un otoño maravilloso. Los días transcurrían luminosos y apacibles o con una ligera brisa que arrancaba hojas de los árboles. Los castaños de Indias fueron los primeros en transmutar el color de las hojas hasta adquirir un vivo amarillo dorado, y luego le tocó el turno a los cerezos, que pasaron del escarlata al azafrán y al jade. Hasta entonces no había habido una sola helada. Los ásteres y los crisantemos del jardín despedían un aroma intenso y dulce. Una mañana descubrí azafranes de otoño junto a la puerta de entrada y contra la pared norte las candelillas con flores como uvas comenzaban a alargarse en sus preparativos para el invierno.

Físicamente, nunca en mi vida había trabajado tanto ni había sido tan dichosa. Llegó mi equipaje, así como los muebles y enseres que había conservado de la casa del párroco. Antes de acomodarlos, emprendí la limpieza a fondo de la casa. Barrí, fregué y saqué brillo al salón, al cuchitril, al comedor y al vestíbulo. Un día Jessamy Trapp se presentó con su madre y se ofreció a subir al tejado para limpiar los canalones. Agnes apareció dos o tres veces y me propuso ayuda con tanta insistencia que pensé que necesitaba el dinero, por lo que al final le pedí que limpiara la antigua cocina, las dependencias posteriores y, sospecho que con toda intención por mi parte, el palomar. Para ser justa, debo reconocer que hizo bien su faena aunque parece que el palomar fue demasiado ya que, después de darle las gracias y de pagarle, no se le ocurrió volver y me dejó en paz.

Al final la casa quedó tan limpia como era posible: fregada, lustrada y con olor a flores otoñales. Pasé dos o tres días muy agradables reorganizando las habitaciones a fin de incluir mis pertenencias y dejé para el último momento la cuestión de colgar los cuadros, que siempre es una tarea lenta. Después de la limpieza, había vuelto a poner en su sitio la mayoría de los cuadros del vestíbulo y del salón, pero guardé uno o dos a fin de hacer lugar para los míos: estudios de flores que yo misma había pintado tiempo atrás y que mi padre consideró lo bastante buenos para enmarcarlos. Pensé que combinarían bien con las pinturas de la prima Geillis, acuarelas bonitas, el tipo de pintura con la que es fácil vivir. Su gusto había sido convencional y apagado; parecía que había concentrado su espíritu y sus energías en el cuidado del jardín y del cuarto del sosiego.

Uno de los cuadros había despertado mi curiosidad. Se trataba de un dibujo sombreado, muy desteñido, de Thornyhold vista desde el mirador, la pared sur despojada de enredaderas y trepadoras, por lo que apenas era reconocible. El jardín también era distinto, con senderos que trazaban líneas curvas a través del césped muy recortado y arriates entre los caminitos. El seto circundante apenas llegaba a la altura del pecho.

No era sorprendente que hubiese encontrado una «vista» de la casa realizada muchos años antes. Lo que me llamó la atención fue la firma: el monograma de una G y una S entrelazadas. ¿Geillis Saxon? No era posible que hubiese visto Thornyhold con ese aspecto. Por aquel entonces ni siquiera había nacido. ¿Quién la había pintado? No podía tratarse de otra Geillis, era demasiado fantástico… La fantasía misma despertó en mí algo que durante mucho tiempo había permanecido dormido. Al contemplar los jardines y arbustos ordenados de la antigua Thornyhold, por primera vez desde mi época escolar me dominó el viejo deseo de pintar. No de «ser una artista», ni la ambición de exponer en Londres, ni el sueño de enormes lienzos colgados en las paredes de una galería, sino el deseo de registrar parte de la belleza que me rodeaba, de situar literalmente Thornyhold en un cuadro. Comenzaría esa misma semana y muy pronto, en cuanto mi mano recobrara la soltura, abordaría la misma vista de la casa tal como la había contemplado —reconocido— con tanto amor el día de mi llegada. Con ese trabajo presentaría mi reivindicación de Thornyhold.

Entretanto tenía que poner en orden el jardín, como había hecho con la casa.

Tal como prometió, William vino de vez en cuando a ayudarme con el jardín. Entre los dos desherbamos y limpiamos la franja delantera hasta dejarla lista para el invierno y pusimos manos a la obra en el jardín de la cocina y los lechos de hierbas. Aunque la mayor parte de la cosecha de la prima Geillis se perdería porque todavía no sabía lo suficiente sobre la recolección y el secado de plantas, me ocuparía de las que se cultivaban en tiestos. Recogí romero, salvia, tomillo y laurel y preparé los frascos para la jalea de zarzamora. En el huerto no había fruta que recoger (si los Trapp la habían arrancado en el interregno, me parecía justo), pero abundaban las zarzamoras silvestres. Si lograba dar con el célebre libro de recetas de la prima Geillis, tal vez encontrara nuevas formas de aprovechar los productos de la huerta.

Por mucho que busqué, sólo encontré un antiguo libro de recetas campestres recogidas muchos años antes por el Instituto Femenino local. De momento me perdería las confituras especiales de mi prima; sin embargo, las mermeladas y jaleas que aparecían en el libro del Instituto Femenino supusieron una lectura inspiradora y habrían de servir de momento.

Decidí tomarme libre un día maravilloso y salí a recoger moras. William me había indicado dónde encontrarlas. Me dijo que atravesara el portillo situado a un lado de la casa, siguiera el sendero del bosque, subiera por un camino lleno de baches pero practicable que, finalmente conducía a una cantera, que llevaba mucho tiempo en desuso, estaba llena de matas de zarzamoras que maduraban perfectamente porque todo el día les daba el sol.

Sujeté una cesta a la bici y me puse en camino. El terreno era fragoso y recorrí cinco o seis kilómetros, pero por carretera habrían sido más de nueve. El sol de la tarde caía con verdadera fuerza sobre la cantera, a la que el viento no tenía entrada. Los conejos emprendieron la escapada cuando llegué, se escabulleron entre los senderuelos de la ladera rocosa y se esfumaron en medio de las rocas. En la base de la cantera había agua, una charca rodeada de pasto delgado y mordisqueado por las ovejas. Los animales seguían allí, pero se alejaron cuando me acerqué. Sus tristes balidos retumbaron en los peñascos de la cantera y recibieron la respuesta estentórea y tierna del gorjeo de un petirrojo. No se oía nada más. El serpol seguía en flor y acá y acullá las campánulas pendían inmóviles, sin viento que las agitara.

William no me había orientado mal. Ese sitio era un laberinto de zarzas y los frutos eran enormes y brillaban de puro maduros. Puse manos a la obra.

Casi había terminado de llenar la cesta cuando lentamente noté que los balidos no habían cesado al alejarse el rebaño. Persistía una voz que no dejaba de quejarse. Ligeramente curiosa y con ganas de hacer una pausa, me erguí y miré a mi alrededor. Nada de nada. La hierba corta que rodeaba la charca sólo estaba ocupada por un aguanieves moteado que saltaba de un lado a otro en pos de los insectos que pululaban atraídos por el sol. El petirrojo se posó en un arbusto cercano y lanzó su estribillo musical. La oveja se quejó desde lo más profundo del bancal de zarzamoras.

Cuando presté atención, comprendí que el balido era algo más que una queja ociosa. Mostraba temor. Deposité la cesta en el suelo y me dediqué a investigar.

Al igual que el cordero de Abraham enredado en un zarzal, la oveja se había liado en un matorral de espinos. Al intentar zafarse, varias ramas ganchudas se enredaron en su lana y cuando intentó retroceder otras la atraparon como la red a los peces. Había quedado inmovilizada.

Me vio, lanzó un último balido y guardó silencio. Me abrí paso cuidadosamente entre las primeras zarzas espinosas e intenté desenmarañarla.

Fue un trabajo doloroso. No llevaba guantes y para realizar la tarea sin herirme habría necesitado gruesos guantes de cuero. Y una podadera e incluso un corta alambres, ya que cada vez que apartaba una rama de la lana de la oveja —esfuerzo que reclamaba todas mis fuerzas pero no parecía dañar al animal—, rebotaba en el zarzal y volvía a engancharse antes de darme tiempo a coger la siguiente. Cada movimiento me provocaba desgarrones en las manos y en los brazos. Estaba arañada y sangraba por varias heridas antes de darme por vencida y registrar la cantera, segura de que en alguna parte un excursionista descuidado había arrojado una botella o una lata de bordes afilados. Pronto encontré un instrumento cortante. Cerca de la charca, junto a las cenizas de una hoguera, vi una botella de whisky rota. Empecé a acuchillar las zarzas con el cristal y las aparté; diez minutos después tuve la impresión de que la oveja podría salir, pero temí que, en cuanto lo descubriera, intentara huir de mí y volviera a enredarse.

—¿Qué demonios está haciendo? —inquirió una voz preocupada a mis espaldas.

Pegué un brinco y me volví. Un hombre se había acercado y sus pisadas habían quedado amortiguadas por la hierba musgosa del suelo de la cantera. Era algo más alto que la media, con pelo oscuro salpicado de canas y cejas oscuras sobre unos ojos grises. Su piel estaba curtida hasta adquirir un saludable tono cobrizo y, aunque llevaba ropa de trabajador, su tono de voz denotaba a una persona culta. Llevaba los prismáticos colgados del hombro y un cayado en la mano.

Debía de ser el pastor o el granjero. Sentí alivio y apenas había abierto la boca para responder cuando el hombre volvió a la carga tajantemente:

—¿Qué demonios le ha hecho a esa oveja?

Quedé boquiabierta. Descubierta en pleno gesto misericordioso, esperaba que el pastor corriera a ayudarme, pero se mostró sorprendido y colérico.

—¿Qué demonios cree que estoy haciendo? —repliqué caústicamente.

Seguí su mirada y vi lo mismo que él había visto. Me sangraban las manos y la sangre había chorreado y manchado la lana de la oveja. Y en una de mis manos ensangrentadas sostenía el arma más horrible que quepa imaginar: una botella rota.

Dije con tono compungido:

—Es mi sangre. ¿Cree que la estaba descuartizando para guisarla?

—Oh, Dios mío, ya comprendo —replicó—. Pero cuando se pesca a alguien con una botella rota en la mano y sangre por todas partes… Lo siento muchísimo. ¿Está muy herida?

—No. No me he cortado con el cristal. Sólo usé la botella para apartar las malditas zarzas. La pobre oveja estaba atrapada, pero ahora se encuentra casi libre. Y yo estoy arañada de la cabeza a los pies. ¿Puede ayudarme?

—Por supuesto. Salga. Déjeme a mí.

Sacó del bolsillo una navaja de muelle y con el cayado apartó las pocas ramas de zarzamoras que aún sujetaban a la oveja. Cortó algunas. Luego me pasó la punta del cayado.

—Haga el favor de sujetar las zarzas con el cayado mientras yo saco a la oveja. Si corto todos los espinos, probablemente volverá a meterse entre las ramas.

Cogí el cayado y aparté la maraña de espinos. El hombre se movió entre las ramas que quedaban, sujetó con las dos manos la gruesa lana y echó el peso del cuerpo hacia atrás. La oveja se movió y se sacudió desesperada, pero el hombre la sujetó y al final logró apartarla de los espinos. Aterrorizada, la oveja luchó por ponerse a cubierto, pero el hombre le dio la vuelta y le propinó un empujón hasta que, balando con aflicción, escapó sana y salva por el sendero que habían seguido sus hermanas. Con excepción de las manchas de sangre y de la lana bastante desgarrada la oveja parecía intacta.

—Muchas gracias —dije.

—Soy yo quien debe darle las gracias a usted —puntualizó el pastor—. De no ser por su intervención, esa oveja podría haber muerto.

—Usted la habría encontrado.

—Tal como ocurrieron las cosas, sí, pero fue por pura casualidad que pasé por aquí.

—No se imagina cuánto me alegro. Aunque hubiese podido liberarla, creo que me habría resultado imposible darle la vuelta. Son animales increíblemente fuertes. Aquí tiene su cayado.

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