El hombre lo cogió.
—Ahora nos ocuparemos de sus manos. ¿Están muy mal?
Extendí las manos.
—Sólo tengo arañazos que curarán. Han sangrado tanto que supongo que las heridas están limpias. ¿Sabe si el agua está en condiciones? Me gustaría lavarme.
Me arrodillé junto a la charca y me limpié las manchas de sangre. Tenía muchos arañazos que escocían y una sola herida profunda, que aún sangraba abundantemente. El hombre permaneció en silencio hasta que terminé de lavarme y me ofreció un pañuelo limpio. Lo rechacé mientras buscaba el mío y enseguida descubrí que no lo llevaba.
—Tenga —insistió—. No habrá dificultades para que me lo devuelva. Vivo al otro lado de la colina. Acompáñeme y cubriremos esos cortes. Estoy seguro de que en casa hay esparadrapo. Además, supongo que una taza de té le sentará bien, ¿no?
—Bueno… —dije débilmente.
—¿Recogió las moras que quería?
—Más o menos. Pero puedo volver en cualquier momento. —Me miré las manos—. En este momento no tengo ganas de seguir buscando moras. A propósito, ¿esas tierras son suyas? ¿He invadido su propiedad?
—No, no. Es un camino público y, de todos modos, la cantera es terreno comunal. Creo que los gitanos acampaban aquí antes de que se anegara. Permítame que lleve la cesta. Ah, veo que ha venido en bicicleta.
—¿Puedo dejarla aquí con la seguridad de que la encontraré si vuelvo por el mismo camino?
—Supongo que sí, pero no correremos riesgos. Yo la llevaré. Iremos por aquí. Es bastante empinado, pero mucho más corto.
Montó en la bici y subió por el sendero que habían recorrido las ovejas. Al llegar a lo alto de la cantera, divisé una finca baja, gris y encajada en un hayal, con varias dependencias desperdigadas a un lado. Los grajos chillaban en las ramas de los árboles y el ganado se apiñaba junto a un portal desde el cual el camino rural rodeaba las dependencias y se perdía.
—Puede regresar por allí —me indicó—. El camino por el que llegó se une con éste al otro lado de esa cumbre. ¿Vive por aquí o está de vacaciones? Supongo que no lleva mucho tiempo aquí. De lo contrario, nos habríamos conocido y yo no la habría olvidado.
Su mirada convirtió ese comentario en un piropo y reí.
—Llegué hace menos de un mes pero, de todas maneras, estoy convencida de que sabe muchas cosas sobre mí.
—¿A qué se refiere?
Incliné la cabeza para señalar la verja. Una figura menuda la franqueó y corrió hacia nosotros.
—¡Papá! ¡Señorita Geillis!
—Fue William quien me habló de la cantera y las moras —expliqué.
El padre cogió a William con un brazo y lo instaló en el sillín de mi bicicleta. Luego me observó desde el manillar.
—Entonces usted es nuestra nueva bruja —comentó sonriente.
—Bueno —dije—, soy Geillis Ramsey y por lo que parece he heredado la fama de mi prima. Ésas fueron prácticamente las primeras palabras que William me dirigió. ¿Le estuvo contando cuentos?
—Era inevitable. Su talento fantasioso incluso supera el mío. Se supone que por aquí soy yo el que inventa y al menos me pagan por mis esfuerzos, pero William está a punto de aventajarme. De todas maneras, nos ha presentado, lo que supone un tanto a su favor. Encantado de conocerla, señorita Ramsey. Soy Christopher Dryden. —Cuando llegamos a la verja bajó su hijo de la bici—. Date prisa y pon agua a calentar. —Luego se dirigió a mí—: ¿Le gusta Thornyhold?
—Me encanta.
Apoyó la bicicleta contra la pared.
—¿No se encuentra sola?
—En absoluto. Los Trapp han sido muy amables, lo mismo que William. Pensaba venir a verlo pronto y preguntarle si le parece correcto que William me visite tan a menudo. Ah, y a darle las gracias por los huevos. Fue todo un detalle de su parte.
—No tiene la menor importancia. En esta zona la leche y los huevos no suponen ningún problema. Aún formamos parte de la granja y los Yelland son muy buenos con nosotros.
—¿Está de acuerdo con las visitas de William? Me encanta tenerlo en casa, es de gran ayuda, pero tal vez usted prefiera tenerlo cerca.
—Olvídelo. Casi todo el tiempo estoy ocupado y no le hago mucho caso, me temo. Además, adora Thornyhold y sospecho que añora enormemente a su prima.
—Es evidente. Me alegro de que Thornyhold le guste, pero temo que cada vez que me visita el pobre William hace un montón de cosas.
—Le encanta y le agradezco que lo deje ayudarla. Cuando estoy inmerso en la redacción de un libro, me convierto en muy mala compañía. He intentado organizar las cosas para estar libre cuando William tiene vacaciones escolares, pero nunca ha funcionado. Durante todo este verano he trabajado sin parar y no he tenido mucho tiempo para el pobre chico. ¿Entramos? Le mostraré dónde puede lavarse y… William, haz el favor de traer del cuarto de baño la caja con el esparadrapo, las vendas y esas cosas… Cuando se haya desinfectado las heridas, el agua para el té estará lista.
William obedeció a su padre y luego se esfumó, ocupado en sus propios asuntos. Me reuní con mi anfitrión en la cocina de la granja, una estancia espaciosa, larga y de techo bajo. Aunque la vieja chimenea seguía en pie, los hornos ya no se usaban y en el extremo de la habitación se alzaba una cocina eléctrica. Las dos ventanas daban a los pastos y los antepechos estaban cubiertos de papeles que, al parecer, guardaban cierto orden. En el centro de la estancia había una mesa larga y fregada que, en el extremo más cercano a la cocina, tenía platos y cubiertos puestos. Cabía suponer que entre una comida y otra los dejaban sobre la mesa nada más lavarlos. Allí estaban el cuchillo de la mantequilla, una lata de sal, una botella de vino tinto a medias y un frasco de ketchup. La vida de un solterón como en una pintura. La cocina estaba limpia a conciencia y el montón de trastos tenía sentido tratándose de un hombre ocupado que cuidaba de sí mismo.
La tetera y los tazones estaban preparados. El señor Dryden preparó el té y abrió una lata redonda con galletas.
—Siéntese. ¿Con leche y azúcar?
—Sólo con leche, por favor, sin azúcar. Muy amable. —Miré a mi alrededor—. Las viejas fincas de las granjas tienen a su favor que todos vivían en la cocina, de modo que el sol entra de lleno y es una estancia maravillosa. ¿Usa la chimenea?
—Salvo cuando hace calor, enciendo el fuego casi todas las noches. William hace las tareas escolares en la cocina. Yo trabajo en el cuartucho que hay detrás… creo que servía de despacho del granjero. Es oscuro como boca de lobo y comunica con las antiguas pocilgas.
—Pudiendo elegir cualquier habitación de la casa… —protesté.
—Fue la mejor elección. Es imposible escribir si uno pone manos a la obra en una habitación con una buena panorámica. Dedicas el tiempo a contemplar los pájaros o a pensar en lo que te gustaría hacer al aire libre en lugar de obligarte a trabajar por puro aburrimiento.
—Me está tomando el pelo.
—Le aseguro que no. Se trata de un trabajo agotador y las distracciones no sientan bien. Basta con un paseo ocasional para quitarse las telarañas mentales.
—Como Bunyan, que escribió tanto en la cárcel. Aunque no creo que saliera ocasionalmente a dar un paseo.
—A decir verdad, me parece que de vez en cuando le dejaron salir, pero en total cumplió cerca de doce años. De esa forma pudo hacer realmente su obra.
—Tal como están las cárceles, usted puede considerarse afortunado —comenté.
—Ya lo creo. Quiero que comprenda por qué me alegro de que William se lleve tan bien con usted. Su prima fue muy buena con él y cuando murió William se sintió destrozado. Era extraordinaria con los crios.
—Lo sé.
—Entonces comprenderá lo mucho que me alegré cuando me dijo que había ido a visitarla y que había parecido una persona estupenda… y cito textualmente.
—Y una bruja, no lo olvide.
—No lo he olvidado. Parece que su toque mágico con el hurón ha sido tan fuerte como el de la señorita Saxon.
—Sólo apelé a sus medicinas y William me indicó cuál era. A propósito, ¿cómo se las arreglaron con las demás dosis?
—De perillas. Como demostración, sólo recibí un ligero mordisco que atravesó mis gruesos guantes de conducir. Además del ininterrumpido comentario de William, que comparó mi técnica con la suya y lo hizo en términos muy desfavorables para mí.
Reí.
—Parece que Silkworm está totalmente recuperado. ¿Mi prima hacía muchas… bueno, muchas curaciones?
—Ya lo creo. Desde que vinimos a vivir aquí oímos hablar de ella como una especie de sanadora local. ¿Conoce bien esta zona del país?
—En absoluto. Sólo estoy aquí porque la prima Geillis me legó Thornyhold.
—Digamos que, hasta cierto punto, este rincón del país es… bueno, sigue siendo un lugar bastante primitivo. Supongo que está al tanto de que en una época su prima estudió profesionalmente el uso de las hierbas y, de hecho, básicamente cultivaba y preparaba medicinas y otras cosas para abastecer a una gran empresa de Londres. Pero como siempre estuvo dispuesta a ayudar a los lugareños y también curó a muchos animales, encajó perfectamente en el paisaje de Thornyhold como una bruja… ¡una bruja blanca, por supuesto! La «hechicera» local. ¿Sabe que Thornyhold tiene historia como la casa de las brujas?
—¿De veras? Reconozco que tiene su propia magia, pero… ¿la casa de las brujas? Siempre me figuré que la casa de una bruja era un lugar pequeño, oscuro y sin ventanas, con techo de paja de cuya chimenea salía humo y un caldero sobre el fuego, pero Thornyhold es tan… ¡tan dieciochescamente respetable! Es una morada encantadora.
—Estamos de acuerdo. Sin embargo, a mediados del siglo diecinueve la viuda del caballero de la mansión se retiró a Thornyhold y se dedicó a la brujería con todo rigor. Allí vivió setenta años, hasta que murió a los noventa y dos, y desde entonces la casa ha vivido con la fama de la Dulce Gostelow.
—¡Santo cielo! ¿Thornyhold? ¡Espero que también haya sido una bruja blanca!
—Sin duda. La pobre muchacha era muy religiosa y perdió la chaveta por un marido que, según dicen, era el pilar de un club local del fuego del infierno, además de satanista. Lady Sibyl decidió defenderse a sí misma y también su viudedad de las obras del demonio. En realidad, Thornyhold era la casa del apoderado, que se había casado con la antigua niñera de la dama. El apoderado y su esposa la recogieron. Sin duda el caballero Gostelow podría haberlos echado en un momento de lucidez, pero murió al cabo de poco tiempo y los dejó en paz.
—Lady Sibyl tuvo suerte. Me pareció que dijo que era una bruja blanca…
—No tuvo nada que ver con la muerte de su marido, según las crónicas locales, «diversos excesos lo abatieron a temprana edad». Aún no había cumplido los cuarenta. Las propiedades pasaron a un sobrino que, por lo que se sabe, estuvo fuera casi siempre y, de todos modos, no se metió en la viudedad. La casona se incendió, si no recuerdo mal en mil novecientos doce, y el último varón de la familia murió en la batalla del Somme. Todo lo cual dejó a la anciana lady Sibyl, que para entonces ya era «la Dulce Gostelow», en Thornyhold, defendiéndose de las obras del demonio y viviendo en paz hasta su muerte, en mil novecientos veinte. ¿Qué le pasa?
—En realidad, nada. Sus iniciales son SG. En el salón de Thornyhold hay una vieja acuarela, un cuadro de la casa, firmado en un rincón SG. Al principio pensé que el monograma era GS, pero supongo que lo hizo lady Sibyl.
—Probablemente. En aquella época todas las jovencitas aprenderían a dibujar, ¿no es así? ¿Y ahora por qué sonríe?
—En la escuela yo también aprendí a dibujar. Me proponía hacer unos bocetos de la casa y del jardín tal como están ahora.
—Es indudable que esa casa mantiene su continuidad, ¿eh?
—¿Pretende decirme que la prima Geillis también dibujaba? Nunca oí el menor comentario sobre sus aptitudes para el dibujo.
—Nada de eso. Ocupaba todo el tiempo en el jardín y las hierbas. De hecho, eso fue lo que le gustó de Thornyhold. Comentó que estaba buscando plantas por Westermain y que cuando los ancianos, la pareja que vivió en Thornyhold después de la muerte de lady Sibyl, le mostraron todo, descubrió que la casa era irresistible.
—A mí me comentó algo parecido. No, gracias —repliqué cuando me ofreció otra galleta—. Pero si queda, me encantaría tomar otra taza de té. Sólo media… perfecto. Muchas gracias. ¿A qué se refería cuando habló de las defensas contra el diablo?
—¿No ha reparado en el trazado de la casa? Me refiero al jardín.
—¿Qué trazado? El jardín de las hierbas está planificado, qué duda cabe, pero no sé a qué más se refiere. ¿Qué tiene de particular?
—Está defendida de la brujería y de la magia negra. En la esquina sudoeste de la casa hay tejos y enebros, así como fresnos, serbales y un laurel. Y el seto de espinos tiene intercaladas algunas plantas del santo espino de Glastonbury. Todo esto sin olvidar los saúcos. En una ocasión su prima me mostró el trazado. Esa historia la había fascinado y se ocupó de mantener todo tal como estaba.
—Trébol, lúpulo común, verbena y eneldo, despojan de su voluntad a las brujas —cité.
—¿Y esto qué significa?
—Es el popurrí de la prima Geillis. También protegió su cuarto del sosiego.
—¿Sí? Pues no me sorprende. ¿Nunca le dijo nada de lo que acabo de contarle?
—No, nunca me contó la historia de la casa. Sólo dijo que «parecía hecha a su medida» y que «se había prendado de ella». Ahora entiendo a qué se refería. De hecho, no la traté a fondo. Cuando yo era pequeña fue a visitarme dos o tres veces y nada más. Fui una niña bastante solitaria y algo desdichada y tuve la impresión de que la prima aparecía en los momentos en que la necesitaba. Solía llevarme a pasear. Me encantaba salir con ella y creo que aprendí muchas cosas. No habló de hierbas ni de nada concreto, aunque me enseñó a identificar plantas y flores y aprendí mucho sobre animales y aves. En una ocasión le pregunté si era bruja y simplemente rió. Supongo que cuando era pequeña pensaba que la prima Geillis era un ser mágico.
Y ahora sé que lo era, añadí, pero para mis adentros.
—¿Dónde vivía? —preguntó el padre de William.
—Mi padre era vicario en la parroquia de un pueblo carbonífero del noroeste. Era espantoso y el paisaje era árido y estaba cubierto de maleza. Fui a la escuela en la Región de Los Lagos, una zona bellísima, y estudié un año en la Universidad de Durham antes de que muriera mi madre, pero la mayor parte del tiempo estuve encerrada entre cuatro paredes y, de todos modos, los fines de semana no me habría podido pagar los viajes para ir a oler el aire campestre. Murió mi madre y regresé para cuidar a mi padre, inmersa de nuevo en los montículos de carbón y en los sepulcros. Por eso Thornyhold es el paraíso para mí. Supongo que algún día podría sentirme sola o aburrida, pero de momento estoy encantada. Me basta con despertar con los trinos de los pájaros y con irme a dormir en medio del silencio. —Callé y dejé el tazón vacío en un repiqueteo—. Lo siento. Usted sabe escuchar y cuando se vive solo, por mucho que nos guste, nos ponemos muy locuaces. Dígame, ¿hoy salió a tomar el aire para quitarse las telarañas mentales? Cuando lo vi, pensé que era el pastor de aquel rebaño de ovejas.