Durante su infancia, Gilly Ramsey, entrañable protagonista de esta novela, recibe una educación fría y severa. La única persona que parece entenderle y tenerle afecto es Geillis, una prima de su madre que visita a la familia esporádicamente. Geillis ha viajado por todo el mundo, tiene conocimientos sobre plantas medicinales y hierbas, posee poderes curativos e incluso predice el futuro. A la deslumbrada Gilly le vaticina que algún día se ganará la vida como artista y vivirá con ella en su casa de campo… Años después, la prima Geillis muere y lega su magnífica casa, Thornyhold, a la joven Gilly, que acaba de perder a sus padres. En Thornyhold, Gilly es recibida por Agnes Trapp, una vecina de comportamiento extraño, y pronto conoce a William, un encantador chico de diez años hijo de un famoso escritor. Pero lo que realmente fascina a Gilly es la atmósfera misteriosa y embrujada que despiden las viejas paredes de la casa, como si la prima Geillis aún continuara allí de una forma inexplicable. Su extrañeza se acrecienta cuando se entera de que Geillis estaba considerada una bruja y que la propia Gilly es depositaria de sus poderes. Pero también Agnes Trapp posee poderes sobrenaturales y mágicos, y ambas mujeres están enamoradas del mismo hombre…
Mary Stewart
La mansión embrujada
ePUB v1.0
fjpalacios27.03.12
Título original:
Thornyhold
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Traductora: Margarita Cavándoli.
© Mary Stewart, 1988.
En recuerdo de mi madre y mi padre,
con afecto y gratitud.
Capítulo 1Entra en este bosque encantado
Tú que osas.
Nada daña bajo las hojas
Más que las olas que surca el nadador.
Alza la cabeza con la alondra.
Los pies en paz con el gusano y el ratón,
Que tengas buen viaje.
Tiembla sólo ante el temor de la oscuridad
Y aquéllos pierden su forma:
Miles de ojos bajo las capuchas
Te sujetan de los cabellos.
Entra en este bosque encantado
Tú que osas.
George Meredith.
Supongo que, de haberlo elegido, mi madre podría haber sido bruja. Pero conoció a mi padre, un pastor protestante muy piadoso, que la anuló. Mi madre dejó de ser una Morgana en potencia para convertirse en la esposa de un vicario inglés y dirigir la parroquia como se hacía en aquellos tiempos —hace más de medio siglo—, con mano de hierro que ningún guante disimulaba. Siempre mantuvo su dominio, su animada personalidad y un toque de crueldad en su absoluta falta de tolerancia hacia la debilidad o la incompetencia. Me parece que tuve una educación severa. Estoy convencida de que a mi madre le ocurrió lo mismo. Recuerdo una foto de mi abuela, su madre —a la que no conocí—, cuya imagen me aterrorizó durante toda la infancia: el pelo peinado hacia atrás muy estirado, ojos penetrantes y boca de labios finos. Había vivido en las regiones inexploradas de Nueva Zelanda y mostrado las aguerridas virtudes de los pioneros de su época; fue una enfermera y sanadora extraordinaria, a la que en el pasado habrían clasificado como hechicera e incluso como bruja. Y lo parecía. Mi madre, versión más guapa de la abuela, poseía las mismas habilidades. Implacable con los sanos, antipática por principio con el resto de las mujeres e indiferente ante los niños y los animales, mostraba una paciencia infinita hacia los bebés y era una magnífica enfermera para los enfermos. Un par de generaciones antes habría repartido jaleas y sopas entre los pobres enfermos y meritorios de la parroquia, pero esa época era agua pasada y por ello presidía los grupos de trabajo de la aldea, preparaba mermeladas y jaleas para venderlas («El dinero no nos vendrá nada mal y, además, no valoran lo que reciben gratis.»), y cuando se producía un accidente en la mina, allí estaba mi madre, junto a mi padre y al médico, y era útil como cualquiera de los dos.
Vivíamos en una lúgubre y horrible aldea minera del norte de Inglaterra. Aunque nuestra casa contaba con sólidos cimientos, era horrible, demasiado grande y muy fría. El agua era dura como la piedra caliza y siempre estaba gélida; durante su juventud mi madre no había conocido las instalaciones de agua caliente y no justificaba el desperdicio de dinero que suponía utilizar el regulador de la enorme y extravagante cocina económica Eagle. Si necesitábamos agua caliente para fregar, la calentábamos en los hornillos de la cocina. Nos bañábamos una vez por semana en cinco centímetros de agua tibia y dura. El carbón era caro, una libra la tonelada, pero la casa del párroco y la iglesia tenían electricidad gratis de modo que, a veces, me permitían encender en mi pequeña y glacial habitación —situada en lo más alto de la casa— una estufa eléctrica de una sola resistencia para mantener el frío a raya. Recuerdo que siempre tenía sabañones en las manos y en los pies; como no se los consideraba una enfermedad, sino una mera debilidad, se ignoraban.
La casa parroquial se alzaba en un extremo de la aldea, aislada en el amplio jardín que se extendía detrás del templo; ayudado por el anciano sepulturero («Soy un buen cavador, no podía ser de otra manera.»), mi padre dedicaba al jardín todo el tiempo libre que no estaba obligado a dedicar a los deberes de la parroquia. A un lado de los terrenos corría la carretera principal y en los tres restantes se alzaban las tumbas. «Vecinos tranquilos», solíamos decir, y vaya si lo eran. Recuerdo que nunca me preocupó la idea de tantos cadáveres enterrados cerca; el atajo que solíamos utilizar para bajar a la aldea se abría paso a través del cementerio más antiguo. De todas maneras, era un lugar macabro para una niña solitaria y supongo que mi infancia fue tan lúgubre y desamparada, incluso más solitaria que la fría educación de las Bronté en Haworth. No siempre fue así. Podía recordar mi fugaz edad de oro, mi corto período de días de ensueño que volvieron soportables los verdaderos días de la niñez.
Hasta que cumplí los siete años vivimos en un caserío de alrededor de doscientas almas. Era una parroquia sin importancia y éramos muy pobres, pero el paraje era hermoso, fácil el trabajo de mi padre y recogida y cómoda la casa. La vivienda del párroco era antigua, baja y blanca, con un rosal trepador blanco que cubría el porche, paredes cubiertas de hiedra y debajo arriates de violetas olorosas. En medio de un grupo de lilas se alzaba una glorieta y también contaba con una pista de tenis, que mi padre cuidaba con esmero, a la que ocasionalmente iban a jugar los vecinos. La parroquia estaba formada por tierras de labranza, fincas dispersas en unos pocos kilómetros cuadrados y sólo la cruzaba una carretera «principal». Los coches escaseaban, íbamos andando o en un cabriolé arrastrado por un poni. No circulaban autobuses y la estación de trenes se encontraba a tres kilómetros.
Sólo tenía siete años. Incluso ahora, después de una vida que ha multiplicado por diez aquella edad, algunos recuerdos siguen grabados vivos y nítidos en medio del desviamiento global de una época muerta y enterrada.
En el terreno comunal pastaban cabras y burros, y en el centro se alzaba la iglesia gris. Por doquier había árboles enormes: en el terreno comunal, en los jardines de las casas, bordeando los prados circundantes, proporcionando sombra a la polvorienta carretera. Ésta, con las profundas rodadas triples producidas por ruedas y cascos, serpenteaban en medio de gruesos arcenes con flores de seto vivo. El sol quemaba los adoquines del patio trasero de casa, donde las gallinas se pavoneaban y la gata dormitaba. Se percibía el estruendo del martillo del herrero en la forja de al lado y el penetrante olor a cascos chamuscados cuando herraba los caballos de los agricultores. Y el jardín de la casa del párroco, con sus peonías, sus violetas y las aguileñas como palomas dormidas. Las nubes de lilas, los lúpulos que trepaban por la puerta de la escuela, a los pies del jardín, y las rosas amarillas dobles junto a la escalinata que conducía a la pista de tenis.
Pero no había gente. Me parece significativo que estos recuerdos dorados no incluyan una sola persona. Salvo una. No se ha desvanecido la imagen del día en que conocí a Geillis, la prima de mi madre.
Aunque era mi madrina, por lo que supuestamente la había conocido en la pila bautismal, recuerdo que la primera vez que hablé con ella fue un día de verano, cuando yo contaba seis años.
No pudo ser el día de mi cumpleaños, porque cae en septiembre, pero fue una jornada especial, una jornada que aguardaba con los hambrientos anhelos de una infancia solitaria y que, cuando llegó, se pareció a cualquier otro día. Lo que significa que lo pasé sola porque mi padre estaba haciendo visitas, mi madre demasiado ocupada para atenderme y, desde luego, porque no me permitían jugar con los niños del caserío.
Creo que tampoco estaba autorizada a abandonar el jardín, pero había salido. Al final de nuestro huerto, detrás de la escuela, se encontraba mi hueco particular en la verja. Al otro lado se extendía una larga ladera cubierta de hierba, salpicada como un parque de grupos de grandes árboles, y al pie de la ladera, protegido por un bosquecillo, el estanque. Sin más motivo que el hecho de que el brillante espejo convertía el estanque en un sitio al que dirigirse, deambulé cuesta abajo hasta la orilla y me senté en la hierba.
Aunque al principio no fue más que un manchón, la riqueza de color de algo semejante a un cuadro impresionista, creo recordar cada instante de aquella tarde. Se produjo una confusión de sonidos: los trinos de las aves del bosque situado al otro lado del seto vivo y el holgazaneo de los saltamontes en los altos pastos próximos. Hacía calor y el olor a tierra, a hierbas aplastadas y a agua ligeramente estancada embotaba la tarde soñolienta. Me senté a soñar, con los ojos abiertos de par en par, fijos en el espejo del estanque donde desembocaba el aletargado riachuelo.
Pasó algo. ¿Se movió el sol? Lo que recuerdo es un súbito fogonazo en el estanque, como si un pez hubiera saltado y dispersado la luz. Se desvaneció la bruma onírica y multicolor. De repente, todo quedó perfilado de luz. Las margaritas silvestres —blancas, doradas y más altas que yo— se agitaron y se balancearon por encima de mi cabeza como si una brisa potente las peinara. Después el aire se aquietó, cargado de aromas. Los pájaros habían dejado de cantar y los saltamontes estaban silenciosos. Seguí sentada, quieta como un caracol que pende de un tallo, en medio de un mundo pletórico y vivo, y lo vi por primera vez. Por primera vez supe que formaba parte de ese mundo.
Alcé la mirada y vi a la prima Geillis.
Aunque no tenía mucho más de cuarenta años, me pareció vieja, como me lo parecían mis padres, en la treintena ambos. La prima Geillis tenía cierto parecido con mi madre: la boca y la nariz orgullosas, los penetrantes ojos verdigrises, la postura erguida. Mientras que el pelo de mi madre era rojizo dorado, el de la prima Geillis era oscuro y tenía nubes de pelo enroscado y recogido con pasadores de carey. No recuerdo qué ropa llevaba, si bien sé que era oscura y pesada.
Se dejó caer sobre la hierba, a mi lado. Lo consiguió sin alterar las margaritas silvestres. Pasó el dedo índice por el tallo de una margarita, salió una mariquita que se posó en su dedo.
—Mira —dijo—. Date prisa, cuenta las pintas.
Los niños pequeños dan por sentadas las cosas más extrañas, con una inocencia de doble filo que los adultos pueden entender mal, pues se rigen por los principios de la madurez. No me pareció extraña la súbita llegada de la prima Geillis ni su saludo. Formaba parte del mundo infantil de apariciones y desapariciones mágicas, inevitablemente adaptadas a las necesidades de cada niño.