Era la protesta de una mujer solitaria y profundamente encerrada en su estrecho círculo social; en aquella época no se trataba de una actitud infame, sino bastante corriente, en el caso de mi madre fomentada por la apartada educación en colonias de ultramar, con sus sueños de la «patria» aún teñidos por las pautas de la reina Victoria. Incluso entonces también sabía que ésa era la voz de la ambición frustrada. La hija de mi madre (en estos casos, nunca era la hija de mi padre) debía tener las oportunidades que a su generación les estuvieron vedadas; la hija de mi madre debía tener independencia y libertad —que sólo podían proporcionarle la educación— para elegir su propio camino en la vida. Y si a eso íbamos, educación superior, un título universitario, un buen título… ¿Una matrícula de honor? ¿Y por qué no? Su hija sería capaz de eso y de mucho más.
Y así al infinito. Podía imaginarlo todo, así como la invariable protesta de mi padre (a su manera, era tan Victoriano como mi madre): una hija, una hija hermosa, debería casarse y encontrar así la mayor felicidad, la única felicidad y auténtica satisfacción que conocía la mujer. Si Gilly hubiese sido varón, sin duda tendría que haber asistido a la escuela privada y a la universidad, pero tratándose de una hija, ¿no era del todo innecesario?
Mi madre se acercó una vez más a la ventana y su voz sonó clara y aguda. Demasiado aguda. Ya no hablaban de teorías; sus expectativas estaban a punto de cumplirse y en medio del acaloramiento de la toma definitiva de decisiones fue muy poco estratégica.
—Y si no se prepara para ganarse la vida y salir de aquí, ¿cómo conocerá a un hombre que sea digno de ella para casarse? ¿Realmente deseas que se quede en casa y se convierta en «la hija del vicario», la esclava de la parroquia?
—¿Como la esposa del vicario? —preguntó mi padre con profundo pesar.
Al recordarlo después de una vida vivida veo, más allá de mi propia infelicidad, lo que debió ser la de mi madre. Ambiciosa, hermosa, inteligente y aletargada en su interior una chispa de magia por manipulación —a la que llamamos brujería—, mi madre debió de desgastarse poco a poco por la pobreza, el esfuerzo, la soledad debida al ensimismamiento de mi padre en los asuntos de la parroquia y por el mundo que la separaba de su propia familia, que vivía en Nueva Zelanda. Y por la desilusión. Satisfecho con su trabajo, incluso en medio de la pobreza, mi padre jamás se abrió paso hasta las esferas clericales superiores que a mi madre le habrían encantado y en las que habría descollado. Entonces no lo comprendí; sabía que, a pesar del profundo afecto que se profesaban, entre mis padres se interponía una desdicha soterrada.
Después de una pausa mamá dijo con una voz que me resultó casi irreconocible:
—Harry, tengo todo lo que quiero. Tengo todo lo que siempre he querido y lo sabes. —Hizo un breve silencio y añadió con tono afable—: Espero que algún día Gilly también lo consiga. Pero hemos de afrontar el hecho de que tal vez nunca se case y de que no podemos dejarle nada.
—Ni siquiera un hogar. Lo sé. Como de costumbre, tienes razón. La propuesta de Geillis es un don de Dios… pues sí, aunque quiera llamarlo de otra manera, es un don de Dios. ¿Qué me dices? ¿Te conformarás con el convento? Es posible que tus temores carezcan de fundamento. En mi opinión, el examen de ingreso es bastante severo.
—Supongo que sí. De acuerdo. ¡Oh, querido, un convento!
—Es lo más barato —concluyó mi padre sencillamente.
Evidentemente ese comentario cerró el debate, ya que me enviaron al convento.
Era un lugar lóbrego, próximo a los acantilados de la costa este, y mi madre no tendría que haberse preocupado de que las buenas monjas ejercieran una influencia excesiva en mí. A decir verdad, las buenas monjas creían en lo que llamaban la «autonomía» escolar, lo que significaba que se elegía una líder por curso —la niña más corpulenta, ruda y popular de la clase— y que la disciplina, incluidos los castigos, estaba bajo su control y el de su «segunda», casi siempre su mejor amiga y compinche. En tanto sistema para ahorrar problemas a las monjas, tal vez fuera recomendable; sin embargo, desde la perspectiva de una cría tímida y aplicada, era la materia de la que se componen las pesadillas de toda una vida.
Llegué a la escuela con fama de inteligente, alimentada por el «rígido » examen de ingreso que aprobé sin dificultades, y las buenas hermanas me asignaron a una clase donde las niñas tenían, como mínimo, dos años más que yo. Como la erudición no era el fuerte del convento, pronto me convertí en la primera del curso, y dado que deseaba la aprobación general y por eso me esforzaba más que nunca, sin duda me gané de sobras la celosa antipatía que poco después me demostraron. Tenía ocho años y no había desarrollado defensas: la escuela se convirtió en un centro de tormentos y desdichas. Los días eran horribles y las noches en el dormitorio un infierno de bromas y torturas. Por supuesto, las niñas intimidadas y atormentadas jamás soñamos con quejarnos. El castigo en las aulas y los dormitorios sin supervisoras habría sido horrendo. Cada noche, después de completas, la muda hilera de monjas atravesaba el dormitorio de las pequeñas con las cabezas inclinadas, las caras ocultas por el velo, los brazos en las mangas, sin mirar a derecha ni izquierda las camas en las que, quietas y aparentemente dormidas, reposaban torturadoras y torturadas, a la espera de que se cerrara la puerta para repetir la pesadilla.
Ni siquiera en casa lo comenté. Era el sitio menos indicado. La infancia me había condicionado a la infelicidad, a no creer en que era deseada, a temer. Por eso viví un penoso curso tras otro y mi único alivio fueron los libros y la seguridad en la aula, en la que, como era previsible, progresé aún más que las niñas mayores que me intimidaban. El único rayo de luz y esperanza era pensar en las vacaciones. No en el lóbrego tedio de la casa parroquial, ni siquiera en la afable compañía de mi padre, sino en el leal afecto de Rover, mi perro.
Demasiado leal. Sólo amaba, obedecía y seguía a una persona: a mí. Mi madre aguantó poco más de un año nuestra dichosa relación. Mientras yo estaba fuera, ataban a Rover; como mamá no estaba dispuesta a sacarlo, cuando lo soltaba se perdía y me buscaba por los campos y la aldea. En una ocasión mamá comentó que temía que el perro atacara a las ovejas. Al terminar un curso volví a casa y me comunicaron que Rover «se había ido».
Eso fue todo. A los chicos de hoy les costaría mucho entender que no me atrevía a preguntar cómo ni cuándo. No dije nada. Ni siquiera osé dejar que mamá me viese llorar. Y esta vez nadie lamió mis lágrimas.
Los pájaros y los ratones, el conejo y el amado perro. No volví a intentarlo. Me encerré en mí misma y aguanté tan silenciosamente como pude hasta que volví a recibir ayuda. Se produjo de una manera extraña e indirecta. En la escuela se enteraron (era tan tonta e inocente que había confiado en alguien) de que creía en la magia. Aún era una cría —apenas tenía diez años— y los mitos y leyendas de los clásicos y de los escandinavos, así como los cuentos de Andrew Lang, Hans Christian Andersen y Grimm, aún desplegaban nubes de gloria en mi imaginación. También debo reconocer que la vida que llevaba, obsesionada por lo eclesiástico —con sus milagros, sus leyendas y sus coros de ángeles—, se combinó con el país de las hadas y volvió real y probable el Otro Mundo.
Por eso corrió el rumor de que la pequeña Gilly Ramsey creía en las hadas. Fueron las niñas mayores, más crueles que mis coetáneas, las que me jugaron una mala pasada. Qué delicia, dijeron y me escribieron notas diminutas firmadas por el Hada Madrina. Las ocultaron, me vieron salir sigilosamente y recoger las notas en el reloj de sol que se alzaba en una zona abandonada del jardín de la escuela. No recuerdo cómo empezó todo ni si creía realmente en las hadas, pero se trataba de un secreto dichoso y yo creía que no provocaría ningún daño. Sacaba la misiva, me internaba en el bosque para leerla (de puertas para adentro no existía la menor intimidad) y escribía la respuesta.
La última vez que ocurrió fue a comienzos de junio, aproximadamente a la mitad de mi segundo curso de verano. La nota estaba encajada en la piedra cubierta de musgo. El minúsculo texto sólo decía: «Querida Gilly: En tu última carta soñabas con tener un hada madrina. Estoy segura que pronto tendrás noticias suyas. Tu hada, Titania».
Jamás supe qué habían planeado. Algo —un sonido, un movimiento— me llevó a alzar la mirada. Tras los arbustos vi los cuerpos agazapados de las niñas que me habían gastado la broma.
Me puse de pie. Ya no recuerdo qué sentí ni qué me proponía. Sólo sé que en ese instante una compañera de curso pronunció mi nombre desde el extremo del jardín.
—¡Gilly! ¡Gilly Ramsey!
—Estoy aquí.
—¡Tienes una carta!
La fornida figura de Alice Bundle, compañera sufridora y, como tal, algo parecido a una amiga, bajó deprisa por el sendero esgrimiendo una carta.
No miré hacia los arbustos y dije con tono muy claro:
—Gracias, Alice. Ah, sí, reconozco la letra. Es de mi madrina. Esperaba esta carta. Me sacará de aquí.
Hice una bola con la nota del Hada Madrina, la arrojé al suelo y eché a correr hacia la escuela. Las niñas mayores se irguieron al verme pasar. Una gritó alto, pero no le hice caso. Me sentía alentada por el primer reto de la niñez, la primera mentira deliberada, la primera actitud de despreocupación que me atreví a adoptar. Dejé que las mayores me miraran. Debieron de pensar que, de alguna manera, su falsa magia había surtido efecto.
Y así fue. Tal como suponía, la carta era de mi madre. Era el día de la semana en que invariablemente llegaban sus misivas. La encabezó con el apodo que me daba cuando algo la satisfacía:
Querida Gillyflor:
Tu prima Geillis está en Inglaterra y el viernes vino a visitarnos. Se disgustó mucho cuando supo a qué escuela te habíamos enviado. Como corre con la mayor parte de los gastos de tu educación tenemos que ceder a sus deseos. Quiere que te saquemos del convento. Tendrás que someterte a otro examen, pero no me caben dudas de que lo aprobarás. Ocúpate de salir airosa. La nueva escuela está en la Región de los Lagos y espero que el nivel de erudición sea superior al del convento porque, como sabes, tendrás que ganarte el sustento, hasta el último penique…
Bendita prima Geillis. Mejor dicho, dado que habría desdeñado ese adjetivo, querida prima Geillis. Yo podía y quería empezar de nuevo.
En la nueva escuela la vida sólo podía ser más agradable. Aún era demasiado inteligente para experimentar alivio, pero no lo bastante para disimularlo; había aprendido a obrar un poco a mi aire y a darme por satisfecha con ser la segunda o la tercera de la clase. Era muy buena en deportes y admiraban mis aceptables dotes para el dibujo. Aunque es muy poco lo que recuerdo en el sentido de una felicidad activa, los años transcurrieron afablemente.
La escuela era una bella y enorme casona dieciochesca rodeada de parques y bosques por los que, en nuestro tiempo libre, podíamos vagar a voluntad. Ésa era la teoría, ya que en la práctica apenas teníamos tiempo libre. Estoy segura de que, en realidad, yo era la única que codiciaba ese privilegio. Acostumbrada desde siempre a la soledad, ahora la echaba de menos y toda vez que podía escapar de mis compañeras, me dirigía al bosque en el que se alzaba una glorieta abandonada que consideraba propia. Estaba derruida y sucia y los días húmedos la lluvia goteaba a través del tejado, pero cerca se encontraba el sendero bordeado de tilos que olían a miel y si te quedabas inmóvil en el interior de la glorieta, las ardillas rojas llegaban hasta el umbral y los pájaros volaban hasta sus nidos bajo el alero.
Allí ocurrió una vez más: el único encuentro memorable de aquellos años tiernos y de crecimiento.
Estábamos a mitad de curso y corría el verano de mi décimo cuarto cumpleaños. Casi todas las chicas habían salido con sus padres, de modo que yo tenía el día libre. Por supuesto, mis padres nunca me visitaban. Me senté en la glorieta con el propósito de dibujar. Había recogido ranúnculos, hierba de París y orquídeas menores, que había puesto en un florero sobre la destartalada mesa de madera que tenía delante.
En el sendero cubierto de musgo sonó una pisada y la prima Geillis dijo jovialmente:
—Supuse que te encontraría aquí. ¿Has tomado el té?
—¡Hola, prima Geillis! No, no he tomado el té.
—Entonces, sígueme. Bajaremos hasta el río. He traído la merienda. Deja las flores, ya las recogerás cuando regresemos.
No recuerdo haberle preguntado cómo llegó ni cómo me encontró. Supongo que aún daba por sentadas sus capacidades mágicas. Incluso sabía, sin que yo se lo dijera, que normalmente no estábamos autorizadas a bajar hasta el río. Nadie nos vio. Cruzamos las pistas de hockey y caminamos por la ribera, bajo el dosel de los robles. Más allá de la sombra de los árboles se divisaba una larga y soleada curva de terreno anegado en el que, antaño, había erigido un terraplén o un muro de contención para retener el caudal en época de riadas. Allí nos sentamos mientras más abajo, como si fuera lo más natural del mundo, un martín pescador descendía desde una rama seca, atrapaba un pez y se esfumaba con la presa por un agujero de la orilla arenosa.
—¿Te acuerdas de la mariquita y de la señora Guiñahierbas? —preguntó la prima Geillis.
—¿La Coccinella y la Erinaceus europaeus? —Dije en un tono que no disimulaba mi satisfacción—. Claro que sí.
La prima rió.
—Pobre niña. Fuiste una aprendiza aventajada. Y estoy segura de que desde entonces lo has sido. Los dibujos que estabas haciendo son muy hermosos. ¿Qué edad tienes ahora?
—Casi catorce. El año que viene acabo la escuela.
—Y después, ¿qué harás? Gilly, ¿qué piensas hacer de ti misma? —(En este punto debo decir que al llegar a la adolescencia deseché el infantil Gilly, aunque mi nombre se pronunciaba igual). —¿Ya sabes qué quieres ser? —insistió mi prima.
—En realidad, no. Mamá es partidaria de que vaya a la universidad y de que luego me dedique a la enseñanza, pero…
—Pero, ¿qué?
—No sé si es eso lo que quiero hacer. En realidad, me encantaría ser artista.
Creo que para mí, a aquella edad, «ser artista» representaba una especie de pintoresca independencia en una buhardilla muy luminosa, a la que había que añadir una pincelada de París y otra de Burlington House. Sobre todo, significaba tener vivienda propia, buhardilla o lo que fuese, y estar sola cuando me apeteciera. Soñaba con asistir a la escuela de bellas artes, pero mis padres no lo habrían podido costear y como la prima Geillis corría con casi todos los gastos de mi educación, tampoco podía pedírselo. Aunque la prima Geillis la hubiese pagado o yo hubiera obtenido una beca (hecho que mi profesora le parecía factible), mi madre jamás lo habría permitido. Lo había dejado muy claro. Yo sabía perfectamente que tendría que seguir la corriente general, conseguir una plaza en la universidad, dar clases si no había otra opción y, tal vez, conocer un día a alguien…