—Si realmente es lo que quieres hacer, ¿qué te lo impide? —preguntó bruscamente la prima Geillis—. Te sobra talento. No tienes por qué ser modesta. Deberías saberlo.
—Sí, claro, pero verás… —Me mordí el labio y callé.
La prima me adivinó, ni qué decir tiene, el pensamiento.
—¡Y no me vengas con tonterías como que «no tuviste la oportunidad» ni la «suerte»! Te diré una cosa. En esta vida la única suerte que se tiene es el talento con el que se nace: lo demás depende de ti.
—Sí, prima Geillis.
Se le iluminaron los ojos.
—De acuerdo. Se acabó el sermón. Toma un bocadillo y hablemos de otras cosas, ¿de acuerdo?
—Sí, por favor. —Acepté aliviada las dos propuestas. El bocadillo era un panecillo crujiente rebosante de huevo revuelto y berros, una variación maravillosa con relación a la comida de la escuela—. Háblame de los lugares que has visitado. ¿De verdad has dado la vuelta al mundo?
Mientras tomábamos la merienda que había traído, la prima Geillis me habló con tanto ardor de los sitios que había visitado que incluso hoy, al evocar aquel día, veo algunos de los paisajes exóticos con tanta claridad como la ribera, el Edén fluyendo a nuestros pies y el martín pescador que saltaba en la rama.
El carillón de la iglesia dio las cinco y el sonido atravesó las pistas de hockey y llegó a nosotras. Pronto tendríamos que irnos. Recogimos los restos de la merienda y los metimos en la bolsa de la prima Geillis. Fin del entreacto. Retorno a la escuela. A decir verdad, retorno a la tierra.
—Se parece un poco a la otra vez, ¿no? —pregunté—. Surgiste de la nada, pasamos una tarde inolvidable y luego tuve que volver a las cosas de todos los días. Como un hada madrina. Cuando era pequeña y estaba en el convento, una vez fingí que eras un hada madrina y, ciertamente, sigo pensando que lo eres. ¡Es tan hermoso tener hada madrina! Cuando la libélula emprendió el vuelo desde el estanque y se marchó, dijiste algo que nunca olvidaré. ¿Te acuerdas?
—Por supuesto. ¿Qué dije?
—Te pregunté si eras bruja y me respondiste que a veces podías lograr que ocurrieran cosas. ¿A qué te referías? ¿Es verdad?
La prima Geillis guardó silencio. Metió la mano en la bolsa y sacó un objeto del tamaño de una pelota de tenis, envuelto en terciopelo negro. Lo sostuvo en la palma de la mano, lo desenvolvió y dejó caer el terciopelo hasta que el objeto quedó expuesto: sin duda era una pelota, pero no de tenis ni semejante a las que yo conocía. Parecía de vidrio, pero no del común, y de inmediato supe de qué se trataba: una bola de cristal. Un pequeño mundo reflectante de verdes y dorados desvaídos, donde la brisa entre las ramas creaba claroscuros y el sol sobre el río producía chispas deslumbradoras.
Mi prima hablaba:
—No sé si puedo lograr o no que ocurran cosas. Pero a veces veo qué va a ocurrirr también a quien aparece como su causa. —Sonrió al desgaire—. ¿Acaso un requisito previo de las capacidades proféticas?
Aunque no la entendí, me lancé de cabeza:
—¿O sea que ves cosas en ese cristal?
—En el cristal y también por otros medios.
—¿Entonces es verdad que puede hacerse?
—Claro que es verdad.
Fascinada, contemplé el globo que ella sostenía en la mano.
—Prima Geillis, ¿podrías… podrías mirar ahora y ver lo que ocurrirá?
Me miró a los ojos, seria y afablemente.
—¿Te refieres a lo que te ocurrirá? Es a lo que todos se refieren cuando hablan del «futuro». Pero el futuro es un túnel muy estrecho.
—Lo siento. Sólo pretendía… me preguntaste qué quiero ser cuando sea mayor y como no estoy segura…
—No te preocupes. —Sonrió inesperadamente—. A todos nos pasa lo mismo. Ya le he echado un vistazo a mi túnel.
—¿Lo has hecho?
Ingenua de mí, me sorprendió que una persona con tantos años tuviera un futuro digno de contemplar. Para una persona de la edad de la prima Geillis, la vida correspondía al pasado.
Entendió fácilmente el sentido de mis palabras y se echó a reír.
—¿Qué te parece? ¿No te gustaría saber cuándo acabará todo para ti?
—Hummmm, no. ¡Nooo!
—Como sabes, es imposible elegir. Si miras, puedes ver lo que está más próximo o el final. ¿Te gustaría verlo?
—Francamente, no lo sé. ¿Y a ti?
—Ya lo he hecho. Pero ya está bien de mí. ¿Te gustaría ver tu futuro?
La bola que sostenía en la mano parpadeaba luz y sombra con el fluir del río. Vacilé.
—¿Cómo? ¿Basta con mirar?
—Eso es todo. No te asustes, probablemente sólo verás el mundo que nos rodea. Ten, cógela. —Depositó la bola de cristal, que aún reposaba sobre el terciopelo, en mis manos ahuecadas—. Pon la mente tan en blanco como puedas y mira. Sin expectativas, sin temores, sin recuerdos y sin engaños. Simplemente, mira.
Miré.
Vi mi propio rostro, pequeño y distorsionado. La luz en movimiento del río. Una llamarada azul: el martín pescador. Una sucesión de puntos negros parecidos a renacuajos, pero por los chillidos supe que eran vencejos que surcaban las copas de los árboles. Otra serie blanca, navegante, inclinada y callada como una tormenta de nieve: una bandada de palomas que revolotearon y descendieron en picado como la nube de nieve de un antiguo pisapapeles. Y por último el cristal, gris como la bruma, que reflejó mis ojos, el rojo carmesí de la chaqueta del uniforme escolar y los minúsculos árboles que tenía detrás.
Desvié la mirada y parpadeé. El cielo estaba vacío.
—¿Qué has visto? —inquirió la prima Geillis.
—Nada. Sólo lo que dijiste: el mundo que nos rodea, los árboles, el río, los vencejos y la bandada de palomas. —Miré a mi alrededor—. ¿Dónde se han metido? ¿Dónde están?
—En el cristal.
Me erguí y me aparté el pelo de la frente.
—¿Quieres decir que no eran reales? ¡Pero si estaban aquí! ¡Mira, ahí les tienes! —exclamé cuando los vencejos nos sobrevolaron, chillando como el silbato del contramaestre.
—Los vencejos son reales, pero no las palomas —replicó la prima Geillis y se inclinó para coger la bola de cristal.
—¿Estás convencida de que una bandada de palomas no voló sobre nuestras cabezas? ¿No eran blancas y grises y volaron muy bajo?
—Estoy convencida.
—En ese caso, ¿he visto algo? —Contuve el aliento.
—Parece que sí.
Respiré hondo y solté un suspiro.
—¿Por qué? ¿Qué significa?
Envolvió la bola de cristal con el terciopelo y la guardó primorosamente en la bolsa. Tardó un rato antes de responder.
—Sólo que acabas de decirme lo que quería saber: que eres hija de tu madre y, a falta de un modo más preciso para expresarlo, mi ahijada.
Pese a mis impacientes preguntas, la prima no dijo nada más. Al final me di por vencida y volví a algo que había dicho antes.
—Comentaste que habías mirado tu futuro. ¿Lo viste?
—No necesitaba verlo en el cristal. —Habíamos emprendido el regreso y bordeábamos la pista de hockey. Hizo un alto y miró hacia arriba, pero tuve la impresión de que, a través de las ramas de los árboles, contemplaba algo brillante situado más lejos—. Unos pocos viajes más por aquí y por allá y algunos aprendizajes nuevos, al menos es lo que espero. ¿Sabes que soy herbolaria? Mientras viajo recojo hierbas y siempre aprendo algo nuevo en los sitios remotos. Después vuelvo a casa. —Me miró—. Ahora tengo casa. Cuando la vi pensé que estaba hecha a mi medida y por eso la tomé. Algún día la verás.
No dijo «debes verla», sino «la verás».
—¿Qué aspecto tiene? —pregunté.
—Es una buena casa, construida en medio del bosque, rodeada de jardín y el río corre a poca distancia. He plantado frutales y flores para las abejas. En una zona cultivo hierbas. En invierno reina el silencio y en verano sólo se oyen los pájaros. Es solitaria como la tumba e igualmente reposada.
A mi edad, no era reposo lo que quería y la tumba quedaba tan lejana que me resultaba inimaginable. Sin embargo, faltaba un elemento esencial para que fuera el cielo en la tierra. Pregunté con impaciencia:
—¿Tendrás animales?
La prima me miró de soslayo.
—¿Todavía sigues con eso? Pobre pequeña. Mi querida Geillis, te contaré algo que vi en la bola de cristal.
—¿Qué viste?
—Tú, yo y, por lo que sé, las palomas, los erizos, los renacuajos y tu pobre y perdido perro y todos los demás viviremos allí algún día.
Habíamos llegado a la puerta que, a través del alto muro, comunicaba con los terrenos de la escuela. Apoyé la mano en el picaporte y, sin mirarla, dije:
—Jamás pensé que esas cosas ocurrieran realmente. Me refiero a las cosas típicas de un «final feliz».
—No existen —confirmó serenamente—. Al menos no existen para siempre. La felicidad cambia a medida que uno cambia. Está dentro de ti. Pero allí estaré mientras me necesites, lo que no significa para siempre y hasta es posible que ni siquiera durante mucho tiempo. —Estiró el brazo por encima de mi hombro y abrió la puerta—. Sigue tu camino y no te olvides de que has dejado cosas en la glorieta. No entraré. Tomaré el tren en Langwathby. Adiós.
La puerta se cerró separándonos.
Después de todo no obtuve una licenciatura, pero mi madre nunca lo supo. Murió cuando yo estaba terminando el primer curso en la Universidad de Durham. Papá estaba conmigo: había viajado en autobús a Durham para asistir a una reunión de la sala capitular y decidimos regresar a casa juntos. Al llegar encontramos a un policía en la puerta y a unas pocas personas en la carretera, mirando a uno y otro lado.
Ocurrió que mi madre había ido en coche a visitar a una anciana que vivía en la otra punta del deanato. Durante el regreso sufrió un accidente. Un coche salió a toda velocidad de un camino lateral y chocó de frente con la portezuela del lado del acompañante del vehículo de mi madre. Aunque era una buena conductora, no pudo hacer nada. El camino lateral no era más que una rodada rural y era impensable que por allí pasara un coche. El conductor del otro vehículo era el joven hijo del granjero, un chico que acababa de obtener el permiso de conducir y que iba demasiado rápido. Se supuso que había apretado el acelerador en lugar del freno, pero no fue más que una conjetura. Murió en el acto.
Durante todo lo que siguió —las pesquisas, las visitas al afligido granjero y a su esposa (papá opinó que consolarlos era su primer deber) y los funerales, ambos oficiados por papá, así como el breve sermón para los deudos—, mi padre actuó con una actitud de tierna y afable abstracción. Comía lo que yo le servía, se encerraba en su estudio, del que no llegaba el sonido de la máquina de escribir, cruzaba hasta el templo, regresaba, se sentaba a solas en su estudio y se iba a dormir.
La mañana siguiente al funeral no apareció. Lo encontré aún en la cama y, por primera vez desde que tengo memoria, sin ganas de levantarse. Mandé llamar al médico, que dictaminó una conmoción retardada, pero supe que se trataba de algo más. Mi madre había sido el muelle que lo impulsaba y había saltado.
Obviamente, para mí supuso olvidar los estudios universitarios y cualificarme para trabajar fuera de casa. Aunque mi padre hubiese estado en condiciones de pagar un ama de llaves, era una idea en la que no se podía pensar hasta que se recuperase. Escribí de inmediato a las autoridades universitarias, consciente tan sólo de una avergonzada sensación de agradecimiento por el hecho de que fuera mi padre a quien tenía que cuidar. A decir verdad, dudo de que mi madre, en una situación semejante, hubiese necesitado o querido que me quedara con ella.
Y tuve que quedarme en casa. Parecía que los años juveniles habían pasado en un abrir y cerrar de ojos y a veces, en momentos de agobiada frustración, definitivamente. Sólo quedaban para el recuerdo las colinas y los lagos de Cumberland —por aquel entonces aún acariciados por una calma digna de Wordsworth—, las glorias de Durham con sus torres y sus árboles aislados y la maravillosa soledad en la que podías encerrarte y estudiar. Volvía a encontrarme en una zona apartada, atrapada por las horrorosas casas de ladrillo y el negro encumbrado y humeante de los montículos de carbón; y más allá, casi hasta los límites del condado y bajando hasta el mar, los paisajes hambrientos y pobres de la cuenca carbonífera.
Si me atormentó, no duró demasiado. Era joven, quería mucho a mi padre y, a fuerza de ser sincera, diré que el alivio producido por la muerte de mi madre fue tan intenso que creó un nuevo tipo de felicidad. Me sorprendió descubrir que en el manejo de la casa y en los asuntos de la parroquia —esferas de las que mi madre se había ocupado— había una auténtica satisfacción. La única preocupación grave era la quebrantada salud de mi padre y en ocasiones —no muy a menudo, ya que los jóvenes no ven el fin de la energía y la vida—, por la noche, ciertas dudas con respecto a mi futuro cuando muriera papá. Él debió de pensar lo mismo; aunque jamás lo mencionó, tuvo que sentir ese temor acuciante en el fondo de la mente del pastor: no hay hogar una vez cumplido el trabajo. Creo que aún se aferraba a las expectativas de su generación: con el tiempo yo me casaría y así tendría un hogar y lo que llamaban «una posición». Como corresponde a un hombre, nunca se planteó cómo surgiría esa oportunidad en la vida de aislamiento que llevábamos.
Desde luego, hice amistades en los últimos cursos de la escuela, pero no es corriente que dichas amistades se perpetúen en la vida adulta y, por añadidura, a pesar de que una o dos veces pasé parte de las vacaciones escolares en casa de una amiga, no fue un éxito la visita de retorno a nuestra severa y aislada casa parroquial. Lo mismo ocurrió durante mi breve estancia en Durham: es imposible que perduren las amistades que no incluyen la vida cotidiana. Lo mismo puede decirse de los muchachos que conocí. Pronto me descartaron por demasiado seria y tímida; el comentario más amable fue «está absorta en los estudios». Así, al terminar ese curso universitario volví a casa libre de amores y sin saber lo que me había perdido.
Pasaron varios años. Estalló la guerra y sus privaciones, temores y agonías sirvieron para espantar de nuestras vidas los miedos con respecto al futuro. Hacía mucho que habíamos perdido el contacto con la prima Geillis; mejor dicho, ella perdió el contacto con nosotros. No volví a verla desde aquel extraño entreacto junto al río Edén y, a pesar de que regularmente le había escrito, jamás contestó. Ni siquiera tuvimos noticias de ella a la muerte de mi madre y cuando le escribí a la única dirección que tenía —la de sus abogados en Salisbury—, no obtuve respuesta. Quizá vivía en el extranjero, tal vez el estallido de la guerra la había sorprendido en medio de un viaje, hasta podía estar muerta. No teníamos forma de averiguarlo y gradualmente se convirtió en un desvaído recuerdo más de los años de juventud.