—¿Qué pasa con el libro?
—Ah, sí. Supongo que ya lo ha visto. Quiero decir, ¿sabía que mi prima lo tenía?
—Sí.
—El más probable me pareció el primero que figura en el inventario del cuarto del sosiego. Se titula Remedios caseros y recetas de la Dulce Gostelow. —La miré de reojo—. ¿Le suena?
—¡Tiene que ser ése! —Los ojos azules brillaron de entusiasmo—. ¡Tiene que ser!
—Lo suponía —dije sin dejar de revolver—. Pero no está aquí.
—¿Cómo? ¿No está aquí?
—Es lo que acabo de decir. En el inventario hay una lista de todos los libros y, por lo que he visto, sólo falta el de la Dulce Gostelow. ¿Es posible que mi prima se lo prestara a alguien?
Agnes Trapp alzó la voz:
—¡No creo que se hubiese atrevido! ¡Es imposible! En el caso de permitir que alguien le echara un vistazo, habría sido a mí. Si ha ido a parar a manos de la vieja Madge… ¡pero ella no habría sido capaz de algo semejante! ¡La señorita Saxon, jamás!
La miré con extrañeza. Mi expresión hizo que se resignase y, más serena, añadió:
—Tal vez a la viuda Marget, la que vive en Tidworth. No es amiga mía. Y pienso que tampoco lo fue de la señorita Saxon.
—En ese caso, lo más probable es que no se lo prestase a nadie. De todos modos, si conoce a esa mujer, ¿por qué no se lo pregunta la próxima vez que pase por Tidworth?
—No es mala idea —replicó Agnes.
Se sentó a la mesa y se tiró de la falda. Parecía resentida y decepcionada. Por primera vez desde que la conocía la compadecí, aunque sin saber exactamente por qué.
Volví a revolver la jalea.
—¿Vio alguna vez ese libro?
—Una sola vez. La señorita Saxon no era muy amiga de ceder sus recetas y se llevó el libro antes de que pudiese aclararme.
—¿Nunca le pasó una receta?
—Claro que sí, la del ungüento de consuelda y de algunas infusiones. Pero se guardó las demás. En una ocasión en que mi madre tenía tos me dio una medicina soberana. Esa fue la palabra que usó: soberana. Me gustaría volver a leer la receta antes de que llegue el invierno.
—Por supuesto. —Me agaché para oler el jugo herviente. Parecía estar listo. Vertí una cucharada en un plato—. Agnes, acaba de decir que no pudo «aclararse». ¿Quiere decir que estaba escrito a mano?
—Sí, estaba escrito a mano y algunas partes se veían muy débiles y garabatosas. Era muy difícil de descifrar. ¡De todos modos, no soy una gran lectora de libros!
Incliné el plato y vi que la jalea estaba hecha. Puse la cacerola sobre la mesa y acerqué los frascos tibios.
—Me he enterado de algunas cosas sobre la Dulce Gostelow, sobre lady Sibyl. Me las contó el señor Dryden. Pensé que, dado que vivió hace tanto tiempo y en virtud de… bueno, de las anécdotas que sobre ella se cuentan, es posible que el libro sea valioso. Tal vez lo tienen los abogados, o bien mi prima lo guardó en el banco o algo por el estilo. No padezca. Lo encontraré y se lo dejaré ver.
Mis palabras parecieron apaciguar a Agnes.
—Me encantaría. No es para tanto, pero cuando alguien te da su palabra y estás esperando que la cumpla… —No completó la frase—. La jalea tiene muy buen aspecto. Permítame que busque las tapas de los frascos. ¿Miró en todos lo estantes?
—¿Cómo? Sí, claro. Usted misma sabe que no está en la cocina, en el salón ni en el cuchitril. Tengo la certeza de que al mirar en el cuarto del sosiego no lo pasé por alto, pero si quiere puede buscarlo. La llave está sobre el aparador.
Mi actitud le resultó tranquilizadora porque meneó negativamente la cabeza.
—No es necesario porque ya lo ha buscado usted. No soy muy mañosa con los libros. Tal vez aparezca. Si usted consulta a los abogados, puede que yo vaya a ver a la viuda Marget. Ya están puestas las etiquetas. La ayudaré a seleccionar las moras que le traje.
Encontró un cuenco grande, pasó las moras que había trasladado en la cesta y volvió a sentarse a la mesa.
Terminé de verter la jalea en los frascos y los puse a un lado para que se enfriaran. Tenía cuatro frascos y me sentí absurdamente orgullosa cuando la luz del sol que se colaba por la ventana hizo que el denso color resplandeciera más que el vino.
—¿Será lo bastante buena para presentarla en la exposición anual? —pregunté y reí.
—Ya decía yo que no era mucho lo que tenía que aprender. —Sin dejar de seleccionar las moras, Agnes me miró amistosa y sonriente—. La exposición de este año ya se ha hecho, pero habrá otras. ¿Vendrá algún día conmigo para conocer a las otras señoras? Celebramos reuniones todo el año.
—Se lo agradezco. Creo que me encantará. —Reí de nuevo—. Pero no mostraré mi comida casera, al menos de momento.
—Habrá tiempo de sobra —añadió Agnes y volvió a mirarme—. ¿Le gustó mi sopa?
—Deliciosa. ¿Qué le puso, además de puerros y nata?
—Lo que encontré a mano. Setas, algunas cosas más y hierbas silvestres que yo misma combino. —Pasaron unos minutos mientras entre las dos seleccionábamos las moras—. ¿No se siente sola aquí? ¿Duerme bien?
—Maravillosamente bien. Agnes, el perro de cuyos ladridos me quejé parece haber desaparecido. ¿De quién es?
—Por aquí todo el mundo tiene perro. Tal vez lo han encerrado.
—Espero que no vuelva a molestar. Ah, antes de que se me olvide, le quería preguntar algo. ¿Sabe quién se llevó las palomas de la señorita Saxon? William me dijo que vino alguien con un cesto y se las llevó. ¿Usted estaba presente?
En esta ocasión Agnes asintió con la cabeza.
—El que se las llevó trabaja cerca de la Granja Taggs, unos tres kilómetros más adelante, en dirección a Tidworth. Se llama Masson, Eddy Masson. Fue él quien le enseñó y le regaló una nidada. De todas maneras, la señorita Saxon nunca se interesó por las palomas tanto como Eddy Masson. Ella gustaba de llenar la casa de animales. Solía llevarse las que no estaban bien y le devolvía a Eddy Masson las mejores. En una ocasión comentó que Eddy se había comprometido a recuperarlas cuando ella se fuese. Y vaya si se las llevó, aunque no sé si se las ha quedado. ¿Por qué me lo pregunta?
—Por pura curiosidad. Supongo que la que sigue en casa estaba fuera y en pleno vuelo cuando recogieron las otras. ¿Cuántas palomas tenía mi prima?
—Nueve o diez. —Agnes Trapp rió—. Eso sin contar los animales que acudían a comer a la casa. Palomas zuritas, ardillas, lo que se le ocurra. Y no sólo en el desván. He visto petirrojos y otros pájaros en la mesa del té y el maldito gato jamás movió un dedo para quitarlos de en medio.
—Es terrible. ¿Le apetece una taza de café?
Hablamos de esto y de lo otro mientras tomábamos el café. Agnes no volvió a mentar el recetario.
—¿Puedo darle algo de lo que hay aquí? —pregunté finalmente al ver que no se mostraba dispuesta a irse—. Pensaba salir al jardín. William me ha ayudado, pero todavía no he identificado todas las plantas. Pronto las dividiré y si alguna le interesa, puede llevársela.
Agnes negó con la cabeza, se despidió y bajó por la calzada.
En cuanto me cercioré de que se había ido, saqué a pasear a Rags por el jardín amurallado y lo subí al desván. Las palomas —que seguían siendo tres— arrullaron, se movieron y volaron a sus perchas, donde se posaron pasando el peso del cuerpo de una pata a otra y nos observaron con desconfianza. El perro las estudió, pero no le interesaron. De momento, sólo deseaba dormir, comer y sentirse protegido. Le dejé agua, comida y una manta vieja y al salir cerré la puerta con llave. Me dirigí al cobertizo de las herramientas para borrar hasta la última huella de su estancia. No pensaba correr el menor riesgo antes de que William viniera a buscarlo.
Después del almuerzo terminé de seleccionar las moras que Agnes había traído. Eran buenas, grandes y muy maduras. Algunas estaban pasadas. Las descarté junto a los rabos y las hojas y las sumé al montón de estiércol vegetal acumulado junto a la puerta trasera. El resto de la fruta fue a parar a la cacerola para preparar jalea.
Cuando la fruta llegó a punto de hervor, oí un sonido en la puerta trasera. No podía ser Agnes otra vez. ¿Sería William y venía a buscar al perro? O tal vez… el vuelco de mi corazón me dijo a quién esperaba ver. Pero era Jessamy, que en sus sucias manos llevaba una bolsa rebosante de zarzamoras.
—¡Jessamy, qué sorpresa! Pasa. ¿Son para mí? Tu madre acaba de irse y me ha traído montones de moras. De todas maneras, eres un encanto.
Dejó la bolsa en el escurridor. Respiraba con esfuerzo y sus ojos azules, tan parecidos a los de su madre, denotaban una mirada dudosa e inquieta.
—Las de ella no son buenas. Señorita, no las toque.
—¿Te refieres a las moras? ¿Por qué dices eso? Acabo de seleccionarlas y son perfectas. ¿De qué estás hablando?
El gesto hosco e inexpresivo demudó su rostro y desvió la mirada.
—Nada, nada. Pero no las toque. No son buenas. A cambio le he traído éstas. Estas moras son buenas. Y les he puesto saúco para espantar la brujería. Y tampoco se preocupe por el saúco. Pregunté antes de cogerlo.
—¿A quién le preguntaste? ¿A tu madre?
—No, no. —Jessamy parecía asustado—. Le pregunté a la que vive en el árbol.
Ay, que Dios se apiade de mí, volvemos a las andadas, otro toque de la vieja Inglaterra… Dije en voz alta y con afabilidad:
—Muchas gracias, Jessamy. ¿Dejarás que te vuelva a mirar el brazo? ¿Cómo está?
—Mejor. Se curará.
Se arremangó y estiró el brazo. Mi vendaje había desaparecido y en su sitio había un trapo arrugado pero impecablemente limpio.
—¿No has ido al médico? ¿Quién te puso este trapo?
—Ella. Verá, tuve que hablar del perro cuando le entregué el nudo de la bruja. Pero no sabe que yo pasé por aquí y que usted aún estaba despierta. —Jessamy estaba agitado e intentaba serenarme—. No se lo dije, señorita, no le dije ni una sola palabra.
—Me alegro —afirmé con la intención de que se calmara—. No padezcas. Sólo quiero verte el brazo, ¿vale?
Al quitar el trapo apareció una masa de pulpa de color verde oscuro. Debajo, la herida tenía muy buen aspecto: estaba limpia, pálida y cicatrizada con rapidez. El morado había adquirido un tono amarillo sucio y las dentelladas estaban cubiertas por una saludable costra.
—¡Jessamy, esto es fabuloso! ¿Qué puso tu madre en la herida?
—Las hojas de algunas plantas que cultiva en la parte de atrás de la casa. Y el ungüento que la señorita Saxon preparaba todos los años con la misma planta. Le tenía una confianza absoluta.
—Y tenía razón. No te pondré nada más, pero volveré a vendarte el brazo.
—Soberano —dijo Jessamy, tal como había dicho su madre un rato antes. Lo repitió como un niño contento de recordar la lección—. Su prima solía decir «dentro o fuera, es soberano».
El aroma del ungüento me resultó familiar, evocador. ¿No era imposible? ¿Cuándo lo había percibido? Olía a prado verdes. Casi oí el frufrú del vestido de la prima Geillis y sentí que me miraba por encima del hombro cuando volví a acomodar la cataplasma. Consuelda, eso era, que también recibe otros nombres. Se hierven las raíces en agua o aguardiente y la ingestión de la decocción cura heridas internas, morados, magullones y úlceras pulmonares. Aplicadas externamente, las raíces curan en el acto heridas o cortes recientes. («Dentro o fuera, es soberano».) La receta —¿receta o remedio casero?— se desplegó en mi mente como si la hubiese preparado cien veces. Para el ungüento, mezclar la raíz o las hojas con parafina caliente, colar y dejar enfriar… Y de algún sitio olvidado y lejano llegó una frase semejante a un salmo tranquilizador: La consuelda prospera en acequias húmedas, en prados ricos y llenos de fruta, todos los cuales crecen en mi jardín.
—Jessamy… —Mi voz sonó igualmente olvidada y lejana—. Si necesitas más ungüento, te lo daré. Hay mucho en el cuarto del sosiego.
—Gracias, señorita, gracias. —Se bajó la manga—. Y no toque las moras. No se bebió la sopa y tampoco debe comer esta fruta.
—¿Cómo sabes…? —Callé y lo miré absorta. Añadí poco convencida—: La sopa estaba deliciosa y ya le he dado las gracias a tu madre.
En el fogón sonó un siseo y el olor agridulce de la fruta que se quema me devolvió a la realidad. Corrí a apartar del fuego la cacerola. A mis espaldas Jessamy dijo preocupado:
—No se lo cuente.
—¿Cómo? Ah, hablas de las moras. No le diré nada. Pero si el brazo te produce alguna molestia, diga lo que diga tu madre debes visitar al médico. ¿Quieres que te devuelva la bolsa?
Negó con la cabeza y se dirigió a la puerta. Antes de salir hizo una pausa y dijo:
—Señorita, ¿tirará las moras? La sopa de caballo que prepara tampoco es buena.
En cuanto a Jessamy salió, pasé unos segundos mirándolo a través del rectángulo de luz formado por la puerta.Vaya con la vieja Inglaterra. No podía creer en lo que acababa de ocurrir. De todos modos, era evidente que Jessamy se consideraba en deuda conmigo y no estaría de más que le hiciese caso.
Muy bien, por absurdo que pareciese, en dos ocasiones Agnes había intentado drogarme antes de que me fuese a dormir. La primera vez lo había logrado con el pastel de carne y por eso tuve una pesadilla. La segunda, con la crema de puerros, fracasó. Y ahora volvía a arremeter con las moras. Vaya con la sopa de caballo. ¿Tóxica? Era harto improbable. Entonces, ¿qué? ¿Una droga para dormirme mientras Agnes registraba la casa? ¿En busca de qué? ¿Del libro? También era harto improbable. Aunque fuese el libro lo que hasta entonces había buscado, ahora tenía motivos para dudar de mi promesa de que se lo dejaría ver. Ya había tenido ocasión de ver toda la casa salvo el cuarto de sosiego y hoy le había ofrecido esa posibilidad. ¿Qué quería?
Quité de la cocina la cacerola de la jalea y la vacié en el escurridero, junto a la bolsa de Jessamy. Sin duda Jessamy tenía buenas intenciones, pero me resultaba imposible creerle. Si por alguna razón Agnes quería que esa noche yo durmiese a pierna suelta, tenía que saber que con las moras no lo conseguiría. En situación normal, la jalea no se utilizaba durante semanas, a veces meses, y cuando se comía era en pequeñas cantidades y en momentos que ella no podía prever. Además, debía tener en cuenta que yo regalaría uno o dos frascos o los donaría (como de hecho me proponía hacer) para la venta benéfica de la parroquia.
Volviendo a la primera pregunta, ¿por qué quería drogarme? La primera vez —con el pastel de carne— no fue más que una sospecha fundada, pero lo de la crema de puerros parecía real. Jessamy había comentado que yo no tomé la sopa y me sorprendió que lo supiera. De todos modos, ya tenía la solución del enigma: «aún estaba despierta». Aquella noche no pensaban presentarse en casa, pues, de lo contrario, Jessamy tendría que haber informado a su madre que la droga no había surtido efecto. Entonces recordé que Agnes me había preguntado si dormía bien, planteando exactamente lo mismo que después de aquella noche.