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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

La mansión embrujada (21 page)

BOOK: La mansión embrujada
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Había más. Estaba enterada de lo del perro. Jessamy se lo había dicho. Pese a que sabía lo de la mordedura en el brazo y la fuga del perro, no lo mencionó cuando le di una pista evidente. Cabía deducir que estaba enterada de la estancia de Rags en la casona y que ella misma había enviado a Jessamy. Pero no para alimentar al perro, pues el cuenco estaba vacío y seco. Tampoco para liberarlo, ya que la cuerda fue mordida y se partió.

Puesto que Jessamy no fue a alimentar al perro ni a soltarlo, ¿para qué lo envió su madre? Una vez más tuve la respuesta en la herida del perro, en el salto desesperado que partió la cuerda y le permitió escapar, en el brazo mordido y en el mechón de pelo que vi en la mano de Jessamy. «Tuve que hablarle del perro cuando le entregué el nudo de la bruja». No tenía ni la más remota idea de lo que era el nudo de una bruja; suponía que se parecía a un nudo mágico, a una maraña de pelos, pero estaba casi segura de que Jessamy utilizó la expresión para referirse al mechón que ocultó en el bolsillo cuando me pasó los trapos para quemarlos.

Dejé estar las cosas en ese punto. Seguir con las conjeturas carecía de sentido. Se lo preguntaría la próxima vez que lo viese y hasta existía la posibilidad de que me respondiera. William había dicho que Jessamy era un buen chico, pero le temía a su madre y hacía cuanto ésta le indicaba. Todo coincidía. Había sido temerario con el perro: si se le hubiese ocurrido llevar una tijera, habría conseguido el nudo de la bruja sin ser mordido y aún tendrían el perro.

Aún tendrían el perro. Ese era el punto crucial. Agnes podía hacer lo que le viniera en gana con sus hechizos, la sopa de caballo, los nudos de bruja y los «encuentros» —¿asambleas?— en la cantera siempre y cuando no hiciese sufrir a ningún ser vivo. Decidí no meterme con el pobre Jessamy. Abordaría a Agnes en cuanto la viera y le arrancaría la verdad.

Tal vez lo más extraño era que no estaba asustada, a pesar de que me sentía desconcertada e inquieta porque no entendía qué sucedía. Fue como si Thornyhold, fortificada contra el mal, infundiera ciertas fuerzas (vacilé a la hora de emplear la palabra «poderes»), como una especie de escudo, en la chiquilla nerviosa e insegura que yo había sido. La sombra o, mejor dicho, el fulgor de la presencia de la prima Geillis; las palomas que transmitían mensajes de paz; las flores y las hierbas aromáticas que despojaban de su voluntad a las brujas. Todo crece en mi jardín. Ya le había dicho a William todo lo que era necesario decir: «Ignoro si esas cosas existen o no, pero en el caso de que existan confía en Dios y nada ni nadie podrá hacerte daño».

Me aparté de mis pensamientos y volví a sumergirme en la cocina normal y bien oliente. El sol iluminaba los cuatro frascos de jalea. Me bastaba con cuatro. Tiraría las moras de Agnes y también las de Jessamy. Mientras lo meditaba, iría a buscar el ungüento de consuelda y se lo aplicaría a Rags en el rabo. Si lo lamía, no le haría daño. Dentro o fuera, es soberano.

Alcé la pesada cacerola y la trasladé hasta el montón de estiércol vegetal. Las aves picoteaban las sobras descartadas que evidentemente no ejercían en ellas efectos negativos. Sin duda las moras de Agnes eran tan inocentes como las de Jessamy. Fuera como fuese, las enterraría antes de herir los sentimientos ajenos. Vacié la cacerola, la entré, cogí la bolsa y también la vacié; me dirigí al cobertizo de herramientas a buscar la pala. Hice apresuradamente un pozo junto al montón de estiércol y me puse a traspalar la fruta descartada.

Estaba a punto de concluir cuando oí el tintineo del portillo. Segundos después el padre de William apareció a un lado de la casa y se dirigió hacia la puerta trasera. Ya había levantado la mano para llamar cuando me vio y se volvió a saludarme.

Capítulo 20

Me erguí para apoyarme en la pala y aparté el pelo que me cubría los ojos con la mano manchada por el jugo de las moras.

—Hola, ¡qué sorpresa! Me alegro de verlo. Pen… pensé que vendría. ¿William le pidió que viniese por el perro?

—Sí, es un magnífico pretexto.

—¿Qué ha dicho?

El señor Dryden me sonrió y tuve la impresión de que, repentinamente, el sol brillaba y los pájaros gorjeaban. Logré dominar mis alocados pensamientos y dije en voz trémula:

—Pase. Estaba a punto de terminar.

—Si hubiese llegado unos minutos antes, me habría hecho cargo de la tarea. Aunque no soy tan práctico como William, no me viene mal sustituirlo de vez en cuando. Deme la pala y terminaré de tapar el pozo.

Le entregué la herramienta.

—¿Vino por el atajo del bosque?

—No, he dejado el coche en la calzada. ¿No oyó el motor? Por lo que William me contó, supuse que era excesivo para que el pobre animal lo hiciese andando. Tenga. ¿Quiere guardarla en la caseta? En ese momento vio la pila de sacos del rincón y preguntó con verdadera preocupación— : ¿Es el perro? ¿Estaba enterrando al perro?

—¡No, no! Simplemente tiré fruta. El perro está muy bien.

—¡Cuánto me alegro! No me habría atrevido a regresar sin el perro.

—¿William no ha venido con usted?

—No. Se fue en bici a Arnside en busca de un collar, una correa y alimento para perros.

—Le agradezco profundamente toda su colaboración. ¿Le molesta? Mejor dicho, ¿realmente no le molesta? Sólo será por unos pocos días, hasta que aclare unas cuantas cosas.

—Le ruego que no se preocupe. Claro que no me molesta. William me contó lo que había pasado y le prestaremos de buena gana toda la ayuda que podamos. ¿Dónde está el perro?

—En el desván. Temía que ellos… temía que alguien lo viera si lo dejaba en el cobertizo. Estaba a punto de subir a visitarlo y a ponerle ungüento en la cola. ¿Tiene tiempo de entrar y tomar una taza de café? Ay, santo cielo, no me había dado cuenta de la hora… ¿le apetece una copita de jerez? En el aparador hay unas cuantas botellas.

—Con mucho gusto, gracias. Conozco el jerez de la señorita Saxon.

Al parecer, también sabía dónde estaban la botella y las copas. Mientras me lavaba las manos y ponía la cacerola de preparar jalea en la pila, el señor Dryden trajo el jerez y las copas a la cocina. Miró satisfecho a su alrededor.

—Esta casa siempre me gustó. Me alegro de que la mantenga tal como estaba.

—Me chifla. Desde el primer momento sentí que era mi hogar. ¿Bajamos a Rags y dejamos que se acostumbre a su presencia antes de que se lo lleve?

—Me parece una buena idea. Aún no ha tenido ocasión de confiar en las personas. ¿Ha averiguado de dónde salió?

—Todavía no. En realidad, no me preocupa demasiado porque hay algo que tengo claro: no pienso devolverlo. Se quedará aquí. La escalera que conduce al desván está en la antigua cocina.

—Lo sé.

Me siguió y abrió la puerta de la escalera.

—Conoce muy bien la casa —comenté.

—Solía venir a menudo. Sentí un profundo afecto por su prima.

Cuando abrió la puerta del desván, encontré un perro muy distinto del que William y yo habíamos rescatado. Rags acudió a mi encuentro meneando toda la cola. Aunque aún tenía el cuerpo arqueado, prieto sobre el vientre encogido, sus ojos eran distintos y reconocí su mirada impaciente y cariñosa. Me arrodillé para saludarlo y lo sujeté mientras el señor Dryden le hacía fiestas. Los dejé juntos y fui a dar de comer a las aves.

—¿Estaba enterado de que mi prima criaba palomas? ¿Alguna vez estuvo en el desván?

—En un par de ocasiones. —Habló tiernamente con el perro, que había intentado seguirme y que se dejó sujetar por el señor Dryden. Vi que el padre de William observó a las palomas que se abalanzaron sobre las semillas—. ¿Hay tres?

—Sí. ¿Le contó William lo del mensaje?

—Sí, me lo contó. Supongo que estaba autorizado a decírmelo. Quiero decir que usted no le pidió reserva, ¿no?

—Claro que no. ¿Seguía preocupado?

—Lo dudo. Estaba simplemente desconcertado, pero le di una explicación.

El señor Dryden se incorporó cuando dejé la cuchara de las semillas en su cacharro. Rags pasó furtivamente a mi lado, con las orejas aplastadas, presto para una caricia, y se nos adelantó en el primer tramo de la escalera con un tropezón y una carrerilla. Nos esperó en el rellano y era la imagen misma de un perro impaciente por dar el paseo prometido.

—Se recuperan muy rápido, ¿no le parece? —preguntó el señor Dryden—. No se preocupe. Cuando se lo devolvamos, el perro estará en plena forma.

—¿No tendrá dificultades para conseguirle comida? Con el gato no siempre es fácil y nunca tuve perro.

—Recuerde que vivimos en una granja y que la comida abunda. A decir verdad, el maíz con el que alimenta las palomas fue un regalo de nuestras gallinas.

—¿De verdad? Una vez más, le doy las gracias. ¿Qué le dijo a William?

El señor Dryden se volvió para cerrar la puerta de la escalera.

—¿Sobre qué?

—Sobre la paloma con el mensaje. Acaba de decir que «le dio una explicación».

—Ah. Tendría que haber dicho que «le di la mejor explicación que pude».

—¿Cuál?

—Le dije prácticamente lo mismo que usted. Que la única posibilidad era que alguien se hubiese llevado la paloma para soltarla a su llegada.

—Sí, pero lo que realmente preocupó a William fue que mi prima hubiese escrito el mensaje de su puño y letra, lo que significa que había previsto su propia muerte.

—No necesariamente. Tal vez imaginó que regresaba del hospital y la encontraba cómodamente instalada en Thornyhold para compartirla con ella.

Meneé la cabeza.

—Lo sabía. Y también sabía más cosas. Auguró la muerte de mi padre. —Le hablé de la carta fechada que había añadido al testamento y de lo que me había dicho aquel día junto al río—. Dije a William que aunque hubiese previsto su propia muerte, estos hechos no eran tan insólitos y añadí que sabía que a la prima Geillis le habría gustado contar con esa información. —Lo miré—. Me gustaría sentir lo mismo, pero no me veo capaz. ¿Y usted?

Negó con la cabeza.

—Su prima era más fuerte de lo que jamás llegaré a serlo yo. Pero encaja y parece cierto. Al menos William lo aceptó.

—En ese caso, todo está bien. Pregunté a Agnes quién se llevó las palomas y me respondió que un tal Masson, un hombre que vive en la misma zona que usted. ¿Lo conoce?

—Sí. Es el pastor del señor Yelland, el propietario de la Granja Taggs. Antaño eran dos granjas, pero las unieron cuando se casó con Bessie Corbett. Ahora los Yelland viven en Black Cocks y yo alquilo la otra casa.

—Boscobel.

El señor Dryden sonrió.

—Es más bonito que Granja Taggs.

—¿Y el señor Masson?

—Vive en una casita a tres kilómetros, en Tidworth.

—¿Lo cree capaz de soltar la paloma en la fecha que le indicó mi prima?

—Es probable. Si se quedó con todas las palomas, tuvo que hacerlo.

Habíamos llegado a la cocina y Rags corrió para explorar el cuenco vacío de Hodge. El gato se limpiaba encima de la mesa. Lanzó un sonoro bufido cuando el perro entró y volvió a lamerse.

Me reí.

—Entre ellos no hay problemas. Bueno, el misterio de la paloma tendrá que esperar hasta que hable personalmente con el señor Masson. Por favor, siéntese.

El señor Dryden escanció jerez y me pasó una copa.

—¿Le preocupa?

—En absoluto. Si he de ser sincera, me gustó. Fue un gesto digno de mi prima.

—¿Ha recibido más mensajes?

—Sólo uno más, que me pareció aún mejor. Llegó como una bendición del cielo.

El padre de William guardó silencio, presintiendo tal vez que yo no tenía ganas de ahondar en el tema. Observamos al perro, que registró el cuenco vacío y se nos acercó en busca de mimos. Hodge prosiguió con su aseo, haciendo caso únicamente de sí mismo.

Acaricié la cabeza del can.

—¿Sabe si por los alrededores hay un círculo de piedra?

El señor Dryden puso expresión divertida.

—Está Stonehenge.

—¡Cielos, es verdad! Pero no me refería a algo tan monumental, sino a un círculo pequeño.

—A la hora de la verdad, Stonehenge no es tan monumental como parece en las fotos. ¿Nunca ha estado?

—No. Ignoraba que quedase tan cerca. No olvide que vengo del lejano norte. No, pensé que existía un círculo muy distante de la cantera. Me refiero a la cantera donde nos conocimos.

Al pronunciar esas palabras me sentí confundida y cortada. Era una frase de enamorados y tuve la impresión de que seguía resonando entre nosotros.

Pero el señor Dryden no se dio por aludido. (¿Y por qué iba a darse por enterado? Geillis Ramsey, en esto te la juegas sola.) Dijo:

—Que yo sepa, por los alrededores no hay nada parecido. Al menos en las proximidades de Boscobel o de BlackCocks. Aunque Stonehenge… ¿de verdad que jamás ha estado allí? ¿Le gustaría visitarlo?

—Me encantaría. En cuanto llegue el verano y consiga un coche y algunos cupones de gasolina…

—Yo tengo coche, el depósito está lleno y hace un día espléndido. ¿Qué tal si vamos esta misma tarde? No queda lejos.

—Yo… bueno, me encantaría, pero… ¿está seguro? ¿Y su libro? Pensaba que estaba metido a fondo.

—Por esta vez lo dejaremos de lado. De todos modos, pensaba invitarla a dar un paseo. Venir a recoger a Rags no fue más que la excusa. Podemos llevarlo a mi casa, tomar un bocadillo o cualquier cosilla…

—Si quiere, le preparo algo. ¿Una tortilla a la francesa? Gracias a su generosidad, dispongo de huevos.

—Se lo agradezco, pero no quiero nada. Supongo que William ya ha regresado y debe de estar vigilando la carretera con el propósito de verla.

Reí.

—Querrá decir con el propósito de ver a Rags.

—Por supuesto. Tomaremos un bocadillo en Boscobel. Le ruego que acepte.

—Sí. Es una propuesta fantástica. Muchas gracias, señor Dryden. ¿Por qué no bebe otra copita de jerez mientras subo a buscar el ungüento para Rags y una chaqueta para mí?

El viaje a Boscobel comenzó casi en silencio. Recuerdo el murmullo de los neumáticos del coche en el musgo de la calzada, las motas de sol que se deslizaron sobre nosotros mientras rodábamos bajo los árboles y el visto y no visto de un arrendajo que sobrevoló el capó del coche. Mi compañero no habló y, fuera por el efecto de su proximidad o por la súbita sensación de intimidad que provocaba el coche, a lo que se sumaba el conocimiento demasiado vivido de mis sentimientos, lo cierto es que fui presa de mi vieja y paralizadora timidez y me alegré de la presencia del perro como puente para salvar el silencio. Al principio Rags se puso nervioso y tuve que hacerle muchas fiestas mientras lo sujetaba bajo el salpicadero hasta que dejamos atrás la casa del guarda.

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