Me abrí paso entre las ruinas de la iglesia. Por todas partes crecían ortigas y, a la sombra, los pastos eran largos y tupidos, mientras que en el centro estaban al ras; de la zona central habían retirado con la pala los trozos más grandes de mampostería caída a fin de hacer lugar para el ganado. Reinaba un silencio absoluto. No había vacas ni trinaban los pájaros.
Me detuve en medio de la nave iluminada por el sol y miré a mi alrededor. Por encima de mí, aún con fragmentos de tracería, se alzaba el arco que se divisaba desde la carretera. Los únicos restos significativos eran dos jambas impresionantes de la puerta oeste y las columnas menores situadas a ambos lados de donde se habían alzado las puertas norte y sur que comunicaban, respectivamente, con el claustro y el patio. Seguían en pie algunas columnas que habían bordeado las naves laterales. Aunque la mayoría no eran más que tocones tan altos como la hierba. No había nada más salvo una piedra plana próxima al extremo oeste —lo que mi padre habría llamado una «desafiadora de la resurrección»—, piedra que otrora debió señalar una tumba importante. Ahora todo carecía de significado, aparecía abandonado y triste. Más allá de las piedras partidas se extendía el campo. Ni siquiera los rayos del sol devolvían un hálito de vida; era un sitio sombrío.
¡Ya lo creo! En este momento lo reconocí. No era igual, desde luego, pero podría haber sido el escenario de mi pesadilla. Las piedras erguidas de las tumbas vaciadas y las columnas rotas. El cielo pelado más allá de los montantes de la puerta oeste. La piedra plana semioculta en medio de la hierba. La sensación de desolación.
—¡Señorita Ramsey, encontrarla aquí es una auténtica sorpresa!
Me di la vuelta.
Agnes Trapp apoyó su bicicleta en el pilar de la verja situado enfrente del que yo había utilizado y se acercó sonriente.
Su presencia apartó de mi mente toda otra preocupación. Imaginariamente me había sumergido tanto en la charla que pensaba tener con ella que casi esperaba que me lo plantease a bocajarro, pero Agnes se limitó a preguntar:
—¿Ha venido a visitar la vieja iglesia? ¿No le parece bonita?
—Sí. En realidad, vine a recoger flores y otras cosas. Aquella amarilla que crece sobre el muro es muy extraña.
—¿Flores? ¿No tiene suficientes en su jardín?
—Vine a buscar flores silvestres para dibujarlas. En otro tiempo hice muchos cuadros de flores. Quiero empezar de nuevo. Agnes…
—Dígame.
Mientras hablábamos, Agnes había mirado a su alrededor y en ese momento me dedicó toda su atención, con una especie de satisfecha complacencia que de repente me hizo pensar si estaba ahí de manera casual o si los tambores del bosque —¿Jessamy o la viuda Marget?— le habían dicho que me buscara para hacerme frente en su propio territorio. Respiré hondo y me armé de valor. Ciertamente no era el sitio que yo habría elegido, pero algo me indicó que era ahora o nunca. Abandoné el recinto en sombras de la iglesia y caminé hasta un tronco bañado por la luz del sol; no escogí una piedra antigua y profana, sino un árbol caído, un tronco limpio y seco.
—Abrigaba la esperanza de verla. —Mi voz sonó serena y agradable—. Pasé por su casa, pero Jessamy me dijo que había bajado al pueblo. Quería decirle que he encontrado el libro.
—¿De veras?
Parecía contenta. Más que contenta y satisfecha, resplandecía. Aquella mañana estaba rodeada de algo, un destello de placer, casi de felicidad, acompañado por parte de aquella fuerza que ya había percibido. Bueno, puesto que no había podido elegir el terreno como me proponía, aceptaría ese escenario. Me senté en el tronco.
—Sí. Y no me equivoqué. Mi prima se lo dio a alguien para que lo guardase porque, como supusimos, es muy valioso. Comprenderá que no quiero que salga de casa, al menos hasta que un especialista lo haya visto.
—¡Pero ella me dijo que podía tenerlo! Me dijo…
—Ya lo sé. Déjeme terminar. Está en casa y si quiere venga, échele un vistazo y copie lo que quiera. Sin embargo, hay algo que…
—¿De qué habla? —saltó casi a la defensiva.
—En el libro no figura la receta de la jalea de moras.
—Así que lo ha mirado, ¿eh? —dijo tajantemente.
—En realidad, no. Sólo lo hojeé en busca de esa receta porque usted me dijo que era muy especial. E indudablemente no está.
Vi la chispa de ironía que encendía su mirada. Se sentó a mi lado, más o menos a un metro de distancia.
—En ese caso, debí de verla en otra parte. Sin embargo, recuerdo otras recetas que me encantaría tener.
—Me parece bien. —Pasé la mano por el tronco despojado de su corteza. El tacto de la madera tibia era real y de alguna manera me tranquilizó—. Cuando quiera. Bastará con que me avise.
—¿Qué tal hoy después de la cena?
—Cuando quiera. Enseguida volveré a casa.
Hicimos una pausa. Noté que me observaba con curiosidad, pero me pareció que sin recelos ni enemistad.
—¿Sólo vino a buscar flores? —inquirió.
Era mi oportunidad.
—Sí. Y a visitar la vieja iglesia. Ahora que la he visto, estoy algo desconcertada. Tengo la impresión de que ya he estado aquí. Aunque sé que no es así.
La sonrisa de Agnes se amplió y asintió satisfecha.
—Sabía que lo notaría.
—¿Por qué? Agnes, ¿por qué me drogó la noche en que me dejó el pastel de carne para la cena?
Si se sobresaltó, sólo fue por un instante. Volvió a asentir triunfal.
—¡Lo sabía! En cuanto la vi les dije a las otras: «Está muy bien. Tiene garra. Si le damos tiempo se convertirá en una de las nuestras». Y estaba en lo cierto. No hubo forma de engañarla, ¿verdad? Lo supo en el acto.
—En el acto, no, aunque me di cuenta muy pronto. ¿Qué contenía el pastel?
—Nada dañino, nada dañino. Sólo queríamos hacerle saber que estábamos aquí y darle la bienvenida.
Guardé silencio unos segundos.
—¿Siempre se ha tratado de lo mismo? En una ocasión dijo que le gustaría llevarme a sus reuniones. ¿Me equivoco al pensar que se celebran aquí?
Me observaba con una nueva expresión en la que creí detectar un toque de temor.
—¿Pretende decirme que vio esto, estas piedras? —Las abarcó con un ademán—. ¿Lo vio la primera vez, sin siquiera dejar la cama?
—Era muy parecido a este sitio. Y también vi una o dos personas que, si volviera a encontrarme con ellas, reconocería —añadí lentamente.
—¡Entonces tiene poderes! ¡Ya los tiene! ¡Señorita Geillis Ramsey, es de las nuestras!
«No, no lo soy. Usted me drogó, tuve una pesadilla y el sitio se parecía al patio de esta iglesia, eso es todo». Era lo que me proponía decir pero, como si la suave mano hubiese sellado de nuevo mis labios, guardé silencio y añadí:
—Mi prima, la señorita Saxon, también estuvo presente. Me ayudó a irme. Y a la mañana una paloma se presentó con un mensaje de mi prima, en el que deseaba que todo me fuera bien.
Por fin yo había recuperado el terreno. Agnes palideció.
—Pero si no… ¡no puede ser, señorita, no puede ser! Ella no estuvo aquí y, además, está muerta.
—¿Y?
—Nunca estuvo aquí. Jamás quiso venir. —Aspiró una gran bocanada de aire—. Como ya le dije, Eddy Masson se quedó con todas las palomas.
—¿Y? —repetí. Poseyera o no lo que Agnes había llamado «poderes», en ese momento decidí aprovechar cuanto pudiera las fuerzas que había encontrado en mi interior—. ¿Está diciendo que el señor Masson me envió el mensaje? Esta noche, cuando venga a Thornyhold, se lo mostraré. Supongo que conoce la letra de la señorita Saxon. —Me acomodé en el tronco—. Le ruego que me responda a una pregunta. Al despertar de esa pesadilla provocada por las drogas, tuve la impresión de que Jessamy y usted estaban en mi dormitorio y más adelante descubrí que podían entrar en casa por la ventana de la antigua cocina. ¿Qué me dice?
Agnes miraba la hierba que rodeaba sus pies. Asintió con la cabeza.
—No hicimos ningún daño. Jessamy se coló por el ventanuco y me abrió la puerta. Sólo entramos para ver si se encontraba bien después de tomar la medicina. La primera vez nunca se sabe. —Pensé en la abuela y tuve claro que todo encajaba—. Y para cerrar la ventana.
—Ah, entonces fue usted.
Agnes asintió con la cabeza.
—¿Me equivoco si digo que estuvo volando?
Aunque guardé silencio, la señora Trapp lo tomó como una respuesta afirmativa.
—En realidad, cerré la ventana para impedir que saliera por ella. A algunas les pasa.
Agnes no valía mucho como bruja. La pobre abuela y sus sobredosis. Evidentemente yo había corrido mejor suerte. Mantuve un tono sereno pero firme:
—¿Registró la casa mientras yo dormía?
—No, ¿para qué? Ya había mirado en todos los rincones. —Titubeó y me miró candidamente con sus ojos azules—. No niego que busqué la llave, pero me fue imposible dar con ella.
—¿La llave del cuarto del sosiego?
—Ajá.
—Y la crema de puerros, que más vale que le diga que no la probé…
—¿No la tomó? —Lo dijo con admiración a mi parecer—. ¿Cómo supo que no debía probarla? —Apostilló con una chispa de su yo más profundo—: ¿Apareció otra paloma y le aconsejó que no lo hiciera?
Me reí, lo cual la desconcertó.
—No, esa noche no. —Para no delatar a Jessamy, apelé a las verdades a medias—. Estaba despierta cuando el perro aulló y vi a Jessamy correr junto a la casa. ¿El perro lo mordió?
—Sí. No quiso probar bocado, pero rompió la cuerda y lo mordió…
—Ya está bien, Agnes. —Esta vez exterioricé mi cólera—. Sé perfectamente lo que pasó. ¿Cree que no tengo ojos? Por la mañana fui a la casona y descubrí el sitio donde ocultaba el perro. Lo llamé y vino.
—¿Me está diciendo que ese perro acudió a su llamada?
—Y además se quedará conmigo. ¿De dónde lo sacó?
—Estaba perdido. Probablemente era de los gitanos. —Habló con tono arisco y sumiso y pensé que no tenía motivos para dudar—. Un perro pastor en tierra de ovejas acaba con un disparo entre ceja y ceja.
—Ahora es mío y le aconsejo que lo deje en paz. No le preguntaré qué hacía con el perro porque ya lo sé. Pero usted no volverá a tocarlo, ni usted ni Jessamy. ¿Lo comprende? —Volvió a asentir con la cabeza y arrastró los pies sobre la hierba—. ¿Jessamy sufrió una herida profunda? Las mordeduras de perro pueden ser peligrosas.
—No fue tan grave y le puse una cataplasma de plantas y el ungüento que preparaba su tía.
—¿Es ésa la receta que quería copiar del libro de lady Sibyl?
Alzó la cabeza y me dirigió una mirada sesgada y furtiva. Vi un hoyuelo y la bonita boca fruncida como si reprimiera la sonrisa.
—No, señorita.
—Entonces, ¿cuál le interesa?
—Hay una de cordial de ciruelas y otras de golosinas que su tía solía preparar para la abuela. Mi madre es realmente golosa…
—¿Recetas de golosinas?
Esa expresión espontánea fue de total incredulidad. Agnes me miró de soslayo, sonrió, se llevó la mano al bolsillo del abrigo y sacó una cajita redonda hecha con virutas, como las que se usaban para guardar caramelos orientales en Navidad. La abrió. En el interior, protegidos por un tapete blanco de papel de pastelería, había pequeños caramelos cuadrados.
—Preparo muchos dulces —explicó Agnes—. No sólo para mi madre, sino para las ventas benéficas. Sírvase. La receta me pertenece y obtuve un premio la última vez que los presenté en la feria de Arnside. Vamos, señorita, sírvase.
Sírvase.
Intentas plantar cara a una bruja reconocida en su propio terreno y acabas sentada con ella sobre un tronco y comiendo caramelos caseros. Y prueba a rechazarlos. Miré la cajita y, sin poderme contener, a Agnes.
—Gracias, pero no me apetecen… quiero decir que tienen muy buen aspecto, pero las golosinas no me chiflan.
Agnes rió a mandíbula batiente.
—¿Sospecha que contienen algo que la hará volar? Pues no, no tienen nada que haga daño. Fíjese, me comeré uno para demostrárselo. —Cogió un caramelo, se lo metió en la boca, lo mordió, lo masticó y lo tragó—. ¡Ya está! —Se puso de pie y se irguió delante de mí, repentinamente solemne—. Señorita Ramsey, si he hecho algo mal lo lamento. Todas tenemos nuestras costumbres y yo sentí la más alta estima por su tía pero sabía, todas sabíamos, que nunca vendría a este sitio con nosotras. Está bien. No hacemos nada malo, simplemente nos divertimos, compartimos algunos secretos y algo que esperar para cuando corran mejores tiempos… Cuando la vi a usted pensé tal vez ella sea diferente y tenga garra, de modo que lo intenté, sin el menor propósito de hacer daño. Nunca hice daño a nadie, salvo a mi madre, y no lo consideraría algo negativo si la hubiese conocido antes…
—Agnes…
—No, espere un momento, aún no he terminado. —Asintió con toda solemnidad y prosiguió—: De acuerdo, quizá no le gustó lo que Jess le hizo al perro, pero se hace cargo de que mi hijo no es inteligente y de que no se aclara.
—¿Realmente habría sido capaz de ahogar a Hodge?
Se sobresaltó desconcertada.
—¿De ahogar a Hodge?
—¿Lo intentó? En el pozo no pudo hacerlo porque después de la caída del pájaro mi prima hizo instalar un enrejado. ¿Qué le hizo a Hodge para que la odie tanto?
—¡Estamos en las mismas! —Su tono era triunfal—. ¡También lo sabía! De todos modos, se equivoca con respecto a Hodge. Era el gato de su tía y es muy difícil meterse con un gato. Nunca le hice nada. Hodge se fue,simplemente, después de que ella se fuera. Ay, señorita Geillis, señorita Geillis, ¿por qué no viene conmigo aunque sólo sea una vez para ver qué ocurre?
—No iré. Lo que sé o tengo se quedará en Thornyhold, mis animales se quedarán conmigo en la casa y nada de lo otro volverá a acercarse a nosotros.
Reinó el silencio mientras nos medíamos cara a cara. Mi corazón latía desenfrenadamente y notaba húmeda la mano apoyada en el tronco. Al final fue Agnes la que apartó la mirada.
—Bueno, veo que habla en serio —dijo por último y soltó el aliento, como si renunciase a algo—. Está bien, se lo prometo. Ni usted ni los suyos sufrirán el menor daño. —Se llevó otro caramelo a la boca y me ofreció la cajita—. Coja uno, señorita, y no se hable más, salvo para decir que, si la he trastornado, lo lamento sinceramente.
¿Qué podía hacer? Agnes se había tragado el caramelo. Cogí uno y me lo llevé a la boca. Sabía a café y era muy bueno. Me levanté.
—Regresaré a casa. Agnes… me alegro de que hayamos tenido esta charla y aclarado la situación. La espero esta noche, ¿de acuerdo? ¿Vuelve a su casa?