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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (32 page)

—¿A quién sugieres?

Hay una vieja expresión que se usa cuando exiges algo completamente loco: «pedir la luna».

Allí estaba yo, cursando mi solicitud.

—Los consu —dije.

Y aquella era una luna muy lejana.

Pero era algo que tenía que hacer. Los obin estaban obsesionados con los consu, por muy buenas razones: ¿cómo podías no estar obsesionado con las criaturas que te dieron inteligencia y luego te ignoraron durante el resto de la eternidad? Los consu habían hablado con los obin sólo una vez desde que les dieron conciencia, y esa conversación les había costado a los obin la mitad de su población. Yo recordaba ese precio. Ahora planeaba usarlo en mi beneficio.

—Los consu no hablan con nosotros —dijo Dock.

—Obligadlos.

—No sabemos cómo.

—Encontrad un modo. Sé lo que sienten los obin hacia los consu, consejero. Los he estudiado. Os he estudiado a vosotros. Hickory y Dickory crearon una historia sobre ellos. El primer mito de la creación de los obin, pero es verdad. Sé cómo lograsteis hablar con ellos. Y sé que habéis intentado hablar con ellos otra vez desde entonces. Dime que no es verdad.

—Es verdad.

—Estoy dispuesta a aventurar que aún seguís trabajando en ello.

—Así es —dijo Dock—. Todavía lo intentamos.

—Ahora es el momento de conseguirlo.

—No hay ninguna garantía de que los consu os ayuden, aunque los convenciéramos para que hablasen con nosotros y oyeran nuestra súplica de vuestra parte. Los consu son impenetrables.

—Lo entiendo. Pero merece la pena intentarlo de todas formas.

—Y aunque diera resultado, sería a un precio muy alto —dijo Dock—. ¡Si supieras lo que nos costó la última vez que hablamos con los consu...!

—Sé
exactamente
cuánto costó. Hickory me lo dijo. Y sé que los obin están acostumbrados a pagar por lo que consiguen. Déjame hacerte una pregunta, ¿qué obtuvisteis de mi padre biológico? ¿Qué obtuvisteis de Charles Boutin?

—Él nos dio la conciencia —respondió Dock—, como bien sabes. Pero a cambio de algo: tu padre pidió una guerra.

—Que nunca llegasteis a darle. Mi padre murió antes de que pudierais pagarle. Conseguisteis vuestro don gratis.

—La Unión Colonial también pidió algo a cambio por terminar su trabajo.

—Ese es un asunto entre vosotros y la Unión Colonial —dije—. No cambia en nada lo que hizo mi padre, ni el hecho de que nunca le pagarais. Yo soy su hija. Soy su heredera. El hecho de que estéis aquí significa que los obin me tratáis con la deferencia con que le trataríais a él. Podría significar que me debéis lo que le debíais a él: una guerra, al menos.

—No puedo decir que te debamos lo que le debíamos a tu padre —dijo Dock.

—¿Entonces qué me debéis a mí? —pregunté—. ¿Qué me debéis por lo que he hecho por vosotros? ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Mi nombre es Dock.

—Tienes ese nombre porque un día llamé a estos dos Hickory y Dickory —dije, señalando a mis dos amigos—. Es sólo el ejemplo más obvio de lo que tenéis gracias a mí. Mi padre os dio conciencia, pero no sabíais qué hacer con ella, ¿verdad? Ninguno de vosotros lo sabía. Aprendisteis a hacer cosas con vuestra conciencia observándome a mí desarrollar la mía, de niña y tal como soy ahora. Consejero, ¿cuántos obin han contemplado mi vida? ¿Cuántos han visto cómo hacía las cosas? ¿Cuántos han aprendido de mí?

—Todos —dijo Dock—. Todos hemos aprendido de ti, Zoë.

—¿Qué les ha costado a los obin? —pregunté—. Desde el momento en que Hickory y Dickory vinieron a vivir conmigo, hasta que subí a esta nave, ¿qué os ha costado? ¿Qué le he pedido nunca a ningún obin?

—No has pedido nada.

Asentí.

—Entonces, recapitulemos. Los consu os dieron inteligencia y os costó la mitad de los obin cuando fuisteis a preguntarles por qué lo hicieron. Mi padre os dio la conciencia, y el precio fue la guerra, un precio que habríais pagado gustosamente si hubiera vivido. Yo os he dado diez años de lecciones sobre cómo ser criaturas conscientes... sobre cómo vivir. Ha llegado la hora de pagar esa factura, consejero.

¿Qué precio exijo? ¿Exijo a la mitad de los obin del universo? No. ¿Exijo que los obin hagan la guerra contra otra raza? No. Sólo exijo que me ayudéis a salvar a mi familia y mis amigos. Ni siquiera exijo que lo hagan los propios obin, sólo que encuentren un modo de que otros lo hagan por ellos. Consejero, dada la historia de los obin respecto a lo que pagan por lo que reciben, lo que exijo que hagan los obin os sale muy barato.

Dock se me quedó mirando, en silencio. Yo le devolví la mirada, sobre todo porque me había olvidado de parpadear durante todo el rato y temía que si intentaba parpadear ahora acabaría gritando. Creo que eso me hacía parecer enervantemente tranquila. Podía vivir con eso.

—Íbamos a enviar una sonda de salto cuando llegaste —dijo Dock—. No ha sido lanzada todavía. Transmitiré al resto del gobierno obin tu requerimiento. Les diré que te apoyen.

—Gracias, consejero.

—Puede que tarden algún tiempo en decidir cómo actuar.

—No tenéis tiempo —dije—. Voy a ver al general Gau, voy a entregarle un mensaje de parte de mi padre. El gobierno obin tiene de plazo para decidirse hasta que termine de hablar con el general Gau. Si no lo ha hecho, o no lo quiere hacer, entonces me quedaré con el general Gau y tendréis que seguir vuestro viaje sin mí.

—No estarás a salvo con el Cónclave.

—¿Crees que toleraré estar entre los obin si rechazáis mi exigencia? Os lo repito: no os lo pido. Lo exijo. Si los obin no lo hacen, me perderán.

—Sería muy duro para nosotros aceptar eso —dijo Dock—. Ya te perdimos durante un año, Zoë, cuando la Unión Colonial ocultó tu colonia.

—¿Entonces, qué haréis? —pregunté—. ¿Arrastrarme de vuelta a la nave? ¿Retenerme cautiva? ¿Grabarme contra mi voluntad? Creo que eso no sería muy divertido. Sé lo que soy para los obin. Sé qué usos me habéis dado. No creo que os sea muy útil si me lleváis contra mi voluntad.

—Te comprendo. Y ahora debo enviar este mensaje. Zoë, es un honor conocerte. Por favor, discúlpame.

Asentí. Dock se marchó.

—Por favor, cierra la puerta —le dije a Hickory, que era el que estaba más cerca. Lo hizo.

—Gracias —dije, y vomité encima de mis zapatos.

Dickory me atendió inmediatamente y me cogió antes de que me desplomara del todo.

—Estás enferma —dijo Hickory.

—Estoy bien —contesté, y vomité encima de Dickory—. Oh, Dios, Dickory. Lo siento mucho.

Hickory se acercó, me separó de Dickory y me guió hacia los extraños apliques. Abrió un grifo y el agua salió burbujeando.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Es un lavabo.

—¿Estás seguro? —pregunté. Hickory asintió.

Me incliné y me lavé la cara y me enjuagué la boca.

—¿Cómo te encuentras? —dijo Hickory, después de haberme limpiado lo mejor que pudo.

—Creo que ya no voy a vomitar más, si te refieres a eso. Aunque quisiera, no me queda nada.

—Vomitaste porque estás enferma.

—Vomité porque acabo de tratar a uno de vuestros líderes como si fuera mi criado —dije—. Eso es nuevo para mí, Hickory. De verdad.

Miré a Dickory, que estaba cubierto de vómito.

—Y espero que funcione. Porque creo que si tengo que volver a hacerlo, mi estómago se desplomará sobre la mesa.

Algo en mi interior dio un vuelco después de decir eso. Nota para mí misma: después de vomitar, cuidado con los comentarios demasiado expresivos.

—¿Lo decías en serio? —dijo Hickory—. Lo que le dijiste a Dock.

—Cada palabra —contesté, y luego me señalé—. Vamos, Hickory. Mírame. ¿Crees que habría pasado por todo esto si no hablara en serio?

—Quería asegurarme.

—Puedes estar seguro.

—Zoë, estaremos contigo. Dickory y yo. No importa lo que decida el gobierno. Si decides quedarte después de hablar con el general Gau, nos quedaremos contigo.

—Gracias, Hickory. Pero no tenéis por qué hacerlo.

—Lo haremos —dijo Hickory—. No te dejaremos, Zoë. Hemos estado contigo casi toda tu vida. Y durante toda la vida que hemos pasado conscientes. Contigo y con tu familia. Nos has considerado parte de ella. Ahora estás lejos de esa familia. Puede que no vuelvas a verlos. No te dejaremos sola. Te pertenecemos.

—No sé qué decir.

—Di que nos permitirás quedarnos contigo.

—Sí. Quedaos. Y gracias. Gracias a ambos.

—No hay de qué —dijo Hickory.

—Y ahora, como primer deber oficial, buscadme algo para que pueda cambiarme —dije—. Estoy hecha un asco. Y decidme cuál de estos aparatos es el inodoro. Porque necesito saberlo.

23

Algo me empujaba para despertarme. Le di un manotazo.

—Muérete —dije.

—Zoë —dijo Hickory—. Tienes visita.

Miré parpadeando a Hickory, que era una silueta enmarcada por la luz que procedía del pasillo.

—¿De qué estás hablando?

—El general Gau. Está aquí. Ahora. Y quiere hablar contigo.

Me senté en la cama.

—Tienes que estar bromeando —dije.

Cogí mi PDA y miré la hora. Habíamos llegado al espacio del Cónclave catorce horas antes, saltando a mil kilómetros de la estación espacial que el general Gau había convertido en sede administrativa del Cónclave. Decía que no quería favorecer a ningún planeta sobre otro. La estación espacial estaba rodeada de cientos de naves de todos los miembros del Cónclave, y aún más lanzaderas y transportes iban y venían entre las naves y la estación. La Estación Fénix, la estación espacial humana más grande, tanto que he oído decir que influye en las mareas del planeta Fénix (en grados medibles sólo por instrumentos sensibles, de todas formas), habría cabido en un rinconcito del CG del Cónclave.

Al llegar, nos anunciamos y enviamos un mensaje encriptado al general Gau solicitando una audiencia. Nos dieron coordenadas para atracar y luego nos ignoraron diligentemente. Después de diez horas de espera, por fin me fui a dormir.

—Sabes que no bromeo —dijo Hickory. Regresó a la puerta y encendió las luces de mi camarote. Di un respingo—. Ahora, por favor, ve a verlo.

Cinco minutos más tarde estuve vestida con algo que esperaba fuera presentable y caminé de forma algo inestable pasillo abajo. Tras caminar un minuto, dije, «Oh, mierda» y regresé a mi camarote, dejando a Hickory en el pasillo. Un momento más tarde volví, con una camisa con algo envuelto dentro.

—¿Qué es eso? —preguntó Hickory.

—Un regalo —respondí. Continuamos nuestro viaje por el pasillo.

Poco después me encontré con el general Gau en una sala de conferencias preparada a toda prisa. Él estaba de pie a un lado de una mesa rodeada de asientos al estilo obin, que no estaban muy bien diseñados para su anatomía ni para la mía. Yo me detuve al otro lado de la mesa, con la camisa en la mano.

—Esperaré fuera —dijo Hickory, después de presentarme.

—Gracias, Hickory —contesté. Se marchó. Me di la vuelta y miré al general—. Hola —dije, algo tontamente.

—Tú eres Zoë —dijo el general Gau—. La humana que hace que los obin cumplan sus deseos.

Hablaba en un idioma que yo no comprendía: un aparato comunicador que le colgaba del cuello traducía sus palabras.

—Ésa soy yo —contesté. Oí mis palabras traducidas a su lenguaje.

—Me interesa cómo una muchacha humana puede ordenarle a una nave de transporte obin que la traigan a verme —dijo el general Gau.

—Es una larga historia.

—Explícame la versión corta —dijo Gau.

—Mi padre creó máquinas especiales que dotaron de conciencia a los obin. Los obin me reverencian como el único lazo superviviente con mi padre. Hacen lo que les pido.

—Debe de estar bien tener a una raza entera corriendo a tus órdenes —dijo Gau.

—Usted debería saberlo. Tiene a cuatrocientas razas a las suyas, señor.

El general Gau hizo algo con la cabeza que esperé fuera una sonrisa.

—Me temo que en este punto eso es cuestión de cierta controversia —dijo—. Pero estoy confundido. Tenía la impresión de que eras la hija de John Perry, el administrador de la colonia de Roanoke.

—Lo soy —respondí—. Él y su esposa Jane Sagan me adoptaron después de que muriera mi padre. Mi madre biológica había muerto poco antes. Vengo de parte de mis padres adoptivos. Aunque debo pedir disculpas —me señalé, indicando mi estado poco preparado—. No esperaba encontrarlo aquí. Creí que iríamos a verle y tendría tiempo para arreglarme.

—Cuando me enteré de que los humanos traían a una humana a verme, y además de Roanoke, sentí tanta curiosidad que no quise esperar —dijo Gau—. También me interesa que mi oposición se pregunte qué estoy haciendo. El hecho de que haya venido a visitar una nave obin en vez de esperar a recibir a su embajada les hará preguntarse quién eres, y qué sé yo que ellos no saben.

—Espero que el viaje merezca la pena.

—Aunque no sea así, seguirá poniéndolos nerviosos —dijo Gau—. Pero considerando que vienes desde tan lejos, yo también espero por el bien de ambos que el viaje sirva de algo. ¿Estás completamente vestida?

—¿Qué? —dije.

Estaba preparada para muchas preguntas, pero no para ésa.

Él señaló mi mano.

—Tienes una camisa en las manos —dijo.

—Oh —contesté, y coloqué la camisa sobre la mesa, entre ambos—. Es un regalo. No la camisa. Hay algo envuelto dentro. Ése es el regalo. Esperaba encontrar algo donde meterlo antes de dárselo, pero me ha pillado usted desprevenida. Voy a callarme y dejar que se lo quede.

El general me dirigió lo que creo que fue una mirada de extrañeza, y luego extendió una mano y desenvolvió lo que había dentro de la camisa. Era el cuchillo de piedra que me había regalado el hombre lobo. Lo sostuvo y lo examinó a la luz.

—Un regalo muy interesante —dijo y empezó a moverlo en su mano, supongo que para comprobar su peso y equilibrio—. Un cuchillo muy bien diseñado, además.

—Gracias.

—No es precisamente un arma moderna.

—No.

—¿Pensaste que un general debía estar interesado en armas arcaicas? —preguntó Gau.

—En realidad hay toda una historia detrás —dije—. Hay una raza nativa de seres inteligentes en Roanoke. No sabíamos nada de ellos antes de desembarcar. No hace mucho los encontramos por primera vez, y las cosas fueron mal. Algunos de ellos murieron, y algunos de nosotros murieron también. Pero entonces uno de ellos y uno de nosotros se encontraron y decidieron no tratar de matarse mutuamente, e intercambiaron regalos. Ese cuchillo era uno de esos regalos. Ahora es suyo.

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