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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (14 page)

Me encogí de hombros.

—No he visto mucho a Enzo en el último par de días —contesté—. Creo que se ha tomado muy mal la idea de quedarse aquí aislado. Ni siquiera Magdy ha podido animarlo. Fui a visitarlo un par de veces, pero no quiere hablar mucho, y no es que yo haya estado muy alegre. Pero me sigue enviando poemas. En papel. Hace que Magdy me los entregue. Magdy odia hacerlo, por cierto.

Jane sonrió.

—Enzo es un buen chico.

—Lo sé. Pero me parece que no elegí un buen momento para decidir que fuera mi novio.

—Bueno, tú misma has dicho que todo el mundo está nervioso estos días —dijo Jane—. Mejorará.

—Eso espero —contesté, y era verdad. Me mostraba melancólica y deprimida
como todos,
pero incluso yo tengo mis límites, y los estaba alcanzando—. ¿Dónde está papá? ¿Y dónde están Hickory y Dickory?

Los dos habían bajado con papá y mamá en una de las primeras lanzaderas. Entre que se habían dejado ver poco a bordo de la
Magallanes
y que habían estado fuera los últimos días, empezaba a echarlos de menos.

—Hickory y Dickory han ido a explorar las inmediaciones —dijo Jane—. Nos están ayudando a reconocer el terreno. Los mantiene entretenidos y se sienten útiles, y de momento están apartados de los demás colonos. No creo que ninguno de ellos se sienta muy amistoso hacia los no humanos ahora mismo y es mejor que evitemos que alguien trate de iniciar una pelea con ellos.

Asentí. Todo el que intentara iniciar una pelea con Hickory y Dickory iba a acabar con algo roto, como poco. Cosa que no los haría muy populares, incluso (o sobre todo especialmente) si tenían razón. Mamá y papá habían sido listos al mantenerlos apartados por el momento.

—Tu padre está con Manfred Trujillo —dijo Jane, mencionando al padre de Gretchen—. Están trazando la aldea temporal. Al estilo de los campamentos romanos.

—Esperamos un ataque de los visigodos —dije.

—No sabemos de qué esperamos un ataque —contestó Jane. La indiferencia con que lo dijo no ayudó en absoluto a animarme—. Supongo que Gretchen estará con ellos. Sigue hasta el campamento y los encontrarás.

—Sería más fácil si pudiera llamar a la PDA de Gretchen para encontrarla —dije.

—Es cierto —reconoció Jane—. Pero ya no podemos hacerlo. Intenta usar tus ojos en su lugar.

Me dio un rápido beso en la sien y luego se marchó a hablar con la tripulación de la
Magallanes.
Suspiré y me dirigí al campamento para buscar a papá.

* * *

El segundo sacrificio: debíamos dejar de utilizar cualquier cosa que tuviera un ordenador incorporado. Lo cual significaba que no podíamos utilizar la mayoría de las cosas que teníamos.

El motivo eran las ondas de radio. Cada una de las piezas de equipo electrónico se comunicaban con cada una de las otras piezas de equipo electrónico a través de las ondas de radio. Incluso las minúsculas transmisiones de radio que enviaban podían ser descubiertas si alguien buscaba con la suficiente atención, como nos aseguraban que hacían. Pero no bastaba con desconectar la capacidad de conexión, puesto que nos dijeron que no sólo nuestros equipos usaban ondas de radio para comunicarse entre sí, las usaban de manera interna para que una parte del equipo hablara con otras partes.

Nuestros equipos electrónicos no podían evitar transmitir la evidencia de que estábamos allí, y si alguien sabía qué frecuencias usaban para trabajar, podrían ser detectados solamente enviando la señal de radio que los conectaba. O eso nos dijeron. No soy ingeniera. Todo lo que sabía era que la mayor parte de nuestro equipo ya no era utilizable... y no sólo era inutilizable, sino que suponía un peligro para nosotros.

Tuvimos que arriesgarnos a usar ese equipo para desembarcar en Roanoke y establecer la colonia. No podíamos hacer que las lanzaderas aterrizaran sin usar equipo electrónico; el viaje no habría sido un problema, pero los aterrizajes sí habrían sido muy arriesgados (y sangrientos). Pero cuando todo estuvo en tierra, se acabó. Nos quedamos a oscuras, y todo lo que teníamos en los contenedores con componentes electrónicos iba a quedarse en esos contenedores. Posiblemente para siempre.

Eso incluía: servidores de datos, monitores de entretenimiento, equipo agrícola moderno, herramientas científicas, utensilios de cocina, vehículos y juguetes. Y las PDA.

No fue una medida muy popular. Todo el mundo tenía PDA, y todo el mundo tenía su vida en ellas. En las PDA guardabas tus mensajes, tu correo, tus programas, tus lecturas y tu música favorita. Te permitían conectar con tus amigos y jugar con ellos. Con ellas hacías grabaciones y vídeos. Dependías de ellas para compartir las cosas que amabas con la gente que querías. Eran el cerebro externo de todo el mundo.

Y de repente desaparecieron. Todas las PDA de los colonos (más o menos una por persona) fueron confiscadas e inventariadas. Algunos intentaron ocultarlas; al menos un colono intentó golpear al miembro de la tripulación al que habían ordenado recogerlas. Ese colono se pasó la noche en el calabozo de la
Magallanes,
cortesía del capitán Zane. Los rumores decían que el capitán bajó la temperatura del calabozo y que el colono se pasó toda la noche despierto, tiritando.

Me compadecí del colono. Llevaba ya tres días sin mi PDA y seguía sorprendiéndome cuánto quería hablar con Gretchen, o escuchar música, o comprobar si Enzo me había mandado algo o cualquiera de las cien cosas distintas para las que usaba diariamente mi PDA. Sospeché que parte del motivo de que la gente estuviera tan molesta era porque les habían amputado su cerebro externo; no te das cuenta de lo mucho que usas tu PDA hasta que el maldito cacharro desaparece.

Todos estábamos cabreados porque ya no teníamos nuestras PDA, pero yo tenía la sensación de que uno de los motivos por el que la gente estaba tan molesta era porque sus PDA les impedían tener que pensar en el hecho de que no podíamos utilizar gran parte del equipo que necesitábamos para sobrevivir. No se pueden desconectar los ordenadores de nuestro equipo agrícola, que no pueden funcionar sin ellos, porque forman parte de la máquina. Sería como quitarte el cerebro y esperar que tu cuerpo funcionara sin él. No creo que nadie quisiera enfrentarse a la magnitud del problema.

De hecho, sólo una cosa iba a mantenernos a todos con vida: los doscientos cincuenta menonitas que formaban parte de la colonia. Su religión les había hecho seguir usando tecnología antigua y pasada de moda; su equipo no tenía ordenadores, y sólo Hiram Yoder, su representante colonial, había usado una PDA (y únicamente, según me explicó papá, para mantenerse en contacto con otros miembros del Consejo de Roanoke). Trabajar sin componentes electrónicos no suponía un estado de privación para ellos: así era como vivían. Eso los convirtió en los tipos raros a bordo de la
Magallanes,
sobre todo entre los adolescentes. Pero ahora iba a salvarnos.

Eso no tranquilizaba a todo el mundo. Magdy y unos cuantos de sus amigos menos recomendables señalaron a los menonitas coloniales como prueba de que la Unión Colonial había planeado dejarnos aislados desde el principio y parecieron echarles la culpa a ellos, como si lo hubieran sabido en vez de haberse sorprendido igual que el resto de nosotros. Así confirmamos que la forma de Magdy de tratar con la tensión era enfadarse y buscar pelea; su conato de bronca al principio del viaje no fue ninguna casualidad.

Bajo presión Magdy se enfadaba. Enzo se replegaba en sí mismo. Gretchen se volvía contestona. Yo no estaba completamente segura de cómo me comportaba.

* * *

—Estás depre —me dijo papá. Nos encontrábamos ante la tienda que era nuestro nuevo hogar temporal.

—Así es como me siento —contesté. Contemplé a
Babar
deambular por la zona, buscando lugares donde marcar su territorio. Qué puedo decir. Es un perro.

—No te entiendo —dijo papá. Le expliqué cómo se estaban comportando mis amigos desde que nos habíamos perdido—. Oh, vale. Eso tiene sentido. Bueno, si te sirve de consuelo, si tuviera tiempo para hacer algo aparte de trabajar, creo que también me sentiría depre.

—Me entusiasma que sea cosa de familia.

—No podemos ni echarle la culpa a la genética —dijo papá. Miró alrededor. Todo lo que había eran contenedores de carga, filas de tiendas y cables de exploración, bloqueando lo que serían las calles de nuestra pequeña población. Entonces volvió a mirarme—. ¿Qué te parece?

—Creo que esto es lo que queda cuando Dios caga.

—Bueno, sí, ahora sí —dijo papá—. Pero con un poco de trabajo y un poco de amor, podemos convertirlo en un lugar radiante. Y cuando eso ocurra será un gran día.

Me eché a reír.

—No me hagas reír —dije—. Estoy intentando seguir depre.

—Lo siento —contestó papá. En realidad, no lo sentía en lo más mínimo. Señaló la tienda junto a la nuestra—. Por lo menos, estarás cerca de tu amiga. Ésta es la tienda de Trujillo. Gretchen y él vivirán ahí.

—Bien —dije.

Había alcanzado a papá y a Gretchen y a su padre; los dos habían ido a echarle un vistazo al riachuelo que corría cerca del filo de nuestro futuro asentamiento para averiguar cuál sería el mejor lugar donde colocar un recolector de aguas y una purificadora. No habría instalaciones de fontanería durante al menos las primeras semanas, según nos habían dicho; haríamos nuestras necesidades en cubos. No soy capaz de describir cuánto me entusiasmó oír eso. Gretchen miró a su padre y después puso los ojos en blanco mientras él se marchaba a buscar probables emplazamientos; creo que lamentaba haber bajado tan pronto a la superficie.

—¿Cuánto tardaremos en empezar a traer a los otros colonos? —pregunté.

—Primero queremos establecer el perímetro —señaló papá—. Llevamos aquí un par de días y no ha salido nada peligroso de esos bosques, pero prefiero asegurarme a lamentarlo luego. Vamos a sacar los últimos contenedores de la bodega de carga esta noche. Mañana tendremos el perímetro completamente amurallado y el interior aislado. Así que pienso que dentro de dos días. Dentro de tres todo el mundo habrá bajado. ¿Por qué? ¿Ya estás aburrida?

—Tal vez —contesté.
Babar
se me había acercado y me miraba risueño, sacando la lengua y con las patas llenas de barro. Noté que estaba intentando decidir si saltar o no sobre dos patas y mancharme toda la camisa de barro. Le envié mi mejor mensaje telepático de «ni se te ocurra» y esperé lo mejor—. No es que en la
Magallanes
se esté menos aburrido ahora mismo. Todo el mundo está de mal humor. No sé, no esperaba que colonizar fuera así.

—No lo es —dijo papá—. Somos un caso excepcional.

—Oh, entonces seamos como todo el mundo.

—Demasiado tarde para eso —respondió papá, y entonces señaló la tienda—. Jane y yo hemos levantado bastante bien la tienda. Es pequeña y estrecha, pero también incómoda. Y sé cuánto te gusta eso. —Eso me arrancó una sonrisa—. Tengo que reunirme con Manfred y luego hablar con Jane, pero después podemos almorzar todos e intentar ver si podemos divertirnos un poco. ¿Por qué no entras y te relajas hasta que volvamos? Al menos así no estarás depre y molesta por el viento.

—Muy bien —le di a papá un beso en la mejilla y luego él se encaminó hacia el arroyo. Entré en la tienda, con
Babar
detrás.

—Qué bonito —le dije a
Babar,
mientras echaba un vistazo alrededor—. Amueblado en estilo «refugiado moderno elegante». Y me encanta lo que han hecho con estos camastros.

Babar
me miró con aquella estúpida sonrisa perruna suya y luego saltó a uno de los camastros y se tumbó.

—Idiota —dije—. Al menos podrías haberte limpiado las patas.

Babar,
notablemente ajeno a la crítica, bostezó y luego cerró los ojos.

Me metí en el camastro con él, quité los trozos de barro que pude, y lo utilicé como almohada. No pareció importarle. Menos mal, porque estaba ocupando la mitad de mi cama.

—Bueno, aquí estamos —dije—. Espero que te guste.

Babar
emitió una especie de bufido. «Bien dicho», pensé.

* * *

Incluso después de que nos lo explicaran todo, siguió habiendo gente a la que le costó asumir que estábamos aislados y dependíamos de nuestros propios recursos. En las sesiones de grupo dirigidas por cada uno de los representantes coloniales, siempre había alguien (uno o varios) que opinaba que las cosas no podían ser tan malas como las pintaba papá, que tenía que haber un modo de que permaneciéramos en contacto con el resto de la humanidad o al menos pudiéramos utilizar nuestras PDA.

Fue entonces cuando los representantes de la colonia enviaron a cada colono el último archivo que recibirían en sus PDA. Era un archivo de vídeo, rodado por el Cónclave y enviado a todas las razas que había en nuestra porción de espacio. En el vídeo, el líder del Cónclave, llamado general Gau, se alzaba en un promontorio ante un pequeño asentamiento. La primera vez que vi el vídeo pensé que era un asentamiento humano, pero me dijeron que era un asentamiento de colonos whadi, una raza de la que no sabía nada. Lo que sí sabía era que sus hogares y edificios eran como los nuestros, o eran tan parecidos a los nuestros como para que no importara.

Ese general Gau permaneció en lo alto de la loma lo suficiente para que una se preguntara qué estaba mirando desde allí. Después el asentamiento desaparecía, convertido en ceniza y fuego por lo que parecía ser un millar de rayos de luz que surgía de lo que nos dijeron que eran cientos de naves espaciales que flotaban sobre la colonia. En unos pocos segundos no quedó nada de la colonia, ni de la gente que vivía en ella, más que una columna de humo que se alzaba hacia el cielo.

Después de eso, nadie cuestionó que lo más sabio era escondernos.

No sé cuántas veces vi el vídeo del ataque del Cónclave; debí de hacerlo una docena de veces antes de que papá viniera y me hiciera entregarle mi PDA: no había ningún privilegio especial por ser la hija del jefe de la colonia. Pero yo no miraba el vídeo por el ataque. Oh, bueno, debería decir que no era eso realmente lo que miraba cuando lo veía. Lo que miraba era a aquella criatura en lo alto de la loma. La criatura que ordenó el ataque. Aquella que tenía las manos manchadas de la sangre de una colonia entera. Miraba a aquel general Gau. Me preguntaba qué debió de pensar cuando dio la orden. ¿Sintió pesar? ¿Satisfacción? ¿Placer? ¿Dolor?

Traté de imaginar cómo sería ordenar la muerte de miles de personas inocentes. Me alegré de que mi cerebro no pudiera aceptarlo. Me aterraba que aquel general pudiera. Y que estuviera ahí fuera. Buscándonos.

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