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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (18 page)

—No te entiendo.

—Están buscando esta colonia —dijo Hickory.

—Si visteis el vídeo, recordaréis que ese grupo del Cónclave arrasó aquella colonia desde el aire —dije—. Si nos encuentran, no creo que podáis hacer mucho para protegerme.

—No nos preocupa el Cónclave.

—Pues debéis de ser los únicos.

—No sólo el Cónclave busca esta colonia —dijo Hickory—. Hay otros que lo hacen también, para ganarse el favor del Cónclave, o para aplastarlo, o para quedarse con la colonia para ellos. No la arrasarán desde el cielo. La tomarán de manera estándar: por medio de una invasión y una masacre.

—¿Pero qué os pasa hoy a los dos? —dije. Estaba intentando animar el ambiente.

No sirvió de nada.

—Y está la cuestión de quién eres —dijo Hickory.

—¿Qué significa eso?

—Deberías saberlo bien. No eres solamente la hija de los líderes de la colonia. También eres importante para
nosotros.
Para los obin. Ese hecho no es ningún secreto, Zoë. Has sido utilizada como moneda de cambio toda tu vida. Los obin te usamos para negociar con tu padre para que nos proporcionara una conciencia. Eres una condición del tratado entre los obin y la Unión Colonial. No tenemos ninguna duda de que cualquiera que ataque esta colonia intentaría capturarte para negociar con los obin. Incluso el Cónclave podría sentir la tentación de hacerlo. O te matarían para hacernos daño. Para matar a un símbolo nuestro.

—Eso es una locura —dije.

—Ha sucedido antes.

—¿Qué?

—Cuando vivías en Huckleberry, hubo no menos de seis intentos para capturarte o matarte —dijo Hickory—. El último fue unos pocos días antes de que te marcharas de Huckleberry.

—¿Y nunca me lo habéis contado?

—Se decidió entre vuestro gobierno y el nuestro que ni tú ni tus padres teníais por qué saberlo —contestó Hickory—. Eras una niña, y tus padres deseaban una vida lo menos llamativa posible. Los obin deseaban poder proporcionárosla. Ninguno de esos intentos estuvo cerca de tener éxito. Los detuvimos todos mucho antes de que pudieras correr peligro. Y en cada caso el gobierno obin expresó su malestar a las razas que intentaron atentar contra tu persona.

Me estremecí. No era aconsejable tener a los obin como enemigos.

—No te lo habríamos dicho, y hemos violado nuestras órdenes al hacerlo, si no nos halláramos en esta situación —dijo Hickory—. Estamos aislados de los sistemas que teníamos emplazados para mantenerte a salvo. Y cada vez te vuelves más independiente en tus acciones y lamentas nuestra presencia en tu vida.

Esas últimas palabras me golpearon como una bofetada.

—No lo lamento —dije—. Sólo quiero tener tiempo para mí. Siento que os duela.

—No nos duele. Tenemos responsabilidades. La forma de cumplir esas responsabilidades debe adaptarse a las circunstancias. Ahora estamos haciendo una adaptación.

—No sé a qué os referís.

—Es hora de que aprendas a defenderte por ti misma —dijo Hickory—. Quieres ser más independiente de nosotros, y no tenemos todos los recursos que antes teníamos para mantenerte a salvo. Siempre hemos querido enseñarte a luchar. Ahora, por esos motivos, es necesario comenzar ese entrenamiento.

—¿Qué queréis decir con eso de enseñarme a luchar?

—Te enseñaremos a defenderte físicamente —dijo Hickory—. A desarmar a un oponente. A utilizar armas. A inmovilizar a tu enemigo. A matar a tu enemigo si es necesario.

—¿Queréis enseñarme a matar a otra gente? —dije.

—Es necesario.

—No estoy segura de que John y Jane vayan a aprobarlo.

—Tanto el mayor Perry como la teniente Sagan saben matar —dijo Hickory—. Ambos, en su servicio militar, han matado a otros cuando fue necesario para su supervivencia.

—Pero eso no significa que quieran que yo sepa hacerlo. Y además, no sé lo que quiero saber. Decís que tenéis que adaptaros para cumplir vuestras obligaciones. Bien. Descubrid cómo adaptaros. Pero yo no voy a aprender a matar a nadie para que podáis considerar que estáis haciendo mejor un trabajo que ni siquiera estoy segura de querer que sigáis haciendo.

—¿No deseas que te defendamos? —dijo Hickory—. ¿Ni aprender a defenderte tú sola?

—¡No lo sé! —grité exasperada—. ¿Vale? Odio que me presionen. Odio ser algo especial que tiene que ser defendido. Bueno, ¿sabéis una cosa? Todo el mundo aquí necesita ser defendido, Hickory. Todos corremos peligro. En cualquier momento cientos de naves podrían aparecer sobre nuestras cabezas y matarnos a todos. Estoy harta. Intento olvidarlo de vez en cuando. Eso es lo que vine a hacer aquí antes de que vosotros aparecierais para estropearlo todo. Así que muchas gracias.

Hickory y Dickory no dijeron nada. Si hubieran llevado puestas sus conciencias, probablemente estarían nerviosos y sobrecargados por mi último estallido. Pero permanecían allí de pie, impasibles.

Conté hasta cinco y traté de recuperar el control.

—Mirad —dije, con lo que esperaba que fuera un tono de voz más razonable—. Dadme un par de días para pensármelo, ¿de acuerdo? Me habéis soltado encima un montón de cosas a la vez. Dejadme reflexionar.

Ellos siguieron sin decir nada.

—Bueno —dije—. Me vuelvo a casa.

Pasé junto a Hickory.

Y me encontré en el suelo.

Rodé y miré a Hickory, confundida.

—¿Qué demonios? —dije, e intenté levantarme.

Dickory, que se había colocado detrás de mí, me empujó bruscamente contra la hierba y la tierra.

Me aparté de los dos.

—Ya basta —dije.

Ellos sacaron sus cuchillos de combate y avanzaron hacia mí.

Dejé escapar un grito y me incorporé de un salto, y corrí a toda velocidad hacia la cima de la colina, hacia la granja de los Hentosz. Pero los obin pueden correr más rápido que los humanos. Dickory me alcanzó, me adelantó y desenvainó su cuchillo. Retrocedí, cayendo de espaldas al hacerlo. Dickory se abalanzó. Grité y volví a rodar y bajé corriendo la pendiente de la colina por la que acababa de subir.

Hickory me estaba esperando y se movió para interceptarme. Traté de hacer una finta a la izquierda, pero no se dejó engañar y me agarró por el antebrazo izquierdo. Lo golpeé con el puño derecho. Hickory esquivó el golpe con facilidad, y luego con un rápido revés me golpeó con fuerza en la sien, soltándome al hacerlo. Retrocedí tambaleándome, aturdida. Hickory enganchó una pierna alrededor de una de las mías y la lanzó hacia arriba, levantándome por completo del suelo. Caí de espaldas y aterricé de cabeza. Un estallido blanco de dolor inundó mi cráneo, y todo lo que pude hacer fue quedarme allí tendida, mareada.

Había una fuerte presión en mi pecho. Hickory estaba arrodillado sobre mí, inmovilizándome. Traté de arañarlo a la desesperada, pero él mantuvo la cabeza apartada, estirando su largo cuello, e ignoró todo lo demás. Grité pidiendo ayuda con todas mis fuerzas; sabía que nadie podría oírme, pero chillé de todas formas.

Miré a un lado y vi a Dickory.

—Por favor —dije.

Dickory no dijo nada. Y no pudo sentir nada. Ahora comprendí por qué los dos habían ido a verme sin sus conciencias.

Agarré la pierna que Hickory tenía sobre mi pecho y traté de quitármela de encima. Empujó con más fuerza, me dio otro desorientador sopapo con una mano, y levantó la otra y la lanzó contra mi cabeza con un movimiento terrible y fluido. Grité.

—Estás ilesa —dijo Hickory, en algún momento—. Puedes levantarte.

Me quedé en el suelo, sin moverme, mirando hacia el cuchillo de Hickory, enterrado en el suelo tan cerca de mi cabeza que no podía ni enfocarlo. Entonces me apoyé en los codos, me aparté del cuchillo y vomité.

Hickory esperó a que terminara.

—No pedimos disculpas por esto —dijo—. Y aceptaremos las consecuencias que decidas. Pero debes saber que no has sido dañada físicamente. Es improbable que te salga un moratón. Nos hemos asegurado de eso. Pese a que estuviste a nuestra merced en cuestión de segundos. Puede que otros no muestren tanta consideración contigo. No se contendrán. No se detendrán. No se preocuparán por ti. No mostrarán piedad. Pretenderán matarte. Y lo conseguirán. Sabíamos que no nos creerías si te lo contábamos. Teníamos que mostrártelo.

Me puse en pie, apenas era capaz de permanecer erguida, y me aparté de los dos como pude.

—Malditos seáis —dije—. Malditos seáis los dos. A partir de ahora, alejaos de mí.

Regresé a Croatoan. En cuando mis piernas fueron capaces de hacerlo, eché a correr.

* * *

—Eh —dijo Gretchen, mientras entraba en el centro de información y sellaba la puerta interior tras ella—. El señor Bennett me dijo que podría encontrarte aquí.

—Sí. Le pregunté si podía ser su técnica impresora un ratito más.

—¿No podías vivir apartada de la música?

Negué con la cabeza y le mostré lo que estaba mirando.

—Son archivos clasificados, Zoë —dijo ella—. Informes de inteligencia de las FDC. Vas a meterte en problemas si lo descubre alguien. Y Bennett no te volverá a dejar entrar aquí.

—No me importa —dije, y mi voz se quebró lo suficiente para que Gretchen me mirara alarmada—. Tengo que saber lo malo que es. Tengo que saber quién está ahí fuera y qué quieren de nosotros. De
mí.
Mira.

Cogí la PDA y recuperé un archivo sobre el general Gau, el líder del Cónclave, el que había ordenado la destrucción de la colonia en el archivo de vídeo.

—Este general va a matarnos si nos encuentra, y no sabemos casi nada de él. ¿Qué le lleva a hacer eso? ¿A matar a gente inocente? ¿Qué le ha pasado en la vida que le hace pensar que arrasar planetas enteros es una buena idea? ¿No crees que deberíamos saberlo? Pues no lo sabemos. Tenemos estadísticas sobre su servicio militar y ya está.

Arrojé la PDA sobre la mesa, alarmando a Gretchen.

—Quiero saber
por qué
este general quiere que muera. Por qué quiere que todos nosotros muramos. ¿Tú no?

Me llevé la mano a la frente y me desplomé contra la mesa de trabajo.

—Vale —dijo Gretchen, después de un minuto—. Creo que tienes que contarme qué te ha pasado hoy. Porque no estabas así cuando te dejé esta tarde.

Miré a Gretchen, que reprimió una risa, y luego me vine abajo y empecé a llorar. Gretchen se acercó a darme un abrazo y, después de un largo rato, se lo conté todo. Y quiero decir todo.

Ella permaneció callada después de que yo me desahogara.

—Dime lo que estás pensando —dije.

—Si te lo digo, me vas a odiar.

—No seas tonta. No voy a odiarte.

—Creo que hicieron bien —dijo—. Hickory y Dickory.

—Te odio.

Me empujó levemente.

—Ya está bien. No me refiero a que hicieran bien al atacarte. Eso fue pasarse un poco. Pero, y no me interpretes mal, no eres una chica corriente.

—Eso no es verdad. ¿Me ves actuar de manera diferente al resto alguna vez? ¿Me considero alguien especial? ¿Me has oído hablar de esto alguna vez con nadie?

—Ellos lo saben de todas formas.

—Ya lo sé. Pero no es cosa mía. Yo me esfuerzo por ser normal.

—Vale, eres una chica perfectamente normal.

—Gracias.

—Una chica perfectamente normal que ha sufrido seis intentos de asesinato —dijo Gretchen.

—Pero ésa no soy yo —dije, señalándome el pecho—. Es por mí. Por la idea que otros tienen de quién soy. Y no me importa.

—Te importaría si estuvieras muerta —contestó Gretchen, y entonces levantó una mano antes de que yo pudiera responder—. Y le importaría a tus padres. Estoy segura de que le importaría a Enzo. Y parece que le importaría a un par de miles de millones de alienígenas. Piensa en eso. Alguien incluso piensa en venir a por ti y bombardear un planeta.

—No quiero pensarlo.

—Lo sé —dijo Gretchen—. Pero creo que ya no tienes otra alternativa. No importa lo que hagas, sigues siendo quien eres, lo quieras o no. No puedes cambiarlo. Tienes que vivir con ello.

—Gracias por el mensaje inspirador.

—Estoy intentando ayudar.

Suspiré.

—Lo sé, Gretchen. Lo siento. No pretendía arrancarte la cabeza de un bocado. Tan sólo me estoy hartando de que otra gente decida por mí sobre mi propia vida.

—¿Eso te hace diferente a los demás exactamente en qué? —preguntó Gretchen.

—Ese es mi argumento. Soy una chica perfectamente normal. Gracias por comprenderlo al fin.

—Perfectamente normal —reconoció Gretchen—. Salvo porque eres reina de los obin.

—Te odio —dije.

Gretchen sonrió.

* * *

—La señorita Trujillo dijo que querías vernos —dijo Hickory.

Dickory y Gretchen, que había mandado llamar a los dos obin por mí, estaban a su lado. Nos encontrábamos en la colina donde mis guardaespaldas me habían atacado unos cuantos días antes.

—Antes de decir nada más, deberíais saber que sigo estando increíblemente cabreada con vosotros —dije—. No sé si os perdonaré alguna vez por haberme atacado, aunque comprenda por qué lo hicisteis, y por qué pensasteis que teníais que hacerlo. Quiero asegurarme de que lo sepáis. Y quiero asegurarme de que lo
sentís —
señalé el collar de conciencia de Hickory, colocado en su cuello.

—Lo sentimos —dijo Hickory, la voz temblorosa—. Lo sentimos tanto que debatimos si podíamos volver a conectar nuestras conciencias. El recuerdo es casi demasiado doloroso para soportarlo.

Asentí. Quise decir
bien,
pero sabía que era un error, y que lamentaría decirlo. Eso no significaba que no pudiera pensarlo, por el momento, al menos.

—No voy a pediros que os disculpéis —dije—. Sé que no lo haréis. Pero quiero vuestra palabra de que nunca volveréis a hacer nada parecido.

—Tienes nuestra palabra —dijo Hickory.

—Gracias —contesté.

No esperaba que volvieran a hacer nada parecido. Ese tipo de cosas funcionan una sola vez, si acaso. Pero no era ése el tema. Lo que quería era sentir que podía confiar de nuevo en los dos. Aún no lo había conseguido.

—¿Te entrenarás? —preguntó Hickory.

—Sí —dije—. Pero tengo dos condiciones.

Hickory esperó.

—La primera es que Gretchen se entrenará conmigo.

—No nos hemos preparado para entrenar a nadie más que a ti —dijo Hickory.

—Me da igual. Gretchen es mi mejor amiga. No voy a aprender a salvarme y no compartirlo con ella. Y además, no sé si os habéis dado cuenta, pero no tenéis exactamente forma humana. Creo que me vendrá bien practicar con otra humana además de con vosotros. Pero esto no es negociable. Si no queréis entrenar con Gretchen, yo no entrenaré tampoco. Es mi decisión. Es mi condición.

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