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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (19 page)

Hickory se volvió hacia Gretchen.

—¿Te entrenarás?

—Sólo si lo hace Zoë —contestó ella—. Es mi mejor amiga, después de todo.

Hickory me miró.

—Tiene tu sentido del humor —dijo.

—No me había dado cuenta.

Hickory se volvió de nuevo hacia Gretchen.

—Será muy difícil —dijo,

—Lo sé. Contad conmigo de todas formas.

—¿Cuál es la otra condición? —me preguntó Hickory.

—Voy a hacer esto por vosotros dos —dije—. Voy a aprender a luchar. No lo quiero para mí. No creo que lo necesite. Pero vosotros pensáis que sí, y nunca me habéis pedido que haga nada que no supierais que era importante. Así que lo haré. Pero ahora tenéis que hacer algo por mí. Algo que quiero.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Hickory.

—Quiero que aprendáis a cantar —dije, y señalé a Gretchen—. Vosotros nos enseñáis a luchar, nosotras os enseñamos a cantar. Para Los Hootenanners.

—¿Cantar? —dijo Hickory.

—Sí, cantar. La gente sigue teniéndoos miedo. Y no os ofendáis, pero no os sobra el carisma. Pero si los cuatro logramos cantar una canción o dos, tal vez ayudaría a que la gente se sintiera más cómoda con vosotros.

—Nunca hemos cantado.

—Bueno, tampoco habíais escrito historias antes —dije—. Y habéis escrito una. Es así de fácil. Y así la gente no se preguntará por qué Gretchen y yo pasamos tanto tiempo con vosotros. Vamos, Hickory, será divertido.

Hickory pareció vacilar, y una idea curiosa se me pasó por la cabeza: «Tal vez Hickory es tímido.» Cosa que parecía casi ridícula; alguien que iba a enseñar a otra persona dieciséis formas diferentes de matar y que sentía miedo escénico a cantar.

—Me gustaría cantar —dijo Dickory.

Todos nos volvimos a mirarlo, asombrados.

—¡Habla! —exclamó Gretchen.

Hickory le dijo algo a Dickory en su idioma; Dickory le contestó a su vez. Hickory respondió, y Dickory replicó, y la situación pareció un poco tensa. Y entonces, que Dios me ayude, Hickory suspiró.

—Cantaremos —dijo.

—Excelente.

—Empezaremos a entrenar mañana.

—Muy bien —dije—. Pero empecemos la práctica de canto hoy. Ahora.

—¿Ahora?

15

Los meses siguientes fueron agotadores.

A primera hora de la mañana: acondicionamiento físico.

—Sois blandas —nos dijo Hickory a Gretchen y a mí el primer día.

—Mentira cochina.

—Muy bien —dijo Hickory, y señaló la linde del bosque, al menos a un kilómetro de distancia—. Por favor, corred hasta el bosque lo más rápido que podáis. Luego volved corriendo. No paréis hasta que regreséis.

Corrimos. Para cuando regresé, sentía como si mis pulmones intentaran subirme por la tráquea, seguro que para darme un bofetón por abusar de ellos. Gretchen y yo nos desplomamos en el suelo, jadeando.

—Sois blandas —repitió Hickory. No discutí, y no sólo porque en ese momento era totalmente incapaz de hablar—. Hemos terminado por hoy. Mañana empezaremos de verdad con vuestro acondicionamiento físico. Empezaremos despacio.

Dickory y él se marcharon, dejando que Gretchen y yo imagináramos las formas en que íbamos a asesinarlos a los dos, en cuanto pudiéramos llevar oxígeno a nuestros cuerpos.

Por las mañanas, después del entrenamiento: colegio, como todos los demás chicos y adolescentes que no trabajaban activamente en el campo. Como los libros y suministros eran limitados debían compartirse. Yo compartía mis libros de texto con Gretchen, Enzo y Magdy. Esto salía bien cuando todos hablábamos, algo menos cuando alguno de nosotros no.

—¿Queréis concentraros por favor? —decía Magdy, agitando las manos ante nosotras dos. Se suponía que estábamos haciendo cálculo.

—Basta —dijo Gretchen. Tenía la cabeza apoyada en nuestra mesa. Había sido un duro día de ejercicio esa mañana—. Dios, echo de menos el café —dijo, mirándome.

—No estaría mal resolver este problema algún día —dijo Magdy.

—Oh, qué más te da —replicó Gretchen—. De todas formas, ninguno de nosotros va a ir a la universidad.

—Pero tenemos que hacerlo —dijo Enzo.

—Hacedlo vosotros, entonces —contestó Gretchen. Se inclinó hacia adelante y empujó el libro hacia ellos dos—. No somos Zoë ni yo quienes tenemos que aprender estas cosas. Ya las sabemos. Vosotros siempre esperáis a que hagamos el trabajo, y luego asentís como si supierais lo que hacemos.

—Eso no es verdad —dijo Magdy.

—¿Ah, no? Bien. Demuéstramelo. Impresióname.

—Creo que los ejercicios matutinos la están volviendo un poco protestona —dijo Magdy, burlón.

—¿Qué se supone que significa eso? —pregunté.

—Significa que desde que vosotras dos empezasteis a hacer lo que sea que estáis haciendo, sois bastante inútiles. A pesar de lo que diga Gretchen la Gruñona, somos nosotros dos quienes hemos hecho el trabajo últimamente, y lo sabéis.

—¿Vosotros estáis trabajando por nosotras en matemáticas? —dijo Gretchen—. No creo.

—Y en todo lo demás, encanto —contestó Magdy—. A menos que pienses que el trabajo sobre los primeros días de la Unión Colonial que Enzo entregó la semana pasada no cuenta.

—Eso no es «nosotros», es Enzo —dijo Gretchen—. Y gracias, Enzo. ¿Satisfecho, Magdy? Bien. Ahora callémonos de una vez.

Gretchen volvió a apoyar la cabeza en la mesa. Enzo y Magdy se miraron el uno al otro.

—Eh, dame el libro —dije, extendiendo la mano para cogerlo—. Haré este problema.

Enzo deslizó el libro hacia mí, sin mirarme a la cara.

Por la tarde: entrenamiento.

—Bueno, ¿y cómo va el entrenamiento? —me preguntó Enzo una tarde, alcanzándome mientras yo regresaba cojeando a casa tras los ejercicios del día.

—¿Quieres decir si puedo matarte ya? —pregunté.

—Bueno, no —respondió Enzo—. Aunque ahora que lo mencionas siento curiosidad. ¿Puedes?

—Depende de con qué me pidas que te mate.

Hubo un incómodo silencio después de eso.

—Era una broma —dije.

—¿Estás segura?

—Ni siquiera hemos llegado a cómo matar hoy —dije, cambiando de tema—. Nos pasamos el día aprendiendo a movernos en silencio. Ya sabes. Para evitar ser capturadas.

—O para sorprender a alguien.

Suspiré.

—Sí, vale, Enzo. Para sorprender a alguien. Para matarlos. Porque me gusta matar. Matar a todas horas, ésa soy yo. La pequeña Zoë Mata Mata —aceleré el paso.

Enzo me alcanzó.

—Lo siento. No ha sido justo por mi parte.

—No me digas.

—Es sólo un tema de conversación, ya sabes. Lo que Gretchen y tú estáis haciendo.

Dejé de andar.

—¿Qué clase de conversación? —pregunté.

—Bueno, piénsalo. Gretchen y tú os pasáis las tardes preparándoos para el apocalipsis. ¿De qué crees que habla la gente?

—No es eso.

—Lo sé —dijo Enzo, tocándome el brazo, cosa que me recordó que cada vez pasábamos menos tiempo tocándonos últimamente—. Pero eso no impide que la gente hable. Eso y el hecho de que seáis Gretchen y tú.

—Tú eres la hija de los líderes de la colonia, ella es la hija del tipo que todo el mundo sabe que es el siguiente en la lista en el Consejo —dijo Enzo—. Parece que recibís un tratamiento especial. Si fueras sólo tú, la gente lo entendería. La gente sabe que está esa cosa rara que tienes con los obin...

—No es rara.

Enzo me miró.

—Sí, vale —dije.

—La gente sabe que tienes esa cosa con los obin, así que no pensarían nada raro si fueras sólo tú. Pero que seáis vosotras dos los está poniendo nerviosos. La gente se pregunta si sabéis algo que nosotros no sabemos.

—Eso es ridículo —contesté—. Gretchen es mi mejor amiga. Por eso se lo pedí. ¿Tendría que habérselo pedido a alguien más?

—Podrías haberlo hecho.

—¿A quién?

—A mí. Ya sabes, tu novio.

—Claro, entonces la gente no hablaría de
eso —
dije.

—Tal vez sí
y
tal vez no —contestó Enzo—. Pero al menos podría verte de vez en cuando.

No se me ocurrió qué contestar a eso. Así que tan sólo le di a Enzo un beso.

—Mira, no intento conseguir que te sientas mal ni nada parecido —dijo Enzo, cuando terminé—. Pero me gustaría ver más de ti.

—Esa expresión puede interpretarse de muchas formas diferentes.

—Empecemos con las inocentes —dijo Enzo—. Pero podemos ir más allá si tú quieres.

—De todas formas, me ves todos los días —dije, rebobinando un poco la conversación—. Y siempre estamos juntos en los espectáculos de canto.

—Ir al colegio juntos no cuenta como tiempo de estar juntos —dijo Enzo—. Y por muy divertido que sea admirar cómo has entrenado a Hickory para que imite un solo de sitar...

—Ése es Dickory —dije—. Hickory hace los sonidos del tambor.

Enzo me puso amablemente un dedo en los labios.

—Por muy divertido que sea —repitió—, preferiría disponer de algún tiempo sólo para ti y para mí —me besó, una forma bastante efectiva de recalcarlo.

—¿Qué tal ahora? —dije, después del beso.

—No puedo —contestó Enzo—. Voy a casa a cuidar a María y Katherina para que mis padres puedan cenar con unos amigos.

—Aaargh —dije—. Me besas, me dices que quieres que pasemos tiempo juntos, y me dejas colgada. Qué bien.

—Pero mañana tengo la tarde libre. Tal vez entonces. Cuando termines con tus prácticas de acuchillamiento.

—Ya hicimos el acuchillamiento. Ahora estamos con el estrangulamiento.

Silencio.

—Era broma —dije.

—Respecto a eso, sólo tengo tu palabra.

—Qué bien —volví a besarlo—. Hasta mañana.

El día siguiente el entrenamiento fue largo. Me salté la cena para dirigirme a casa de los padres de Enzo. Su madre dijo que me había esperado y luego se había ido a casa de Magdy. No nos hablamos mucho al día siguiente durante las clases.

Por las noches: estudiar.

—Hemos llegado a un acuerdo con Jerry Bennett para que nos permita usar el Centro de Información por la noche dos veces por semana —dijo Hickory.

De pronto sentí lástima por Jerry Bennett, de quien había oído que estaba algo más que aterrado por Hickory y Dickory, y que probablemente habría accedido a cualquier cosa que le pidieran mientras lo dejaran en paz. Tomé nota mental para invitar a Bennett al próximo recital. No hay nada que vuelva menos amenazador a un obin que verlo delante de una multitud, meneando el cuello adelante y atrás y haciendo de tambor.

Hickory continuó:

—Mientras estéis allí, estudiaréis los archivos de la Unión Colonial de otras especies.

—¿Por qué quieres que aprendamos sobre ellos? —preguntó Gretchen.

—Para saber cómo combatirlos —contestó Hickory—. Y cómo matarlos.

—Hay cientos de especies en el Cónclave —dije—. ¿Se supone que debemos estudiarlas todas? Eso requerirá ir más de dos noches por semana.

—Nos concentraremos en las especies que no son miembros del Cónclave.

Gretchen y yo nos miramos.

—Pero ésas no son las que planean matarnos —dijo Gretchen.

—Hay muchas que intentan mataros —respondió Hickory—. Y algunas puede que estén más motivadas que otras. Por ejemplo, los raey. Recientemente perdieron una guerra contra los eneshanos, que se hicieron con el control de la mayoría de sus colonias antes de ser derrotados a su vez por los obin. Los raey ya no son una amenaza directa para ninguna raza o colonia establecida. Pero si os encontraran aquí, no hay duda de lo que harían.

Me estremecí. Gretchen se dio cuenta.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Estoy bien —dije, demasiado rápidamente—. Me he encontrado con los raey antes.

Gretchen me miró con extrañeza, pero no dijo nada.

—Tenemos una lista para vosotras —dijo Hickory—. Jerry Bennett ya ha preparado los archivos a los que tenéis que acceder para cada especie. Tomad nota especialmente de la psicología de cada raza. Eso será importante en nuestra instrucción.

—Para aprender a combatirlos —dije.

—Sí. Y aprender a matarlos.

Dos semanas después, me encontré con una raza que no estaba en nuestra lista.

—Guau, sí que dan miedo —dijo Gretchen, mirando por encima de mi hombro después de darse cuenta de que llevaba un rato leyendo.

—Son los consu —dije—. Dan miedo, punto.

Le tendí a Gretchen mi PDA.

—Son la raza más avanzada que conocemos. Hace que parezca que sólo entrechocamos piedras. Y son los que hicieron de los obin lo que son hoy.

—¿Los manipularon genéticamente? —preguntó Gretchen. Yo asentí—. Bueno, tal vez la próxima vez incluyan una personalidad. ¿Para qué los investigas?

—Sólo siento curiosidad. Hickory y Dickory me han hablado de ellos antes. Son lo más parecido que tienen los obin a un poder superior.

—Sus dioses —dijo Gretchen.

Me encogí de hombros.

—Más bien un niño con una granja de hormigas —dije—. Una granja de hormigas y una lupa.

—Qué interesante —respondió Gretchen, y me devolvió la PDA—. Espero no tener que conocerlos nunca. A menos que estén de mi lado.

—No están de ningún lado. Están por encima.

—Encima es un lado.

—No nuestro lado —dije, y seguí leyendo en la PDA.

Por la noche, más tarde: todo lo demás.

—Vaya, qué sorpresa —le dije a Enzo, que estaba sentado ante mi puerta cuando volví de otra emocionante noche en el centro de información—. No te he visto demasiado últimamente.

—No has visto a nadie demasiado últimamente —respondió Enzo, levantándose para saludarme—. Sois sólo tú y Gretchen. Y me estás evitando desde que disolvimos el grupo de estudio.

—No te estoy evitando.

—Tampoco has hecho nada para ir a buscarme —dijo Enzo.

Bueno, ahí me pilló.

—No te echo la culpa —dije, cambiando un poco de tema—. No es culpa tuya que a Magdy le diera un ataque de los suyos.

Después de varias semanas de reproches mutuos, las cosas entre Magdy y Gretchen finalmente alcanzaron niveles tóxicos: los dos tuvieron una competición de gritos en clase y Magdy acabó diciendo algunas cosas bastante imperdonables y luego se largó, seguido por Enzo. Y ése fue el fin de nuestro pequeño grupo.

—Sí, todo es culpa de Magdy —dijo Enzo—. Que Gretchen lo pinchara hasta que estalló no tiene nada que ver.

Esta conversación ya había acabado dos veces de una forma que no quería que acabara, y la parte racional de mi cerebro me decía que lo dejara correr y cambiara de tema. Pero luego estaba la parte no del todo racional, que de pronto se sintió realmente molesta.

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