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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (5 page)

—Le dije que me gustaba —dije. Puse el plato seco en la alacena y esperé al siguiente.

Jane se detuvo.

—¿Pero te gusta?

Suspiré, de un modo sólo ligeramente dramático.

—Vale, me rindo —dije—. ¿Qué es lo que está pasando? Papá y tú os comportasteis como zombies en la cena esta noche. Sé que no os habéis dado ni cuenta, porque estabais muy absortos en vuestros propios asuntos, pero me he pasado casi toda la cena intentando que alguno de los dos hablara y no gruñera.
Babar
fue mejor conversador que ninguno de vosotros dos.

—Lo siento, Zoë —dijo Jane.

—Estás perdonada. Pero sigo queriendo saber qué es lo que pasa.

Señalé la mano de Jane, para recordarle que seguía esperando aquel plato.

Ella me lo entregó.

—El general Rybicki nos ha pedido a tu padre y a mí que seamos los líderes de una nueva colonia.

Ahora me tocó a mí el turno de sujetar el plato.

—Una nueva colonia.

—Sí —dijo Jane.

—Una nueva colonia en otro planeta.

—Sí —dijo Jane.

—Guau.

—Sí —dijo Jane. Sabía sacarle partido a una sola palabra.

—¿Qué os pidió? —pregunté, y seguí secando—. No te ofendas, mamá. Pero eres oficial de policía en una aldeíta. Y papá es defensor del pueblo. Es un salto.

—No me ofendo —dijo Jane—. Hicimos la misma pregunta. El general Rybicki dijo que la experiencia militar que teníamos era importante. John fue mayor y yo teniente. Y Rybicki cree que cualquier otro tipo de experiencia que necesitemos podremos conseguirla rápidamente, antes de que pongamos el pie en la nueva colonia. En cuanto a por qué nosotros, porque no se trata de una colonia normal. Los colonos no son de la Tierra, sino de diez de los planetas más antiguos de la Unión Colonial. Una colonia de colonos. La primera de esta clase.

—Y ninguno de los planetas que contribuyen con colonos quiere que otro planeta funcione como líder —aventuré.

Jane
sonrió.

—Así es —dijo—. Somos los candidatos del compromiso. La solución con menos pegas.

—Entendido —dije—. Está bien que te quieran.

Seguimos fregando platos en silencio durante unos cuantos minutos.

—No respondiste a mi pregunta —dijo Jane al cabo de un rato—. ¿Te gusta estar aquí? ¿Quieres quedarte en Huckleberry?

—¿Puedo votar?

—Pues claro que puedes —dijo Jane—. Si aceptamos la propuesta, significará dejar Huckleberry durante al menos unos cuantos años estándar hasta que tengamos la nueva colonia en marcha. Pero, siendo realistas, significaría marcharnos de aquí para siempre. Significaría que todos nosotros nos marcharíamos de aquí para siempre.

—Sí —dije, un poco sorprendida—. No habéis aceptado aún.

—No es un tipo de decisión que pueda tomarse en medio de un campo de sorgo —dijo Jane, y me miró directamente—. No es algo a lo que podamos decir que sí sin más. Es una decisión complicada. Hemos estado examinando la información toda la tarde, viendo cuáles son los planes de la Unión Colonial para la colonia. Y además tenemos que pensar en nuestras vidas aquí. La mía, la de John, y la tuya.

Sonreí.

—¿Tengo una vida aquí? —pregunté. Lo dije de broma.

A Jane no le hizo gracia.

—Sé seria, Zoë —dijo. La sonrisa abandonó mi cara—. Llevas aquí media vida. Tienes amigos. Conoces este lugar. Tienes un futuro aquí, si lo quieres. Puedes tener una vida aquí. No es algo que se tire por la borda a la ligera.

Metió las manos en el fregadero, buscando otro plato bajo las pompas de jabón.

Miré a Jane. Había algo en su voz. No se trataba sólo de mí.

—Tú tienes una vida aquí —dije.

—La tengo. Me gusta este lugar. Me gustan nuestros vecinos y amigos. Me gusta ser la alguacil. Esta vida aquí encaja conmigo.

Me tendió una bandeja que acababa de fregar.

—Antes de venir aquí me pasé toda la vida en las Fuerzas Especiales. En naves. Este es el primer mundo en el que he vivido. Es importante para mí.

—¿Entonces por qué te lo estás planteando? Si no quieres ir, no deberíamos hacerlo.

—No he dicho que no quiera ir. He dicho que tengo una vida aquí. No es lo mismo. Hay buenos motivos para hacerlo. Y la decisión no es sólo mía.

Sequé la bandeja y la guardé.

—¿Qué quiere papá? —pregunté.

—Todavía no me lo ha dicho.

—Ya sabes lo que eso significa —dije—. Papá no es sutil cuando hay algo que no quiere hacer. Si se está tomando su tiempo para pensárselo, probablemente quiere hacerlo.

—Lo sé —dijo mamá. Estaba secando la fuente—. Está intentando buscar un modo de decirme lo que quiere. Puede que le ayude saber primero qué queremos nosotras.

—Vale —dije.

—Por eso te he preguntado si te gustaba vivir aquí —repitió Jane.

Me lo pensé mientras secaba la encimera.

—Me gusta vivir aquí —dije, finalmente—. Pero no sé si quiero tener una vida aquí.

—¿Por qué no? —preguntó Jane.

—No hay mucho
aquí aquí,
¿no? —señalé vagamente en dirección a Nueva Goa—. Las posibilidades de vida son limitadas. Tenemos granjero, granjero, tendero y granjero. Tal vez un puesto en el gobierno como papá y como tú.

—Si vamos a esa colonia nueva tus posibilidades serán las mismas —respondió Jane—. La vida de la primera oleada de colonos no es muy romántica, Zoë. Hay que concentrarse en sobrevivir y en preparar la nueva colonia para la segunda oleada de colonos. Eso significa granjeros y trabajadores. Aparte de unos cuantos roles especializados que ya estarán ocupados, no habrá mucha demanda de otras cosas.

—Sí, pero al menos sería en un sitio nuevo —dije—. Allí construiríamos un nuevo mundo. Aquí sólo mantenemos uno viejo. Sé sincera, mamá. Por aquí todo es muy aburrido. Para ti un gran día es cuando alguien tiene una pelea a puñetazos. La máxima emoción de un día de papá es zanjar una disputa por una cabra.

—Hay cosas peores —dijo Jane.

—No estoy pidiendo una guerra declarada —dije. Otra broma.

Y, una vez más, otro corte por parte de mamá.

—Será un mundo colonial completamente nuevo —dijo—. Son los que corren más riesgo de ser atacados, porque tienen menos gente y menos defensas de las FDC. Lo sabes mejor que nadie.

Parpadeé, sorprendida de verdad. Sí que lo sabía mejor que nadie. Cuando era muy joven, antes de que Jane y John me adoptaran, el planeta en el que vivía (o sobre el que viví, puesto que estaba en una estación espacial) fue atacado. Omagh. Jane casi nunca lo mencionaba, porque sabía lo mal que me sentía al pensar en ello.

—¿Crees que es eso lo que va a pasar en este caso? —pregunté.

Jane debió de darse cuenta de lo que pasaba por mi cabeza.

—No, no lo creo. Es una colonia distinta. Es una colonia de prueba en algunos aspectos. Habrá presiones políticas para que tenga éxito. Eso significa más y mejores defensas, entre otras cosas. Creo que estará mejor defendida que la mayoría de las colonias que empiezan.

—Es bueno saberlo.

—Pero podría producirse algún ataque —dijo Jane—. John y yo combatimos juntos en Coral. Era uno de los primeros planetas que colonizaron los humanos, y lo atacaron de todas formas. Ninguna colonia está totalmente a salvo. Hay también otros peligros. Los mismos colonos podrían no estar preparados. La colonización, la colonización de verdad, no lo que hemos estado haciendo aquí en Huckleberry, es un trabajo duro y constante. Algunos colonos podrían fracasar y arrastrar al resto de la colonia consigo. Podría haber malos líderes que tomaran malas decisiones.

—No creo que tengamos que preocuparnos por eso último —dije, intentando levantar los ánimos.

Jane no picó el anzuelo.

—Te digo que todo esto no carece de riesgos. Los hay. Muchos. Y si lo hacemos, iremos con los ojos abiertos hacia esos riesgos.

Así era mamá. Su sentido del humor no era tan limitado como el de Hickory y Dickory; de hecho, puedo hacerla reír. Pero eso no impide que sea una de las personas más serias que he conocido en mi vida. Cuando quiere atraer tu atención sobre algo que considera importante, lo consigue.

Es una buena cualidad, pero en ese momento me hacía sentirme realmente incómoda. Lo cual era su plan, sin duda.

—Lo sé, mamá. Sé que tiene riesgos. Sé que un montón de cosas podrían salir mal. Sé que no sería fácil.

Aguardé.

—Pero... —dijo Jane, dándome el pie que sabía que yo estaba esperando.

—Pero si papá y tú sois los líderes, sé que merecerá la pena el riesgo. Porque confío en vosotros. No aceptaríais el trabajo si no pensarais que podéis hacerlo. Y sé que no me pondríais en peligro innecesariamente. Si los dos decidís hacerlo, querré ir. Decididamente, querré ir.

Me di cuenta de pronto de que mientras hablaba mi mano se había dirigido a mi pecho y acariciaba el colgantito que tenía: un elefante de jade que Jane me había regalado. Aparté la mano, un poco avergonzada.

—Y además, fundar una nueva colonia no será aburrido —dije, para terminar, un poco tontamente.

Mamá sonrió, le quitó el tapón al fregadero y se secó las manos. Entonces dio un paso hacia mí y me besó en la coronilla; yo era bastante baja y ella bastante alta, para ella era algo natural.

—Dejaré que tu padre le dé vueltas al tema unas cuantas horas más —dijo—. Y luego le haré saber qué pensamos.

—Gracias, mamá.

—Y lamento lo de la cena. Tu padre se queda abstraído a veces, y yo me abstraigo fijándome en que está abstraído.

—Lo sé. Deberías darle un tortazo y decirle que espabile.

—Lo pondré en la lista para referencias futuras —dijo Jane. Me dio otro beso rápido y se apartó—. Ahora, a hacer tus deberes. No hemos dejado el planeta todavía.

Y salió de la cocina.

4

Dejadme hablaros de ese elefante de jade.

El nombre de mi madre (el nombre de mi madre biológica) era Cheryl Boutin. Se murió cuando yo tenía cinco años; hacía senderismo con un amigo y se cayó. Mis recuerdos de ella son los que cabría esperar: fragmentos brumosos de una mente de cinco años, apoyados por unas cuantas fotos y vídeos preciosos. No eran mucho mejores cuando era más pequeña. Cinco años es mala edad para perder a una madre y esperar recordar quién era.

Una cosa que recordaba era que me regaló un elefante Babar de peluche cuando cumplí cuatro años. Ese día estaba enferma y tuve que quedarme en cama. Eso no me hizo feliz y me encargué de que lo supiera todo el mundo, porque así era yo cuando tenía cuatro años. Mi madre me sorprendió con el muñeco de Babar, y luego nos abrazamos y me leyó las historias de Babar hasta que me quedé dormida, tendida sobre ella. Es el recuerdo más claro que tengo de ella, incluso ahora; no me acuerdo tanto de su aspecto como del sonido grave y cálido de su voz, y la suavidad de su vientre cuando yo me apoyaba contra él y me quedaba dormida mientras me acariciaba la cabeza. La sensación de mi madre, y su amor y consuelo.

Todavía la echo de menos. Incluso ahora. Incluso ahora mismo.

Después de la muerte de mi madre no podía ir a ninguna parte sin Babar. Era mi conexión con ella, mi conexión con aquel amor y aquel consuelo que ya no tenía. Estar lejos de Babar significaba estar lejos de lo que me quedaba de ella. Tenía cinco años. Era mi forma de enfrentarme a mi pérdida. Creo que impedía que me replegara en mí misma. Cinco años es una mala edad para perder a tu madre, como he dicho; creo que sería una buena edad para perderse una misma, si no tienes cuidado.

Poco después del funeral de mi madre, mi padre y yo dejamos Fénix, donde nací, y nos mudamos a Covell, una estación orbital sobre un planeta llamado Omagh, donde él se dedicó a investigar. De vez en cuando su trabajo lo hacía dejar Covell y realizar viajes de negocios. Cuando eso sucedía yo me quedaba con mi amiga Kay Green y sus padres. Una vez, mi padre se marchó de viaje; se le hacía tarde y se le olvidó de meterme a Babar en la maleta. Cuando me di cuenta (no tardé mucho), empecé a llorar y a dejarme llevar por el pánico. Para tranquilizarme, y porque me quería, prometió traerme un muñeco de Celeste cuando volviera de su viaje. Me pidió que fuera valiente hasta entonces. Dije que lo sería, y él me dio un beso y me dijo que me fuera a jugar con Kay. Lo hice.

Mientras él estaba fuera, nos atacaron. Pasó mucho tiempo antes de que volviera a ver a mi padre. Recordó su promesa, y me trajo una Celeste. Lo primero que hizo cuando lo vi fue dármela.

Todavía la tengo. Pero no tengo a Babar.

Con el tiempo, me quedé huérfana. John y Jane me adoptaron; a ellos les llamo «papá» y «mamá», pero no «padre» y «madre», porque eso lo reservo para Charles y Cheryl Boutin, mis primeros padres. John y Jane lo entienden bastante bien. No les importa que haga la distinción.

Antes de mudarnos a Huckleberry, justo antes, Jane y yo fuimos a un centro comercial en Ciudad Fénix, la capital de Fénix. Íbamos a comprar un helado; cuando pasamos ante una tienda de juguetes eché a correr y empecé a jugar al escondite con Jane. Lo pasamos genial hasta que llegué a un pasillo con animales de peluche y me encontré cara a cara con Babar. No
mi
Babar, por supuesto. Pero lo bastante parecido para que todo lo que pudiera hacer fuera detenerme y quedarme mirando.

Jane vino por detrás, es decir, no pudo verme la cara.

—Mira —dijo—. Es Babar. ¿Te gustaría tener uno para que haga compañía a tu Celeste? —extendió la mano y cogió uno de la cesta.

Grité y lo tiré al suelo de un manotazo y salí corriendo de la tienda de juguetes. Jane me alcanzó y me abrazó mientras lloraba apoyada en su hombro, y me acarició la cabeza como hacía mi madre cuando me leía las historias de Babar en mi cumpleaños. Lloré hasta quedarme sin lágrimas y cuando terminé de hacerlo le hablé del Babar que me había regalado mi madre.

Jane comprendió por qué no quise otro Babar. No estaba bien tener uno nuevo. No estaría bien poner algo encima de aquel recuerdo de ella. Fingir que otro Babar podía sustituir al que me regaló. No era el juguete. Era todo lo que rodeaba al juguete.

Le pedí a Jane que no le contara a John lo de Babar ni lo que acababa de suceder. Me sentía fatal por haberme derrumbado delante de mi nueva mamá. No quería que pasara lo mismo con mi nuevo papá. Lo prometió. Y entonces me dio un abrazo y fuimos a comprar helado, y por poco vomito después de comerme un
banana split
entero. Cosa que para mi mente de ocho años era buena cosa. Un día lleno de emociones, desde luego.

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