Read La historia de Zoe Online
Authors: John Scalzi
—Bombas antimateria —dijo Hickory—. La Unión Colonial descubrió la identidad de las naves de la flota del Cónclave. Asignó a miembros de vuestras Fuerzas Especiales para localizarlas y plantar las bombas justo antes de que saltaran hasta aquí. Otro miembro de las Fuerzas Especiales las activó desde aquí.
—¿Bombas? ¿En cuántas naves? —pregunté.
—En todas ellas. Menos en la
Estrella Tranquila.
Intenté volverme para mirar a Hickory, pero no pude apartar los ojos del cielo.
—Eso es imposible.
—No —respondió Hickory—. No es imposible. Extraordinariamente difícil. Pero no imposible.
Desde los otros tejados y las calles de Croatoan, el aire se llenó de gritos y vítores. Finalmente me volví, y me sequé las lágrimas de los ojos.
Hickory se dio cuenta.
—Lloras por la flota del Cónclave —dijo.
—Sí. Por la gente de esas naves.
—Esas naves habían venido a destruir la colonia.
—Lo sé.
—Lamentas que fueran destruidas —dijo Hickory.
—Lamento que no se nos ocurriera nada mejor —dijo—. Lamento que tuviera que ser ellos o nosotros.
—La Unión Colonial cree que esto será una gran victoria. Cree que destruir la flota del Cónclave de un solo golpe hará que el Cónclave se desmorone, acabando con su amenaza. Eso es lo que le ha dicho a mi gobierno.
—Oh.
—Esperemos que no se equivoquen.
Finalmente pude volverme para mirar a Hickory. Las imágenes residuales de la explosión formaron parches a su alrededor.
—¿Crees que tienen razón? ¿Los creería tu gobierno?
—Zoë, recordarás que justo antes de que partieras para Roanoke, mi gobierno te invitó a visitar nuestros mundos.
—Lo recuerdo.
—Te invitamos porque nuestro pueblo anhelaba conocerte, y verte entre nosotros —dijo Hickory—. También te invitamos porque creíamos que vuestro gobierno iba a utilizar Roanoke como subterfugio para iniciar una batalla contra el Cónclave. Y aunque no sabíamos si este subterfugio tendría éxito, creíamos que estarías a salvo con nosotros. No hay ninguna duda de que tu vida ha corrido peligro aquí, Zoë, en formas que habíamos previsto y en otras que no. Te invitamos, Zoë, porque temíamos por ti. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
—Sí.
—Me preguntaste si la Unión Colonial tiene razón, si esto es una gran victoria, y si mi gobierno cree lo mismo. Como respuesta te diré que una vez más mi gobierno te invita a que vengas a visitar nuestros mundos y a viajar a salvo por ellos, Zoë.
Asentí, y volví a mirar el cielo, donde las estrellas seguían convirtiéndose en novas.
—¿Y cuándo queréis que empiece ese viaje? —pregunté.
—Ahora —dijo Hickory—. O tan pronto como sea posible.
No dije nada. Miré al cielo, y entonces cerré los ojos y, por primera vez, empecé a rezar. Recé por las tripulaciones de las naves. Recé por los colonos. Recé por John y Jane. Por Gretchen y su padre. Por Magdy y por Enzo y por sus familias. Por Hickory y Dickory. Recé por el general Gau. Recé por todos.
Recé.
—Zoë —dijo Hickory.
Abrí los ojos.
—Gracias por la invitación —dije—. Lamento tener que rechazarla.
Hickory guardó silencio.
—Gracias, Hickory —dije—. De verdad, gracias. Pero estoy en el lugar al que pertenezco.
—Admítelo —dijo Enzo, a través de la PDA—. Se te olvidó.
—No se me olvidó —respondí, con lo que esperaba que fuera la cantidad adecuada de indignación para sugerir que no se me había olvidado, aunque había sido así.
—Se nota que tu indignación es fingida.
—Ratas —dije—. Me has calado. Por fin.
—¿Por fin? De eso nada —dijo Enzo—. Te calé en cuanto te conocí.
—Es posible —concedí.
—De todas formas, eso no resuelve este problema —dijo Enzo—. Estamos a punto de empezar a cenar. Se suponía que tenías que estar aquí. No es por hacer que te sientas culpable ni nada de eso.
Ésa era la diferencia entre Enzo y yo ahora y antes. Hubo una época en que Enzo habría dicho estas palabras y habría parecido que me estaba acusando de algo (además, por supuesto, de llegar tarde). Pero ahora mismo eran amables y simpáticas. Sí, estaba exasperado, pero estaba exasperado de un modo que sugería que yo podría compensarlo. Cosa que probablemente haría, si no me presionaba.
—La verdad es que me corroe la culpa —dije.
—Bien —dijo Enzo—. Porque sabes que pusimos una patata extra en el guisado por ti.
—Qué amables. Una patata entera.
—Y les prometí a las gemelas que podrían tirarte sus zanahorias —dijo, refiriéndose a sus hermanas pequeñas—. Porque sé lo mucho que te gustan las zanahorias. Sobre todo cuando las tiran las crías.
—No sé cómo nadie puede comérselas de otra forma.
—Y después de cenar iba a leerte un poema que escribí para ti —dijo Enzo.
Vacilé.
—Eso no es justo —dije—. Intercalar algo real en nuestra competición de ingenio.
—Lo siento.
—¿De verdad? No me has escrito un poema desde hace siglos.
—Lo sé. He pensado que no estaría mal volver a hacerlo. Recuerdo que te gustaban.
—Idiota —dije—. Ahora sí que me siento culpable por haberme olvidado de la cena.
—No te sientas demasiado culpable. No es un poema muy bueno. Ni siquiera rima.
—Bueno, es un alivio —dije. Todavía me sentía en una nube. Es bueno recibir poemas.
—Te lo enviaré. Puedes leerlo. Y luego, si eres amable conmigo, tal vez te lo lea yo. Dramáticamente.
—¿Y si soy mala contigo? —pregunté.
—Entonces lo leeré melodramáticamente. Agitaré los brazos y todo.
—Estás haciendo méritos para que sea mala contigo.
—Eh, ya te has perdido la cena —dijo Enzo—. Eso merece poder agitar un brazo o dos.
—Tonto —dije. Casi pude oírle sonreír al otro lado de la PDA.
—Tengo que irme. Mi madre me está diciendo que ponga la mesa.
—¿Quieres que intente llegar? —pregunté. De repente quise estar allí con todas mis ganas—. Puedo intentarlo.
—¿Vas a cruzar la colonia entera en cinco minutos?
—Podría lograrlo.
—
Babar
tal vez —dijo Enzo—. Pero tiene dos patas más que tú.
—Muy bien. Enviaré a
Babar
a cenar con vosotros.
Enzo se echó a reír.
—Hazlo —dijo—. Voy a decirte una cosa, Zoë. Ven caminando a un ritmo razonable, y probablemente llegarás a tiempo para el postre. Mamá ha hecho tarta.
—Ay, tarta. ¿De qué clase?
—Creo que se llama tarta de «Zoë se come la clase de tarta que haya y le gusta».
—Mmmm. Siempre me gusta esa clase de tarta.
—Bueno, sí —dijo—. Está aquí mismo.
—Es una cita.
—Bien. No te olvides. Sé que eso será difícil para ti.
—Tonto.
—Comprueba la bandeja de entrada de tu correo —dijo Enzo—. Puede que haya un poema.
—Voy a esperar a ver cómo agitas las manos.
—Probablemente será lo mejor. Y ahora mi madre me mira con ojos de rayos láser. Tengo que irme.
—Vete. Hasta pronto.
—Vale —dijo Enzo—. Te quiero.
Habíamos empezado a decirnos eso últimamente. Parecía encajar.
—Yo también te quiero —respondí, y desconecté.
—Vosotros dos hacéis que me entren ganas de vomitar —dijo Gretchen. Había estado escuchando mi parte de la conversación y poniendo los ojos en blanco de vez en cuando. Estábamos sentadas en su dormitorio.
Solté la PDA y la golpeé con una almohada.
—Sólo estás celosa porque Magdy nunca te dice eso.
—Oh, santo Dios —respondió Gretchen—. Dejando aparte el hecho de que
no quiero
oírlo de él, si alguna vez intentara hacerlo, la cabeza le explotaría antes de que las palabras pudieran salir por su boca. Cosa que ahora pienso que podría ser un motivo excelente para intentar que lo dijera.
—Sois tan monos los dos —dije—. Puedo veros de pie ante el altar y preparándoos para enzarzaros en una discusión antes de decir «Sí, quiero».
—Zoë, si alguna vez me ves cerca de un altar con Magdy, te doy permiso para que hagas un lazo corredizo y me saques a rastras.
—Oh, muy bien.
—Y no volvamos a hablar nunca de esto —dijo Gretchen.
—Así que estás en fase de negación.
—Al menos a mí no se me olvidó que tenía una cita para cenar.
—Es aún peor —dije—. Me escribió un poema. Iba a leérmelo.
—Te perdiste la cena y un espectáculo. Eres la peor novia del mundo.
—Lo sé —dije. Eché mano a mi PDA—. Le escribiré una nota de disculpa diciéndoselo.
—Que sea superhumillante —dijo Gretchen—. Porque eso es sexy.
—Ese comentario explica mucho de ti, Gretchen —contesté, y entonces mi PDA cobró vida propia, lanzando un sonido de alarma por el altavoz y mostrando una nota de ataque aéreo en la pantalla.
En la mesa de Gretchen, su PDA emitió el mismo sonido de alarma y mostró el mismo mensaje. Todas las PDA de la colonia hicieron lo mismo. En la distancia, oímos las sirenas, situadas cerca de las granjas menonitas, alertándolos porque ellos no usaban tecnología personal.
Por primera vez desde la derrota del Cónclave, Roanoke estaba siendo atacada. Los misiles venían de camino.
Corrí a la puerta de la habitación de Gretchen.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
La ignoré y salí al exterior, donde la gente escapaba de sus casas y corría para ponerse a cubierto, y miré al cielo.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Gretchen, alcanzándome—. Tenemos que llegar a un refugio.
—Mira —señalé.
En la distancia, una brillante aguja de luz cruzaba el cielo, apuntando algo que no podíamos ver. Hubo un destello, blanco y cegador. Había un satélite de defensa sobre Roanoke: había disparado contra uno de los misiles que venían contra nosotros y lo había alcanzado. Pero había más de camino.
El agudo «pop» de la explosión del misil nos alcanzó, casi sin tiempo de desfase.
—Vamos, Zoë —dijo Gretchen, y empezó a tirar de mí—. Tenemos que irnos.
Dejé de mirar al cielo y corrí con Gretchen hacia uno de los refugios comunitarios que habíamos excavado y construido recientemente: se estaba llenando de colonos a toda velocidad. Mientras corría vi a Hickory
y
Dickory, que me habían divisado: se situaron cada uno a un lado mientras entrábamos en el refugio. Incluso en medio del pánico, la gente les dejó espacio. Gretchen, Hickory, Dickory, unas cuatro docenas de colonos y yo nos agazapamos en el refugio, esforzándonos por oír lo que pasaba sobre nosotros más allá de casi cuatro metros de tierra y hormigón.
—¿Qué creéis que está pa...? —dijo alguien, y entonces se produjo un indescriptible sonido retorcido, como si alguien hubiera cogido uno de los contenedores de carga que componían la muralla de la colonia y lo hubiera hecho pedazos justo sobre nuestros oídos, y entonces caí al suelo porque hubo un temblor de tierra y grité, y apuesto a que todos los demás en el refugio gritaron también pero no pude oírlo porque entonces llegó el sonido más fuerte que había oído en mi vida, tan fuerte que mi cerebro se rindió y el sonido se convirtió en la ausencia de sonido, y lo único que me permitía saber que seguía siendo yo es que estaba gritando, puesto que pude sentir que me lastimaba la garganta. O bien Hickory o bien Dickory me agarraron y me sujetaron; el otro obin sujetó a Gretchen.
Las luces del refugio temblaron, pero permanecieron encendidas.
Al cabo de un rato dejé de gritar y el suelo dejó de temblar y algo similar al sentido del oído regresó y pude oír a los demás del refugio gritando y rezando y tratando de calmar a los niños. Miré a Gretchen, que parecía anonadada. Me zafé de Dickory (resultó que era él), y me acerqué a ella.
—¿Estás bien? —pregunté.
Mi voz sonó como si hablara a través de algodón y desde muy lejos. Gretchen asintió pero no me miró. Comprendí que era la primera vez que vivía un ataque.
Miré a mi alrededor. La mayoría de la gente del refugio estaba en la misma situación que Gretchen. Era la primera vez que veían un ataque. De toda esta gente, yo era la veterana de un ataque hostil. Supongo que eso me ponía al mando.
Vi una PDA en el suelo; alguien la había dejado caer. La recogí y la activé y leí lo que ponía. Entonces me levanté y agité los brazos y empecé a llamar la atención hasta que la gente empezó a mirarme. Creo que las suficientes personas me reconocieron como la hija de los líderes de la colonia para decidir que tal vez supiera algo después de todo.
—La información de emergencia de la PDA dice que el ataque parece haber terminado —dije, cuando conseguí que la mayoría de la gente me mirara—. Pero hasta que recibamos la señal de que «estamos fuera de peligro» tenemos que quedarnos en el refugio. Tenemos que quedarnos aquí y conservar la calma. ¿Hay alguien herido o enfermo?
—Yo no puedo oír demasiado —dijo alguien.
—No creo que ninguno de nosotros pueda oír muy bien ahora mismo —respondí—. Por eso estoy gritando —fue un intento de chiste. No creo que nadie estuviera por la labor—. ¿Hay alguna lesión aparte de la pérdida de audición? —Nadie dijo nada ni levantó la mano—. Entonces quedémonos aquí sentados y esperemos la señal. —Alcé la PDA que estaba utilizando—. ¿De quién es esto?
Alguien levantó la mano. Le pregunté si podía tomarla prestada.
—Alguien fue a clases de «ponerse al mando» mientras yo no miraba —dijo Gretchen, cuando me senté a su lado. Las palabras eran clásicas de Gretchen, pero la voz temblaba muchísimo.
—Nos estaban atacando —dije—. Si alguien no finge saber lo que hace, la gente empezará a asustarse. Y eso será malo.
—No lo discutía —respondió Gretchen—. Sólo estoy impresionada —señaló la PDA—. ¿Puedes enviar mensajes? ¿Podemos averiguar qué está pasando?
—Creo que no. El sistema de emergencia anula los mensajes normales, me parece.
Salí de la sesión del propietario y conecté con mi propia cuenta.
—¿Ves? Enzo dijo que había enviado un poema pero no ha llegado todavía. Probablemente estará en cola y se enviará cuando tengamos la señal de fuera de peligro.
—Así que no sabemos si los demás están bien.
—Estoy segura de que recibiremos la señal pronto —dije—. ¿Estás preocupada por tu padre?
—Sí. ¿Tú no estás preocupada por los tuyos?
—Fueron soldados —dije—. Han hecho esto antes. Me preocupo por ellos, pero apuesto a que están bien. Y Jane es la que controla los mensajes de emergencia. Mientras los mensajes sigan actualizándose, es que está bien.