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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (42 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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—Que estás enamorada de Tom.

—No es verdad.

—No me vengas con cuentos. Estás loca por él. O ya me dirás tú por qué el poema se titula
Major Tom
.

Laura se sonrojó. No tenía sentido negarlo.

—«Tú vives en otra galaxia. En una estrella desconocida. Nunca te alcanzaré, y me gustaría. Entre nosotros se extiende la Vía Láctea, como una gran autopista y yo, yo no sé pilotar una nave espacial» —leyó Janine en voz alta, y luego levantó la vista—. Es una pasada.

A mí también me lo parecía. De todos modos, no sabía cómo había llegado precisamente Laura a esa idea del universo, porque siempre que pasaban
Star Trek
por la tele cambiaba de canal.

De cara al exterior, Laura mantenía su estrategia de hacerse la inaccesible y hacía todo lo posible por exasperar a sus padres. Salía de casa aunque Claire se lo hubiera prohibido. Iba a los locales juveniles de peor fama aunque Bernard se lo hubiera prohibido. No contestaba cuando le preguntaban y rechazaba todo lo que le ofrecían. El tictac de la bomba de relojería de la Hüblistrasse 8 pronto se pararía. Aquello no podía ir bien por mucho tiempo. Esas cosas las noto. Intuición de oso.

—Papá y yo vamos a salir —dijo Claire una noche.

—Ah, ¿otra vez a haceros los caritativos?

Claire respiró hondo. Tragó saliva y prosiguió:

—No. Tenemos que hablar con calma. Y, por desgracia, aquí es imposible.

Miró a Laura con acritud.

¡Aquello era una buena señal! Quizá hablarían por fin como debían en vez de seguir ampliando el campo de minas. Lo deseaba tanto… No por mí, no, yo solo interpretaba el papel de espectador en aquella familia. No, lo deseaba por Laura. Deseaba que pudiera volver a ser la niña que realmente era, que no tuviera que seguir siendo tan increíblemente enrollada (como ella decía) y que no continuara haciendo cosas para escandalizar a sus padres que a ella misma la escandalizaban todavía más.

—¿Conseguirás por una vez no organizar un desastre?

Como respuesta, Laura puso los ojos en blanco.

—Por favor.

—Sí, ya.

—Bueno, pues hasta luego.


Ciao
.

Claire estaba realmente preciosa. De hecho, por primera vez desde que la conocía me di cuenta de que era guapa. Llevaba un vestido largo de tela vaporosa, no se había recogido el pelo tan austeramente como de costumbre y en su rostro casi se reflejaba algo de ternura.

La puerta se cerró a sus espaldas. Laura se tiró en el sofá, puso los pies encima de la mesa y se quedó mirando al vacío. Al cabo de un minuto bajó los pies.

—Ahora toca cruzar los dedos —dijo, más para sí misma que para mí, y por primera vez desde hacía mucho tiempo algo parecido a la nostalgia se vislumbró en su fachada oscura.

Ya era tarde cuando Bernard y Claire volvieron a casa. Hacía rato que Laura se había ido a la cama. Yo estaba encima del televisor y oí el ruido familiar de llaves y de perchas en el guardarropa, luego la puerta del frigorífico en la cocina, y finalmente entraron en la sala de estar. No encendieron la luz. Claire se acercó a la ventana con una copa en la mano. Bernard se situó detrás de ella y le puso una mano sobre el hombro.

—Esta noche estabas preciosa —dijo en voz baja en la oscuridad.

Ella calló y volvió lentamente la cabeza. La luz del pasillo cayó sobre su cara y la sumergió en un resplandor cálido.

—Ha sido una velada agradable —contestó.

Me desbordó la esperanza. ¿Lo habían logrado? ¿Habían hallado un comienzo, habían descubierto un rumbo que los aproximara y no los alejara? Laura, pensé, quizá tu rebeldía ha surtido efecto.

Se miraron.

—Sí, es cierto —dijo Bernard, y sonrió—. Ha estado bien, casi como antes.

—Bernard —dijo Claire, y por primera vez el nombre no sonó a reproche en su boca—. No lo estropees.

—No. Seguimos con lo convenido —dijo, bajando la cabeza.

—Créeme, es lo mejor para todos.

—Ojalá tengas razón.

¿
Qué os proponéis? ¿Qué es lo mejor para todos
?

Claire levantó los brazos y lo atrajo hacia sí.

Mientras se abrazaban, conjuré la fuerza del amor como nunca había hecho antes. Sin embargo, en el fondo de mi corazón sabía que aquel abrazo era una despedida.

El estado de ánimo de la familia cambió de repente. Era como si se hubiera deshecho un nudo invisible. Unos días más tarde, cuando Bernard se fue de maniobras, casi se habría podido calificar la situación de «normal». Claire llegó un poco antes de la clínica por la tarde y por primera vez en mucho tiempo cocinó algo. Laura observaba con gratitud el cambio de humor de su madre y se preparó a fondo para el examen de matemáticas, para subsanar la reprimenda de Becksteiner de la última vez y los fallos con la regla de tres. Evidentemente, la distensión no le había pasado por alto.

Un momento. ¡Ahí había algo que no cuadraba!

El buen humor no era más que una expresión del alivio que al menos Claire sentía claramente, el alivio de no seguir petrificada como un conejo delante de una serpiente, y de poder actuar.

¿Y Laura? Era una niña, rebelde, pero una niña. Quería creer a toda costa que todo volvía a ir bien.

Fue una alegría engañosa. Claire hizo estallar la bomba la segunda noche.

—Laura, tengo que decirte una cosa.

—¿No podemos ver antes el final de
Dallas
? Tengo que saber qué le pasa a Bobby.

—No. Me gustaría hablar contigo ahora.

Laura se obligó a apartar la mirada de la pantalla, y miró a su madre.

Me olí lo peor. Contuve el aliento.

—Papá y yo… —empezó a decir Claire, sosteniéndole la mirada penetrante a Laura. Aquellas tres palabras también habían hecho saltar la alarma en ella—. Bueno, yo… he solicitado un puesto de trabajo…

Silencio.

—Y me lo han dado.

Respiró.

—¿Tenemos que mudarnos? —preguntó Laura.

—No. Es decir, solo me mudaré yo.

—¿Qué? ¿Por qué? ¿Adónde?

—He aceptado un puesto por un año en Etiopía. En África.

—¿Que has hecho qué?

—Me iré a Etiopía dentro de tres semanas. Tú ya sabes que allí los niños necesitan ayuda urgente, ¿no?

Me quedé perplejo. No había contado con eso. Con todo lo demás, sí, pero no con eso. Noté enseguida que Laura no comprendía el alcance de lo que Claire había dicho. No lo habían conseguido. Me sentó igual que si me hubieran dado un martillazo en la cabeza. Claire pretendía escurrir el bulto. Aplazaba de nuevo la solución. Continuaban siendo débiles, los dos. Bernard y Claire no habían encontrado ni la fuerza para desenterrar su amor ni el valor para rendirse del todo. Ahora obligaban al tiempo a resolver un asunto en el que ellos constantemente habían fallado, y Laura pagaría los platos rotos por su cobardía. Me pregunté para quién se mantenía allí con vida realmente la esperanza.

Laura miró furiosa a Claire.

—¿Es que no tienen madre? —masculló con rabia.

Claire meneó cansada la cabeza.

—Tengo que ir. Me necesitan. Y para papá y para mí también es lo mejor.

—¿Y qué pasa conmigo? —murmuró Laura, y las lágrimas le rodaban silenciosas por las mejillas.

—Tú ya te has hecho mayor. Y te escribiré muy a menudo —prometió Claire—. Todos los días, si quieres.

—¿Es por mí? —preguntó Laura—. ¿Te vas por mí, porque… soy como soy?

Los sonidos del televisor colmaron dolorosamente el silencio. Las risas de gente sonaban falsas y huecas.

—¿Cómo se te ocurre pensar eso? —contestó Claire, que se frotó los ojos con el dorso de las manos.

—Ven aquí —dijo, y abrazó a su hija—. Ven aquí.

Y yo grité tan fuerte como pude:

¡
Estréchala con fuerza! ¡Es tu hija
!

8

P
robablemente ya no cabe esperar mucho.

La escritora está en algún sitio, tomando café y esperando a poder recoger mis restos. Quizá esté bien así. Quizá la vida de un oso de peluche también tiene que acabar algún día. Y quizá precisamente de esta manera.

No moriré como una persona. No exhalaré mi último aliento; al menos, eso creo. Supongo que solo me convertiré en piezas sueltas. Nada especialmente dramático, en realidad. Un cristal que cae ya no es un cristal, sino un montón de añicos. Sin embargo, en una cosa me parezco a las personas: he dejado huella en todas las vidas en cuyo camino me he cruzado, recuerdos, sensaciones, confianza y consuelo. A lo largo de los años he aprendido que nosotros, los osos de peluche, ocupamos una posición privilegiada entre los juguetes. Tal vez suena presuntuoso, pero no por ello carece de cierto fundamento científico. Yo mismo he realizado esa investigación y he constatado que los osos de peluche (no soy el único) permanecen más tiempo con sus dueños que los demás juguetes, a no ser que los pierdan, lo cual es mala suerte, claro.

Alice, Lili, Leo, Robert, Friedrich, Marlene, Charlotte, Franziska, Melanie, Julchen, Isabelle, Giulia, Laura, Nina: a todos ellos les di lo que reclamaban de mí. Me he vuelto viejísimo y he cumplido mi cometido.

¿Acaso no es un disparate? Apenas conozco nada del mundo, pero sí a un montón de gente. Todavía no sé qué ocurre en sus cabezas, pero soy un gran conocedor de los corazones.

¿Y mi propio corazón? No lo sé. Alice fijó mi destino. Me dio el amor. Siempre lo he sabido y he actuado en consecuencia. Pero ¿qué será de él ahora?

Noto que me tranquilizo. Después de tantos años, mi resistencia interior se calma y estoy preparado para aceptar mi sino.

Escucho en silencio los ruidos que me rodean.

El fluorescente zumba. La mosca ha dejado de intentar atravesar la ventana con la cabeza, y fuera ha comenzado a llover después de la tormenta. Oigo las gotas de lluvia golpeando a ráfagas contra el cristal. Es un sonido agradable, me gusta la lluvia desde pequeño.

Si me miro de arriba abajo (cosa cada vez más difícil) veo que he pasado por muchas manos. Tengo la piel desgastada en muchos puntos, las costuras podridas, las articulaciones un poco flojas, y la movilidad de mis extremidades va también acompañada de crujidos y chirridos. Alguien dijo una vez que parecía gastado de tanto amor. En aquella época, la expresión no me pareció muy acertada. En aquellas palabras resonaba algo definitivo, sonaban a estar agotado de amor, como si ya no existiera el amor. Decir algo así de quien lleva dentro el amor es un juicio destructivo. Mientras yo exista, tendré amor para dar. Yo pensé más bien que tenía un aspecto amoroso. Se nota que he sido un compañero para muchas personas, a las duras y a las maduras, contra viento y marea, a través de la vida.

Sin embargo, aquí y ahora acaba el amor. Así pues, me he gastado de tanto amor. Seguramente es lo que se dice cuando a un oso de peluche le extirpan el amor porque ha llamado la atención en una cinta de rayos X precisamente por su causa.

No es fácil asumir la muerte, tampoco siendo un oso de peluche.

Un ángel

A
través de las altas ventanas entraba una tenue luz otoñal que apenas iluminaba la habitación. Desde el lugar donde me encontraba, al lado del busto de porcelana de Puccini, podía ver muchas fotografías enmarcadas en la pared de enfrente. Con aquella luz mortecina era imposible distinguir bien de quién eran, pero no me hacía falta. Las conocía de memoria. En los últimos años había observado miles de veces todos los detalles, hasta los más pequeños, y hacía tiempo que no descubría nada nuevo en ellas.

El centro de todas las fotografías lo constituía madame Federspiel, cuyo cuerpo voluminoso las llenaba casi por completo. Si bien en algunas fotografías antiguas en blanco y negro aparecían otras dos o tres personas, en las posteriores se la veía a ella sola en los escenarios internacionales, lisonjeada, a la luz de los focos, obsequiada con flores y en su pose preferida: haciendo una ligera reverencia y con las palmas de la mano unidas tan cerca de su rostro que sus labios carmesíes rozaban las puntas de los dedos índices. Lucía vestidos imponentes: en su juventud, de colores llamativos; más tarde, negros y de corte sencillo. Sidonie Federspiel ya no necesitaba llamar la atención con su indumentaria. Era una diva, era famosa y seguía brillando con luz propia.

No sé qué edad tenía aquella mujer cuando entré en su vida, pero calculo que rondaría los ochenta, igual que yo. No era demasiado alta, pero en sus ciento sesenta y cinco centímetros aproximados de altura se repartía un peso impresionante. Tenía unos pechos enormes, sobre los que siempre lucía el mismo collar de perlas. Su pelo era gris, con un tenue matiz violeta, y ponía muchísimo cuidado en estar siempre perfectamente peinada y maquillada. El contorno de su boca estaba surcado de diminutas arrugas que se notaban sobre todo cuando se aplicaba el pintalabios. En realidad, tenía muchísimas arrugas, la piel le colgaba como si ella se hubiera encogido dentro. Sin embargo, sus ojos negros seguían mirando con tanta intensidad, con tanta agudeza, que incluso a un oso inofensivo como yo le daban escalofríos. A menudo me recordaba a la bruja de las luchas de Robert contra Samir-Unka. Desde luego, madame Federspiel podría haber sido una bruja estupenda.

El tocadiscos giraba quejumbroso. La señora había puesto un disco de 1969,
Tosca
, dirigida por alguien famoso y con ella en el papel de Floria. Su vibrato de hacía treinta años resonaba con fuerza en la tarde gris, mientras ella se sumergía en la música y en sí misma sentada en el sillón. Tenía los ojos cerrados y soñaba con los años de esplendor. Lisette subió de un salto a su regazo y se quedó allí acurrucada. Madame Federspiel puso una mano sobre el cuerpo tibio de la gata, y yo sentí, además de una irrefrenable aversión por el cuadrúpedo, una pequeña punzada de aflicción porque a mí, un oso viejo, hacía tiempo que nadie me acariciaba.

Yo también pasaba mucho tiempo soñando, porque mi existencia museística en el distrito noveno de Viena no encerraba ningún desafío para mí, salvo la lucha diaria con Ping, Pang y Pong, Mimi, Musetta, Rodolfo, Colline, Suzy, Lisette, Giorgetta, Talpa, Rombaldo, Liu y Tinca, los catorce gatos de madame Federspiel. Todos me habían atacado más de una vez, me habían arañado y cazado (como hacen con los ratones muertos, lanzándolos al aire, haciéndose los sorprendidos y luego abalanzándoseles encima). Y para colmo de males, ¡hasta se me habían meado encima! Sí, ¡meado! Eso no había ocurrido nunca hasta el día anterior, y lo peor de todo era que ni siquiera sabía quién había sido, si Ping, Pang o Pong. Los tres gatos siameses se parecían tanto que los confundía. El olor penetrante de la orina de gato se había impregnado del tal manera en mi pelo que casi pensé con nostalgia en el olor del vino tinto de Brioche, mil veces preferible en comparación.

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