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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (41 page)

—No podemos seguir así, Bernard —decía entonces Claire con voz queda—. Ya no puedo más.

Él asentía con la cabeza y la miraba con tristeza.

—¿Qué nos ha pasado? —preguntaba Bernard.

—No lo sé —decía ella—. En serio, no lo sé.

Y se miraban, infelices y cansados. Observaban consternados las ruinas de su matrimonio. Luego, Bernard se levantaba y decía:

—Tenemos que hablar otra vez.

Y aplazaban la desactivación de la bomba. Debía de parecerles peligroso.

Laura cumplió doce años y les cortó el pelo a las barbies, les hizo agujeros en la cabeza y dijo:

—Sois horribles.

Observé el acontecimiento con creciente temor.

Temí que también me atacara a mí. Mi edad comenzaba a hacerse notar ya entonces. No tenía ni idea de lo que se avecinaba. Tenía sesenta años y pensaba que había pasado por muchas cosas. Mi vida con los Simoni había sido variada y pacífica, y si por mí fuera me habría quedado unos años más en la pensión asombrándome con los huéspedes. Pero, por lo visto, la vida siempre me deparaba nuevas sorpresas.

Laura ya no leía tebeos, sino que, con los francos de la paga semanal, se compraba revistas que escondía debajo del colchón y solo sacaba cuando no había nadie más en casa. Los casetes con las historias de
Los tres investigadores
que Bernard le entregaba puntualmente después de sus viajes para dictar conferencias sirvieron para grabar los grandes éxitos de la radio. Laura escuchaba al menos diez veces seguidas al día una canción en la que una cantante con voz nasal enviaba noventa y nueve globos al cielo; lo hacía tumbada encima de la cama y mirando fijamente por la ventana inclinada del techo.

Se encerraba en su habitación con su amiga Janine, que ya tenía trece años, pero iban a la misma clase en la escuela. Se sentaban con las piernas cruzadas sobre la moqueta azul y ponían una cara seria. Yo aguzaba los oídos.

—¿Estás segura de que van a divorciarse? —preguntó Janine.

—Tan segura como de que Becksteiner es calvo.

—Hum. ¿Has intentado hacer algo para impedirlo?

—¿Y cómo, si nunca están en casa?

—Pues tendrá que ocurrírsete algo para que se preocupen. Una enfermedad no estaría mal. A mí me ayudó. Al menos, por un tiempo.

—Me darán antibióticos y volverán al hospital.

—Entonces, algo peor, ¿no?

—¿Como qué?

—Un suicidio, tal vez.

¿
Estás loca
?

—¿Estás pirada?

—Bueno, solo tienes que hacerlo ver, claro…

—A eso no me atrevo.

—Podemos probar de otra manera. Los padres se preocupan por todo.

—Sí, menos por mí.

—Eso ya lo veremos.

Es sorprendente la energía que los niños pueden llegar a movilizar cuando se les ha metido una idea en la cabeza. Había tenido bastantes experiencias con Lili y Leo, con Robert, Melanie y también con Isabelle. Sin embargo, Laura rompió el molde.

Cuando Claire llegó al anochecer a casa, Laura estaba repanchigada en el enorme sofá blanco de la sala de estar, acentuando su aburrimiento. El televisor estaba a todo volumen. Miraba una nueva serie de televisión americana donde la gente llevaba grandes sombreros de cowboy y urdía una intriga tras otra; también había cogido una bolsa de patatas chips de la alacena y había repartido el contenido a lo grande sobre la mesa de cristal.

A aquellas alturas, después de no haber encontrado un lugar idóneo en el cuarto de la niña y de no cumplir ninguna tarea, al menos no la de jugar, me había mudado de manera casi permanente a la sala de estar. Laura me utilizaba preferentemente para desahogar su rabia, y por eso me llevaba arriba y abajo de vez en cuando. No sé por qué precisamente a mí. Sin embargo, cuando se trataba de quejarse de sus padres, de sus amigas o de la escuela, yo tenía que pagar el pato. Ahora en serio, ¿son eso maneras? Yo estaba dispuesto a consolar a cualquiera que fuera desdichado. Podía absorber muchas lágrimas, pero sin duda había sido mejor balancearse de la mano de Melanie sin que me percibieran que escuchar críticas constantemente. La aversión y la compasión pugnaban en mi interior.

Al entrar en la sala de estar, Claire profirió un grito de espanto. La comprendí. Hacía falta tiempo para acostumbrarse al pelo teñido de negro de Laura, igual que a los ojos pintados de oscuro y a los agujeros que se había cortado en los vaqueros. Estaba irreconocible. Claire todavía no había visto lo peor cuando gritó:

—¿Te has vuelto completamente loca? ¿Qué te has creído?

Laura calló.

—¿Quieres llevarme a la tumba antes de tiempo? ¿Es eso lo que quieres? Pues sigue así. Muchas gracias.

Laura siguió callada. Luego, la rata asomó por su jersey.

Pobre Claire.

Se le desencajó la cara. Se quedó petrificada y boqueó para coger aire.

—Quita ese bicho de ahí. Quítalo ahora mismo. Fuera, ¡échalo!

A Claire se le quebró la voz, y Laura se metió con mucha calma en la manga el pequeño animal de cola larga.

Laura no me lo ponía fácil para apoyarla. Se había pasado de la raya comprando la rata. Recordé con horror las noches terribles en el sótano de los Bouvier, los dientes afilados de las ratas que me habían perforado la piel en la oscuridad. Recé por que mantuviera el animal lejos de mí.

—No te alteres —le dijo Laura secamente a su madre (también podría habérmelo dicho a mí), y se levantó—. Me voy a casa de Janine.
Ciao
.

—Tú no vas a ninguna parte. Explícame ahora mismo de qué va toda esta comedia.

—Explícame tú también de qué va tu comedia —contestó Laura, y salió a paso firme de la sala.

Estoy convencido de que su tranquilidad era fingida, seguro que su corazón infantil latía con fuerza por la excitación. Nunca se había atrevido a nada semejante.

Claire se dejó caer en el sofá y recogió ausente con la mano unas cuantas chips. La observé. Era digna de compasión. Intentaba por todos los medios hacerlo todo correctamente, pero todo se torcía. En aquel momento le habría ido bien que la consolara. Sin embargo, ella no era de las que estrechaban un oso de peluche contra su pecho cuando estaban desesperadas.

—A Laura se le han cruzado los cables —dijo cuando Bernard llegó a casa.

—¿A qué te refieres?

—Se ha desfigurado, se ha cortado la ropa y se ha comprado una rata.

—Supongo que le habrás cantado las cuarenta.

—¿Por qué yo? ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que le cante las cuarenta? Para que tú puedas hacerte pasar por el padre bueno y cariñoso. No, cariño. También es tu hija.

—Lo sé. No soy yo el que quiere renunciar a la familia.

—Ah, ¿también tengo yo la culpa de eso? ¡Nunca estás en casa!

—¿Y para qué? ¿Para que me griten?

—Si no soportas a tu mujer, podrías ocuparte de tu hija, por ejemplo, ¿qué te parece?

—Eres tú la que no me soporta, eso es lo que hay. Eres tú la que cree que lo hago todo mal. Hasta cuando cambio una bombilla tienes algo que criticar.

—Te estás desviando del tema. Pero, claro, eso no es ninguna novedad. Y ahora se trata de Laura.

—A ti Laura te da igual. Solo tienes miedo de que haga algo que perjudique tu imagen. Hija de médicos con rata… Dios mío, qué horror.

El tono de su voz me llegó al alma.

—Solo sabes ser cínico. Eres incapaz de cualquier otro sentimiento.

—Ahora eres tú la que se desvía del tema. Si te molesta que Laura tenga una rata, prohíbeselo. A mí no me molesta.

—O sea que, por ti, puede echarse a perder, ¿no? Y qué será lo siguiente, ¿le comprarás drogas?

Sonó el teléfono. La señal acalló la discusión como la sirena de una alarma. Los dos se quedaron quietos, helados. La última frase todavía flotaba en el aire. Se miraban fijamente, como si esperaran a ver quién se movería primero.

Me alivió que ya nadie gritara. ¿Acaso no se daban cuenta de que siempre le daban vueltas a lo mismo? Siempre se trataba de echarle la culpa al otro. ¿Acaso podía haber un culpable? Los dos habían olvidado cómo se siente el amor.

Claire se dirigió al teléfono verde que había encima de una mesita auxiliar redonda, al lado de la puerta, y levantó el auricular.

—¿Diga?

Escuchó.

—Sí —dijo después—. Gracias. Gracias por llamar… No, va todo bien… Sí… Hasta luego.

Colgó y miró fríamente a Bernard.

—Ahí lo tienes —masculló—. Ahí lo tienes, padre liberal de mierda.

—¿Quién era? ¿Qué pasa? —preguntó nervioso Bernard.

—Era la señora Finkenthaler.

—¿Y?

—Tu hija no se anda con chiquitas —dijo Claire tranquilamente.

—¿Vas a decirme de una vez qué pasa?

Dio la impresión de que estaba a punto de abalanzarse sobre ella. Me hundí en la piel blanca del sofá.

Claire esbozó una sonrisa falsa. Me partió el alma.

—Está en las escaleras de la iglesia con los yonquis —dijo lentamente—. Probablemente ya se está colocando.

—¡Me pregunto quién es realmente el cínico! —gritó Bernard, cogió su abrigo al vuelo y dio un portazo al salir.

El motor del BMW rugió. Luego, Claire se echó a llorar.

Era una pena ver a aquellas tres personas dejando tras de sí tan solo sufrimiento en su lucha por el amor. Por primera vez comprendí que es un regalo poder amar, y se me encogió el corazón. Allí no había nada que hacer, ni siquiera para mí.

Laura perseveró.

Pronto todos sus vaqueros tuvieron agujeros, llevaba un imperdible en la oreja y masticaba chicle con la boca abierta. Larry, la rata, se quedó. De noche vivía en una jaula en su habitación (lo agradecí mucho, puesto que yo también pernoctaba allí de vez en cuando). Durante el día, observaba a Laura mientras alimentaba al animal sin parar, lo acariciaba y le susurraba al oído con voz suspirante, cosa que seguramente habría sido más apropiada para mis oídos. Al fin y al cabo, yo era el oso que tenía allí la tarea de consolar. ¿Qué podía hacer aquel bicho, como Claire lo llamaba? Él no entendía lo que Laura le decía. Pero las cosas continuaron así: a la rata la mimaban y a mí me apaleaban. Bueno, no me apaleaban de verdad, pero yo me sentía así.

Janine iba a ver a Laura cada dos o tres días para informarse de los progresos. Yo estaba tumbado boca arriba junto a la cama, con las patas estiradas y esperando un poco de atención.

—¿Qué? ¿Cómo va? —preguntó Janine.

—No lo sé —dijo Laura—. Estoy castigada sin salir de casa.

—Eso está bien. Los tienes preocupados.

—Lo sé.

—Fue genial sentarse un rato con los punkis en las escaleras de la iglesia —dijo Janine.

—Bueno, a mí me parecieron tétricos.

—A mí también, pero eran simpáticos.

—La gente nos miraba raro.

A Laura la asaltaban las dudas, entonces lo supe con certeza.

—¿Y qué? Uno puede beberse una Cola donde quiera, ¿no? Suiza es un país libre.

—Papá dice que si pones un osito de goma dentro de una Cola, el osito se hace cuatro veces más grande y luego desaparece —dijo Laura, y sacó unos cuantos ositos de goma de la bolsa.

—¿Prefieres los rojos o los verdes? —preguntó Janine.

—Los amarillos —contestó Laura, y se echó a reír.

Separaron los ositos por colores encima de un minipóster de su revista, donde resplandecía el dúo pop Modern Talking. Amarillos y rojos y verdes encima de la cara del hombre bronceado de pelo largo, que lucía una cadena con el nombre de Nora colgada al cuello. Blancos y naranjas encima de la cara del rubio bronceado que llevaba un peinado
mullet
y cogía mal la guitarra.

—Mira, son iguales que tu oso de peluche —dijo Janine, y me puso delante un osito de goma.

—Se llama Paolo —dijo Laura—. Pero estos son mucho más dulces.

Se le escapó una risita.

Muy graciosa
.

—¿Funcionaría con Paolo? —Laura soltó otra risita—. ¿Lo de la Cola? Se le pondría una barriga así de gorda. ¡Igual que los niños de Biafra!

—¡Ij! —exclamó Janine—. Siempre tienen moscas en los ojos. Es superhorroroso.

—Mi madre dice que nosotros tenemos la culpa de que los niños se mueran allí de hambre —dijo Laura con la boca llena.

—No lo entiendo.

—No, yo tampoco. Pero es que ella tiene complejo de ayuda.

Los temas cambiaban más deprisa que el tiempo en el cielo de Olten. Y aunque no supiera qué era un niño de Biafra, me alegré de ahorrarme un baño experimental en Cola. A aquellas alturas, podía esperarse cualquier cosa de Laura. Había enterrado cuidadosamente debajo de la pose protestona de una adolescente a la niña triste que conocí en Fiesole.

—El mes que viene papá tiene que ir de milicias —dijo Laura de repente—. A lo mejor mamá está de mejor humor cuando se haya ido.

—Mi padre se pone de muy mal humor cuando tiene que ir de milicias. Dice que, total, nadie se toma en serio al ejército suizo. Y que tiene cosas mejores que hacer que pasarse unos días cada dos años pegando tiros por la zona.

—Pues seguro que es divertido.

Olvídalo
.

Janine se encogió de hombros.

—Ni idea.

—¿Bajamos al puente? —preguntó Laura—. A lo mejor está Sandra, o Lea o Tom.

—Creía que estabas castigada —objetó Janine.

—¿Y a quién le importa?

Tom era el primer amor de Laura. Ella siempre intentaba parecer indiferente cuando mencionaba su nombre, pero yo la había visto escribirlo con un corazoncito en su estuche de lápices. Sin embargo, por lo que yo podía juzgar, antes se mordería la lengua que confesarle a nadie que estaba enamorada. Era realmente tan distinta de Isabelle… No hacía mucho, incluso había escrito un poema sobre Tom. Lo había leído (y me lo había leído) en voz alta cien veces, luego lo había metido en un sobre y lo había llevado a la oficina postal. Al principio pensé que se lo había enviado a Tom. Me impresionó su valor. Pero dos meses después descubrí que había mandado su obra a una revista, donde realmente se la publicaron. Y entonces fue incapaz de guardarse la noticia. Telefoneó a Janine.

—¡Salgo en el
Musenalp-Express
! —exclamó—. ¡Me han publicado un poema!

Diez minutos más tarde, Janine estaba en la habitación. Laura guardaba la edición de la revista, provista de un marcapáginas, debajo del colchón como si fuera un tesoro. Janine leyó el poema y miró a Laura.

—Lo sabía —dijo.

—¿Qué?

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