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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (44 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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—Ajá, así que era eso.

—Me gustaría que vinieras conmigo. Te iría bien cambiar de aires. A lo mejor el viaje te ayuda a elegir qué carrera quieres estudiar.

—Antes tengo que acabar el bachillerato.

—Pues entonces podrás estudiar el socialismo en vivo y en directo para la asignatura de ciencias políticas. No hay nada mejor que la propia experiencia, créeme.

Laura puso los ojos en blanco, pero una semana después íbamos los tres en coche.

Se preguntarán por qué me habían llevado con ellos si hacía años que lo único que hacían conmigo era quitarme el polvo una vez a la semana y cambiarme de sitio de tanto en tanto. Pues bien, Laura y Bernard me habían elegido juntos como obsequio para la pequeña Nina Andrássy; evidentemente, sin preguntarme. Total, ¿para qué? Aunque si me hubieran preguntado, habría gritado de júbilo y habría dicho:

Sí, adelante, regaladme. Vosotros ya no me necesitáis
.

Bernard y Laura se habían adaptado bien a su nueva vida de padre-hija y novios y novias cambiantes. Habían acordado cocinar habitualmente por turnos y recurrir a la pizza congelada solo en caso de necesidad.

Bernard confiaba en Laura y ella se esforzaba por no defraudarlo más de lo necesario. Él podía pasar de vez en cuando la noche fuera, y ella pudo llevar a casa a dormir a su primer novio. Las Navidades y los cumpleaños los celebraban los dos solos, y siempre dejaban para el final las postales de Claire, ignorándolas lo más posible. Con el tiempo habían aprendido a hablar casi de todo. De lo único que no podían hablar sin que estallaran las emociones era de Claire, incluso pasados cinco años, por lo que sobre el tema «madre y África» se corrió un tupido velo con más o menos éxito. Se las arreglaban bien. En la Hüblistrasse, yo estaba realmente de más.

Cuando nos conocimos, Nina tenía nueve años, unos ojos castaños enormes y estaba muy, muy delgada. Laura me sacó de la mochila y por primera vez pude abarcar con la mirada mi nuevo entorno. En la sala de estar de los Andrássy, espaciosa pero oscura, había una niña acostada en el sofá y tapada con una manta de lana marrón. En las altas paredes había cuadros con marcos macizos, y los muebles eran de madera oscura. Al lado del sofá había una mesa y una lámpara que me recordó los muebles que se pusieron de moda cuando yo vivía con los Rosner en Dreihausen. Lámparas de pantalla cónica de los años cincuenta y mesas con forma de riñón. Enseguida me sentí como en casa. Me gustaban más aquellos muebles que el enorme y frío sofá de piel que había en Olten.

Nina, la niña del sofá, me recibió con sus manitas cuando Laura me entregó, y el rostro se le iluminó. Noté con toda claridad la transformación cuando cambié de dueña. Rara vez me habían regalado de una manera tan consciente y con un objetivo tan claro, y me puse solemne cuando abandoné las manos de Laura y Nina me cogió por primera vez. El corazón me dio un salto de alegría cuando vi brillar aquellos ojos redondos. Una niña como las que a mí me gustan, pensé. Con su voz clara y aguda, Nina pronunció las únicas palabras que sabía en alemán:

—¡Gracias, camaradas!

Y sonrió casi con descaro.

Bernard se echó a reír a carcajadas, le acarició la cabeza y dijo:

—¡Para nosotros es un honor!

Los ojos de Nina también rieron, pero su boca tosió. Me asusté cuando me apretó con fuerza a causa del esfuerzo. De su boca salió un hilo de saliva, que se limpió avergonzada. No quería parecer frágil. Era extraño. Yo sabía que estaba enferma (después de todo, por eso habíamos ido), pero había olvidado qué se siente cuando un cuerpecito se estremece de agotamiento.

Detrás de Bernard había un hombre bajo y delgado, de unos cuarenta años, y una mujer que le sacaba al menos una cabeza. La mujer tenía un semblante franco y afable, el pelo de color rubio oscuro y rizado, y una boca ancha. En el hombre me llamó la atención la nariz prominente, los ojos de mirada intensa y los dedos largos y finos. Debían de ser Maurus e Ilona. Observaron cómo Nina me estrechaba con ternura.

—Tú eres mi Mici Mackó —me susurró al oído.

Bueno, si tú lo dices

Me sentí confortado y feliz.

Eso fue el día de nuestra llegada, antes de que Bernard examinara a Nina.

Habíamos llegado de noche después de un largo viaje por carretera. Puesto que a 130 kilómetros por hora Laura no tenía ninguna posibilidad de huir, Bernard aprovechó la ocasión para darle a su hija una clase de ciencias políticas. Mientras ella miraba en silencio por la ventanilla, él le explicó que Hungría era mucho más liberal que los demás países socialistas.

Faltaba saber qué era un país socialista. ¿Alemania? Algo había tenido que ver con el socialismo. Pero antes de que pudiera seguir reflexionando sobre el asunto, Bernard prosiguió:

—El comunismo gulash no va a durar mucho. Los húngaros son demasiado listos para seguir aferrándose a esa política agraria. Quieren una apertura hacia Occidente, mucho más que Checoslovaquia o Rumania o Rusia.

No entendía nada. Recordaba vagamente que, durante la revolución estudiantil, Isabelle conjuraba a los grandes espíritus del comunismo, pero nunca me quedó claro qué reclamaba. Tenía que ver con la igualdad. ¿Acaso yo era comunista porque todos los seres humanos eran iguales para mí? Esa era una pregunta interesante.

Bernard concluyó su discurso cuando nos acercamos a la capital. Tenía que concentrarse.

Recorrimos arriba y abajo las calles de Budapest bajo la lluvia, buscando la dirección de Maurus.

—Conozco Józsefváros como la palma de mi mano —afirmó—. Solo tenemos que llegar a Pest y encontraré el camino por el distrito octavo como si nada.

Oí los limpiaparabrisas deslizándose deprisa sobre el cristal, las ruedas surcaban los charcos y salpicaban. Pasamos tres veces por el puente de la Libertad antes de que Bernard estuviera seguro de si estábamos en Buda o en Pest. Laura gimió.

—Venga, papá, vamos a preguntar.

—No, no nos entenderán —contestó Bernard sin dejar de conducir—. Y nosotros tampoco los entenderemos.

—¡Pensaba que habías vivido aquí!

—Sí, pero en aquella época todos hablaban alemán. Intenta aprender húngaro y verás. ¡Es complicadísimo!

Los dos guardaron silencio, y la manera de conducir de Bernard se volvió cada vez más impaciente.

—¡Ahí está! —exclamó por lo menos en cuatro ocasiones—. Esa es la universidad, creo.

—¡Papá! —dijo crispada Laura al cabo de una hora y media dando vueltas—. ¡Para y pregunta de una vez!

—No, mira. Lo sabía, esta es la Üllöi ût, ¡no puede quedar muy lejos!

Por desgracia, aparte de los comentarios que oí mientras recorríamos la ciudad, no me enteré de nada porque me habían metido en una de las tres grandes bolsas de viaje que llevaban, junto con otros regalos curiosos como café, Nutella, ositos de goma, aceite de oliva y tampones, además de todo tipo de libros y partituras.

—Ahí, esa tiene que ser la calle que buscamos. A ver si puedes leer el letrero.

—Pues ve más despacio —dijo Laura, y leyó en voz alta—: «Mátyás utca». ¿Es esta?

—¡Sí! —exclamó entusiasmado Bernard—. Es justo como lo recordaba. Ahí, la casa grande que hace esquina. Y ahí, sí, está ahí detrás.


Thank God
—exclamó Laura.

—¿Por qué lo dices? Si todo ha salido a pedir de boca. Y te has hecho una idea de cómo es Budapest. ¿Te parece poco?

—Aquí todo es muy gris —dijo Laura. —Y conducen unos coches muy raros. Parecen de plástico.

—De noche, todas las ciudades son grises. ¡Por la mañana todo se ve muy distinto! Budapest te encantará, el Danubio es un río imponente y hay unas vistas… —prosiguió Bernard con entusiasmo.

—Papá, cuando te pones eufórico eres terrible —dijo Laura en tono severo.

Al día siguiente, después de examinar a Nina, la euforia de Bernard desapareció rápidamente. La auscultó con un semblante serio.

—Lo haces muy bien —le dijo, y le pidió que inspirase y espirase.

Yo conocía los estetoscopios de la época en que Isabelle había tenido una pulmonía. No me traían a la mente buenos recuerdos.

Nina miraba a Bernard con los ojos muy abiertos.

—Ahora tengo que volver a pincharte un momento —dijo Bernard.

Le guiñó un ojo y le clavó una aguja en el brazo enflaquecido. Nina se estremeció, pero no dijo nada. Yo estuve a punto de desmayarme.

—Bueno, esto es todo por ahora —dijo Bernard, y le sonrió—. Ya eres una niña mayor. ¿Cuántos años tienes?

Nina le dirigió una mirada interrogativa a su padre.


Kilenc
—dijo Maurus—. Nueve. En junio cumple diez.

—Ah, será toda una fiesta, ¿no? —le preguntó Bernard a Nina.

Maurus tradujo y la niña asintió con ganas.

—¡
Igen
! —exclamó.

Maurus se explicó:

—Lleva meses diciendo que el día de su décimo cumpleaños quiere ir al circo.

¡
Yo también quiero ir al circo! ¡Llevo toda la vida queriendo ir
!

—Bueno, entonces dejaremos un poco tranquila a la pequeña paciente para que sus planes puedan hacerse realidad.

La voz de Bernard estaba cargada de una alegría demasiado forzada. Se lo notaba. Antes solía hablar siempre con Laura en ese tono cuando se sentía muy desgraciado.

Mientras Nina me cogía en brazos y me pegaba con cuidado en la barriga la tirita de colores que le había regalado Bernard, vi con el rabillo del ojo la cara de escepticismo de Bernard y su ceño fruncido. Me pregunté qué significaría.

La habitación se sumió en la penumbra. Nina tosía y su tos también me recordó la pulmonía de Isabelle, o más bien el sonido de cubo metálico que en aquel entonces resonaba en su pecho. No sonaba a nada bueno.

—¿Sabes, Mici Mackó? —me dijo cuando nos quedamos a solas y pronunció mi nuevo nombre, «Mitschi Motschko», osito, con ternura—. Papá está preocupado por mí.

Lo sé. Ya lo he visto
.

—Creen que no me doy cuenta.

Me miró con los ojos muy abiertos.

—Me han visitado muchísimos médicos y todos ponían la misma cara que el tío Bernard —dijo con valentía—. Nadie sabe qué me pasa.

¡
Pero Bernard es un médico excelente! ¡Ha salvado la vida a muchos niños
!

—Papá dice que el tío Bernard es nuestra gran esperanza.

Seguro. ¡Seguro que sí
!

Capté su mirada. Sus ojos brillaban por la fiebre y me miraron apaciblemente hasta que sus párpados se hicieron cada vez más pesados. Nina se durmió, y por primera vez en mucho tiempo sentí que mi vida tenía sentido. Sus dedos me estrecharon la barriga y sentí el amor dentro de mí con la misma claridad que el día de la boda de Isabelle y Gianni.

La puerta se abrió y entró Ilona.

—Nina —dijo en voz baja—. ¿Nina?

Nina no se movió. Ilona se acercó al sofá y le puso la mano sobre la frente a la niña dormida.

—Si pudiéramos ayudarte… —susurró, y repitió en voz baja—: Nina.

La niña abrió lentamente los ojos.

—¿Te apetece comer algo? Te sentará bien. ¡Laura ha hecho crepes para todos!

Nina asintió cansada.

—¿Quieres levantarte? —preguntó Ilona—. ¿O prefieres que te traiga algo?

—Levantarme.

Ilona la ayudó a levantarse. Ya estaban en la puerta cuando Nina dijo:

—Mici también quiere comer con nosotros.

—¿De verdad? Pues no vamos a prohibírselo —dijo Ilona riendo—. ¿Así que te llamas Mici? —preguntó al cogerme del sofá.

Bueno, en realidad me llamo Henry. Pero Mici tampoco está mal
.

—Qué oso más bonito te han regalado Bernard y Laura. Cuando yo era pequeña, tenía uno que se le parecía mucho.

—¿Y dónde está ahora?

—No lo sé —respondió Ilona—. Quizá lo destrocé de tanto quererlo. Era un oso muy fiel y se deterioró mucho porque lo llevaba a todas partes.

Yo también soy fiel. Mucho. Y también estoy deteriorado. Pero todavía no estoy destrozado
.

—Mici todavía está entero —dijo Nina, y fuimos a la cocina.

Nina me sentó en su regazo y me puso varias veces delante de las narices un tenedor lleno de crepe, pero como no podía probarlo me dio igual. Fingí interés muy profesionalmente y Nina sonrió.

—Creo que a Mici le gusta tanto como a mí —dijo.

Maurus tradujo y Laura le hizo a Nina un guiño de complicidad. Sin embargo, noté varias veces que Laura me miraba disimuladamente durante la cena. Sus miradas no revelaban en qué pensaba, pero casi me pareció que tenía envidia. No de la enfermedad de Nina, sino del estrecho lazo afectivo que se había creado entre Nina y yo desde el primer momento. Laura nunca me había querido de esa manera. ¿Acaso entonces se dio cuenta?

Esa noche, cuando Nina vomitó la comida, Laura se desesperó.

—He seguido la receta de mamá al pie de la letra, ¡lo juro! —la oí decir en la cocina con voz triste—. ¡No lo he hecho a propósito!

—No, Laura. Tú no has hecho nada malo —la tranquilizó Bernard—. Nina está muy débil, eso es todo. Su organismo apenas resiste nada. Si supiera dónde está el foco de la inflamación, podría ayudarla mejor.

¿Qué significaba eso? ¿Tan enferma estaba Nina? ¿Y por qué Bernard no le daba una de sus pócimas mágicas suizas?

Los Hofmann se quedaron diez días.

Laura pasó mucho tiempo junto a la cama de Nina, jugando con ella a juegos de mesa. Miraban juntas una serie de dibujos animados en la tele que se titulaba
El ángel Arturo
, y Laura aprendió a contar en húngaro. Pero todas esas actividades no hacían olvidar que la enfermedad de Nina no daba muestras de desaparecer y que todos los análisis que Bernard había realizado no habían dado los resultados esperados. Era conmovedor ver cómo se ocupaba de Nina y cómo se empeñaba en transmitir buen humor. Sin embargo, pasados cuatro días, finalmente insistió en que llevaran a Nina al hospital.

Oí a los adultos hablar de ello en la cocina. La puerta estaba siempre entreabierta para que Nina no se sintiera sola en la sala de estar.

—¿Crees que es realmente necesario? —oí preguntar a Ilona.

—Aquí, en casa, ya no puedo hacer nada más —respondió Bernard.

—Ya sabes que no somos precisamente los huéspedes más apreciados a cuenta del Estado —dijo Ilona en tono dubitativo.

—Tengo un conocido en el hospital Szent János. Es un colega muy bueno —explicó Bernard—. Ya he hablado con él, y está dispuesto a echarles un vistazo a mis resultados. Conseguiremos que Nina se restablezca, ya verás.

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