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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (38 page)

No tenía mucho sentido añorar los viejos tiempos, cuando Isabelle me llevaba en la cesta de la bicicleta por el aire fresco de mayo, sin nada más en la cabeza que jugar.

Ya no invitaba a sus amigas a escuchar música en casa, sino a confeccionar pancartas. Los tiempos habían cambiado, y nosotros con ellos.

—¿Has estado en la manifestación? —preguntó Isabelle mientras escribía en rojo: DEBAJO DE LOS ADOQUINES, LA PLAYA, sobre una vieja sábana.

—Por supuesto. Dany
le Rouge
estuvo fantástico. Siempre da en el clavo.

—Me pareció genial cuando dijo que queremos anular la fractura entre la teoría marxista y la práctica del comunismo —elogió Isabelle—. No se puede expresar mejor.

—Exacto. No me parece justo que los burgueses digan que es un agitador. Todo lo que dice tiene pies y cabeza —dijo la pelirroja Céline.

Extendió delante de nosotros un único mantel y preguntó:

—¿Escribo «Seamos realistas, pidamos lo imposible», o mejor «El arte no existe, ¡el arte eres tú!»?

—Mejor el de realistas —contestó Isabelle—. Tiene más garra.

Céline puso manos a la obra.

Reconozco que a mí también me gustó aquella consigna. Desde ese punto de vista, hasta hoy he sido siempre realista. Nunca me he conformado, siempre he esperado al menos lo imposible, aunque pocas veces ha dado frutos.

Durante aquellas turbulentas semanas de mayo, Isabelle paró poco en casa. A veces iba a buscar un jersey o a cambiarse el chaleco forrado de piel por el abrigo de lana porque todavía refrescaba y el asma la afectaba más que nunca. Tosía y fumaba, y yo la veía cada vez más pálida y cansada. Pero también me di cuenta de que su tristeza desaparecía. Luchar la ayudaba. Siempre la había ayudado.

Cuando las batallas campales en las calles acabaron a finales de mayo, cuando se desconvocó la huelga general, cuando ya volvíamos a tener luz y por la radio llegó la noticia de que De Gaulle había anunciado nuevas elecciones —fueran cuales fueran las consecuencias—, Isabelle también fue recuperando poco a poco la tranquilidad. La tormenta había cesado, pero su corazón continuaba cerrado a cal y canto. Sin entrada, para nadie.

Pasarían dos años más hasta que oí de nuevo la frase: «Mon ami, creo que estoy enamorada». Dos años durante los cuales Isabelle no rehuyó ninguna aventura y desafió a la vida casi con violencia. Se dejó crecer el pelo, llevaba pantalones acampanados y experimentó con sustancias extrañas con las que o bien se ponía insoportablemente contenta o bien le daba un bajón terrible. Lo probó todo. Solo se mantuvo alejada de los hombres.

Yo estaba sentado en el alféizar de la ventana, observando los acontecimientos. Con creciente desconfianza. ¿Qué había sido de mi pequeña Isabelle? ¿De la heroína del fuego, de la niña con la voluntad más férrea, de la chica que estaba tan decidida a encontrar el amor?

—¿Sabes qué, Mon ami? —me masculló al oído, después de zamparse una tanda de galletas marrones que había cocinado ella misma—, no comprendo a qué viene eso del amor libre. Todos piden a gritos el amor libre. Yo no necesito un amor libre. No tengo amor. El amor es cosa de idealistas y de idiotas. ¿Dónde está el amor? No existe. Lo sé, créeme. Perfectamente.

Luego se durmió.

Dos días más tarde, cuando por fin despertó de verdad, le costó salir de la cama. Después de estar diez minutos sentada sobre el colchón mirando al vacío, se levantó a duras penas y se metió debajo de la ducha. Estuvo mucho rato duchándose. Luego se plantó en el cuarto con la toalla enrollada al pecho, miró alrededor y dijo en voz alta:

—Se acabó.

Casi pareció que lo dijera Hélène.

Poco después nos trasladamos a Roma. ¿O huimos? No lo sé. No hace falta comentar que ocurrió en contra de la voluntad de sus padres, que aún tenían muy vivo el recuerdo de cómo había acabado su última estancia en Italia.

Isabelle aprendió italiano, siguió sus estudios universitarios con voluntad de hierro y se examinó. Compartíamos piso con otras dos estudiantes en la via Claudia. Isabelle lo había alquilado solo porque desde el balcón (si se ponía de puntillas y se estiraba) podía ver el Coliseo. Encima de la cama colgó un póster de los años cincuenta que mostraba a una pareja montada en una Vespa.

Paulatinamente fui reconociendo de nuevo un poco de la antigua Isabelle. Ya no intentaba ser otra persona, ya no se encerraba en una habitación sombría con música sombría. Y seguía defendiéndome.

—Este es Mon ami —me presentó a Francesca y a Madeleine cuando nos instalamos.

Las dos compañeras de piso estaban en la habitación de Isabelle y me dedicaron una mirada dubitativa. A Madeleine se le escapó una risita.

—Es mío. No hay ningún motivo para burlarse —dijo Isabelle severamente, y continuó sin rodeos—: Y ahora, si me hacéis el favor de explicarme las reglas de la casa… ¿O aquí cada una hace lo que quiere?

No pude evitar reírme. Madeleine enmudeció y Francesca dijo:

—Compramos por turnos la leche, el café y el pan. Se limpia una vez a la semana; estudiar, solo en casos de urgencia; sexo, solo con la puerta cerrada; drogas, solo compartidas. ¿Más preguntas?

Por un instante, Isabelle pareció insegura. Luego, Madeleine soltó otra vez una risita.

—Entendido —dijo Isabelle—. Si me olvido de cerrar la puerta, ya me lo recordaréis.

Por lo que puedo juzgar, las tres chicas tenían una vida despreocupada, cuyo único problema consistía en que las tres andaban cortas de dinero. Isabelle solucionó el dilema buscándose un trabajo en el museo. Francesca prefería buscar amigos que la mantuvieran, y de hecho no solían faltarle invitaciones a comer o a cenar. Si traía a algún chico a casa, entonces era algo serio. Madeleine lo simplificaba y se pasaba el día durmiendo, con lo cual casi nunca tenía que gastar dinero.

Después de que Isabelle me presentara con tanto hincapié, me permitieron participar de la vida en la cocina. Naturalmente, me pareció muy bien, puesto que ya había pasado demasiado tiempo en la habitación de Isabelle en París y me hacía ilusión el cambio. Lo único que me molestaba era el humo del tabaco, tan denso que podía cortarse y que flotaba en nubes azuladas por la cocina hasta anidar a conciencia en mi pelo. Cuando los Beatles se separaron, las tres no solo fumaron como chimeneas, sino que también se emborracharon. La noche acabó siendo un poco de mal gusto. Siempre me ha asombrado que la gente recurra a la botella en los momentos difíciles. No parecía sentarle igual a todo el mundo. No obstante, deseé poder probarlo alguna vez, en lugar de tener que aguantarlo siempre todo sin ninguna ayuda.

Mi lugar estaba sobre el anaquel, apoyado contra la caja para los gastos de la casa, una vieja lata de café casi siempre vacía, y escuchaba las conversaciones; contento, a veces un poco solo, pero siempre con una buena visión panorámica. Por eso yo lo vi primero.

Fue en junio de 1970, un domingo caluroso, lo recuerdo perfectamente. Isabelle había cerrado los postigos por la mañana para que el piso no se caldeara tanto; de esa manera, los cuartos de techo alto se mantenían frescos durante más rato. El sol entraba a través de las rendijas de las persianas en tiras delgadas y creaba una penumbra soñolienta. Fuera se oía de vez en cuando una bocina, una sirena de policía lejana y, por lo demás, reinaba el silencio de primera hora de la tarde. Madeleine se había retirado a su habitación para dormir la siesta y, cuando oí que la puerta de la entrada se abría, Isabelle estaba en el museo. Sonó una llave. Luego percibí la voz de Francesca, que decía:

—Pasa. Vivimos aquí.

¡Traía visita! Eso era una agradable interrupción en aquella tarde apática.

—Qué piso más bonito —dijo una voz masculina.

Me quedé helado.

—Qué chico más amable —replicó Francesca.

Abrí bien los oídos para escuchar mejor, pero se callaron. El bolso de Francesca cayó pesadamente al suelo; luego, pasos.

Esperé con el corazón tembloroso a la persona que en cualquier momento aparecería por la puerta de la cocina.

Era él. Gianni. Había reconocido su voz al instante.

—¿Café? —preguntó Francesca, que le ofreció asiento con un gesto.

—Sí, gracias.

—¿Azúcar?

Sin azúcar. Dos gotas de leche
.

—Sin azúcar. Pero si tienes leche, me lo tomaré con dos gotas.

—¿Dos gotas? —preguntó riendo Francesca.

—Sí —contestó él con una sonrisa.

Era tanta mi alegría, que no supe qué pensar. ¡Habíamos encontrado a Gianni! Estaba ahí, en nuestra casa. ¡Isabelle se volvería loca de alegría! Me pregunté cómo lo habría localizado Francesca, después de que los numerosos intentos de Isabelle hubieran fracasado.

Lo observé. Apenas había cambiado. Le había crecido el pelo, y ya no le caía solo sobre la frente, sino también casi hasta los hombros. Llamadme burgués, pero compartía plenamente la opinión de Hélène, que se oponía con vehemencia a que los hombres llevaran el pelo largo. Pero ese es otro tema. Gianni seguía con las mismas gafas negras. Llevaba un pantalón de pana negra, de pata de elefante, y una camisa azul con un cuello de puntas largas. Si había que dar crédito a lo que decían Isabelle y las otras chicas, eso era lo moderno. Hacía mucho que no entendía de estilos en cuanto a ropa. Si pensaba en cómo vestían Leo y Lili en otra época, o Alice, su manera de vestir no tenía nada que ver con esta.

Francesca enroscó la cafetera y la puso encima del fogón. Se oyeron un par de chasquidos cuando accionó el mando, y luego salió la llama azul. Se situó detrás de la silla de Gianni, y vi en la penumbra que le ponía la mano en la nuca. Le pasó los dedos por sus pequeños rizos. Desde atrás, le susurró un beso en la oreja.

¿
Qué estás haciendo
?

—Eres un tipo extraño —la oí susurrar.

Eh, ¡eso a ti no te importa! ¡Es el hombre de Isabelle! ¡Quítale las manos de encima
!

¡Qué ingenuo había sido! Francesca no lo había traído a casa por generosidad. Gianni era una de sus conquistas. Sentí escalofríos.

Gianni se levantó y se puso frente a ella. Le apartó un mechón de cabellos de la frente.

Eh, ¡un momento
!

—¿Vives sola? —preguntó.

—No —contestó Francesca, y se acercó a los fogones, donde el café empezaba a subir suavemente—. Comparto piso con otras dos chicas.

Gianni echó un vistazo a la cocina, tocó ligeramente las flores secas del jarrón y se acercó al estante.

Me vio.

¡
Soy yo
!

Su boca se abrió lentamente. Sus ojos se agrandaron, se volvieron más oscuros. Lanzó una mirada fugaz por encima del hombro hacia Francesca, pero ella estaba ocupada con las tazas.

¡
Mírame, Gianni! Soy yo, Henry Mon ami Marionnaud. Me conoces
.

Levantó la mano y me cogió. Los libros que se apoyaban en mí por la izquierda resbalaron ruidosamente contra la lata de café que hacía de caja.

Francesca levantó la vista, Gianni me miraba fijamente. Me examinó pasándome el pulgar por la barriga, por el punto de consuelo; me palpó la oreja.

Sí. Soy yo. Ya te lo he dicho, ¡me conoces
!

—Ah, ese oso viejo —dijo Francesca como si nada—. Vigila el dinero que no tenemos.

—¿Tiene nombre? —preguntó Gianni con voz queda, mientras su pulgar seguía frotándome sin parar la barriga.

—No es mío. Pero Isabelle lo llama Mon ami.

—Ah —dijo Gianni, y noté que en el fondo de su mente temblaban universos enteros de pensamientos.

¿
No tienes nada más que decir
?

—El café está a punto —dijo Francesca.

Gianni asintió con la cabeza. Echó una mirada a su reloj de muñeca. Luego se dio una palmada en la frente y dijo:

—Había olvidado por completo que tenía una cita importante. Perdona. Tengo que irme. Ya nos veremos, ¿de acuerdo?

Gianni, ¡qué mal actor eres
!

Cuando me dejó encima de la mesa, estaba totalmente confuso. Desde el pasillo gritó «que vaya bien», y salió huyendo del piso.

Francesca lo siguió perpleja con la mirada, se sentó a la mesa y me observó.

—¿Quién entiende a los hombres? —dijo, y tomó un sorbo de café.

No sé cómo se las arregló. Quizá la acechó, quizá hizo que pareciera un encuentro casual, quizá le pidió a Francesca que preparara una reunión. No lo sé. Pero de una cosa estoy seguro: Isabelle no se enteró de que Gianni había estado en casa y me había reconocido, ni por él ni por Francesca. Creyó en el destino y en la fortuna, y vete tú a saber en qué más, cuando dos semanas después volvía a estar en brazos de Gianni. Podía creerlo tranquilamente. En cierto modo, también era cierto.

Cuando ya temía que Gianni no volvería nunca, que había huido definitivamente del pasado, de los tres años y medio que habían pasado desde Florencia, del silencio durante todo ese tiempo, un día Isabelle cruzó la puerta con él a remolque. Y de noche me susurró por fin al oído las palabras que tanto había echado de menos.

Fue un verano en que el cielo estaba lleno de violines, los pájaros cantaban canciones de amor en los tejados, Roma florecía de color de rosa, y nosotros tres éramos infinitamente felices. Y confieso que me sentía orgullosísimo de haber tirado de los hilos decisivos a la chita callando, sin que nadie se hubiera dado cuenta. Por algo era el mejor amigo de Isabelle. Así de simple.

Por aquel entonces no sabía que aquella sería la última gran acción que haría por ella. Pero fue la decisiva. Le cambió la vida. Ahora me consuelo pensando que Isabelle no me olvidará nunca, aunque nuestros caminos se separaran. Y seguro que Gianni también recordará siempre la sensación que bramó en su pecho cuando me reconoció en la pequeña cocina de la via Claudia. No se olvida a quien se ha amado, tampoco a un oso.

El resto se explica rápidamente. Se casaron en una pequeña iglesia de Roma, Isabelle era la novia más hermosa del mundo, la más radiante (aunque, por culpa de los nervios, a la pregunta del sacerdote, «
Nella salute come nella malattia fino a che Norte non vi separi
?», contestó «¿Cómo dice?» en vez de «
Lo voglio
», anécdota que después siempre se contaba entre lágrimas de risa), y Gianni era el novio más feliz del mundo. Todavía lamento haberme perdido la ceremonia, pero Hélène, que no me había cogido más aprecio con el paso de los años, impuso su voluntad y tuve que quedarme en casa. Habría sido la única posibilidad en mi vida de participar en una boda, la única. Y la más importante. Pero no me fue concedida.

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