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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (46 page)

—¿Quieres que gire una carta por ti, Mici? —me dijo, mirándome.

Sí, por favor
.

—Muy bien. ¿Estás seguro de que quieres que coja esta carta?

No, esa no. La de la derecha
.

—Bueno, tú lo has querido. Pero yo podría haberte dicho enseguida que las ranas estaban en la carta de la derecha.

Me quedé sin pareja y suspiré.

—Ahora me toca a mí —siguió charlando—. Voy a por los patos.

En la última fila. La que está más a la derecha y la tercera por la izquierda
.

Giró dos cartas. Una no era la correcta.

—Oh, me he equivocado, yo quería la carta de al lado —dijo, y se llevó la pareja aunque antes se hubiera equivocado.

Te estás haciendo trampa a ti misma
.

—¿Qué? ¿Jugando a las parejas contra ti misma? —preguntó de repente Maurus.

Hacía un rato que nos observaba desde la puerta, pero Nina estaba tan absorta en el juego que no lo había visto. Entonces levantó la mirada.

—No, contra Mici. Pero gano yo.

¡
Así cualquiera
!

—¿Te has tomado las pastillas? —preguntó Maurus.

—Sí, a la hora de comer.

—¿Y qué has comido?

—Ilona ha hecho
letscho
. Estaba muy rico.

—Muy bien. —Maurus sonrió—. ¿Crees que el sábado podríamos dar un paseo tú y yo solos? —le preguntó.

Nina lo miró.

—¿Nosotros dos solos? —preguntó la niña.

—Nosotros dos solos.

—¡Sí! ¿Vamos a ir al circo?

—No. Pensaba en ir al Ruszwurm… —dijo, y luego se quedó callado.

¿Quién o qué era ese Ruszwurm? El nombre no me inspiraba demasiada confianza.

El silencio que flotaba en la sala era muy peculiar, y noté que se trataba de algo más que de un simple paseo.

—¿Es por mamá? —preguntó Nina agachando la cabeza.

—Sí, es por eso. El sábado hará cinco años. Y a mamá le gustaba tanto ir al Ruszwurm a tomar café.

—Está bien —dijo Nina, y se bajó de la silla.

—Es bonito recordarla de esa manera, ¿no? Seguro que nos verá desde el cielo y se alegrará de que nos comamos juntos un pastel riquísimo.

—¿Y no se pondrá triste Ilona si vamos solos?

—No, Ilona sabe que ese día nos pertenece a ti, a mí y a mamá —respondió Maurus, hablando cada vez más quedamente.

—Pero tú también te pones siempre muy triste.

—Te prometo que no pondré cara larga. Te tengo a ti, y ese es para mí el mejor regalo del mundo.

Nina miró a su padre con expresión severa.

—¡Nada de ponerse triste! —recalcó con énfasis.

Maurus asintió sonriendo. Poco después sonó el piano en la sala de ensayo. Maurus invocó el verano con su música, y yo seguí pensando en la madre de Nina, de la que hasta cinco minutos antes no había sabido nada. Mi vida era como un rompecabezas, con la diferencia de que yo no sabía qué imagen se formaría al final. Siempre podía aparecer una pieza de la nada y cambiarlo todo. Me fastidiaba no poder hacer preguntas a Nina. Me fastidiaba no poder asomarme más a la pequeña ventana que limitaba el encuadre de mi perspectiva para poder mirar un poco a derecha e izquierda. Me había dejado llevar por las apariencias y había pasado por alto una regla que en realidad me llegaba a las entrañas: nada es lo que aparenta. Todo y todos tienen su propia historia, y lo que uno conoce es siempre el resultado de esa historia. Y, en la mayoría de los casos, había tenido que esforzarme por deducir algunos detalles con el paso de los años. Sin embargo, en algunos puntos quedaban para siempre espacios en blanco que me era imposible rellenar.

Me permitieron ir al Café Ruszwurm —de hecho, me permitían ir con Nina a todas partes—, y fue como hacer un viaje en el tiempo. Elegimos la mesita más próxima a la estufa redonda de cerámica blanca. Nina y yo nos sentamos muy cerca de la estufa, en la que crepitaba el fuego. De los percheros inclinados y cargadísimos que había a nuestro lado me llegó el olor de los abrigos húmedos. El invierno había regresado de nuevo y había comenzado a nevar. Del cielo caían grandes copos de nieve blanca, y eso hacía que la confitería fuera aún más acogedora. En las paredes de color claro colgaban fotografías antiguas que revelaban cuántas cosas habían sucedido en aquellos salones. Estábamos sentados en uno de los sofás bajos que estaban tapizados con terciopelo de rayas verdes y blancas, y se notaban claramente los muelles, que por debajo intentaban abrirse paso a través de la tela. Abrieron la puerta y el cristal del candelabro que había sobre nuestras cabezas tintineó suavemente. Casi sonó como una melodía. Maurus y Nina se miraron y, por razones incomprensibles, supe qué estaban pensando: era mamá, que quería decirnos que está aquí. Y quién sabe, quizá tenían razón.

—¿Estás bien? —preguntó Maurus, cuando la magia del momento se había desvanecido.

Nina puso los ojos en blanco.

—¡Papá!

—Solo preguntaba.

—Quiero un chocolate caliente, ¡como mamá!

Maurus pidió lo mismo, también pidieron el pastel especial del día. Les sirvió una camarera entrada en años y con cara de vinagre. Nina le hizo muecas a sus espaldas y Maurus no pudo evitar reírse. Iba vestida como los criados de los Brown en otra época. En la cabeza llevaba una cofia que se bamboleaba a cada paso que daba. Trajo los platos y las tazas en una bandejita de plata, y lo colocó todo con aire distinguido delante de ellos.


Köszönöm
—Nina le dio las gracias cortésmente, mientras observaba el enorme trozo de tarta que había en su plato.

—Brindo por ti,
Csillagom
—dijo Maurus, y chocó su taza de cacao contra la de la niña—. Y por mamá.

Se miraron y sonrieron satisfechos. A Nina le gustaba que su padre le llamase
Csillagom
, mi lucero.

Intenté imaginar a Laura y Bernard en aquella situación. Seguramente se habrían sentado a una mesa y se habrían lamido las heridas cada uno por su lado, en silencio. Era asombroso observar una y otra vez qué diferentes eran las personas.

Llegó la Pascua. Para mí, por sexagésima octava vez.

Maurus trajo a casa una enorme cesta llena de huevos.

—¡Dios! —gritó Ilona—. ¿Has asaltado una granja de gallinas?

—Cariño, estos huevos me han costado un montón de tiempo y paciencia. Este año quería tener los huevos más bonitos del mundo.

—Bueno, supongo que tendré que pasar los próximos días en la cocina… Qué pena, porque también me gusta sentarme de vez en cuando en la sala de estar —replicó Ilona riendo.

—Podemos ayudarte —dijo Maurus—. Qué raro, fuera no me parecía que hubiera tantos.

Nina llegó corriendo desde la cocina.

—Uy, papá, cuántos huevos.

—Sí, y vamos a colorearlos y a pintarlos todos.

—¡A sus órdenes! —dijo Ilona—. Este año vamos a tener una Pascua muy animada y colorida.

Al parecer, había que preparar un montón de cosas. Habían invitado a Zsuzsa, la hermana de Maurus, y a su hijo Gyula, y la madre de Ilona también había anunciado su visita.

—¿No crees que todo esto será demasiado para Nina? —preguntó un día Ilona.

Y Maurus había contestado:

—Se ha tenido que privar de tantas cosas y le hace mucha ilusión la fiesta de Pascua. No quiero echarle a perder la diversión. Solo tendremos que frenarla un poco de vez en cuando.

Pero frenar a Nina era casi imposible. Los días previos a la fiesta de Pascua los pasamos con Ilona en la cocina. Me encantan las cocinas. Desde la época en Bloomsbury, en la que Lili y yo pasábamos las tardes en la cocina de Mary Jane, las considero un lugar mágico. Están llenas a rebosar de impresiones sensoriales y albergan la alegría de vivir. Creo que las personas se atreven a mostrar allí lo apasionadas que son. La pequeña cocina de Budapest no era una excepción. Ilona preparaba la masa y batía la clara de huevo a punto de nieve hasta que el sudor le empapaba la frente, y Nina la ayudaba con las mejillas enrojecidas en todo lo que podía. Se subió a una escalerilla, Ilona le subió las mangas, y las dos se pusieron a colorear, a hornear y a cocinar. El domingo de Pascua habría estofado de jamón con salsa de rábano picante, y al día siguiente repollo con carne picada y cebolla, todo acompañado con una salsa marrón indefinible. Además, tenían que elaborar una trenza de Pascua para los postres y preparar los huevos. Se lo pasaban en grande.

Nina batió huevos y harina en una fuente con tanto ahínco que enharinó toda la cocina. Quizá por eso nadie, excepto yo, se dio cuenta de que había vuelto a ponerse pálida.

Cuando Maurus comenzó a tocar el piano en la sala de música, las dos pararon un momento.

—¡Papá! —gritó Nina tan fuerte que le dio un ataque de tos—. Papá, ¡eso es una canción de Navidad!

—¿Qué? —preguntó Maurus fingiendo incredulidad—.¡No te creo!

—¡Sí! —exclamó Nina con una risita—. ¡Y estamos en Pascua!

Maurus siguió tocando sin inmutarse. Ilona y Nina se miraron y comenzaron a cantar a coro:


Kis karácsony, nagy karácsony. Kisült-e már a kalácsom? Ha kisült már, ide véle, hadd egyem meg melegében
.

—¡Eh, que estás desafinando! —exclamó Nina.

—¿Qué? ¿Que yo desafino? —dijo Ilona con fingida seriedad—. Pues será porque tu padre toca canciones de Navidad en Pascua. Y solo las sé cantar bien en diciembre.

—Tú escucha —dijo Nina en tono severo—. ¡Es así!

Y se puso a cantar desde el principio, aunque su padre ya había llegado a otra estrofa de la melodía. Mientras cantaba, Nina agitaba la cuchara de madera y las mangas del jersey le resbalaban por los bracitos delgados. De pronto, en mitad del segundo verso se interrumpió. La escalerilla donde se había subido se tambaleó, y cuando Nina cayó Ilona no tuvo tiempo de soltar el jamón para cogerla.

—¡Maurus! —gritó, y la voz le falló por culpa del pánico—. ¡Maurus!

Se arrodilló junto a Nina, que yacía extrañamente retorcida sobre el suelo gris de linóleo, mientras una nube de harina la cubría como una neblina blanca.

Mientras el doctor Szabó volvía a introducir un sinnúmero de agujas y cánulas en el cuerpo lánguido de Nina, Maurus le hacía reproches a Ilona.

—¿Por qué has dejado que se subiera a la escalerilla? —la increpó—. Seguro que se ha mareado.

—Maurus, Nina no se ha mareado —replicó Ilona, masajeándose la frente—. Estaba bien.

—No lo estaba, o no se habría caído.

Maurus me sujetaba con fuerza, sus dedos finos de pianista no paraban de girarme, de palparme, de estrujarme. Su nerviosismo me llegó enseguida al alma. En el momento en que Nina había caído en el suelo de la cocina como una marioneta a la que han cortado los hilos, mi mente había quedado paralizada. La imagen de la niña inerte no se me iba de la cabeza. El pánico se había apoderado de mí. El mismo pánico que había sentido años atrás, cuando Friedrich se había desplomado sin vida delante de mí, cuando su cuerpo había dejado de vivir.

—Maurus, yo no tengo la culpa. Se ha desmayado.

—Pero si no hubieras dejado que se subiera a la escalera…

—¡Ya basta! —masculló Ilona—. Deja de hacerme reproches.

Maurus agachó la cabeza.

—No la vigilabas —dijo quedamente.

Ilona lo miró con tristeza.

—No se puede vigilar a nadie siempre. Así es la vida, Maurus.

Quiso ponerle la mano sobre el hombro, pero él le dio la espalda.

Maurus, ¿qué estás haciendo
?

—Déjame —dijo Maurus—. Déjame.

—Compréndelo, por favor.

—No —contestó él—. Si yo hubiera estado con ella, esto no habría pasado.

—Yo estoy tan preocupada como tú. Nina es… —Ilona lo miró enfadada.

El doctor Szabó asomó la cabeza por la puerta de la sala de curas.

—¿Señor Andrássy? ¿Señora Barinkay? Pueden pasar a verla.

Se levantaron de las sillas de plástico marrón que había en el pasillo. Maurus me apretó con ambas manos.

—Entraré yo solo —dijo, mirando a Ilona fijamente.

¡
No
!

—¿Estás seguro? —preguntó Ilona.

Al ver que Maurus no contestaba y miraba hacia delante, dio media vuelta y se marchó.

Yo estaba perplejo.

Nina no era hija carnal de Ilona, pero no cabía la menor duda de que la quería como una madre. Lo sabía con certeza. ¿Había perdido Maurus el juicio?

Al entrar en la habitación de la enferma noté cómo le palpitaba el corazón. Igual que unos meses antes, Nina yacía en una enorme cama blanca, donde se la veía pálida y muy pequeñita. Maurus tragó saliva y yo reprimí el miedo.

—Nina —susurró Maurus—. Nina, ¡
Csillagom
!

La niña no se movió. El doctor Szabó se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro a Maurus.

—Su sistema inmunológico no es estable. En esas condiciones, basta con un leve resfriado… No se reprochen nada. Ustedes lo han hecho todo bien. Dejaré a Nina ingresada unos días. Sus ganglios linfáticos están muy inflamados y me gustaría examinarlos más detenidamente.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Maurus.

—Bueno, será mejor que Nina se quede hasta que pasen las fiestas. Aquí tenemos más posibilidades de tenerla bajo control. Quédese un rato con ella. Pasaré a verla más tarde.

—Gracias, doctor. Muchas gracias.

Maurus se dejó caer sobre el taburete amarillo que estaba junto a la cama de Nina, y me puso en sus brazos.

—Bueno, Mici —dijo—. Ahora te toca a ti.

Lo sé
.

Apoyó la cabeza en sus manos y se echó a llorar.

Noté claramente que el corazón de Nina aún latía, y eso me alivió lo indecible. Debió de notar mi presencia porque se movió con cuidado.

—Papá —susurró.

Maurus levantó la cabeza.

—Nina, mi lucero, estás despierta.

—Papá —dijo la niña, abriendo los ojos con dificultad—. ¿Dónde está Ilona?

—Está… Ha tenido que… —balbuceó Maurus, mirando avergonzado por la ventana—. No ha sido…

—Estoy aquí, tesoro —oímos decir de pronto a Ilona.

Maurus giró la cabeza de golpe.

—Siempre al pie del cañón —añadió en voz baja, y salió de detrás de la mampara.

Nina cerró los ojos y no vio que Maurus miraba a su compañera, tampoco vio la disculpa muda ni la silenciosa gratitud que impregnaban su mirada. Yo sí lo vi, y también Ilona lo comprendió.

—Es que… —comenzó a decir Maurus—. Ha sido la conmoción…

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