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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (34 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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Cogió aire.

No me hacía a la idea del alcance de los daños, y las cifras no me decían nada, excepto que parecían increíblemente altas. Pero la voz temblorosa de aquel hombre subrayaba la gravedad de la situación.

Aunque Isabelle solo buscaba una aventura, allá la esperaba un verdadero reto.

Casamassima continuó hablando:

—Máquinas de escribir, suministro eléctrico, ascensores, todo está estropeado. Su tarea consistirá en primer lugar en retirar el fango, que se ha abierto paso hasta el rincón más recóndito del edificio. Para que se hagan una idea: en estos días, a cada habitante de Florencia le corresponde aproximadamente una tonelada de fango. La humedad es el peor enemigo del papel, por eso hay que secar las salas lo más rápidamente posible. No me pregunten cuánto se tardará. No lo sé. Procederemos paso a paso. Hay que desinfectar las salas, limpiar los libros, descifrar las signaturas. No se puede prever el final.

Respiró hondo. El grupo calló emocionado.

—Vamos al trabajo —dijo—. Florencia se lo agradecerá.

Repartieron cubos y palas, y los jóvenes pusieron manos a la obra. No volví a ver a Isabelle durante el resto del día.

Estaba impresionado. Aquella catástrofe era distinta de la guerra. Excepcionalmente, los humanos no tenían la culpa de la desgracia que les había ocurrido. Y mi corazoncito de oso de peluche se alegró al ver que ingleses y alemanes, italianos y franceses trabajaban codo con codo y se ayudaban sin decir palabra.

Cuando Isabelle apareció de nuevo, iba sucia y apestaba. Si no fuera un enemigo declarado de las duchas y los baños, quizá le habría aconsejado que se lavara. Pero no había agua limpia en la ciudad, el lodo del río también había cortado el suministro de agua.

—Si
maman
lo supiera —dijo Isabelle, y rió bajito—. Le daría un patatús.

Tu olor también puede provocar un patatús

No me figuré que la cosa iría a peor. Isabelle se restregó el fango seco de la cara y se tumbó rendida sobre la cama.

Sin más palabras, sin cenar y sin lavarse los dientes, se metió en el saco de dormir, me cogió en brazos y se durmió al cabo de unos segundos. La velé, vigilé sus sueños intranquilos y procuré darle fuerzas para el día siguiente.

La luz plomiza del sol entraba a través de las ventanas de la biblioteca, cegadas por la suciedad y la lluvia. El ejército de colaboradores que nos rodeaba se fue despertando poco a poco para empezar un nuevo día con cubos llenos y brazos cansados. Isabelle saltó de la cama más deprisa que de costumbre.

—Mon ami —me susurró al oído—, esta es la mayor aventura en la que he participado.

Ya me lo imagino
.

—Es muy emocionante, como si fuera una buscadora de tesoros. Sabes, esos libros son únicos y tienen un valor increíble. Trabajas con la pala, y de repente aparece un gran volumen encuadernado en piel, con un aspecto muy misterioso.

Me metió en el saco de dormir, todavía calentito, de manera que me asomara la nariz —muchas gracias—, se calzó las botas y se reunió con sus amigos de París.

Pude verlos al otro extremo de la sala, alrededor de una pequeña estufa de gas. Calentaban latas de conserva y servían vino.

Oí la voz aguda de la chica de París que siempre encontraba pegas:

—¿No hay café? ¡No puedo beber vino tan pronto por la mañana!

—Me temo que no —dijo un joven italiano—. No tenemos agua potable. Pero no te preocupes, un traguito de buena mañana ahuyenta las penas y las preocupaciones… Y también el dolor de espalda.

Los demás rieron.

Pensé en el viejo Brioche. Seguro que opinaba lo mismo. Quizá la teoría no carecía de fundamento.

Isabelle se sirvió resuelta y chocó su taza contra la del italiano.

—Brindo por eso —la oí decir.

Sonreí. Nunca le había costado adaptarse a las circunstancias. Menos mal que en casa la habían acostumbrado a beber vino en las comidas.

—Chin chin —dijo el italiano, y preguntó—: ¿Cómo te llamas, hermosa diosa del vino?

Vi cómo lo miraba. Entonces pareció fijarse bien en él por primera vez. Sus cabellos oscuros y rizados, su nariz recta y sus labios carnosos a la romana. Isabelle ladeó un poco la cabeza.

Oh, no, ¡eso no era buena señal!

—Isabelle —dijo coqueta—, ¿y tú, Casanova?

—Stefano. El primer mártir, y también héroe. ¿Te apetece cenar pizza conmigo?

—Sí, ¿por qué no? —contestó Isabelle ingenuamente.

—Estupendo. Y te enseñaré un poco de italiano…

—¡Oh, eso me iría muy bien! —dijo entusiasmada, y mordisqueó el pan seco que alguien le había alcanzado—. Mi italiano es pésimo.

No pude por menos que poner los ojos en blanco. ¡Primer mártir y héroe! Imposible pasar por alto que era un engreído y un arrogante, pero Isabelle había caído en la trampa de sus comentarios baratos. ¡Desde luego! Los celos afloraron en mí y se pusieron en marcha como un pequeño motor que zumbaba. Pero no de alguien así, pensé.

Aquel día, el chico continuó metiéndosela en el bolsillo y haciéndole entre guiños de complicidad comentarios con doble sentido, que ella no entendía. No sé si porque sus conocimientos de italiano eran malos o porque se dejaba cegar por el físico perfecto de Stefano. Era obvio que quería gustarle. Cambió su forma de gesticular, su conducta y hasta el timbre de su voz. Apenas la reconocía. Había puesto rumbo hacia lo inevitable sin inmutarse.

—Stefano es muy elegante, ¿no crees, Mon ami? —me preguntó una noche—. Y es tan increíblemente guapo.

Sí, eso es indiscutible. Pero ¿y qué
?

—Y es divertido.

¿
En serio
?

—Me gusta.

¿Qué sentido tenía oponerse? A Isabelle le gustaba aquel engreído, y, quién sabe, a lo mejor me había equivocado y detrás de sus camelos superficiales se ocultaba un hombre sensible.

La tercera noche, Isabelle se puso unos vaqueros limpios, se pasó la mano por el pelo corto y se pellizcó dos veces en cada mejilla para intentar no parecer tan blanca. Con la ayuda de un pequeño espejo de bolsillo, se pintó los labios con carmín.

—Mon ami —dijo—. Tengo una cita con Stefano, ¿qué me dices?

¿Qué quieres que te diga? Ya lo sé
.

—A ver qué hay de cierto en ese rumor sobre los italianos guapos.

Carraspeé. No valía la pena alterarse. Además, tú no eres su madre, me reprendí, sino un oso. A paso ligero y con el bolso negro colgando, desapareció toda ilusionada.

En mitad de la noche, algo cayó ruidosamente junto a nuestra cama.

—¡Silencio! —gritó alguien.

No podía ver nada. Era oscuro y del exterior apenas entraba luz en el edificio porque la corriente eléctrica aún no se había restablecido del todo. Otra vez ruido.

Isabelle.

Está borracha, pensé. Ahora se tumbará en la cama y repetirá la frase: «Mon ami, estoy enamorada». Las penas comenzarían de nuevo desde el principio. Ahora que ya nos habíamos olvidado del profesor y ya no teníamos que escuchar únicamente a Joan Baez, sino que los Beatles también entraban en el programa. Me preparé interiormente.

—Venga,
topolina
. Unas caricias más.

¿
Qué
?

—No —oí decir a Isabelle—. Déjame. No me encuentro bien.

—Ah, ya, no te encuentras bien. Pues hace un momento estabas estupendamente.

Stefano. Aquel individuo repugnante.

—Me sientan mal esos cigarrillos de hachís. Por eso no me encuentro bien.

La había visto fumar alguna que otra vez, pero, aparte de que luego siempre olía raro, nunca me había percatado de que fumar le sentara mal.

—¿Por un porrito de nada? ¿Pues para qué fumabas?

—Quería probarlo.

—¿Y me lo agradeces dándome calabazas? Venga, no te pongas así.

¡
Quítale las manos de encima a Isabelle
!

—Para, me haces daño. Te estás pasando.

Se oyó como si pelearan. Alguien se cayó de la cama. Otra vez ruido. Isabelle. Noté su cuerpo familiar.

—Ahora se hace de rogar la pequeña —dijo Stefano con sarcasmo—. Siempre pasa lo mismo con vosotras, francesitas estrechas.
Porca miseria
!

—Déjame en paz,
stronzo
. Vete a fumar porros con otra.

No sabía que Isabelle dominara las palabrotas en italiano. ¡Bravo! ¡Bravo!

Stefano se inclinó sobre ella. Oí sus voces muy cerca.

—Me has estropeado el plan —dijo en voz baja y amenazadora—. Te aconsejo que no vuelvas a hacerlo nunca más.

Oí la respiración agitada de los dos. Isabelle tenía miedo, lo noté perfectamente. Pero ¿por qué no huía?

—Pero tienes unos pechos pequeños y suaves —prosiguió Stefano, hablando entre dientes—. Demasiado bonitos para…

Oí que intentaba quitarle la ropa a Isabelle.

—¡No! —la oí decir con voz ahogada—. ¡Déjame!


Vaffanculo
—gritó de repente una voz desde la oscuridad—.
Lascia la ragazza in pace
!

—Mierda —masculló Stefano, y se apartó de Isabelle—. Mierda.

La empujó de mala manera cuando intentó levantarse.


Puttana
!

Cuando Stefano desapareció en la oscuridad, Isabelle se incorporó lentamente y lo miró alejarse en las sombras. Luego se dejó caer sobre la cama, me cogió en brazos y se echó a llorar quedamente.

—No hay nada detrás de esos machos. Absolutamente nada —me dijo al oído, mientras se sorbía los mocos—. Yo solo quería ir a cenar con él.

Pobre corderito
.

—Y además, todos hemos venido aquí a ayudar. ¿Quién iba a esperarse que hubiera alguien así?

No podía ofrecerle ninguna respuesta. Nadie espera nunca que puedan hacerle algo malo, y ocurre muchas veces. No todos llevan la bondad en el corazón, eso lo tuve muy claro cuando conocí a Brioche.

Isabelle se durmió sin siquiera taparse, exhausta. Intenté confortarla tanto como pude.

No hay quién entienda a las personas, pensé. Todo aquello no tenía nada que ver con el amor.

A la mañana siguiente, a Isabelle le costó salir de la cama. Tenía los párpados hinchados y me di cuenta de que había perdido todo su ímpetu. Se vistió con desgana. Mi pequeña Isabelle resistía valerosa.

Observé desde la cama lo que sucedía en la cocina provisional. Stefano sostenía un vaso de vino y se reía a carcajadas de un chiste que él mismo había contado. No se dignó mirar a Isabelle, le dio un pellizco en el trasero a otra y esparció su encanto empalagoso.

Isabelle se escabulló enseguida. Manoseó inquieta el paquete de cigarrillos que llevaba en el bolsillo del pantalón y se encendió uno. La seguí espantado con la mirada. Y no logré librarme de la sensación de que alguien más la observaba.

Me parecía que vivíamos desde hacía una eternidad en aquel extraño mundo de lodo y frío. En una atmósfera cargada de euforia, determinación y espíritu combativo.

Los «ángeles del fango» se convirtieron en una comunidad unida. Comían y bebían juntos, dormían en la misma sala y vivían según sus propias reglas. Daba la impresión de que se sentían realmente ángeles. Se elevaban por encima de las cosas, y sobre ellos brillaba la aureola de los cooperantes voluntarios. Florencia estaba a sus pies.

Isabelle se había rehecho gracias a esa estrecha unión. Trataba a Stefano como si no existiera y pasaba por delante de él orgullosa y con la cabeza bien alta. Lo ignoró antes de que él pudiera ignorarla.
Mademoiselle
Marionnaud no se dejaba humillar tan fácilmente. No por un…, en fin. Pasaba noches enteras discutiendo con los demás cooperantes sobre quién hacía mejor música, si los Rolling Stones o los Beatles (nosotros estábamos a favor de los Beatles), y sobre si valía la pena ver las películas de Truffaut o eran absurdas (nosotros estábamos a favor de ir a verlas). Juntos echaban pestes del capitalismo y la guerra de Vietnam (yo no sabía nada del capitalismo, y no tenía ni idea de dónde estaba Vietnam. Si he de ser sincero, aún no lo sé, pero jamás habría pensado que, después de la terrible guerra de los años cuarenta, un país volvería a ir a la guerra voluntariamente. ¿Es porque mi cerebro de oso de peluche no da más de sí, o son las personas las que no dan más de sí?). En aquellas noches frías de invierno en Florencia, a aquellos jóvenes nunca se les acababan los temas de conversación y yo escuchaba con los oídos muy abiertos. Los admiraba. Tenían mucha fuerza y energía.

Retiraban incansables el barro con las palas. Mientras yo vigilaba aquel mar de camas abandonadas, desde la planta baja me llegaban sus gritos.

—Formaremos una cadena —gritó alguien—. Pasad los cubos.
Hey you, send the bucket over here
!
Move on, move on
!

—¡No tan deprisa! —gritó otro—. Las chicas no pueden ir tan deprisa.

—¿Qué? ¡Repite eso! —gritó indignada una joven.

—¡El sexo débil no puede ir tan deprisa!

Se oyeron risas, luego un grito y enseguida un guirigay de voces; chillaban y reían.

¿Qué estaban haciendo? Parecía que se arrojaran barro.

—Eh, en la cara no, guarro —oí decir a una voz de falsete.

Luego, Isabelle:

—¡Esta me la pagas! ¡Toma!

¿Iba dirigido a Stefano? Esperé que sí. Tendrías que comer barro, tú, que te atreves a abusar de mi Isabelle.

La voz del director Casamassima puso fin al barullo.

—Por favor, por favor,
signori
, señores, por favor —exclamó—. Se trata de la literatura. ¡Por favor!

Las risas se apagaron. Lástima, parecían tan desenfadadas. Pero el director era severo. Pronto volvió a oírse el rascar de las palas. Habían vuelto al trabajo.

—Somos los héroes de Florencia, sin nosotros estarían perdidos —se rebeló un inglés con voz profunda—. ¡Tenemos derecho a divertirnos un poco!

El afán de ayudar se transforma rápidamente en presunción, pensé.

—Creo que tiene razón. No estamos en un campo de trabajos forzados —se sumó una chica.

El murmullo aumentó.

—No. Lo hacemos voluntariamente —dijo un italiano—. Y si a alguien se le han pasado las ganas, puede marcharse.

—Pues en marcha, Batman —replicó secamente el inglés—. Todavía quedan un montón de libros por salvar.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se les había subido la fama a la cabeza? Me pregunté qué opinaría Isabelle, la aventurera, del asunto. Pero ella tenía otras cosas en la cabeza.

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