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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (28 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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Melanie posaba los ojos muy abiertos en uno y en otro. Creo que nunca había oído hablar tanto a alguien. Yo la aventajaba un poco, solo había que recordar a Elizabeth. Franziska rodeó a su hija con el brazo y la estrechó. Sonrió. Yo estaba entre las dos y volví a sentirme vivo por primera vez en mucho tiempo.

En la casa del número 3 vivía la familia Finster, un apellido que significa nada menos que «tenebroso». Desde el principio me pareció que ese apellido no casaba con aquella gente. A veces, en las largas horas de reflexión, pensaba que seguramente les habían dado ese apellido sin preguntarles si les gustaba o no. En ese aspecto, a ellos no les había ido muy distinto que a mí.

Los Finster no eran nada tenebrosos. La señora Finster era una mujer dulce, tocaba el piano y le gustaba leer libros. Tenía la piel blanca y los ojos de color avellana. El señor Finster trabajaba de oficinista en la ciudad y era muy correcto. Siempre vestía con traje; solo al atardecer se quitaba la corbata y se ponía unos zapatos cómodos. Llevaba unas gafas gruesas y cojeaba un poco de la pierna izquierda, pero nadie sabía por qué.

Eran discretos. Tan discretos que apenas se les notaba. Y, no obstante, sería la señora Finster la que un día estaría en nuestra cocina y nos recordaría que no hay que renunciar a la esperanza antes de que realmente esté perdida.

No nos hacían muchas visitas, sospecho que porque ella le tenía miedo a Viktoria. Si fuera así, lo comprendería, porque Viktoria era ruidosa y directa, en tanto que la señora Finster era más bien silenciosa y reservada.

A pesar de su discreción, los Finster pertenecían a Dreihausen igual que el castaño de la plaza del pueblo. Marga Möhrchen tenía más talento para entenderse con la señora Finster que Viktoria. Las mujeres se intercambiaban novelas y tomaban café juntas, cuando había. Y eso ocurría en muy pocas ocasiones.

El raro del pueblo se llamaba Dr. Caspar M. B. Wippchen. Al menos, Viktoria lo tildaba de raro; yo no puedo afirmar que me pareciera tan extraño. Simplemente, era él mismo. Pero eso le daba a Viktoria motivos para numerosas conjeturas:

—Wippchen es un bicho raro —dijo, después de que Franziska y Fritzi ya se hubieran enterado de todas las cosas interesantes sobre Marga y Julchen—. Tiene el título de doctor, imaginaos. Incluso lo ha puesto en la placa del timbre. Nadie sabe con exactitud de dónde es. A juzgar por el acento, de algún lugar del oeste. Tal vez de Renania o de Eiffel. Pero vive aquí desde hace una eternidad y realmente no puedo decir nada malo de él. Siempre es muy cortés cuando te lo encuentras. Por alguna razón, Julchen le ha cogido mucho cariño. Pero no sé. Wippchen habla tan poco de sí mismo… Si fuera médico, podría decirlo tranquilamente, ¿no? En serio. Bien puede haber una urgencia. Julchen cree que mira las estrellas, es un astro no sé qué. Pero ¿para qué hace falta entonces lo de doctor? No lo entiendo…

—Mamá, estoy segura de que… —comenzó a decir Fritzi, pero su madre la interrumpió.

—Bueno, aquí son gente muy maja. Todos nos ayudamos. También Wippchen. A veces me pregunto cuántos años tendrá…

—Mamá, estoy segura de que pronto los conoceremos.

—Sí, tienes razón, hija. Quizá tendríamos que invitarlos. Podríamos…

—Mamá, creo que primero tendríamos que dormir un poco.

Franziska bostezó para respaldarla, y Melanie murmuró soñolienta algo cuando su madre se levantó.

—¿Quieres que la abuela te lleve a la cama? —preguntó Viktoria, y le acarició la cabeza a Melanie.

Noté que la niña se quedaba paralizada. Miró indefensa a su madre.

—Eso estaría bien, ¿no? —dijo Fritzi, animando a Melanie con una sonrisa.

—No —contestó Melanie, y volvió la cabeza.

Igual que la señora Finster, Melanie también le tenía miedo a su abuela. Era una extraña para ella, y a Melanie no le gustaban los extraños. Eso no era una novedad.

¿No es inaudito? Aunque en todos los años que pasé en la mano de Melanie nunca tuve la sensación de que la niña me percibiera, no como personalidad (y eso que tampoco es tan inapreciable), siempre supe que desempeñaba un papel importante en su vida. Aprendí a interpretar sus emociones, sabía cuándo tenía miedo y cuándo estaba contenta, cuándo tenía hambre, cuándo se sentía sola y cuándo no soportaba a la gente que la rodeaba. Aunque nunca me estrechó, nunca hundió su nariz en mi pelo, sino que solo me llevaba arriba y abajo colgado de su mano izquierda, yo era su puntal, y di lo mejor de mí mismo para mantenerla en este mundo.

Tal vez Franziska era frágil, pero también era inquebrantable. Melanie me parecía mil veces más vulnerable.

Aunque Julchen solo tuviera tres años más que Melanie, entre las dos niñas había continentes enteros de diferencia. Lo único que tenían en común era que ambas llevaban trenzas, pero ni siquiera eran del mismo color. Julchen tenía el pelo castaño oscuro y grueso; Melanie, rubio claro y fino.

Al principio, Julchen se esmeró con Melanie. La perspectiva de tener por fin una amiga en el pueblo la estimuló enormemente.

—¿Quieres mi muñeca? —le preguntó a Melanie la primera vez que se la encontró—. Te la regalo.

—No —dijo Melanie—. No necesito muñecas.

—¿Quieres ver mis vestidos? Los ha hecho mamá. A lo mejor también puede hacer un vestido para tu osito.

—No. Ole no necesita vestidos.

En eso tenía razón. Solo me habría faltado un vestido.

—¿Tu mamá también sabe coser? —siguió insistiendo Julchen.

—Sí.

—¿Y dónde está tu papá?

—En Inglaterra.

—Mi papá también se ha ido. Por suerte, dice mamá. ¿Tu madre también está contenta de que tu padre se haya ido?

—No.

—¿Jugamos a que yo hago de madre? Tú podrías ser el papá y tu osito el niño.

—No —dijo Melanie, y miró muy seria a Julchen con sus grandes ojos azules.

Me cogió del brazo y dejó plantada a Julchen.

Así de deprisa puede brotar y morir una esperanza.

Había comenzado tan bien… Había visto los ojos de Julchen y le había cogido cariño. Deseaba tanto jugar con ella, jugar por fin otra vez. Pero mi cabeza siguió martilleando contra la rodilla de Melanie, y desaparecimos en la sala de estar.

¿
Por qué no quieres jugar? ¡Julchen es una niña simpática! Eres una cabezota. ¡Yo quiero jugar con ella
!

—No —dijo Melanie en voz tan baja que solo yo pude oírla, y se escabulló hacia el rincón, detrás del sofá—. No.

Tenía su propia cabeza y, en su cabeza, su propio mundo. Y allí solo cabían las personas que ella elegía. En el otoño de 1944, pocas semanas después de nuestra llegada, escogió al tío Albert. Simplemente, se puso a su lado mientras él seguía con la vista un avión en el crepúsculo vespertino. Deslizó en silencio su manecita derecha (de la otra colgaba yo) en su gran mano izquierda, y también levantó la mirada al cielo.

—Seguro que era el V1 —dijo Albert—. El arma prodigiosa de Goebbels contra los Tommy.

—Uve uno —dijo Melanie pensativa, y levantó la vista para mirarlo.

Albert asintió con la cabeza.

Los dos callaron en armonía y se hicieron amigos.

Él hablaba poco, igual que ella. No hacía preguntas y no la obligaba a jugar. Simplemente, dejaba a la niña en paz. Ella era la única que podía mirar cuando trabajaba en su colección de mariposas. A Melanie le gustaba sentarse tranquilamente a su lado, y yo me alegré al notar que en aquel corazoncito infantil también tenían su hogar, junto al pesado silencio, la felicidad y la satisfacción.

Por primera vez en mucho tiempo, me dio la sensación de haber llegado. A algún sitio. A un lugar donde la guerra estaba muy lejos y no había soldados. Pero, como era de temer, aquel bucolismo engañaba. Volvieron los soldados. Apenas medio año después, alcanzaron nuestro pueblo, y Melanie y yo fuimos los primeros en verlos.

La primavera todavía no se había instalado del todo, pero durante el día hacía calor. Los abedules resplandecían con un verde pálido, y el gran castaño, bajo el que Melanie y Julchen habían recolectado el otoño anterior los resplandecientes frutos marrones, volvía a extender sus hojas formadas por siete hojuelas. Melanie rondaba por el jardín cogiendo escarabajos.

Llegaron en convoy, y alguna cosa en ellos era distinta, aunque no sabría decir de qué se trataba. Melanie se agachó detrás de la verja del jardín, pero ya era demasiado tarde, un soldado del último vehículo la había descubierto. Paró.


Hello, little girl
—exclamó—.
How are you
?

Melanie estaba paralizada de miedo. No se movió, solo se aferró a mi brazo y miró al extraño.

No eran soldados alemanes. Tampoco eran soldados ingleses. Aquel acento abierto me recordó enseguida al tío Max de Brooklyn. Eran americanos, lo noté al oír la primera frase.


Do you want some chocolate
? —preguntó el soldado—. ¿Chocolate?

—No —articuló Melanie—. No.

Creo que ni ella ni yo entendíamos ya el mundo. Probablemente, yo menos que ella. Los soldados no se comportaban así cuando ocupaban un pueblo. Quizá los americanos eran cordiales por naturaleza, pero a mí, experto en la guerra a aquellas alturas, aquel comportamiento me pareció de lo más extraño.

Me hirvió la sangre.

¿
Qué buscáis aquí? ¿No podéis dejarnos en paz? Hemos perdido todo lo que amábamos. ¿Qué más queréis arrebatarnos
?

El vehículo siguió hasta detenerse delante de nuestra casa. El joven soldado bajó de un salto y llamó a la puerta; el ruido despertó a la abuela Viktoria de su siesta sagrada. Se reunieron todos en la puerta, y Julchen y Marga Möhrchen se acercaron a la verja. La señora Finster estaba en el porche, mirando.


I have to make an announcement
—dijo ceremoniosamente el soldado—.
The German government has declared their unconditional surrender
.

Viktoria lo miró interrogativa. No sabía inglés. Excepto yo, allí nadie sabía inglés. Y así fue como yo supe antes que los demás que la guerra había acabado. Alemania había capitulado. Todo había terminado.

Mientras yo casi me desintegraba de alivio, Viktoria miró perdida a Fritzi, que a su vez miró a Franziska, que a su vez se encogió de hombros.


Germany has lost the war
. Guerra acabado —dijo el soldado con una amplia sonrisa—.
You want some chocolate now
? —volvió a preguntarle a Melanie.

—No —contestó Melanie, y se escondió detrás de Franziska.

—¡Pero yo sí! —exclamó Julchen entusiasmada—. Me encanta el chocolate.

Pasaron los años.

Los habitantes de Dreihausen se dedicaron a recomponer sus vidas.

Se hicieron planes y se trabajó, se vivió, mirando siempre adelante. La nostalgia por un mundo indemne era incontenible.

Franziska empezó a trabajar de mecanógrafa en una gran oficina. Por la mañana, se puso un traje gris, se ocupó de que la costura de las medias quedara recta, se caló un sombrerito redondo y se fue a la parada del autobús interurbano. De noche explicó que se sentaba con otras cincuenta mujeres en una sala enorme y todas picaban al compás en sus máquinas de escribir.

Fritzi había encontrado trabajo de auxiliar en la pequeña consulta de un médico rural, y Julchen había conseguido una plaza en la escuela de economía doméstica de Marburgo para que hicieran de ella una persona como Dios manda. Marga Möhrchen quería lo mejor para su hija.

Aquel día de verano de 1951 en que Fritzi y Franziska, a las que allí también llamaban las chicas Rosner, aunque por aquel entonces ya pasaban las dos de los cuarenta, doblaron por la esquina con su escúter Bella rojo, ya hacía tiempo que nos habíamos acostumbrado a que imperara la paz. Al menos, lo hacíamos ver.

Intentábamos hacer ver que nos habíamos acostumbrado a que aquella guerra les hubiera costado la vida a Friedrich y a Hänschen.

Intentábamos hacer ver que podíamos vivir sin ellos.

Intentábamos hacer ver que no nos preguntábamos constantemente en silencio qué había sido de Marlene y Charlotte.

Nos habíamos acostumbrado a que no cayeran bombas, aunque el estallido de cualquier motor de arranque defectuoso cubría de espanto sus caras.

Finalmente, nos habíamos acostumbrado a que los americanos estuvieran siempre en nuestro entorno y fueran los amos del cotarro. Los estadounidenses, los hombres del país de las oportunidades ilimitadas. Trajeron algo más que chocolate: el chicle, por ejemplo.

Después de que Melanie venciera el recelo y un día aceptara un «chuingam», nunca llegó a hartarse. De noche, cuando se iba a dormir, pegaba la masa gris en el armazón de la cama y, a la mañana siguiente, se lo metía enseguida otra vez en la boca. De ese modo, un chicle le duraba casi una semana.

—De verdad que no son de mucha ayuda, esos americanos —dijo Viktoria una noche en la que se habían reunido todos para tomar un ponche al que llamaban «Kalte Ente», y Melanie se sentó con ellos, callada pero masticando con la boca abierta—. Qué disparate darles a los niños esas cosas horribles.

Yo compartía totalmente su opinión. El chicle era enemigo de todo oso de peluche.

—Y no solo los niños —añadió Viktoria lanzando una mirada severa a Albert, que el día antes le había pedido a un soldado americano que le regalara un paquete de Lucky Strike, porque quería volver a fumar tabaco de verdad de una vez por todas.

—Bueno, a mí me parecen súper —dijo Julchen, se mordió el labio inferior y puso cara de disculpas—. Son muy amables…

—Súper —dijo Marga Möhrchen, lanzando una mirada elocuente a Viktoria—. ¿Es una palabra americana?

—Ni idea. Pero me parece súper.

Viktoria suspiró. No obstante, parecía muy satisfecha aquella suave noche de verano. El mirlo cantó su canción vespertina, el tío Albert sirvió ponche, todo volvía a estar por fin en perfecto orden.

Callaron.

Nadie miraba atrás en aquella época. Estaban contentos de que todo hubiera acabado. Pero el pasado no quería que lo barrieran debajo de la alfombra y exigió sus derechos a su manera.

La señora Finster llamó suavemente a la puerta de la cocina mientras Franziska y Melanie limpiaban patatas para la comida. Habría patatas cocidas con piel, acompañadas de requesón y aceite de linaza. Yo estaba en el banco rinconero y las miraba.

—Perdonen que las moleste —dijo la señora Finster.

—No molesta —dijo Franziska—. Solo estamos preparando la comida.

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