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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (26 page)

Así era Friedrich: en su mente ya estaba en casa.

Sonrió.

Y aún sonreía cuando la bala que llegó por la izquierda desde el granero le atravesó el pecho.

Resbalé lentamente de sus manos y caí sin hacer ruido sobre la gélida nieve.

5

L
a esperanza es lo último que se pierde.

Menuda frase. Pero, al menos para mí, es acertada.

En mi vida había habido muchas ocasiones para perder definitivamente la esperanza. Pero, oh, milagro, todavía perdura.

Y, francamente, creo que se lo debo a Alice, porque me da la sensación de que la esperanza y el amor están en cierto modo estrechamente unidos.

Qué ironía del destino que me haya llegado la hora a causa de mi amor. No puedo aceptarlo sin más.

Simplemente, no me lo creo.

La escritora volverá.

No es de las que abandonan. A mí me ha causado la impresión de que no es de las que se arredran. Luchará y ganará.

Me llevará con ella y nos iremos a casa. Mañana nos reiremos de este día.

Siempre me han salvado.

¿Qué habría sido de nosotros en aquella guerra si la esperanza no nos hubiera llevado adelante, al día siguiente, al año siguiente?

Los esperanzados

U
n cálido viento estival soplaba sobre el diminuto pueblo de Dreihausen y nos traía unos acordes musicales. Procedían de la casa vecina. Marga Möhrchen le había regalado a su hija Julchen por su decimosexto aniversario el transistor que tanto deseaba. Había ahorrado el dinero quitándoselo de la boca, y los diez marcos que faltaban se los había prestado el tío Albert por tiempo indefinido con la condición de que lo guardara en secreto. En la radio sonaban sin cesar las canciones de moda del país y del extranjero.

A mí me parecía fantástico. Me gustaba la música de la radio.

Cuando Viktoria Rosner ponía alguna pega porque «por una vez» quería echarse una siestecita tranquila en la tumbona del jardín, Julchen meneaba su vestido rojo de lunares alrededor de las rodillas y contestaba como si nada:

—Pero, tía Vicky, yo quiero ser cantante y famosa, y para eso hay que practicar. —Y luego, para demostrarlo, cantaba a pleno pulmón—: «Viajo con mi Lisa a la torre inclinada de Pisa».

Aquel día Viktoria se había tapado los oídos con algodón y de esa guisa hizo su siestecita tranquila. Su hermano, el gruñón del tío Albert, había desaparecido en el interior de la casa para preparar un ponche para la noche y, seguramente, tomarse de paso una copita a escondidas.

Melanie y yo estábamos sentados sobre las baldosas de la terraza. Ella contemplaba unas hormigas que intentaban transportar medio terrón de azúcar. A veces les ponía un palito en el camino y observaba cómo eludían el obstáculo. A veces, simplemente aplastaba unas cuantas y luego miraba cómo las demás hormigas se ocupaban de las víctimas del atentado.

Melanie tenía doce años y era una niña rara. Pero hacía mucho que eso no me importaba.

Disfruté del sol cálido sobre mi piel y escuché romántico a Julchen, que se había tumbado en la hamaca y cantaba con voz entusiasta «Bella, bella, bella Marie, mantente fiel a mí, volveré mañana al amanecer, bella, bella, bella Marie, nunca te olvides de mí», y alargó el «mí» de manera casi desmesurada.

—Oh, Capri —suspiró teatralmente cuando la canción de Rudi Schuricke acabó—. Suena tan hermoso. Me pregunto si algún día veré el sol rojizo de Capri.

—Es el mismo sol que tenemos nosotros —dijo Melanie en voz baja, y se quitó una hormiga de la pantorrilla desnuda.

—¡No tienes sentido del romanticismo! —se lamentó Julchen—. Claro que para qué, si todavía eres una cría.

Pero yo sí. Comprendo a la perfección a qué te refieres
.

Melanie calló, y Julchen cantó alegremente: «Hey, vamos al agua a retozar, como un pececito, mira qué bonito, y solo tu hermanita no se atreve a entrar…».

Yo sabía muy bien que, al otro lado del seto, el doctor Caspar M. B. Wippchen estaba sentado en un banco debajo de su peral y también escuchaba con atención, probablemente con tanto sentido del romanticismo como yo. Creo que incluso oí alguna que otra risa ahogada. El humo de su puro ascendía a bocanadas y lo delataba. El hombre disfrutaba de aquellas tardes.

Julchen era la pincelada de color en Dreihausen. Imprimía vida al pequeño pueblo. Y nadie se hartaba de color y vida en aquella época.

De pronto sonaron unos bocinazos como graznidos en la agradable quietud de la tarde. Recordaban un poco a un viejo claxon como los de antaño, en Londres. Viktoria abrió los ojos perpleja y se quitó el algodón de los oídos. El tío Albert se asomó a la ventana de la cocina. Melanie se levantó de un salto, me cogió del brazo y rodeó la casa.

—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! —gritó emocionada—. Tío Albert, ¡ya vienen!

En los adoquines de la calle principal de Dreihausen se detuvo un escúter de color rojo vivo, en el que iban montadas Fritzi y Franziska. Estaban radiantes.

—¿Qué decís ahora, criaturas? —exclamó orgullosa Fritzi, que iba al manillar.

—¿A las mujeres también las dejan usar esos vehículos hoy en día? —preguntó el tío Albert.

—¡Vamos, tío Albert! —exclamó Fritzi en tono de reproche.

—¡Es monísimo! —dijo Julchen, batiendo palmas. La cola de caballo de su pelo castaño oscuro se balanceó arriba y abajo con el entusiasmo—. ¿Me dejaréis subir algún día?

—Pues claro, pronto serás mayor —dijo Fritzi.

Las dos bajaron del vehículo entre aplausos.

—Se llama Bella —comentó Franziska, y tenía la cara radiante de alegría y optimismo.

Era tan bonito verla feliz…

Corría el año 1951 y todos querían ser felices. Las esperanzas se apoyaban en el futuro, y este se auguraba muy prometedor. Nadie quería pensar en lo que habíamos dejado atrás. Nadie quería recordar el sufrimiento. Un manto de silencio lo cubría pesadamente, con la esperanza de que las penas resultaran más soportables.

Los comprendía. Y, aunque hubiera podido hablar, no habría tenido nada que decir. De qué se podía hablar cuando se había perdido todo.

Después de aquella noche gélida en Gol, en la que todas las esperanzas que Friedrich albergaba en su corazón fueron despedazadas por una bala, los acontecimientos se habían precipitado.

Me enviaron de vuelta a Alemania, ciego y sordo por la pena. No me atreví a pensar qué me esperaría allí.

Habían empaquetado los objetos personales de Friedrich en una caja de cartón para mandársela a Marlene. Yo incluido.

Ingvild lo había plegado todo en silencio y con cuidado, casi como lo había hecho Marlene cuando íbamos a partir de Colonia, hacía una eternidad. Al final, me puso a mí encima de todo. Luego entregó las cosas de Friedrich a un oficial del ejército alemán que esperaba.

—El oso de peluche era importante —le había explicado al oficial, chapurreando en alemán—. Tiene que ser para su mujer.

Oí sollozar a Guri.

Luego, la tapa de la caja se cerró sobre mí y por fin se hizo la oscuridad. No quería ver nada más.

Un oso llora para sus adentros.

Fue Fritzi Rosner la que abrió la tapa. Al contrario que Marlene o Franziska, ella tuvo la fuerza para desembalar las cosas de su concuñado; también había desembalado las cosas de su hermano Hänschen. Lo hacía para comprender y para poder soportar mejor la pérdida.

—Ah, Ole —dijo, y suspiró al cogerme con la mano—.¿No podrías haber protegido mejor a Friedrich?

¡
No! ¡Yo no tengo la culpa! Qué podía hacer yo, ¡solo soy un oso
!

Sacó de la caja las camisas y los calcetines, y el sobre con sus papeles. Sobre la mesa cayó pesadamente la tortuguita de oro que habían puesto sobre su chapa de identificación. Fritzi me cogió en brazos y acarició con el pulgar la pequeña alhaja, que había sido un talismán de la tía Lottchen. Luego me llevó con Marlene, que estaba en la cama, durmiendo. Encima de la mesita de noche había dos fotografías. Un retrato enmarcado donde se veía a Friedrich recogiendo un ramo de flores y saludando feliz a la cámara en la orilla del Rin, en Colonia. Al lado, una foto de Ingvild, Guri y yo sentados en el banco. Me embistió una oleada de melancolía.

Cuando Marlene despertó, yo estaba a su lado. Volvió la cabeza y me miró. Me cogió en silencio con las dos manos y me apretó contra su cara. Sus lágrimas desaparecieron en mi pelo.

Sentí su dolor, su soledad y su desesperación. Todos los sentimientos que albergaba me invadieron con una fuerza casi indescriptible.

Solo quedábamos nosotros.

No.

Había alguien más. Y ese alguien se anunció con un chillido estridente. La primogénita de Friedrich. La niña se llamaba Charlotte y era tan grande como yo. Estaba en una cuna junto a la cama y reclamaba toda la atención.

Marlene estaba tan desesperada como agradecida por aquella pequeña criatura en la que continuaba viviendo Friedrich. La ayudaba. Le daba sentido a su vida. En aquella guerra, que tantas vidas arrebataba, todavía podía nacer una nueva. Casi me sentí aliviado al comprenderlo.

Nunca había visto a un niño tan pequeño. Me acordé de Marie, la mujer de Jean-Louis, que se encontraba en avanzado estado de gestación cuando huyeron de París. Así pues, aquel era el aspecto de los niños recién nacidos. A pesar de la tristeza por mi amigo, me sentí extrañamente conmovido y feliz cuando vi aquella cosita sonrosada.

Me consoló darme cuenta de que la felicidad y la tristeza no parecían excluirse.

Charlotte no podía hablar ni caminar, solo agitaba los brazos y las piernas y emitía ruidos similares a gárgaras y barboteos. Aparte de eso, nada. Así pues, bien mirado, externamente no éramos muy diferentes. Quería estar con ella cuando lloraba, no quería perderme ningún instante en que riera o berreara. Era como si me sintiera culpable por Friedrich. No había podido protegerlo. Pero su hija encontraría en mí al menos a un amigo tierno y suave.

No es fácil describir cómo me sentí en aquella época. Aunque solo había sido uno de mis dueños en una larga lista, la despedida fue muy diferente de todas las que había vivido hasta ese día. Y he tenido la suerte de que a la mayoría de mis dueños los he perdido de una manera distinta a como lo perdí a él.

«Las personas y los animales nacen y algún día tienen que morir», le había explicado Ingvild a la pequeña Guri cuando sacrificaron a la vaca Mulla. Probablemente había que aceptarlo, y punto. Sin embargo, no lo comprendía. Yo seguía vivo y Friedrich estaba muerto. Se había ido, y punto. No podía imaginar, como había hecho otras veces, que disfrutaba de la vida en algún otro lugar, mientras a mí el destino me conducía a una nueva aventura. Tardé en ser consciente de lo que realmente significaba. Y a veces todavía ahora me pregunto si realmente se puede comprender.

No nos dieron tiempo para lutos.

Los ingleses salían de caza todas las noches y descargaban sobre Colonia una lluvia de bombas tan densa que ni siquiera los ratones podían escapar.

Todas las noches corríamos hacia el búnker situado a la vuelta de la esquina. Marlene nos sujetaba con fuerza a Charlotte y a mí, envueltos en una manta, y corría por el barrio de Nippes. Bajábamos a toda velocidad por la Neusser Strasse hacia el refugio antiaéreo, donde encontrábamos a la señora Schmitz y al señor Ploemacher, y otras personas del barrio. Así noche tras noche, durante dos años, mientras Colonia se desmoronaba a nuestro alrededor.

Me provoca una sensación de irrealidad decirlo, pero mi recuerdo de esa época es un caos indefinido, en el que solo destaca claramente un único sentimiento: la esperanza de que fuera la última vez que sonaba la alarma aérea. De que nunca más nos despertara el sobresalto. De que la guerra tuviera un final. Pero las sirenas aullaban una y otra vez.

Charlotte pronto me sacó una cabeza, cada día era un poquito más grande. Al contrario que yo, ella aprendió a andar y pudo pronunciar palabras sueltas; lo admito, a veces me corroía la envidia, pero no por eso la quería menos. Marlene procuraba que siempre durmiera en la cama de Charlotte y que siempre estuviera a su alcance cuando la pequeña lloraba y no había manera de tranquilizarla.

¡Porque yo sí podía! ¡Mis habilidades para tranquilizar bebés no han sido nunca igualadas! Tan pronto como me acostaban con ella, Charlotte me agarraba la oreja derecha y me la acariciaba entre los dedos hasta que se dormía. Suave y pacíficamente, y llena de confianza.

Las perdí a las dos el 27 de abril de 1944.

Era la una de la madrugada, y aquella noche se nos había hecho tarde. Franziska y Fritzi habían estado en casa, se habían intercambiado cupones de racionamiento y se habían ayudado con distintos alimentos. Marlene estaba amodorrada cuando la alarma comenzó a bramar. Nos sacó de la cama por enésima vez. Pero, esa noche, los aviones de la Royal Air Force fueron más rápidos que de costumbre. Apenas nos dieron cinco minutos para llegar al refugio antiaéreo.

Leo, pensé. Ojalá no participe. Fue como si viera su cara infantil furibunda y pensé: ojalá no participe. Eso pensé aquella noche.

El cielo estaba estrellado. Desde lejos oímos el retumbar amenazador de los aviones que se acercaban. El cañón antiaéreo alumbró el cielo con unos rayos de luz deslumbrante, y entonces cayeron las primeras bombas. Una dio en el búnker de la Neusser Strasse. Nuestro búnker, el búnker que buscábamos porque era el único lugar donde nos sentíamos seguros.

Aún recuerdo el fuerte estallido, el suelo tembló y las personas que había en el refugio gritaron todas a la vez. Se rompieron cristales. Muy cerca de mí oí gritar de dolor a la señora Schmitz. Cayeron piedras. Yo caí al suelo y noté que los cascotes se precipitaban sobre mí. En aquella nube de polvo no veía dónde estaban Marlene y Charlotte. Solo oía llorar a Charlotte y el estallido de más bombas. Y luego, en algún momento, se hizo el silencio.

Cuando me encontraron, al cabo de muchas semanas, había pensado todo pensamiento imaginable, tenía la cabeza vacía y el corazón lleno.

Había llovido y había parado de llover. Me había mojado y me había secado.

Habían granizado bombas durante noches enteras, pero no tuve miedo. No por mí. Sin embargo, echaba muchísimo de menos a Marlene y a Charlotte. La incertidumbre sobre su paradero me ponía enfermo.

¿Por qué tenía que haber tanto sufrimiento? Simplemente, no lo comprendía.

Había oído voces a menudo, personas que iban a retirar los escombros del búnker. Niños que jugaban entre los muros derruidos y recogían metralla del cañón antiaéreo. Pero nadie me encontró.

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