Read La fabulosa historia de Henry N. Brown Online

Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (11 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
3.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A Lili se le escapó una risita y su padre le guiñó un ojo.

—Bueno —dijo Victor—, no perdamos más tiempo y subamos a bordo. No vayamos a causarle un disgusto al tío Max perdiendo el barco. James, si es tan amable de cogerle la bolsa a mi esposa. ¿Permites que te ofrezca mi brazo, Emily?

Ella se cogió de su brazo, y todos subimos a la escalera de embarque. Ellos dos delante, Emily a la izquierda de Victor, que sostenía el paraguas en la mano izquierda; detrás, Lili, yo y Leo y, a la cola, James, que vigilaba que nada ni nadie se perdiera.

Nos instalamos en dos camarotes de primera clase, cuatro de cuatrocientos ochenta pasajeros de primera clase, y mi humilde persona de polizón. A James lo alojaron en segunda clase, un par de cubiertas más abajo y más a popa. Pero nunca fuimos a verlo y, por lo tanto, no puedo decir cómo era.

Desde el asunto de Cathy, esas diferencias ya no me sorprendían. Había comprendido que había normas, inexplicables para mí, que se ocupaban de que no todo el mundo disfrutara de los mismos derechos. Sin embargo, al parecer no era el único al que no le gustaban esas normas.

Cuando Lili se disponía a entablar una discusión con su madre sobre por qué James no viajaba con nosotros en primera clase, Emily se enfadó y espetó secamente:

—Puede estar contento de no tener que dormir en la sala de máquinas. Allí no tendría ninguna posibilidad si naufragamos.

Acto seguido se retiró y tuvo migraña. Pero solo hasta la hora de la cena.

Soltaron amarras entre los sonoros bocinazos de las sirenas del barco, y unos remolcadores diminutos nos arrastraron pesadamente y sacaron al monstruo mayestático del puerto. El muelle estaba lleno de gente saludando, y por el aire volaron sombreros llevados por las irrespetuosas ráfagas de viento.

Cuando las pesadas amarras azotaron el agua y el barco se puso lentamente en movimiento, tuve la sensación de que algo se rompía dentro de mí a causa de la alegría. Tal vez lo sublime y la fuerza indomable que notaba por debajo de mí fue lo que me hizo pensar por un momento que había llegado al lugar al que pertenecía: un hogar apátrida, un lugar de encuentro y de cambio constante, un lugar de movimiento y, sin embargo, con la fuerza de lo inmutable. Imaginé que mi vida podría ser así. Siempre nueva y siempre igual. ¿Acaso no me habría quedado a medida? Tendrían que pasar aún cincuenta años antes de que encontrara un hogar parecido en Fiesole, en casa de los Simoni. Y hasta entonces me esperaban muchos viajes. Pero, francamente, ninguno me impresionó tanto como la travesía a Nueva York en el verano de 1923.

Victor intentó calmar a los niños, que le tiraban intransigentes de la manga, pero al final venció también su propio espíritu explorador y aprovechamos la tarde para reconocer el barco. Lili se propuso caminar de proa a popa y contar los pasos, pero el asombro le hacía olvidar su propósito y pronto perdió las ganas de volver a empezar por el principio. Mientras curioseábamos en salas y salones, Leo y Victor comentaban detalles técnicos sobre toneladas brutas de registro y fuerza de empuje y qué sé yo, pero no les presté atención.

¿Acaso no me había asombrado cuando llegué a la estación de Bath? ¿Acaso no me había admirado el suburbano de Londres? ¿La riqueza en casa de los Brown? Todo eso no era nada comparado con aquel barco.
Peanuts
, como solía decir Victor (por lo que Emily lo reprendía a menudo señalándole sus maneras de expresarse).

El vestíbulo de primera clase era tan grande como yo imaginaba la entrada del castillo inglés de Windsor. En el centro había un enorme gobelino, sobre el que caminamos con cuidado para llegar a la sala. Ante nosotros se abrió como por arte de magia una gran puerta de vidrio de dos hojas, adornada con motivos florales modernistas, y entramos en la sala de descanso de los nobles señores. Y con cuánto señorío se actuaba allí.

Apenas llevábamos dos horas en el mar, y las damas y los caballeros ya se habían reunido allí para jugar al bridge. Los caballeros saboreaban whisky irlandés y las damas, champán, como bien subrayaban. Se sentaban en unas butacas bajas que, con sus patas torneadas y sus altos respaldos de terciopelo, parecían pequeños tronos, y se entregaban gustosamente a la decadencia.

Victor observó con una mezcla de diversión y curiosidad lo que allí ocurría.

Vaya, ¿no es precisamente esto lo que tú siempre criticas
?

Los niños estaban completamente entusiasmados. Se abrieron paso entre las mesas hacia los grandes ventanales, que eran todavía más altos que en casa, y contemplaron Inglaterra, que se iba haciendo pequeña. Las gaviotas ascendían en el cielo y planeaban silenciosas a nuestro lado. Nubes de humo de algún que otro puro cruzaban el salón, se pegaban a las pesadas cortinas de brocado.

A toda esa opulencia, que a Lili no paraba de arrancarle la exclamación «Igual que en la realeza», se añadía otra cosa que me nubló los sentidos. El olor del mar. Agua salada.

Olía a infinito y a insondable. A vida y a muerte al mismo tiempo. Con todas mis limitaciones, mi mudez y mi inmovilidad, nunca me sentí tan libre y tan vivo como aquellos días a bordo del
RMS Majestic
, cuando Lili y yo nos asomábamos a la borda y escuchábamos el runrún del barco, los chillidos de las gaviotas y el batir de las olas. Nunca he olvidado aquel olor ni la sensación asociada a él, y más de una vez, en horas de angustia y estrechez, he recurrido a ese recuerdo como a un preciado tesoro. No echo mano de él muy a menudo porque me da miedo desgastarlo.

El embeleso de los Brown parecía cosa de nunca acabar, sobre todo cuando Lili descubrió la piscina. Por supuesto, también allí el acceso solo estaba permitido a los pasajeros de primera clase. Rodeada por diez altas columnas de mármol, la piscina se extendía plácidamente. A través de la cubierta de cristal emplomado caía una luz suave que se reflejaba en el agua, que se mecía al ritmo del barco.

¿Una piscina en el mar? No lograba explicarme para qué servía. ¿Acaso no iban en barco precisamente para no mojarse?

Un hombre con un bañador a rayas rojas y blancas me sacó de mi error. Con una toalla en el brazo, recorrió la balaustrada del segundo piso de la piscina cubierta y bajó con paso firme la escalera de mármol. Se situó en una de las escalerillas, metió un dedo del pie en el agua para comprobar cómo estaba y, acto seguido, levantó muy serio los brazos dos veces. Luego ejecutó un salto de cabeza y nos salpicó a Lili y a mí. Salimos de nuestro escondite, detrás de la columna, y fuimos a hurtadillas al exterior, donde Leo y Victor le habían echado el guante a un oficial y lo habían enmarañado en una conversación especializada sobre máquinas de vapor.

—¿Qué os ha pasado? —preguntó Victor al ver el vestido empapado de Lili. Yo estaba seco gracias al impermeable.

—Nos ha golpeado una ola que ha inundado la cubierta de popa —contestó la niña muy seria.

—¿Ha arrastrado a alguien por la borda? —preguntó Victor, también muy serio.

—A tres o cuatro señoras mayores y un perro —respondió Lili.

—Pobre perro —dijo Victor.

El oficial los miró confuso, a uno y a otro. Como nadie dio muestras de querer aclararle nada, se marchó sin decir palabra.

—Ese hombre no tiene sentido del humor, lástima —dijo Victor.

—Y eso que parecía muy amable —dijo Leo.

Volvimos al camarote para ir a ver a Emily. Quizá necesitaba sus sales de amoníaco. Pero ya había mejorado y se estaba arreglando para la cena.

Al contrario que Mortimer Wright, Augusta Hobhouse podía crisparte realmente los nervios. Los dos se sentaban a nuestra mesa en el restaurante. Aquella mujer era todavía peor que Elizabeth Newman. Hablaba como una cotorra, disponía de muchísimo dinero heredado y no se esforzaba por ocultarlo. En cambio, mister Wright era muy callado. Se había presentado con voz queda y les había besado la mano a Emily y a Lili.

—Encantado —dijo, y se sentó.

—Esta tarde me ha dejado empapada —dijo Lili.

—¿Eso he hecho, señorita? Lo lamento mucho.

—¡Lili! —la reprendió Emily y, dirigiéndose a mister Wright, añadió—: Por favor, disculpe…

—No he visto a nadie, la piscina estaba vacía —dijo él. Su rostro, enflaquecido y pálido, parecía sinceramente afligido.

—Estábamos detrás de una columna.

—¿Estábamos?

—Puddly y yo —le explicó Lili señalándome.

Mortimer Wright sonrió en silencio y asintió.

Yo no tenía plaza en el restaurante, pero Lili había conseguido, contra la opinión de la madre, que yo también los acompañara al comedor.

—De todos modos, me preguntaba qué pinta en el restaurante un oso de peluche tan deteriorado —intervino miss Augusta Hobhouse.

Por mi parte, el asunto quedaba zanjado. Augusta Hobhouse había perdido todo crédito antes de que retiraran los platos de los entrantes. Pero, claro, Emily se sintió ratificada por miss Hobhouse y totalmente avergonzada por sus hijos. Miró desesperada a su marido.

—Estimada señora, espero que en este caso podrá hacer la vista gorda. —Victor intervino con encanto en la conversación y, luego, imprimiendo un tono especial de preocupación a su voz, dijo—: El osito tiene que estar aquí. Forma parte de un experimento socioeconómico sobre el que tenemos previsto publicar un libro muy importante. Podría ocuparme de que la mencionaran elogiosamente por su apoyo, miss… hmmm… Miss Hobster.

Emily se llevó la mano a la frente. Los niños callaron. Mister Wright se inclinó hacia Lili y dijo en voz baja:

—No era mi intención salpicarla, señorita.

—Está bien —contestó la niña, guiñándole un ojo.

Mister Wright esbozó una sonrisa demasiado triste para un hombre al que una niña preguntona con unos preciosos ojos marrones le había hecho un guiño.


Hobhouse
, Augusta Hobhouse —se apresuró a corregir Augusta, y su voz se fue elevando a cada sílaba cuando prosiguió—: Pero ¡querido mister Brown! ¿Haría eso por mí? Seguro que sería muy útil para nuestra causa.

¿
Qué causa? ¿Qué experimento
?

Victor no cometió el error de preguntar por esa «causa», pero Emily le hizo el favor a aquella señora.

—Yo solo digo: «¡Hechos, no palabras!» —se sublevó Augusta Hobhouse. Parecía haberse olvidado por completo de mí, el osito deteriorado. Luego prosiguió—: Las mujeres debemos luchar por nuestra causa, ¿no es cierto, Emily? Estuve en la protesta en la Cámara baja, sé de lo que hablo.

—¿Estuvo con las sufragistas? —preguntó asombrada Emily—. ¿Conoce personalmente a Emmeline Pankhurst?

No pudo dominar su curiosidad, los escritos de aquella feminista eran también un tema recurrente en las reuniones de los jueves en Bloomsbury. Incluso yo había oído hablar de Emmeline Pankhurst, aunque digamos que los derechos de las mujeres no eran lo que más me interesaba.

—¡Por supuesto! Luché codo con codo con Emmeline. Aunque hace mucho de eso, más de diez años. Pero yo no he abandonado. ¡Las mujeres necesitamos nuestros derechos! Ahora opongo otro tipo de resistencia —dijo Augusta, y se arrimó, confabuladora, a Emily. —¡Ahora escribo! —susurró lo bastante alto para que todos los de la mesa pudieran oírlo.

Victor estuvo a punto de atragantarse con la pintada al vino tinto; mister Wright no levantó la vista del plato ni una sola vez.

Había proclamado su vocación tan pagada de sí misma que en aquel mismo instante estuve seguro de que la única causa por la que Augusta Hobhouse intercedería se llamaba Augusta Hobhouse.

—Voy a Nueva York en busca de inspiración. Los americanos son mucho más modernos. Mucho más avanzados —añadió.

—Siempre he admirado enormemente a missis Pankhurst —dijo Emily muy seria, y pasó por alto el ataque de tos de su marido.

—Sí, era magnífica. Lástima que se haya vuelto loca —dijo Augusta con falsa simpatía y, bajando la voz, continuó—: Pero ya le digo yo que la voz de nuestro futuro se llama Virginia Woolf. Tengo su último libro:
El cuarto de Jacob
. Fabuloso, realmente fa-bu-lo-so.

Me alegró que Augusta Hobhouse apreciara los libros de Virginia. Yo no podía leerlos y tampoco sabía de qué trataban, pero me gustaba su forma de hablar de literatura, me gustaba cómo se arrellanaba en el sofá en nuestra casa de Bloomsbury, enrollaba cigarrillos y bebía whisky, que no toleraba demasiado bien, y me gustaba su carácter. Tierno y duro a la vez.

Esperé que Leo exclamara: «¿Qué? ¿Virginia Woolf? Es mi madrina y también está chiflada», o algo por el estilo. Vi que Victor se erguía, seguramente temía lo mismo. Luego dirigió dos miradas hacia los niños, una señal de desaprobación con la cabeza apenas perceptible en dirección a Emily, y cambió de tema con suavidad, pero con determinación. No se volvió a mencionar a Virginia.

Como siempre que entraban en mi vida personas tan pesadas, me puse taciturno. En aquel momento disfruté por primera vez de no poder hablar, de que no esperaran de mí una respuesta ni una opinión, y de poder consagrarme a mis anchas a pensar mal de los comensales sin tener que morderme la lengua. A veces sospecho que una soledad eterna podría volverme sarcástico. Pero luego pienso: ¿y qué?

Mortimer Wright, al que por lo visto le gustaban muchísimo las coles de Bruselas —se sirvió por tercera vez, pero apenas había tocado su pintada—, me cayó mucho mejor. Era tranquilo y humilde, y contestaba en voz baja cuando le preguntaban, pero nunca iniciaba una conversación.

¿Qué te pasa? ¿Acaso no veían los otros que algo fallaba? Yo nunca había comido coles de Bruselas, cierto, pero sabía lo que opinaban los niños de ellas, y no podía creer que alguien feliz y contento repitiera coles de Bruselas tres veces voluntariamente y despreciara una pintada.

Ojalá me hubiera equivocado.

En los cuatro días siguientes no nos libramos de Augusta Hobhouse. Es decir, Emily no se libró de ella. Pero creo que también disfrutaba un poco de la compañía de aquella mujer. Las dos deambulaban juntas por el barco, conocían a otras damas de la alta sociedad, jugaban alguna que otra partida de bridge y se entregaban al ocio a lo grande.

Lili y yo pasamos el segundo día de travesía mareados. Yo no supe qué le pasaba cuando la cara se le puso de repente de color ceniciento. Primero pensamos que le había sentado mal la comida, quizá la tarta helada que habían servido de postre, pero se comprobó que se debía al oleaje. Vomitó entre ruidos terribles, y yo estaba convencidísimo de que se moriría. Cada vez palidecía más, pronto estuvo más blanca que la cera.

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
3.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Overhaul by Kathleen Jamie
La incógnita Newton by Catherine Shaw
Project Terminal: End Game by Starke, Olivia
Just William's New Year's Day by Richmal Crompton
With a Twist by Jack Kilborn


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024