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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (2 page)

—Deje el oso donde estaba —dijo Dorle, serena pero con determinación.

La escritora no reaccionó. Continuó acariciándome la cabeza.

—Deje inmediatamente el oso donde estaba —gritó excitado el funcionario—. He dicho que lo deje. —Empuñó la pistola.

—Está bien, por favor, soy inofensiva —dijo asustada la escritora, y me devolvió con cuidado a la bandeja.

¡
No, cógeme! ¡Cógeme! Por favor, ¡cógeme
!

A nuestro alrededor, la gente se paraba, todos levantaban la vista, con curiosidad, preocupados, divertidos, enfadados porque interrumpíamos el servicio. Pero nadie nos ayudó.

—Hagan el favor de circular, señores, aquí no hay nada que ver —dijo Dorle.

—Enséñenos la tarjeta de embarque. Y también tendrá usted un nombre —dijo el funcionario.

—Todos tenemos uno —le espetó la escritora, que le tendió el pasaporte, donde guardaba la tarjeta de embarque.

Entonces caí en la cuenta de que no sabía cómo se llamaba. Ocurre a veces; los nuevos propietarios raramente se presentan. De hecho, no importa, porque tarde o temprano te enteras de cómo se llaman. Aun así, no puedo negar que en aquel momento habría preferido saber cómo se llamaba.

—Bien, señora, acompáñeme un momento y aclararemos este asunto con tranquilidad —dijo Dorle.

—¿Y qué pasa con mi vuelo?

—Ya veremos.

El funcionario se puso la bandeja de plástico debajo del brazo, la escritora lo siguió y Dorle cubrió la retaguardia. Yo iba boca abajo, con la nariz aplastada contra el plástico helado. El transmisor emitía interferencias, los pasos resonaban.

—Por favor, esto tiene que ser un malentendido —dijo la escritora—. ¿Qué puede haber de malo en un viejo osito de peluche? Vuelvan a examinarlo.

—Disculpe, señora, pero no podemos actuar con contemplaciones. ¿Cómo cree usted que funciona el terrorismo? —dijo con desdén el funcionario.

Entramos en una sala, dejaron la bandeja con brusquedad encima de la mesa y acercaron unas sillas.

—Le tomaremos los datos y luego vendrá un compañero de la policía para examinar a su amiguito. Si coopera, acabaremos enseguida y tal vez conseguirá llegar a Munich hoy mismo. Solo son medidas de seguridad.

—¡Piensen un poco! —exclamó la escritora, ahora con desesperación en la voz—. Si realmente hubiera escondido una bomba en mi peluche, no volaría a Munich, sino a Washington. ¿O acaso creen que me tomaría tantas molestias por el presidente de Baviera?

Era fantástica. Luchaba por mí, y me sentí culpable. Ella no conocía mi secreto. Nadie lo conocía, salvo Alice. Y Alice —la idea seguía afectándome mucho— seguramente había muerto hacía mucho tiempo.

—Como quiera —dijo el funcionario—. Dorle, lleva a la señora a la Sala 1, por favor. Yo me ocuparé del oso de peluche.

No te vayas, quédate, no me dejes solo. ¡No te vayas
!

—Volveré —dijo la escritora en voz baja, pero con determinación. Y no supe si me lo decía a mí o al desagradable funcionario—. ¡Y ni se le ocurra tocarle un pelo al peluche! —añadió amenazadora.

Oí que la puerta se abría, la joven desapareció de mi campo de visión y lo último que oí fue la frase:

—Otra historia increíble que habría que apuntar. No se la creería nadie.

Y ahora estoy aquí. Todo está en silencio, solo un fluorescente zumba levemente y una mosca busca en vano el camino para salir por la ventana. El funcionario ha ido a buscarle a su compañero un cuchillo o lo que sea con lo que quiere rajarme. Ha cerrado el despacho con tres vueltas de llave. Es una sensación terrible. Tengo miedo y, excepcionalmente, no por otro, sino por mí. Porque soy incapaz de imaginar que sobreviviré si alguien me abre el pecho y me quita el amor.

Bueno. Ya está dicho.

La cosa gris que hay en mi pecho es «el amor». Así me lo explicó Alice entonces, o sea que es así y punto. También dijo que es lo más valioso que existe. ¡No pueden arrancármelo sin más!

A veces abren a la gente y les quitan algo. Algunos sobreviven. Viví suficiente tiempo con Bernard para saberlo con exactitud. Pero ¿se puede abrir a un oso de peluche y despojarlo del amor sin que muera? La incerteza me pone enfermo.

Con todo, la semana comenzó muy bien. Qué digo bien, comenzó estupendamente. La escritora me había liberado de mi monótona existencia en la decoración de un escaparate. No había pasado allí tres años, sino cinco, pero ella no lo sabía cuando mintió al funcionario, claro.

Cinco años con las mismas vistas, alternando entre la luz del sol y la de las farolas. Cinco años con incontables personas que aplastaban la nariz en el escaparate y nunca entraban. Monótonamente transcurrieron semanas, meses y años. De vez en cuando, pasaba por delante un coche de caballos.

A la lluvia le seguía un sol radiante. A veces era verano, a veces invierno. En verano, la gente se paraba más a menudo. Niños que me miraban a mí y a los demás juguetes del escaparate con ojos ávidos, y me señalaban. Padres que, al cabo de unos minutos, cogían a los niños de la mano y tiraban impacientes de ellos. En invierno, todos pasaban de largo muy deprisa. Con el cuello del abrigo subido y el gorro bien calado.

Fue una época tranquila. Los últimos quince años fueron una época tranquila. Demasiado tranquila para mi gusto. Soy un oso de peluche que ha vivido mucho, un oso que prefiere caer en el ardor del combate a morir plácidamente tras un cristal. Pero es obvio que ya no me quieren como juguete. La gente. Me miran como a una reliquia de tiempos remotos. Tal vez, en el fondo de su corazón, sienten nostalgia por un juguete como yo. Pero hoy en día se juega de un modo distinto a cuando yo nací. Eso lo he aprendido durante los últimos años: todo tiene que ir deprisa, tener algún efecto y, a ser posible, un efecto totalmente automático. Y yo no soy así. Por suerte. ¿O por desgracia?

Un día, después de estar un buen rato mirando el escaparate, una niña se atrevió a entrar en la tienda y le preguntó al viejo Ferdinand:

—¿Qué hace? —Y me señaló a mí.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él a su vez.

—Bueno, ¿hace algo?

—Si le prestas atención, explica historias.

—¿Y ya está?

—Sí. Ya está.

—Vaya tontería —dijo desilusionada—. Adiós.

La campanilla de la puerta sonó cuando salió.

Así pues, me quedé donde estaba, y tuve bastante tiempo para hacer balance. Me desechaban, estaba de más, y pensé que me hallaba al final de mi vida de oso. ¿Acaso no es eso motivo suficiente para sentir un poco de lástima por uno mismo? Al fin y al cabo, no tenía ni idea de lo que me esperaba. Si examino con detalle mi situación actual, también me pregunto si no estaba más protegido en el escaparate.

Pero, lo dicho, la semana comenzó estupendamente. Anteayer por la tarde, la joven que ya he mencionado entró en la tienda y, con ella, un presentimiento de aire fresco primaveral.

—Buenas tardes —dijo en la penumbra grisácea de la tienda.

Nadie contestó. Todo siguió en silencio, solo se oía el lento tictac del gran reloj de pie.

—¿Hola? —gritó—. ¿Hay alguien ahí?

—Sí, sí —se oyó refunfuñar en la oscuridad—. ¿Qué pasa?

Ferdinand salió de detrás de una librería, y la maquinaria del reloj anunció con un ligero clic que pronto tocaría una nueva hora.

—Quería preguntar cuánto vale el osito del escaparate —la oí decir.

—¿Cuál?

—El de la cabeza torcida.

—Es antiguo.

—Sí —dijo ella—. Ya se ve. ¿Cómo de antiguo?

—Al menos setenta años, más bien ochenta —dijo Ferdinand.

—¿Y cuánto cuesta?

—Como he dicho, es antiguo.

—Sí —dijo ella—. Ya lo sé.

—Digamos que cien euros.

—¿Cien euros? —preguntó sorprendida la joven.

Pero ¿qué haces? ¿Por qué pides tanto? ¡Así no me comprará
!

Por fin se interesaba alguien por mí, y Ferdinand se comportaba como si yo fuera de oro puro.

Albergué la esperanza de que ella no dijera también «Vaya tontería» y se fuera de la tienda. Sería fantástico volver a disfrutar de nuevas vistas, tener a alguien que me… No me atreví a seguir hilvanando ese pensamiento. Después de otro clic, el reloj tocó la hora. El sonido cálido de las campanadas resonó por el local. Las conté para serenarme.

—Como le he dicho… —refunfuñó Ferdinand.

—Sí, es antiguo. Ya lo sé.

—Por una pieza como esta, los coleccionistas…

—Pero no es una pieza de coleccionismo —lo interrumpió ella.

—¿Es usted una experta? —preguntó escéptico Ferdinand.

—Lo suficiente para ver que no proviene de ninguna manufactura conocida. Por lo tanto, ¿qué le parece… ochenta? —preguntó muy tranquila.

—¿Qué? ¿Ochenta? No, imposible.

—Vamos, ochenta es un buen precio por un osito ajado.

¿Qué había dicho? ¿Ajado? Casi deseé que Ferdinand subiera el precio. No quería irme con alguien que no me apreciaba. Eso nunca había funcionado.

—No olvide que es un oso con historia. Quién sabe todo lo que podría contar.

—Sí, le creo —contestó ella riéndose levemente.

—Bueno, tendrían que ser al menos ochenta y cinco.

—Ya veo que es usted obstinado —dijo ella—. Pero yo también. Aquí tiene, ochenta y tres. Por las historias que guarda dentro.

Ferdinand refunfuñó y, de repente, su sombra cayó sobre mí por detrás. Se inclinó en el escaparate, me cogió, me sacudió el polvo del pelaje y me sopló en la cara con su aliento de tabaco de pipa, como hacía una vez al año cuando limpiaba el escaparate.

—Bueno, aquí tiene. Cuídelo bien, ya que me ha liado.

—Muchas gracias —dijo la joven—. Tengo un buen sitio para él.

Me metieron la cabeza dentro de una bolsa de plástico y tuve una nueva dueña.

Siempre se siente el mismo hormigueo cuando se tiene un nuevo dueño. Es emocionante. Incluso después de tantos años. Se abrigan tantas esperanzas…, aunque te hayas prometido no esperar nada esta vez…

Me sacó al día primaveral y volví a ser alguien. «Un oso con historia», había dicho Ferdinand. Y no había mentido.

De noche, en el hotel, me acomodó con cuidado sobre una butaca.

La escritora tenía una bonita habitación, el mobiliario me recordó un poco otros tiempos, mi época en Londres. La cama era grande, con un enorme cabecero y muchos cojines gruesos; las sillas tenían las patas torneadas y fundas de seda a rayas rosas y beis; y delante de la ventana, no demasiado limpia, colgaban unas pesadas cortinas de terciopelo. La butaca donde yo estaba sentado era de felpa de color rosa pálido, y me pareció que allí quedaba de fábula. En cualquier caso, mucho mejor que en el escaparate.

La joven me había colocado adrede de modo que la cabeza, que se me inclinaba hacia la derecha, se apoyara en el brazo de la butaca. Así era más cómodo. Me alegré de que me tratara con tanto cariño. Había echado de menos unas manos suaves.

—Bueno —dijo, y con mano experta se recogió los cabellos oscuros en una cola de caballo—. Cuéntame.

Se sentó frente a mí en la cama y me miró.

Yo tenía mucho que contar. Le devolví una mirada penetrante, a lo mejor me oía si me esforzaba.

Soy ciudadano del mundo, pero inglés de nacimiento, Bath, 1921. Así pues, yo

Apenas podía respirar de lo excitado que estaba.

—Bueno, y qué esperaba —dijo la escritora en medio del silencio—. Casi no nos conocemos. Pero imagino que has vivido mucho. ¿Qué pensarás de la gente? ¿De dónde serás? Y tienes que guardártelo todo para ti, pobre osito.

Mi nueva dueña había reconocido enseguida mi dilema. Más deprisa que yo mismo cuando aún era joven y vehemente, y tenía una sed de aventuras que jamás se apagó.

—Te prometo una cosa —dijo—. Nunca volverás a estar en un escaparate. Y cuando nos conozcamos un poco más, a lo mejor me cuentas algo de ti. Soy escritora, ¿sabes?, ¡me encantan las historias!

Le habría dado un abrazo.

Sí, eso se dice pronto y suena de lo más natural, pero yo no necesito ni siquiera esforzarme por levantar el brazo. Hace mucho que no lo practico, porque digamos que moverme no es precisamente mi fuerte. Cuando me alegro, lo hago quieto, pero con tanta mayor intensidad.

Saber que alguien se interesaba por mis historias después de tantos años era el cumplimiento de un sueño largamente acariciado. Me sentí en la gloria y me zambullí en una agradable sensación de alegría. Era impensable que aquel encuentro prometedor tuviera un final tan repentino.

Todo eso ocurrió hace apenas un día. ¿Y ahora? ¿Qué me ocurrirá ahora? ¿Acaso mi camino, mi historia, terminará aquí, en un cuartucho del aeropuerto de Viena? ¿Irán a parar mis pedazos a una bolsa de plástico azul, que luego transportarán a un vertedero maloliente situado en algún lugar a las afueras de la ciudad? ¿Tiene que ser así?

Algo en mí se negaba a creerlo.

Me he encontrado a menudo en situaciones desesperadas, pero nunca me he dado por vencido. Con una fe inquebrantable en el mañana, he pasado muchas épocas en la oscuridad, en soledad y con miedo, pero siempre mantuve la esperanza de que alguien me salvaría a tiempo, de que al día siguiente vendría alguien a recogerme, a estrecharme entre sus brazos y a acogerme en su vida. Y siempre llegó alguien. Si no fue al día siguiente, fue otro día.

Hoy lo sé: mi vida transcurre, tanto si me preocupo como si no. Soy un oso de peluche. No puedo cambiar nada en el desenlace de los acontecimientos. Pero lo cierto es que hasta ahora he sobrevivido.

Las personas siempre se preocupan antes que nada por sí mismas y creen que pueden influir en el curso de los acontecimientos. Pero mueren. En eso radica probablemente la diferencia entre una persona y un oso de peluche.

Alguien —supongo que Victor, porque era muy lúcido— dijo una vez que los hombres están condenados por nacimiento a la muerte. Nunca me detuve a pensar en esa frase. Pero ahora me corroe la duda de si esto solo se aplica a las personas o también a los osos de peluche.

Soy

V
ine al mundo cuando Alice Sheridan me cosió el segundo ojo. Fue en Bath, el sábado 16 de julio de 1921, poco antes de la hora del té. Quería tenerme acabado para cuando llegara su amiga Elizabeth con el pastel.

—Bueno —dijo Alice, levantándome con los brazos estirados—, esto ya está. Eres una monada.

Desde una altura vertiginosa de más o menos un metro treinta, vi a una mujer de veintitantos años, sentada en una gran butaca de piel marrón y examinándome con la mirada. Tenía el cabello rubio oscuro, unos ojos muy verdes y unos labios grandes y rojos. La observé y sentí un mareo. Era guapa, y pude ver con mis propios ojos que llevaba el cabello peinado con ondas alrededor de la cara, que las comisuras de sus labios mostraban unas pequeñas arrugas cuando hablaba, que le brillaban los ojos. ¡Podía ver!

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