Bellis estaba sometida a un gran esfuerzo, pero no desfallecía. Ahora traducía sin tratar siquiera de entender lo que estaba diciendo, se limitaba a transmitir lo que se decía, como si fuera un motor analítico que descompusiese y reconstituyese fórmulas. Sabía que para los hombres y mujeres que se inclinaban sobre la mesa mientras debatían con Krüach Aum, ella era poco menos que invisible.
Enfocaba las voces como si fueran música: la mesurada sonoridad de Tintinnabulum, el excitado stacatto de Faber, los danzarines tonos de oboe de un biofilósofo cuyo nombre nunca lograba recordar.
Aum era incansable. Bellis casi caía desmayada por la fatiga cuando se sentaba con Tanner Sack y los demás ingenieros por la tarde, pero Aum continuaba sin aparente dificultad, cambiando su atención de los problemas conceptuales y la filosofía del avanc a los aspectos prácticos que representaba el hecho de atraer, capturar y controlar un ser del tamaño de una isla. Y cuando la luz menguante y la fatiga generalizada obligaban a poner fin al trabajo del día, nunca era Aum el que lo sugería.
Bellis no podía dejar de darse cuenta de que los problemas del proyecto estaban siendo superados uno tras otro. Aum no había tardado mucho en volver a redactar el apéndice de datos y a continuación los armadanos habían señalado los fallos, errores de cálculo y espacios en blanco de su investigación. La excitación de los científicos resultaba casi palpable; parecían embriagados por ella. Era un problema —un proyecto— de inimaginable magnitud y a pesar de ello, uno tras otro, las dificultades, las objeciones y los obstáculos estaban siendo superados.
Empezaban a aproximarse a tientas a algo extraordinario. El solo hecho de que fuera posible daba vértigo.
Bellis no confraternizaba con los armadanos, pero tampoco podía pasar todo el tiempo sin hablar con ellos.
—Aquí tiene, tómeselo —podía decirle uno de ellos mientras le daba un cuenco lleno de insípido estofado. Negarle una palabra de agradecimiento hubiera supuesto una grosería del todo innecesaria.
En ocasiones, al caer la noche, entre las partidas de dados y las canciones de los armadanos (que hipnotizaban a los anophelii), se encontraba en las márgenes de alguna conversación.
El único al que conocía por su nombre era Tanner Sack. Suponía que el hecho de que hubiera viajado sobre él en el
Terpsícore
, libre mientras él estaba encarcelado en la bodega, había arruinado la posibilidad de que existiera confianza entre ellos aunque tenía la sensación de que era un hombre abierto. Era en todo caso uno de los pocos que se tomaban la molestia de tratar de incluirla en sus conversaciones. Bellis se acercó más a la sociedad armadana de lo que había estado nunca. Se le permitió escuchar historias.
La mayoría versaba sobre secretos. Oyó hablar de las cadenas que pendían del vientre de Armada. Antiquísimas, ocultas durante decenas de décadas; representaban muchos años de trabajo y contenían el metal de muchos barcos.
—Mucho antes de que los Amantes decidieran lo que había de hacerse con ellas —dijo el narrador de una de las historias— esto ya se intentó una vez.
Uther Doul también era presa de los narradores de cuentos.
—Viene de las tierras de los muertos —dijo alguien en una ocasión con tono de conspirador—. El viejo Doul nació hace más de mil años. Fue él quien fundó la Contumancia. Nació como esclavo en el Imperio de los Espectrocéfalos y les robó la espada, Poderosa, y luchó para alcanzar la libertad y destruyó al imperio. Murió. Pero un guerrero como él, el más grande que haya existido, ha sido el único capaz de abrirse camino luchando desde el país de la sombra y regresar al mundo de los vivos.
Los que lo escuchaban profirieron bufidos y sonidos despectivos. No creían la historia, por supuesto, pero tampoco sabían qué creer sobre Uther Doul.
El propio Doul pasaba los días tranquilamente. La única persona cuya compañía frecuentaba, el único que podía considerarse algo parecido a su amigo, parecía ser Hedrigall. El aeronauta cacto y el guerrero humano solían hablar en voz baja en una esquina de la habitación. Cuchicheaban con frases rápidas, como si se avergonzasen de su amistad.
Sólo había otra persona con la que Doul pasaba algún tiempo y con la que hablaba y ésta era Bellis.
No había tardado mucho tiempo en darse cuenta de que sus aparentemente fortuitos encuentros, sus breves charlas, no eran casuales. De un modo elíptico y tentativo, él estaba tratando de ganarse su amistad.
Bellis no lograba entenderlo y tampoco trataba de adivinar sus motivaciones ulteriores. Confiaba en ser capaz de lidiar con ello. Aunque siempre persistía una sensación de peligro, parte de ella disfrutaba con sus encuentros: el aire formal, la tenue impresión de estar embarcada en una especie de flirteo. No era coquetería. No comprometería su dignidad con afectadas sugerencias. Pero se sentía atraída por él y se reprendía por ello.
Bellis pensaba en Silas. No con una sensación de culpa o traición. La mera idea le hubiera hecho esbozar una mueca de desdén. Pero recordaba la vez en que la había llevado a ver la lucha de gladiadores, concretamente para ver a Uther Doul.
Eso es lo que está tratando de impedir que escapemos
, le había dicho en aquella ocasión y ella no podía permitirse el lujo de olvidarlo.
¿Por qué
, se preguntaba para sus adentros,
te arriesgas a pasar el tiempo con Doul?
En el fondo de su bolso sentía el peso de la caja que Silas le había dado. Era muy consciente de que tenía un trabajo que hacer en aquella isla
(que tendría que hacer planes muy pronto)
. Eso la colocaba directamente frente a Doul.
Se daba cuenta de por qué permitía que sus conversaciones continuaran. Era raro encontrarse con alguien que tuviera tanto control como ella sobre sus acciones frente al mundo y la forma en que éste las recibía. Uther Doul era uno de estos. Por esa razón se respetaban el uno al otro. Para poder hablar sencillamente, sin sonreír, con alguien que se comportaba de la misma manera; para saber que la parte de ella que hubiera intimidado a la mayoría de la gente no lo aturdía y que lo mismo le ocurría a ella: eso era algo raro y además un auténtico placer.
Bellis sintió que deberían estar contemplando la ciudad, de noche. Deberían estar en un balcón. Deberían estar paseando por callejuelas, con las manos en los bolsillos.
En vez de eso se encontraban en una pequeña sala aledaña al salón principal. Estaban de pie junto a una de las rejillas-ventana y Bellis se sentía desesperadamente enferma por los colores de la roca. Contemplaba con verdadera voracidad aquella pequeña franja de negra luz nocturna.
—¿Tú lo entiendes todo? —preguntó.
Doul movió la cabeza en un gesto ambiguo.
—Lo bastante —dijo con voz lenta— como para saber que se están aproximando. Mis habilidades son muy diferentes. Mi propia investigación llegará… después de esto. Tu trabajo cambiará pronto. Te van a pedir que le enseñes sal.
Bellis parpadeó y Doul asintió.
—Es una infracción de las leyes de Dreer Samher y Kohnid, sí, pero no hemos traído ningún conocimiento nuevo a la isla. Aum vendrá con nosotros.
Por supuesto
, pensó ella.
—Así que —continuó Doul— nos marchamos —su maravillosa voz hablaba muy bajo—. Con nuestro premio. Es un proyecto monumental el que hemos emprendido. Armada ha estado estacionada sobre un yacimiento de petróleo y leche de roca desde que nos marchamos. Excavando, almacenando lo necesario para la invocación. Vamos a dirigirnos hacia las fosas. Y entonces utilizaremos nuestro combustible y nuestro cebo y las cadenas que vamos a construir y… y pescaremos un avanc. —Sonaba tan trivial… Hubo un largo silencio después de esto—. Y entonces —dijo Doul en voz muy baja— empezará nuestro proyecto.
Bellis no dijo nada.
Sabia que estabas jugando conmigo
, pensó con frialdad.
¿Qué proyecto empieza?
No estaba sorprendida. No suponía ninguna sorpresa el descubrir que la invocación del avanc no era más que el prolegómeno del proyecto de los Amantes, que había más cosas en marcha, que había un gran plan oculto detrás de todo aquel esfuerzo, un objetivo del que virtualmente nadie —y, desde luego, no ella— formaba parte.
Salvo que ahora, de algún modo, eso había cambiado.
No entendía por qué le estaba contando Doul todo aquello. Sus motivaciones resultaban impenetrables. Lo único que Bellis sabía era que la estaban utilizando. Y comprendió que ni siquiera se sentía resentida por ello… no hubiera esperado menos.
A la mañana siguiente, el sol amaneció sobre el cuerpo de uno de los ingenieros humanos. La piel tirante le constreñía el esqueleto: se rodeaba el pecho con los brazos y sus manos eran sendas garras; su columna vertebral estaba doblada como la de un anciano.
En la cavidad abdominal, la piel se le pegaba a los ardientes restos parecidos a goma que eran unos intestinos desecados. Sus ojos estaban marchitos, como fruta desecada por el sol. Las encías de su abierta boca estaban casi tan blancas como los dientes.
Rodeado por un grupo de hombres mosquito que gemían sin cesar, Hedrigall le dio la vuelta
(doblándolo sobre la columna doblada como un caballo de madera)
y encontró el grueso agujero entre las costillas por el que la hembra anophelii se había alimentado.
Los armadanos se habían acomodado. Aquella muerte fue una conmoción para ellos.
—Estúpido gilipollas —escuchó Bellis que murmuraba Tanner Sack—. ¿Qué coño se creía que estaba haciendo? —le dio la espalda a la ventana. No quería ver cómo se inclinaba Hedrigall sobre el cuerpo, cómo recogía los restos con brusca ternura y se los llevaba fuera de la aldea para enterrarlos.
Pero ni siquiera esa tragedia podía acallar la agitación que reinaba en el aire. Hasta en medio de aquella conmoción y aquella pena, Bellis sentía la excitación que recorría las filas de los científicos. Incluso aquellos que habían conocido al ingeniero sentían que su tristeza pugnaba con un sentimiento muy diferente.
—¡Mirad esto! —siseó Théobal, un pirata y, teóricamente, un oceanólogo. Agitó un grueso documento, varias páginas cosidas por un extremo—. ¡Lo tenemos, joder! Aquí están las matemáticas que necesitábamos, la taumaturgia, la biología.
Bellis miró aquellos papeles con un cierto asombro vago.
Todo esto se debe a mí
, pensó.
Cuando entró Aum, le dijeron a Bellis que escribiera.
Necesitamos que nos ayudes. ¿Dejarías este lugar, aprenderías nuestro idioma y nos ayudarías a llamar a un avanc desde el fondo del mar? ¿Vendrás con nosotros?
Y aunque aquel semblante con un esfínter por boca resultaba casi imposible de entender, Bellis estuvo segura de ver miedo y gozo en los ojos de Aum.
Dijo que sí, por supuesto.
Las noticias se extendieron rápidamente por la isla y los anophelii machos acudieron en gran número para ulular con Aum y sisear sus sentimientos. ¿Su alegría?, se preguntó Bellis. ¿Sus celos? ¿Su pena?
Algunos de ellos miraban al grupo de los armadanos con algo parecido al hambre, pensó. Sus abstracciones sobre el mundo eran frágiles y podían quebrarse, como parecía haber hecho Aum.
—Partiremos dentro de dos días —dijo la Amante y la sangre se le agolpó a Bellis en el pecho con tanta fuerza que le hizo daño. Había desatendido su misión por completo. Nueva Crobuzón dependía de ella. Sintió que la desesperación se adueñaba de su mente y empezaba a abatirla.
Eso no va a pasar
, pensó deprisa.
No es demasiado tarde
.
La tripulación parecía encantada con la idea de marcharse, de escapar de aquella atmósfera agobiante y aquellas hembras voraces. Bellis, por el contrario, estaba desesperada por contar con unos días más, sólo unos pocos. Volvió a pensar en el cadáver desecado, pero por poco tiempo. La aterrorizaba la posibilidad de desesperar.
Aquella noche, mientras los costrosos y los cactos escoltaban a sus vulnerables camaradas a sus casas, se sentó a solas y empezó a darse un masaje en las manos, respirando agitadamente, mientras trataba con auténtico terror de urdir algún plan, dar con el modo de llegar hasta el barco de Dreer Samher. Durante un momento breve consideró la posibilidad de desertar. Suplicar clemencia al capitán Sengka y permanecer a bordo. O marcharse remando. Lo que fuera con tal de volver a ver Nueva Crobuzón. Pero sabía que no era posible. En cuanto la echaran en falta, la Amante ordenaría que registraran los barcos de Dreer Samher y los Samheri no ofrecerían resistencia. Y entonces la capturarían y su paquete sería descubierto y Nueva Crobuzón se enfrentaría sola a una terrible amenaza.
Y además, se permitió recordar con cautela, aún no tenía manera de llegar hasta el barco de Samheri.
Escuchó un sonido apagado proveniente de una de las habitaciones contiguas Se aproximó a la puerta cerrada.
Era la voz de la Amante. No entendía las palabras pero la voz firme y severa inconfundible, sonaba como si estuviera cantando con suavidad, como una madre con su hijo. Apagados y muy intensos, había algo en aquellos sonidos que hizo que Bellis se estremeciera y cerrara los ojos. Estaba escuchando unas emociones tal concentradas que casi le hicieron perder la cabeza.
Bellis se apoyó contra la pared y escuchó emociones que no eran las suyas. No podía asegurar si eran afirmaciones de amor o de una obsesión devoradora. Pero a pesar de ello esperó, con los ojos clavados en la puerta, parasitaria como las mujeres mosquito, empapándose de unas emociones que no le pertenecían.
Y al cabo de algunos minutos, cuando los sonidos hubieron callado y Bellis se hubo apartado, salió la Amante. Sus duros rasgos estaban en calma. Se dio cuenta de que Bellis la estaba observando y la miró a los ojos sin vergüenza o agresividad. La sangre brotaba, espesa como la melaza, de una nueva herida que marcaba su rostro, un largo corte que discurría desde la comisura derecha del labio hasta la garganta, pasando por debajo de la barbilla.
La Amante se había limpiado la mayor parte de la sangre y sólo unos pocos goterones, como regueros de sudor, resbalaban por su piel.
Las dos mujeres se observaron mutuamente durante algunos segundos. Belllis sintió como si no hablaran el mismo idioma. El abismo que las separaba daba vértigo.
Aquella noche, Bellis despertó muchas horas después de que todo el mundo se hubiera acostado.