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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (72 page)

BOOK: La cicatriz
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—Doul —dijo y buscó cualquier señal de blandura o amistad o atracción o perdón y no vio ninguna.

Él esperaba.

—Una cosa —dijo mientras le miraba a los ojos de forma resuelta—. Tanner Sack… él es la mayor víctima de este asunto. No hizo nada que pudiera poner en peligro a Armada. Está viviendo un infierno, está destrozado. Si vas a castigar a alguien… —respiraba de forma temblorosa—. Lo que estoy tratando de decirte es que, si estás interesado en la justicia, no… no lo castigarás a él. Decidas lo que decidas. Es el hombre más leal a Armada y a Anguilagua que conozco.

Uther Doul se la quedó mirando durante largo rato. Ladeó ligeramente la cabeza, como si sintiera curiosidad.

—Bueno, señorita Gelvino —terminó al fin por decir, con la voz templada: más suave, más hermosa que nunca—. Por los dioses. Menuda demostración de valentía, de auto-sacrificio. Aceptar la mayor carga de culpa, suplicar clemencia para otro por altruismo. Si hubiera sospechado de sus motivaciones y manipulaciones, si la creyera capaz de llevar la guerra a mi ciudad de manera deliberada, cínica e implacable, si hubiera considerado la posibilidad de tratarla con severidad por sus actos, creo que tendría que reconsiderarlo ahora, a la luz de ésta, su evidente… y generosa… nobleza.

Bellis había levantado la mirada de repente cuando él empezó a hablar pero sus ojos se fueron abriendo a medida que continuaba. La voz calmada del hombre se fue haciendo amarga a medida que se iba mofando de ella.

Sintió que le ardía el rostro. Estaba consternada. Avergonzada, sola de nuevo.

—Oh —dijo con la voz entrecortada. No podía hablar.

Uther Doul giró la llave en la cerradura y dejó a Bellis con la única compañía de los peces que se agolpaban de forma estúpida junto a la ventana, atraídos por la luz que brillaba al otro lado.

En Armada no existía nada parecido al silencio. En el momento más silencioso de la noche más larga, cuando no había ni un alma a la vista, la ciudad estaba llena de ruidos.

El viento y el agua la sacudían constantemente. Viajaba sobre el oleaje y se compactaba y expandía su sustancia y volvía a apretarla. Los aparejos susurraban. Los mástiles y las chimeneas se agitaban, como si estuvieran incómodos. Los barcos entrechocaban constantemente, como huesos, como alguien de una estupidez y una paciencia infinitas a la puerta de una casa abandonada.

La ciudad se aproximaba cuanto le era posible al verdadero silencio en el desierto barrio maldito. El golpeteo, el chapoteo y el balanceo de las aguas parecían más apagados allí. Pero en aquel lugar había otros sonidos más siniestros que aterraban a quienes los escuchaban y mantenían a los intrusos a distancia.

Un crujido lento, como el desplome de una torre de varillas; el traqueteo rítmico de algo mecánico al perforar la madera. Un canturreo tenue semejante al sonido de una flauta desafinada.

El barrio maldito aguardaba plácido entre sus extraños ruidos, se enmohecía e hinchaba ligeramente con años de agua y continuaba su lento y prolongado colapso. Nadie sabía lo que se escondía allí, entre sus barcos cubiertos de ampollas por el tiempo.

El
Tesauro
era la embarcación más grande del barrio maldito. Un barco antiquísimo de casi ciento cincuenta metros de eslora, hecho por completo de madera ocre que antaño debió de estar teñida de vivos colores pero a la que la edad y el aire salado habían arruinado. Su cubierta estaba llena con los restos de cinco mástiles y una profusión de torres de perforación y hospederías. Los maderos y postes yacían sobre la cubierta como sombreados de rayas. Estaban perdiendo la forma, reducidos a la nada por la podredumbre y los gusanos.

Era casi medianoche. Llegaban sonidos desde los paseos de Otoño Seco y Vos-y-los-Vuestros: la jarana nocturna y todo lo que la acompañaba; los ruidos de la reconstrucción en los solares creados por la guerra. Seguía habiendo puentes, viejos y abandonados, que unían los paseos al Barrio Maldito. Tendidos hacía quién sabe cuantos años, se negaban con terquedad a pudrirse.

Desde una tosca barcaza situada en el linde de Vos-y-los-Vuestros, un hombre cruzaba las aguas en dirección a los navíos abandonados que había al otro lado. Caminaba sin miedo por un paisaje de decadencia: moho y herrumbre tan corrosiva como la congelación. No había más luz que la de las estrellas, pero él conocía el camino.

En la proa de un pesquero de hierro había sendas grúas de metal abiertas, podían verse sus entrañas mecánicas desparramadas por cubierta, como si alguien las hubiese destripado. El hombre caminó entre los restos cubiertos de grasa y subió a bordo del
Tesauro
. Su larga cubierta se extendía frente a él, ligeramente inclinada.

(El barco había sido unido por debajo a la enorme cadena que se sumergía en las aguas y mantenía sujeto al avanc).

El hombre descendió a la oscuridad del corazón del navío encantado. No se esforzaba por ser silencioso. Sabía que si alguien lo oía, lo tomaría por un fantasma.

Se movía por pasillos medio iluminados, cuyos contornos estaban perfilados por taumaturgia o moho fosforescente.

El hombre frenó su marcha y miró a su alrededor, al tiempo que el rostro se le arrugaba de preocupación y los dedos se tensaban alrededor de la estatuilla que llevaba consigo. Al llegar a los escalones mugrientos que descendían se detuvo y apoyó la mano libre sobre el pasamanos. Contuvo la respiración, volvió la cabeza lentamente, escudriñó cada rincón oscuro y escuchó.

Algo estaba susurrando.

Aquel era un sonido que nunca había oído antes, ni siquiera en aquellas cubiertas infestadas de fantasmas.

Se volvió. Trató de perforar con la mirada la negrura del otro extremo del pasillo, como si fuera un duelo de voluntades, como si estuviese tratando de doblegar a la oscuridad; hasta que venció y ésta le mostró lo que había estado escondiendo.

—Silas.

Un hombre salió de las sombras.

Al instante, Silas Fennec levantó la estatua que llevaba en la mano y le introdujo la lengua en la grieta. La figura estaba corriendo hacia él, cruzando la distancia en la oscuridad, con una espada en la mano.

Y de repente hubo más. Figuras de rostros duros que emergían de los agujeros de la madera, por todas partes, y se precipitaban sobre él a pasmosa velocidad. Lo cercaron con pistolas y armas extendidas.


¡Lo quiero vivo!
—gritó Doul mientras Silas Fennec sentía el temblor de la lengua lasciva de su icono de piedra y el poder empezaba a correr por sus venas.

Dio un paso hacia arriba y penetró en espacios que apenas un momento antes no hubiera sido capaz de ver o recorrer. Fennec se retorció mientras el primero de los hombres de Anguilagua pasaba estúpidamente por debajo de él. Abrió la boca y profirió un jadeo mientras su estómago se revolvía. Con un gruñido nauseabundo vomitó un chorro de bilis verde y negra, un borbotón de plasma cargado de taumaturgia que no era del todo ni líquido viscoso ni energía y que cayó directamente sobre la cara de su atacante.

Silas Fennec pasó rápidamente a través de varias formas de ver, abandonó el corredor, se alzó por el barco, mientras el hombre al que le había escupido chillaba débilmente y se arañaba la cara y moría.

Los alguaciles estaban por todas partes, emergiendo de detrás de las puertas y tratando de agarrarlo por la ropa. Irrumpían desde espacios cerrados, como ratas o perros o gusanos o dios sabe qué, extendían los brazos hacia él y lanzaban tajos con sus espadas. Eran rápidos, elegidos por su habilidad y su valor: una plaga, un enjambre; todo a su alrededor; una invasión que lo acosaba, lo cercaba, trataba de cazarlo.

Jabber joder están por todas partes
, pensaba Fennec y volvió a apretar la boca con avidez contra la estatuilla. Los planos y los ángulos se plegaron a su alrededor, se reconfiguraron a su paso y tras su estela. Se revolvió y ascendió a la velocidad del rayo las escaleras, mientras se sentía como un ahogado tratando de llegar a la superficie. Estaba hambriento.

Los hombres de Anguilagua trataban de agarrarlo, lo asían por donde podían.
No me jodáis
, pensó y sintió una oleada de poder.
Puedo hacer más cosas aparte de correr
. Se volvió, gruñendo y escupió y vomitó sobre sus atacantes el letal coágulo que se concentraba en su interior con el beso de la estatua. Retorció la lengua y arrojó chorros de la untuosa sustancia a las caras que lo rodeaban.

Allí donde golpeaba, el esputo corroía el espacio convencional, como si fuera un ácido dimensional y los alguaciles gritaban, pasto de un terrible dolor alienígena, mientras sus ojos y huesos y carne se plegaban sobre sí mismos y abandonaban lo corpóreo; se disolvían, se disipaban; desgarrados en direcciones imposibles. Caían malheridos y proferían chillidos húmedos y Silas los miraba sin misericordia al pasar a su lado, viendo cómo perdían sus caras la realidad en una hemorragia de una nada viscosa que supuraba y crepitaba, mientras los agujeros de sus cabezas y pechos iban ensanchándose hasta convertirse en un vacío. Se vertían sobre aquel no-espacio, una vacuidad lesiva que se extendía como gangrena desde los bordes de sus heridas haciendo que su carne se volviera difícil de advertir, vaga e irrelevante hasta que, de repente, dejaba de existir.

Sus atacantes rodaban por el suelo y gritaban mientras aún tenían bocas.

Fennec seguía huyendo con el corazón desbocado. Corría y besaba y doblaba el espacio con sus pasos intrincados y plegaba los planos a su alrededor.

Uther Doul lo seguía, sombrío, con tal tenacidad que, confinado al espacio convencional como estaba, lograba permanecer tras su rastro.

Era implacable.

Fennec emergió de los oscuros confines del
Tesauro
; irrumpió al aire abierto; aguardó allí un instante, con la lengua ensangrentada por los dientes de mármol de la estatua.

Jodeos todos
, pensó con fiereza mientras su miedo escapaba a la carrera. Volvió a hundir la lengua en la estatua; sintió la inundación del poder, sintió su resplandor que lo convertía en una estrella oscura. Dando vueltas sobre sí mismo, se deslizó por entre una extensión de aparejos desgarrados, se elevó entre las sombras de los cables, dobló la realidad a su alrededor, la combó y la deslizó a lo largo del pliegue que había creado: hacia arriba siempre, sobre el barco decrépito.

Un grupo de sombríos alguaciles emergió por la escotilla y se dispersó por toda la cubierta con la velocidad de auténticos expertos. Uther Doul venía con ellos y miró a Fennec directamente a los ojos.

—Fennec —dijo y alzó la espada.

Silas Fennec bajó la vista hacia él, sonrió y respondió con una voz que reverberó de forma impía, casi a la altura de su oreja, como un susurro amenazante:

—Uther Doul.

Fennec estaba posado a cinco metros de altura, sobre una corona de éter cambiante. La realidad se arrollaba a su alrededor. Pendía indistinto; su perfil oscilaba entre diferentes estados. Se movía con una elegancia marina, lenta y predatoria, mientras su forma parpadeaba, aparecía y desaparecía. Manaba sangre de su boca y de su lengua desgarrada. Se volvió como un lucio en el aire, suspendido por el poder de la estatua y miró a los hombres que tenía debajo.

Alzaron sus armas. Fennec destelló y las balas pasaron por donde había estado, cruzaron el aire crepitante, y él escupió mientras desaparecía. Abrió la boca y los chorros de aquel vómito corrosivo brotaron de su interior como la metralla de una salva explosiva.

Cayeron por toda la cubierta y sobre los rostros de los atacantes y se produjo una percusión de gritos. Los hombres se dispersaron, presa del pánico.

Fennec siguió mirando a Doul.

Éste se había apartado con brutal economía del camino del esputo, con el rostro severo, sin apartar los ojos de Fennec. La figura de Silas parpadeó y de pronto estaba más abajo, se cernía amenazante sobre la cubierta mientras canturreaba con deleite y supuraba un rastro de limo cáustico. Cuando cualquier hombre se acercaba a él, escupía, y el hombre retrocedía o moría. Seguía mirando a Uther Doul.


Ven a cogerme, entonces
—susurró con ebria bravuconería. Tenía la garganta en carne viva a causa del extraordinario esputo pero se sentía capaz de todo, hasta de abrir un agujero en el universo. Se sentía invencible. Doul retrocedía frente a la poderosa, erizada figura, saltando, moviéndose con tensa cólera, apretando los dientes mientras la voz de Fennec seguía susurrándole al oído—.
Vamos

Entonces, a través de la luz y la oscuridad y de la gravidez de la madera, a través del chapoteo de las aguas que era como un coro de pequeños puños a su alrededor, las luces de Armada apenas a unos pocos metros de distancia, Fennec escuchó una voz a su espalda.


Siiiiilassssss
.

Como el ataque de una serpiente monstruosa.

Mientras el corazón le daba un vuelco, Fennec se volvió y vio al Brucolaco: bestial, resplandeciente, el odio encarnado. Emergiendo de la oscuridad, su larga lengua se desenrolló. Hacia él.

Fennec gritó y trató de besar de nuevo su grotesca estatuilla pero el Brucolaco alargó el brazo y le golpeó, con la mano abierta y los dedos tensos, en plena garganta.

El golpe arrojó a Fennec sobre la cubierta, de espaldas, sin aliento. El Brucolaco cayó con él, con los ojos ardiendo. El hombre siguió tratando de acercar la figurilla a su cara y con una especie de facilidad desdeñosa, el Brucolaco lo asió por la mano libre y lo levantó sin esfuerzo. Alzó el pie
(con humillante velocidad)
, lo hizo caer sobre la muñeca derecha y, con una violencia salvaje, golpeó la cubierta y la hizo pedazos.

Fennec lanzó un chillido agudo y absurdo mientras sus dedos destrozados se abrían con un espasmo. La estatua rodó por la madera.

Tendido entre las astillas, empezó a aullar, mientras la sangre manaba de su boca y su nariz y de la muñeca rota. Gritó de agonía y de terror y sacudió las piernas tratando de alejarse. Volvía a ser corpóreo del todo, estaba destrozado, patéticamente presente. Uther Doul apareció en su campo de visión y se inclinó sobre él.

Mientras lo hacía, la camisa de Fennec, desgarrada, se abrió y mostró su pecho desnudo.

Estaba moteado, húmedo, pegajoso y decolorado en grandes franjas teñidas de verde y blanco. Brillaban con el insalubre resplandor de la carne muerta. Aquí y allá se veían rebordes mellados, extrusiones parecidas a bigotes de gato o a aletas.

BOOK: La cicatriz
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