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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (84 page)

Una constelación de lugares que eran poco más que mitos se abriría a Nueva Crobuzón. Con el comercio, las colonias y todo cuanto ello conllevaba. Bellis recordó las historias que había escuchado sobre Nova Esperium, las riquezas y la brutalidad.

Ocurriera lo que ocurriera, sería el fin del monopolio de terror de los grindilú sobre el Mar de la Garra Fría. El canal de Nueva Crobuzón abriría un mercado libre de poder, con cuyo control, nadie sino Nueva Crobuzón podría hacerse.

Bellis sacudió la cabeza, atónita. No había sido una fuga dramática y romántica. El robo de Fennec había sido planeado cuidadosamente, un análisis de costos y dificultades llevado a cabo por un experto. Y cuánto más elocuente resultaba la verdad sobre los grindilú. No eran como los vengativos monstruos de las historias que le había contado a Shekel, en pos de un símbolo. Sus motivaciones estaban claras. Estaban protegiendo la fuente de todo su poder, sus intereses y su influencia.

—La estatua era sólo una baratija, ¿no es cierto? —dijo Bellis y a pesar de todo su miedo, Fennec la miró a los ojos—. Una bonificación, para ti. Nueva Crobuzón no venía a buscarla, ni tampoco los grindilú. Estabas llevando a cabo un
estudio de viabilidad

Podría haberlo enviado a casa. Podría haber escondido los documentos en el mensaje que le había dado a Bellis para que, como una necia, hiciera de correo para él pero entonces, claro, sus amos no hubieran ido a rescatarlo. De modo que se lo había guardado, sabiendo lo que valía, sabiendo que por esos garabatos Nueva Crobuzón estaría dispuesta a enviar su marina hasta el otro lado del mundo.

Pero habían fracasado en el intento de rescatarlo, a él o a sus preciosas notas. No habría canal, pensó Bellis mientras contemplaba a los grindilú. Ahora no.

Fennec estaba farfullando. Por un momento Bellis pensó que le estaba dando un ataque y profería sonidos carentes de sentido pero entonces se dio cuenta de que estaba hablando en una versión atenuada y humana de la lengua de los grindilú. Se había apoyado contra la pared y se erguía con pánico controlado. Suplicando, supuso Bellis, por su vida.

Pero los grindilú habían encontrado lo que habían venido a buscar y no tenía nada que ofrecerles.

La figura que flotaba frente a él en la celda alzó las garras. Habló, lenta y vigorosamente, en su propia lengua y Silas Fennec dejó escapar un chillido.

Bellis sintió que el aire que la rodeaba hormigueaba, distorsionado, mientras los otros dos grindilú mecían los cuerpos, enviaban una onda desde los hombros hasta las alargadas colas pasando por los tensos vientres. Se movieron con la misma premura marina hasta los barrotes y su líder manipuló las fuerzas arcanas con los movimientos de sus manos hasta que el hierro se volvió fláccido de nuevo y pudieron pasar al interior.

Los gritos de Fennec se hicieron más intensos mientras los tres grindilú lo rodeaban.

Con una horrible sensación de nauseas, Bellis estuvo segura de que iba a contemplar cómo lo hacían pedazos y oyó protestar débilmente a su propia voz.
Más no
, pensó.

Pero los grindilú extendieron los brazos y lo sujetaron, mientras él gritaba y los golpeaba. Lo sometieron con facilidad con sus dedos intrincados y crueles y, formando una especie de pantano inquietante y mal definido, las tres criaturas marinas lo atraparon en una maraña de miembros y empezaron a alzarse.

Estaban suspendidos sobre el suelo. Los aullidos de Fennec empezaron a enmudecer. Sus pies no tocaban el suelo. Fue elevado y llevado por toda la pequeña celda, envuelto en miembros y gruesas colas de anguila.

El mago grindilú cogió el cuaderno de notas con una mano y extendió la otra, con lo que se separó por un momento de sus compañeros y su prisionero y gesticuló en dirección a la mayor de las portillas que interrumpían el muro de la pequeña prisión. Bellis escuchó un traqueteo siniestro procedente de los huesos que rodeaban su cuello.

Como si fuera líquido, como si fuera un estanque tranquilo al que alguien hubiera arrojado una piedra, el cristal de la portilla se cubrió de ondas y Bellis se dio cuenta de lo que estaban haciendo los grindilú mientras el cristal comenzaba a romperse. Se obligó a salir de su letargo en una neblina de repugnancia, asombro y miedo resbaló en la sangre mientras retrocedía hacia la puerta.

Escuchó a Fennec gritar una vez y luego una exhalación acuosa y el sonido húmedo provocado por la enorme boca del mago al cerrarse sobre la de Fennec. Los afilados dientes le cubrieron el rostro de laceraciones pero la boca le proporcionó aire mientras el cristal encantado hervía y el agua irrumpía en la habitación.

En apenas unos segundos la sala se había llenado de agua hasta varios centímetros de altura y el torrente no daba señales de ir a detenerse. Los dedos de Bellis estaban entumecidos mientras trataban de tirar de la manija de la puerta, en contra de la presión del agua. La abrió y se volvió durante medio segundo en el umbral, mientras la falda empapada se le pegaba a las piernas y el agua gélida inundaba el corredor pasando entre sus pies y helándola hasta los huesos.

Los grindilú flotaban, inmóviles, en medio de esta riada oceánica. Las manos de Fennec sobresalían entre la pegajosa masa, abriéndose y cerrándose. Mientras el nivel del agua crecía debajo de ellos, con asombrosa velocidad, el triunvirato de grindilú se movió en el aire como uno solo, en un abrazo imposiblemente tenso y coagulado, hasta que con un espasmo coordinado con absoluta perfección, se lanzaron hacia la portilla, la atravesaron sin detenerse y salieron, llevándose a Fennec y a lo que éste les había robado —información, secretos— al mar.

Bellis echó el cerrojo de la puerta para sellar la habitación inundada y salió al pasillo, que seguía lleno de agua. Se balanceaba adelante y atrás en una fina capa ilustrando los movimientos del
Grande Oriente
.

Se inclinó hacia atrás y se sentó en el suelo. Sus muslos y sus posaderas chapotearon pero ella no sintió nada más que la oleada de temblores que se apoderaba de su cuerpo. No lloró pero, mientras la adrenalina se disipaba por todo su cuerpo, profirió los gemidos más bestiales, carente por completo de control y retorciéndose al tiempo que expulsaba el miedo acumulado en forma de vómitos.

Permaneció allí sentada durante mucho tiempo. Allá fuera, en algún lugar de la noche, en medio de la oscuridad de las aguas profundas, se encontraba Silas Fennec. Prisionero. Para ser interrogado o sufrir un castigo inimaginable. Vivo.

Bellis tardó mucho rato en rehacer el camino que había seguido para llegar a las celdas del
Grande Oriente
. Se movía con torpeza, con la falda larga y mojada pegada a las piernas. No pensaba nada. Nunca había sentido tanto cansancio o tanto frío

Cuando por fin emergió al aire de la noche, bajo el suave balanceo de los viejos aparejos y el enorme mástil de hierro, sintió una punzada de sorpresa entumecida al percatarse de que todo seguía tan en calma como había estado antes. Todo seguía en calma allí fuera.

Estaba sola. Los sonidos de los disparos y los incendios aún se oían, pero muy lejanos ya.

Respirando entrecortadamente y con paso lento, se arrastró hasta la borda del barco y apoyó la cabeza sobre la barandilla, apretó la mejilla contra ella y cerró los ojos. Cuando los abrió, se dio cuenta de que estaba mirando el
Montonero
. Los contornos del grueso barco se enfocaron lentamente. Los incendios habían sido apagados.

Ya no brotaban chorros de insólita energía desde detrás de sus muros. No había monstruos de las profundidades custodiándolo. Había hombres y mujeres en sus cubiertas, moviéndose con urgencia pero también con fatiga exhausta y abatimiento.

Vio cómo asentían las olas contra los costados de la ciudad y, con un entendimiento que había nacido en su interior sin que se percatara, se dio cuenta de que Armada había vuelto a moverse.

Muy despacio, tanto aún como en los tiempos en los que los remolcadores la arrastraban. Pero estaba de nuevo en marcha. El avanc volvía a moverse, ahora que el dolor de su herida empezaba a remitir.

Los grindilú se habían ido

(y Silas está vivo)
.

Sujeta a la barandilla, Bellis caminó hacia la gran proa del
Grande Oriente
y, mientras rodeaba un grupo de camarotes, escuchó unos ruidos. Había gente delante de ella.

Su mirada pasó sobre Anguilagua y Otoño Seco y Jhour y Libreros. Los ruidos de la lucha estaban amainando. Ya no se oían los movimientos de las multitudes, el constante tamborileo de las detonaciones. Sólo unos pocos disparos y ataques aislados.

La guerra estaba muriendo. El motín había terminado.

No oyó declamaciones de triunfo de amotinados o leales, no había nada a su alrededor que le permitiera adivinar quién había ganado. Y sin embargo, por alguna razón, cuando rodeó el último muro y contempló la escena que se desarrollaba en la cubierta de proa del
Grande Oriente
, no sintió ninguna sorpresa.

Por toda ella había hombres y mujeres de rostro sombrío, lastimados y ensangrentados. Empuñaban sus armas.

Frente a ellos yacía un montón de cadáveres. Muchos estaban destrozados, los pechos abiertos en canal y quemados o destripados. La mayoría había sido decapitada; la maraña estaba salpicada de cabezas dispuestas al azar, todas con la boca abierta, los colmillos y las lenguas serpentinas al aire.

Los vampiros. Docenas de ellos. Derrotados. Ejecutados. Vencidos cuando sus misteriosos aliados habían desaparecido y los pequeños motines que se habían formado espontáneamente en su apoyo se habían disuelto en la confusión. Había sido una aventura condenada al fracaso sin siquiera el respaldo de los habitantes de su propio paseo, sin contar con un verdadero movimiento de revuelta. Después de algún tiempo, los guerreros de Anguilagua habían terminado por perder el miedo y el terrorismo no puede ganar una vez que el terror de verdad se ha puesto en marcha.

Hubo un débil movimiento sobre su cabeza. Bellis levantó la mirada hacia el mástil de proa del
Grande Oriente
y los ojos se le abrieron de estupefacción y asombro. Y pensó:
¡Oh!… así que por eso ha terminado
.

Por eso han caído los de Otoño Seco. Después de esto, no podían ganar. Con ese macabro estandarte ondeando ahí arriba, el miedo que provocaban debe de haberse disipado como un eco
.

A unos tres metros de altura, encadenado en forma de cruz a un travesaño, los tobillos y las muñecas maniatadas por gruesas cuerdas, profiriendo gruñidos patéticos, la lengua fuera como la de un animal muerto y los dientes y labios cubiertos por su propia sangre, se encontraba el Brucolaco.

45

Cuando llegó el día, el Brucolaco encontró las fuerzas necesarias para gritar.

El sol lo quemaba. Cerró los ojos y sacudió la cabeza de forma absurda, como si tratara de apartar los ojos de la luz. La piel se le empezó a cubrir de llagas, como si le hubiesen derramado algún disolvente químico sobre ella. Su rostro de palidez de ultratumba enrojeció, se le ampolló y empezó a supurar a la luz del día.

Se convulsionaba con feos movimientos, como un habitante del mar arrojado a la arena de la playa. Perdió todas las fuerzas y empezó a emitir pequeños jadeos de dolor.

El sol no podría matarlo durante bastante tiempo, tan fuerte era; pero lo dejó incapacitado y, por encima de todo, lo atormentó sin misericordia. Dos horas después del amanecer estaba tan aturdido que no podía emitir el menor sonido. Babeaba un reguero de saliva y veneno desnaturalizados.

La luz del sol escaldó también la carne de sus masacradas tropas. A medida que el día iba reptando por la cubierta, las docenas de cuerpos inmóviles se fueron disolviendo y deformando. Al anochecer, los reunieron y los arrojaron por la borda.

La llegada de la oscuridad fue como un ungüento para el Brucolaco. Muy lentamente, el dolor empezó a abandonarlo y abrió los ojos cubiertos de pus y humores. Su cuerpo empezó a repararse pero las depredaciones del sol eran graves y hasta cerca de la medianoche no encontró fuerzas para hablar.

Sus ruinosos graznidos fueron ignorados. Nadie lo curó; nadie lo alimentó. Los calambres y el dolor le osificaban los miembros. Durante toda la noche aulló suplicando ayuda o clemencia, trató de lanzar amenazas pero sus palabras se fueron convirtiendo en desesperados aullidos animales mientras las horas pasaban lentamente y veía cómo se diluía la oscuridad desde el este.

Apenas había empezado a curarse. Sus heridas seguían abiertas cuando el sol asomó por el horizonte y lo tanteó con dedos sádicos cuando, como los dientes de un motor inmisericorde, el día volvió a ponerse en marcha.

Las tareas de limpieza empezaron de forma callada. Varias cuadrillas entraron en el
Montonero
y evaluaron los daños para ver cuánto podía salvarse.

El calor había reconstruido habitaciones y pasillos enteros, cuyos límites eran ahora fluidos. Había muchos cuerpos: algunos intactos, otros perturbados de formas diversas.

Por toda Anguilagua y en los linderos de los paseos vecinos, el conflicto cobraba la forma de cristales rotos, agujeros de bala y manchas de sangre en los canalones de la ciudad. Los escombros fueron reunidos y llevados a las fundiciones y factorías para ser picados o fundidos de nuevo.

Los leales a Anguilagua patrullaban las calles. El paseo Soleado y el de Raleas estaban en calma. Sus gobernantes no habían tenido nada que ver con la revuelta y habían esperado, sin actuar, asistiendo a los acontecimientos, evaluando con cuidado las fuerzas, preparados para unirse contra una Anguilagua derrotada. Pero los vampiros habían fracasado. Sus gobernantes, acobardados por los Amantes, mantenían la cabeza gacha. Inactivos.

El General de Sombras estaba muerto, asesinado en un acceso de pánico por los vampiros que lo tenían cautivo al enterarse de que su amo había sido capturado. Habían sido abatidos a su vez, aunque no sin gran coste para los costrados. Las paredes del Palacio del Carro estaban desfiguradas con grandes esculturas abstractas de color rojo oscuro, allí donde la sangre de sus defensores se había vertido.

Nadie sabía con exactitud cuántos vampiros habían formado las fuerzas del Brucolaco y nadie estaba del todo seguro de cuántos habían caído. Era indudable que algunos debían de haber sobrevivido. Derrotados, debían de haberse ocultado, tratando de hacerse pasar por ciudadanos vulgares. Agazapados en ruinas, alojados en casuchas de huéspedes. Invisibles.

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